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Las gotas de grava crujen ante la casa, los perros saltan a nuestros cuellos, y la puerta se abre. La mujer da incluso un paso más, hacia la suave luz que irradia su caliente y expectante marido. Hace mucho que los niños, sin el consuelo de la música y el ritmo, han sido enviados a casa, donde ahora medio asoman de sus escondrijos, tras ser golpeados por sus padres. Aliviados al ver secarse en los labios las fuentes del arte, contentos como en una foto de familia, los niños se han lanzado por los caminos forestales y se han hecho trizas la figura y la ropa. ¡No hay que reunir a los vecinos con demasiada frecuencia, no hacen otra cosa que enfadarlo a uno! Todo lo que el Señor Director ha querido vuelve a tenerlo ahora, sus palabras son órdenes para nosotros. De su boca restallan los besos. Mantiene bajo la luz la cuchara con sus sentidos disueltos, pero nada se calienta. Besa a la mujer como la madre al ternero, su lengua también quiere meterse bajo las axilas de ella. Se calienta automáticamente al verla, pero por el momento su húmeda figura aún está cerrada. Él tiene la construcción de una montaña, y los arroyos han corrido ya por su frente, sin comparación con lo que inunda a sus trabajadores cuando, duramente marcados por sus estancias en el balneario (después de haber inferido heridas y castigos a su existencia), reciben una carta dentro de un sobre azul. Pero ninguno de ellos comprende a su mujer como ahora este hinchado director, que quiere volver a guiarla hacia sus orillas. Qué lleva en el bolsillo, sus bragas mojadas, que él arroja al suelo de madera. Cuántas veces ha pasado ya esto, pero la mayor parte de ellas son los criados los que cumplen esta obligación cuando no hay forma de que el grifo frene el paso del agua. Mañana, la mujer de la limpieza eliminará este rastro de vida. Gerti debe venir a su no pequeño establo. El niño, que ha pasado todo el día corriendo de un lado para otro, viene ahora disparado hacia la madre, difícil de entender en su lloriqueo, bañado en sudor por la pelea con sus compañeros. La madre, venida del cielo, le llena los labios de frases celestiales y hogareñas. Es el fardo que pueblos enteros tienen que cargar y que temer. ¿Quién ha vuelto a apretar el botón de esta familia? Que comprendan de una vez: no son más que tres personas para poner barrera al invierno. La familia: la mujer ya no está serena, el padre, que lleva consigo el talonario de cheques, lo carga en su cuenta con buen humor. Su propiedad es lo que más quiere. El hombre acaricia sonriendo a la mujer, pero sólo un segundo después escarba, rabioso, como un Terrier en un terreno ajeno, debajo de su abrigo, araña el forro de su vestido, que esa mujer mal educada debe quitarse de inmediato. Cariñosamente, le acaricia las mejillas con los dedos, como si el creador hubiera roto el lápiz antes de tiempo, y la vida tuviera que corregir su obra. La mujer no se las arregla bien con el piloto automático. Se apoya pesadamente en su andador.

¿A quién no le gustaría ser olvidado en las praderas de la vida, sólo para volver a aparecer de pronto en las ruinas de su vestimenta (todo pequeño y normado como casas en serie, pero no nos cambiaríamos ni por un rey)?

¡Entregarse completamente a otro, que pasa corriendo tan deprisa que aún tiene que conocernos! ¡Destacarse de la manada, salir de los raíles que conducen al dinero! Precipitarse sobre el niño, ya que felizmente ha aparecido, es para la mujer más que una idea, sí, los divinos van a celebrar una fiesta ahora, una fiesta entre buitres y violines! ¡Vámonos a Viena, al concierto! Se revuelca con el hijo por la alfombra del vestíbulo, pretextando jugar, pero su mano (ella no suda) agarra fuerte al niño bajo la bragueta. El hombre se esfuerza en sonreír, porque quiere volver a tener a la mujer para él solo mientras pueda matar tanta vida de un golpe. Veremos. Su resuelto taco de carne ya cuelga pesadamente de él, pesa más de cintura para abajo que la cabeza con la que piensa y ve. Ya se ha establecido una relación, pero no quiere seguir colgando. A menudo la carne le fuerza a uno a aguantar largo tiempo, como en un autobús de largo recorrido que recorre la noche con las cortinas bajas, ventana tras ventana, y como todo se mueve, la gente no se reúne.

El director ya tiene la mano en el bolsillo del pantalón, y acaricia su maza a través del forro. Enseguida su chorro abundante se precipitará sobre la mujer. Y también el niño irradia. La situación no es fácil, el niño ya se hunde, como la comida de un pequeño animal, bajo la cuchilla de la madre, que taladra esforzadamente su carne. La madre ríe bajito, con el pelo rebozado en el polvo del suelo, del que no se ocupa el ama de llaves. El niño querría contar lo que sus compañeros de juegos le han hecho, pero el padre no tiene tanto tiempo como usted para amar a los niños. Se arrodilla desvalido sobre su familia, lo único pequeño entre todo lo grande que ha creado. Todos ríen a mandíbula batiente. El padre les hace cosquillas alternativamente, como si quisiera sacarles la vida. Las risas continúan, el hombre está cada vez menos conmovido. ¡El niño puede serle arrebatado! Prefiere apuntar al regazo de la madre, en el que querría sentarse él. Para el niño la felicidad no pesa, y la desgracia tampoco es pesada, así que hay que hacer algo. Debe volver al orden, sí, más aún, ¡debe poner orden en su pequeña habitación! La madre siempre alivia las enfermedades. Y también al hombre las mujeres tienen que guardarlo dentro de sí, para que en esa capilla ardiente se mantenga a salvo de la tormenta de fuego que lanza los cuerpos a la noche como a perrillos, para que se vacíen y puedan dormir bien. Abundantes adornos de Navidad son colgados en ramas secas. ¡Lo importante es que se ha vivido, dejado claramente escrito el nombre de uno en las paredes, y haber recorrido de arriba abajo el menú de los sacramentos! ¡No, sólo sobre esta alfombra el buen gusto se siente como en casa! El hijo, nuestro público, conoce ya la lucha de los cuerpos y las uñas pintadas de muchas veces precedentes. Arranca a su padre una promesa en la que su Dios e ídolo, el deporte, representa el papel principal. Es atraído por promesas, por emocionantes alfombras de nieve tendidas sobre las montañas más lejanas. Creo que será emocionante ver correr a todos esos corredores hasta el ombligo de la Tierra. Se promete al niño una vivencia porque el padre espera mucho del cuerpo de la madre y sus ramificaciones que conducen a la noche: ¡Este paisaje no puede abarcar a más de cinco mil personas!

Los caballeros se engallan dentro de sus pantalones hechos al efecto, también el hijo contribuye ya a eso. Este niño, al que la madre no puede reprochar un crecimiento demasiado fuerte, se ha arrojado a sus pies como mezquino pienso para animales. Este niño, perteneciente al sexo fresco, ha sido criado por la madre, ¡y ahora ya no se le puede detener, corre y corre! Pero vayamos a los caballeros, de los que el director es el que más alto está. Su rabo puede salir en segundos de una bañera caliente y ser elegido, puede trabajar, y después vuelve a ser arriado, contento, por el destino, en el que habita la fuerza para jugar al tenis, montar en moto u otras actividades. Al caminar les baila, señores, los hombres intentan mucho entre las ramas débiles, pero yo estoy sola. El niño medita en un período de la Historia de la Tierra que después, por desgracia (¡demasiado tarde!) ya no podrá vivir. Antes, el padre le ha dado una enciclopedia y se ha inclinado, con aire didáctico, sobre su bien meditado número de hijos. Quizá más de un niño desviaría demasiado del padre los intereses de la madre. Quiere encadenar él mismo a la cama a su mujer, venenosa como la enfermedad: Dios es malvado, pero no hablamos aquí de él.

Como una campana, el director resuena sobre su comitiva sedente, a la que ha accedido con una guía turística. Fuera, los árboles se alzan oscuros, y esperan. La familia está reconciliada, los testículos cuelgan, pesados y descorteses, en sus revestimientos preferidos, en los armarios forrados de papel, en los globos de los calzoncillos y los pantalones de jogging. Pero basta con un pequeño acceso para que todo vuelva a salir. El sexo al que pertenecemos, cada uno al suyo, salta elástico como una cinta de goma, que mantiene unidos los haces más pobres (porque solos no cuentan), fuera de su saquito, cuando el solitario se vuelve hacia su propiedad como hacia su sombra, el único ser exactamente hecho a su medida. Ese ramillete de vida tiende a salir del cuerpo, y nos va bien. El que quiera mucho tendrá que comprarse algo. Incluso el niño: resplandece como un hombre hecho y derecho, que doblega a otros y se doblega ante otros. Va de unos a otros, señala su figura, que no se puede reparar, y camina por un sendero envidioso para pasar a toda velocidad por delante de nosotros. La mera impresión que hace es ya muy profunda. Sí, este niño es aún pequeño, pero está especialmente planificado como hombre, creo yo.

Ahora es aún una birria de niño, tan pequeño, pero ejerce sobre nuestros tímpanos una presión que revienta contra los pobres vecinos, que se quejarían si se atrevieran. Cariñosa, la madre reposa la boca sobre su pelo. El padre ya se ha vuelto inagotable, apenas puede contenerse. Lo que normalmente mantiene oculto a sus empleados, ahora no puede evitar que presione fuertemente sobre sus instintos. De risa, porque le hacen cosquillas, el niño descarga su abono en el rostro de la madre. No pasa nada, alborotamos como si hubiéramos lanzado un eructo húmedo. La mujer no puede estar lo bastante en guardia, demasiado tarde, ya la han medio desnudado por la espalda, mientras por delante sigue chupando al niño, con buenas palabras, diciéndole que debe recoger sus juguetes. Este hombre no se atreve a más, y aun así gana. Volando a baja altura, acaricia las posaderas de su mujer como los pájaros que aletean contra la luz. Hoy, el padre siente que su salud ruge, dentro de él y se supera. Coloca discretamente su hinchada cabeza explosiva, camuflada por la amplia bata de casa, en la raja del culo de su mujer, donde examina minuciosamente de qué dispone. Aún tiene que trazar un surco, así ayuda el campesino a la tierra. Ninguno de nosotros tiene que sobrellevar la vida en solitario. Pero, ¿por qué nadie le ayuda al comprar su coche, para que un cónyuge lo lleve todo a medias con él? Con los ojos muy abiertos, nos miramos mutuamente el sexo para apaciguarnos, delgados como nos esforzamos en estar con medicamentos y dietas. En activa competencia con los demás, que han venido a dejar su propia huella. Incluso ante la puerta abierta, el director medita qué entrada debe tomar para acostumbrarse. ¡Qué honor ser ofrendada en sacrificio! Oh Dios, qué hermoso ser una pesada carga en el carro, que se atasca de buen grado en el lodo y allí se revuelca. ¡Los hombres, traviesos, han quitado las señales de tráfico!

La familia se sigue besando y pedorreando. Ha terminado la feliz espera, palabras satisfechas cruzan la sala. La voz brota del Señor de la casa, se convierte en una batalla que él gana. Le arrastra consigo, el cielo casi hubiera olvidado a sus trabajadores y empleados, engrasados por su jefe supremo y su sagrada Iglesia, y que tienen que permanecer, garbosos y estabulados, en sus establos, donde agitan sus cencerros y raspan sus correas. ¿Cómo? ¿Ni siquiera ese espacio les deja a salvo de sus pisadas?

La mujer sabe dónde le aprieta a su marido el zapato con el que va a pisotear su cerca. A veces apenas aguanta hasta la noche, y la llama a su sala de reuniones de la fábrica, donde esta ave de rapiña no se contiene más y desea percibir, iracundo, su propiedad. Echa mano al nublado del sexo, y éste crece como un incendio. Pronto el pequeño ganador será sacado de su habitación sobre las perneras de los pantalones, donde ha estado atisbando el panorama hasta que alguien le ha mostrado el abono de su viaje de ensueño, para caer en forma de lluvia de oro sobre el regazo. Alegría para su propietario, desde lejos sus perros ya sienten su olor, y se precipitan hacia él. Todos los días son una fiesta. ¿Nos hallará al menos el sueño hoy? Nos lo hemos merecido, manteniéndonos quietos sobre las cumbres, bajo nuestras capas de calor, para que no se nos caiga un esquí. ¡Piense usted en los muchos pliegues de las camisas de los hombres, de las que podrían sacar sus sagrados arroyuelos!

Y también en la elegante vestimenta de Gerti, por enésima vez en este día, se abren brechas. Los hombres y sus fuelles, con cuya ayuda quieren resonar fuerte; en cambio, en verano sopla una amable brisa, y en invierno tenemos que coger aliento. El niño apenas se da cuenta de que entre nosotros se pisa y se es pisado. ¿No se va haciendo ya la hora de cenar? ¿Tendrá el director que volver a soltar de sus garras un rato a su mujer? ¿Es que quiere que se serene por completo? Mudos, el animal y su ronzal se miran mutuamente. El director aún quiere más: mezclar el cuerpo de su mujer, en toda su deformidad, sobre la mesa de la cocina, para que se adapte a la pasta que, bien tapada, suba. Así consigue la familia su alimento, y la Tierra sus seres, así se despiden los invitados en los umbrales, aunque se les ha dado bien de comer. ¡Señores! También ustedes me son extraños, pero alardean de tal modo que las redes crujen. Los manteles caen sobre la mesa, la familia se sienta, los pesados trozos de pan, de grano claramente destacado, tosco y caro sobre los platos de borde dorado, todos se han sentado aquí para lo que el padre quiera. Primero untará bien a la mujer, y después, sonriendo todavía por el día transcurrido al fin y al cabo, se ha ganado el pan y lo da ahora a su familia, los pesados mazos caerán sobre la pelvis de sordo sonido de la mujer. ¡Me creo, pero no creo en mí! ¡Mantengamos a toda costa los días festivos, y hagamos que el coro de la fábrica nos afine los instrumentos! El niño debe vivir, así son las cosas. De golpe y sin previo aviso, como el sol que a veces clava sus rayos como un relámpago. Ahora, en lo alto de las cumbres, ya se está encendiendo para mañana, pero nosotros, nominados en la nómina de los tigres de papel, ya hemos tenido nuestro fuego chisporroteante, y mantuvimos nuestros cuerpos en él hasta que casi se hicieron luz y nada. Sólo le aconsejo una cosa: ¡Encárguese de tener bebidas, y ya no tendrá que preocuparse por nada!

Del exterior viene un eco que se va apagando, al fin y al cabo es tarde, y lo privado se protege para entretenerse a solas. Aquellas que tienen que encargarse de la comida y el entretenimiento, allá en las casitas sobre el susurrante arroyo, donde hacen ruido con los cacharros, aquellas a medio hacer, a medio educar: ¡Sí, nosotras, las mujeres!, también estamos entre nosotras (vaya un consuelo). Para hacer más de nuestros maridos, solamente podemos atiborrarlos. Ahora la familia deja sueltos a los animales, que en las tinieblas ya no pueden recelar de nosotros. ¡También en el pueblo todo el mundo se tapa los ojos, y usted puede echar un vistazo a sus papeles, si lo tiene a bien! Mañana todos vendrán a hacer papel con los árboles del entorno, como si fuera fiesta para ellos. Entretanto, el director les presiona incluso desde la alianza que ha sellado con ellos y con el sindicato. Sólo a quien cante bien le caerán bien las sumas en la bolsa. Las deformes salas de los mesones de la ciudad rugen en aplausos cuando aparecen en ellas, largamente puestos en el menú y mirando cordialmente los sonidos de su propia cosecha, como si quisieran devorarse los unos a los otros. Una y otra vez, una ración de hombre trepa sobre la mujer que le corresponde para agotarse seriamente. Así, cuelgan como los riscos de su estirpe y de los pechos de su esposa. Están acostumbrados. Son rozados por una mano acariciante que sale a veces de la oscuridad, fugaz como una rama cargada de fruta. ¡Si pudieran tumbarse vacíos sólo un instante más (entonces sentirían a veces esta corriente de aire)! ¡Nadie debe retirar enseguida las botellas vacías! Ahora las mujeres adulan con sus armas para que se les regale algo, un nuevo vestido para su insignificancia. Gustan por su capacidad para soportar, pero no gustan a muchos. Enseguida vendrá al mundo un gulasch quemado.

Estaremos en contacto.

Cuando la puerta ha girado sobre sus goznes, Gerti empieza a amansarse tras el castillo de sus cortinas. Pero ¿tiene por eso el director que hacerse manifiesto? El niño va corriendo del uno al otro, se da importancia. El padre quisiera olvidarse del niño, lo levanta por la tirilla de los pantalones y lo vuelve a dejar caer al suelo. Por fin de la garganta de la madre va a salir un vómito social. ¡Rápido, a meterse los dedos! Sólo el niño, representado por un muchacho, molesta aún, porque vierte verdades desde su laringe también presionada: Quiere que le regalen algo. ¿Siguiendo qué criterios se ha escogido a este niño? Los padres son extorsionados, y se sientan, mudos, en su hermoso salón. Las existencias de lenguaje infantil parecen inagotables, pero les falta variedad, sólo tratan de dinero y bienes. Este niño desea de forma creíble torbellinos enteros de aparatos, tátara tata. Su lenguaje tropieza en todos los huecos en los que mamá ha puesto figuritas de animales. Este niño ama a su madre, porque ambos obedecen a la Ley común de que no es la Tierra la que los ha engendrado, sino el padre. Del niño brotan catálogos enteros de productos. También se le podría comprar un caballo. Sí, el niño desea concordar total y enteramente con una cosa, y no es la voz del violín, sino el deporte. Las mercancías se convierten en palabras, dímelo, dinero. El padre tiene que volver a soltar el bolsillo del pantalón, en el que retiene su cosa; sencillamente, de esta mujer no se puede pasar de largo sin actuar. Va a poner firme al niño, quizá lo lleve a la mesa por los pelos. El televisor emite una fuente de imágenes y sonidos, una medusa que extiende sus tentáculos hacia la habitación y permite a la juventud reconocerse en distintas celebridades. Está muy alto. El presidente de esta asociación grita iracundo su decisión: ¡Sin duda los tres han sido hechos por un mismo Padre, pero han sido ideados por mí!

Con el cuerpo reblandecido por el alcohol, la madre se tambalea y tropieza con sus electrodomésticos. Sin necesidad, esta familia se compra su entorno. ¡Fíjese, esta paz! Las mesas se doblan bajo el resplandor de la lamparilla, que brilla sobre las secretas y benditas viandas. Qué país acogedor. El rabo medio tieso del padre está, bravíos como un perro de caza, apoyado entre los muslos, al borde del sillón; no falta nada, el glande medio asoma, el parapeto se dobla bajo su peso. Los hombres se desbordan allá donde comienzan sus vísceras, allá van, no demasiado deprisa, y una y otra vez salen corriendo por entre el boscaje. No, este sexo no se tumba a dormir antes de haber llovido, excitado y capaz. Así les gustaría. El padre se afila contra su asiento: ¡Qué variado, qué amable es el aspecto del valle que hay entre sus muslos! Lleva largo tiempo aquí, e igual de largo es. La mujer mira ante sí, y a veces da un puñetazo sobre la mesa. Si se la dejara, como ella quisiera, enseguida seguiría sus recientes deseos y se arrojaría a lo importante, que se llama Michael. Ahora este camino le está cerrado, me temo. Murmura oscuras palabras, por su boca apenas abierta. La residencia de vacaciones del estudiante, ese lugar de peregrinación para la carne de Gerti, todavía podemos ir después. En las casas los niños no cantan ni palmotean con sus manitas, tampoco el sol se atreve a nada más. Se hace el silencio. ¿Cuándo, me pregunto, cuándo comprenderá la mujer la perentoriedad de su órgano local de seguridad?

El niño bromea, ahora enteramente convertido en bestia. Siempre, antes de irse a dormir, cuando no se da mucha importancia a la cena, el niño empieza a revolverse de vitalidad. También la madre deja caer con fuerza la cabeza sobre la mesa. Su herida abierta depende de Michael. Muestra que no comerá nada, pero sí beberá. El padre, para el que ya está sonando el cuerno de caza, deja el escape libre, en su ropa de viaje. El niño le carga, ya que ahora está en su propia casa, donde muere la gente cuando no se la lleva a tiempo al hospital. Los últimos obreros escapan al mal tiempo y corren a sus benditas casas. Pronto el silencio será total. El rabo del padre, esa hercúlea musculatura, es atraído por la madre. Ahora este perro arrogante duerme un poco, pero pronto el olor llegará a su nariz. Arriba, se habla con el niño sobre el colegio. Después, se agarrará a la inclinada mujer por el hueco de las axilas, será cogida por los hombros y vuelta a incorporar. Ahora, el niño se hace cada vez más el amo de la mesa. Desvelado por su apetito, el padre se hunde profundamente dentro de sí mismo, vemos que la madre ha venido sólo para irse y de nuevo volver. Esta gente no puede quedarse quieta, lo que en líneas generales afecta a los enormemente ricos desarraigados. En ningún sitio se quedan, se trasladan con las nubes y los ríos, sus coronas susurran sobre ellos y sus bolsas crujen. Mejor en cualquier otro sitio, y abren su pecho al Sol. Y siempre la misma respuesta a la pregunta: ¿Quién está al teléfono? El niño se hace más pesado, saca brillo a su lista de regalos de cumpleaños, pero no lija ni uno de sus deseos. El padre hace lo mismo por principio. Sudando, quiere refrescar a la madre con su manantial. La vida susurra en torno a sus tobillos; probablemente en el calor de sus sentidos, que ninguna goma podría aguantar, descansa su vientre, y las llamas aletean en torno a su figura. El niño exige mucho, para poder conseguir la mayoría. Los padres, que en medio de sus sensaciones han sido por fin atrapados por el cobrador del coche-cama (fuera, el paisaje pasa volando, y sus instintos crecen por encima de ellos y salen al exterior), quieren por distintas razones que el niño vuelva a cerrar la boca abierta. Los pactos se rompen. Practicar violín durante una hora no es el mundo. Ahora la mujer come unos bocados. Al niño aún le falta mucho para madurar. ¡Mejor terminemos nosotros!

No pueden sentarse desnudos y abrazados, el niño les molesta. Este niño vive en el delirio. No tiene secretos para sus padres, mientras gorgotea con la leche tras los dientes de leche que le quedan. Esta arquitectura con la que está sujeto a los padres es una fuerte vinculación. En realidad, el niño no sólo molesta cuando agarra el arco del violín. Molesta siempre. Tal exceso (los niños) lo provocan sólo las relaciones poco pensadas, que traen a casa su propia perturbación, para que empiece a brillar clara y estúpida como una lamparilla desde su lenguaje inhábil, en lugar de que todos puedan cohabitar juntos en todos los posibles agujeros de sus viviendas. El padre querría por fin arrancar las telas a su mujer y descender impetuoso por su colina, pero no, el niño atraviesa la habitación como un día festivo, su cuerno resuena por la casa, en la que todo invita al amor, sobre todo la expresa construcción del padre que, como el gran sofá del salón, es magníficamente adecuada para el amor. Cuan hermosos florecen en los caminos estos viajantes del sexo, estas cuidadas plantitas, ¡por favor no las arranque, ya arrancan ellas solas! ¡Escóndete en el bosque, pero no les pises los pies, pueden ser locamente venenosas en medio de todo ese verdor!

En la cocina, el padre echa un par de pastillas en el zumo de su hijo, para hacer callar de una vez a esa máquina siempre en servicio. Al hijo el zumo no le hará mucho, pero el padre, oh, cuando se haga el silencio saltará desde su traje dentro de la madre, dando zancadas por el camino largamente allanado. Dios envía a sus caminantes por montañas y valles hasta que al fin se aniquilan mutuamente y pueden seguir viaje con los niños con tarifa para grupos. Al entrar en escena cantan y se arremangan, presumiendo lo que van a hacer, al abandonar el órgano dejan tras de sí su montón de estiércol. Así rezan las normas de las áreas de descanso de nuestra vida, con ellas el paisaje queda libre en el valle. El padre descenderá por el sendero que por amor a nosotros baja de la montaña, y enseguida irá a refrescarse a la lechería de la madre, donde puede beber directamente del chorro. Una versión especial a medida no la hay ni para un director. Estos pezones están bien cubiertos por el tiempo, pero pegan de maravilla con su vida cotidiana. Por fin el niño va a hundirse en el sueño en esta casa, después de que pretendía tocar un poquito el violín. Ahora, ¡fuera este personaje! Nos vamos a la cama. Una pena nocturna más para la madre, que ya no percibe con claridad a su hijo, al que tiene ante sus ojos. ¡Cuántas fotos como ésta han sido destruidas! El niño ríe y grita y arma un poco de jaleo, hasta que la última pastilla pasa a su sangre. Sí, este hijo parlotea como si quisiera revolcarse en la luz de proscenio del atardecer, en la salsa de su riqueza. Tampoco los mayores ni los más fuertes se atreven, testarudos, a mostrar sus cosas ante él. En sus casas hay jaulas, muy pegadas, en las que también comen las personas. La madre busca evitar el comercio con el sexo del padre, esa devastación con la que él hizo su obra en ella con los recursos de la Santa Alianza. Sí, quiere vivir, pero no ser visitada.

¿Qué no haríamos para desviar la imparable cháchara del niño a una cuenta de escape, donde también nosotros pudiéramos depositarnos por fin y, como el dinero, crecer durante el sueño? Es como si esta botella se hubiera descorchado definitivamente. Sus recuerdos son más hábiles que los caminantes, sus extractos de cuenta hablan claramente de una montaña de intereses y unos tipos heridos de interés. El hijo debe dormir y amojamarse, por mí hoy le podemos ahorrar el baño. Bueno, por fin, ¿no lo decía yo?, por fin ha dejado de hablar y se recuesta en el sillón. Antes, con cada palabra, afirmaba con descaro sus conocimientos, ahora ya lo cubren el aire y el tiempo, como si nunca hubiera existido. Todo -nada es en vano- desemboca en un hilo de bebida en sus labios, en su mandíbula infantil, donde ha florecido su sonrisa. El niño, ya que por fin hay calma, es abrazado y besado, inarticuladamente, por la madre. Hasta mañana habrá silencio. Lo principal es que el niño ha sido quitado de en medio. Nos había cercado en toda regla, este niño. Tenemos que tapar todas las aberturas, pegarnos a nuestra actual situación, el amor. El cuarto del niño está construido en paredes rústicas, pesadamente cargadas de objetos, el padre lo sube en brazos y lo deja caer sobre el colchón como a un blando almohadón. Lo que se queda quieto, muerde el polvo. El niño duerme ya, demasiado cansado como para que de su pico salten más chispas hoy. Los mayores explotan su parentesco y echan mano a sus branquias para demostrar que la edad no puede con ellos. No están inhibidos, y gustan de cosechar, ya no tienen nada que perder. Como en el cielo los insectos, el padre se lanzará en seguida en picado y libará la hierba recién cortada. En menos de cinco minutos ha ensartado a la madre por el vientre, un milagro teniendo en cuenta su tosca figura. ¡Señores míos, ya han salpicado bastante con sus mangueras! ¡Ahora saquen el gigante blanco, y de rodillas, por la noche, en el puerto de la casa, úsenlo! Los hombres: les han sacado los ojos, y ahora quieren pinchar a alguien todo el tiempo.

Este niño es tan pequeño, y ya brilla por entero (está entero). Delicadamente, la madre se tiende como un aditamento en su cama, ¿va a garantizar una noche de amor? No, pronto se extinguirá bajo los firmes músculos de su marido, que quiere desnatarse. El niño duerme ya profundamente. La madre se agota en insensatos besos, que extiende sobre la colcha. Frota la fláccida masa de su hijo. ¿Cómo es que ha dejado de crecer por hoy? No es natural que su espíritu se haya evadido tan rápido. Conoce bien al niño. ¿Qué grifo ha cerrado el padre? Pero hace mucho que éste se encuentra ya en su cuarto de hobbys, y se bombea jugo dentro del émbolo, hasta poder llenarse por entero. Ha envenenado de sueño el zumo del niño para que pueda habitar la tranquilizadora noche, a salvo de sus héroes del deporte y de la química. Despertará para deslizarse sobre las colinas, pero de momento ha sido apartado del lado de la madre. Y la madre tiene que quedarse a su lado, porque no se sabe lo que vendrá después.

Gerti se mete bajo la colcha, deposita sus besos en la almohada, junto al niño. Hurga en las tripas de la colcha, ¿es que va comprendiendo poco a poco que está sin salvación unida al hombre por el talón? ¡Y ahora, en silencio, a la pista y a arrancar! Sólo esta vinculación la retiene en las montañas, hasta que se hunda en el desconsuelo. Ahora el padre está ya en su taller, cargando las baterías, no hay que despreciar nunca una buena botella. ¿Es éste un derecho que la Naturaleza, que nos lo ha dado, nos vuelve a quitar? Un poco después, estará en el baño y lo meará todo. De momento, la mujer ya sale corriendo de la casa, acurrucada dentro de su abrigo. Corre por el jardín, como el campesino que persigue viles roedores, hace quiebros sin ser consciente de ello, da rodeos. Mientras corre, ha sacado del bolso la llave del coche. ¿Cuándo empezará por fin el futuro? Ya está en el coche, cuya pesada trasera patinará si arranca de ese modo, para sacarlo tambaleándose a la carretera general. El vehículo en medio de la oscuridad asusta a las últimas almas perdidas que caminan vacilantes hacia su casa para responder a la ternura con brutalidad. Los faros no son encendidos, Gerti conduce como en sueños, porque los lugares soleados aún están lejos y todas las colinas son conocidas y quedan muy atrás. Sería mejor tratar a este personaje con un poco de delicadeza. Entretanto, el niño florece en su cama, y se deja ir en sus sueños. El director se exprime en su retrete. Oye el ruido del coche y corre a la terraza, todavía con el rabo en la mano, sujeto con tres dedos como mandan los cánones. ¿Adonde va la mujer, quiere ir en la realidad más allá que en sus pensamientos? y ustedes, señores, que se aferran a sus cabezas taladradas, ¿cómo pueden expresar su ansiedad? El director se sienta en su Mercedes. Los dos pesados vehículos se lanzan al paisaje, se persiguen por sus desfiladeros. Entretanto, los míseros propietarios colindantes a esta errática carretera de tres kilómetros se lanzan los unos sobre los otros en brazos del amor, los aparatos de los toscos empleados retumban un poco, y ya han terminado con los gestos del amor. ¡Sí, huéspedes del amor! No se sienten a gusto en casa ajena. Los dos coches se persiguen a toda velocidad. Trepan sobre pequeños taludes y vuelven a deslizarse por el otro lado. Estamos contentos de que los motores sean tan potentes bajo los capós y puedan perseguir como trineos a los jóvenes que vuelven de la discoteca, con sus peligrosos caballos de fuerza. Antes, el hombre no ha podido palpar siquiera los pezoncitos de la mujer. Corren. Hoy ya no crece nada en la Naturaleza, pero mañana tal vez llegue un nuevo envío de jugos. Hay nieve, pero de ese árbol volverá a colgar en un momento u otro un fruto cuyo valioso nombre desconozco.

El director ha reunido para vosotros todos sus productos naturales, y corre tras el contacto social de su mujer. TIENE que alcanzarla. A todo gas, ambos se precipitan por las carreteras. En breve, la residencia de vacaciones de Michael aparecerá al borde del camino, ¡oh, amantes que no habéis salido hoy a nuestro encuentro, qué suerte habéis tenido! En las ventanas iluminadas, un funcionario de la elegancia, anunciado en gran tamaño en la oscuridad. Los muchos puntos ajados del cuerpo humano, véalo usted mismo, pueden ser transformados, con ayuda de la industria y de las empresas extranjeras, en una colonia de vacaciones de muy buen aspecto, en la que podemos pasear con una correa nuestros múltiples intereses. Por delante van nuestros pesados bozales de acero. Sí, allá donde la marea del deseo cae sobre la pradera, los hombres crecen casi veinte centímetros por encima de sí mismos. Entonces, nos llevan por su estrecho sendero, y se dice de ellos que no cejan hasta que se les ha terminado la corriente, el combustible y el tiempo. Dentro, fuera, y descansan.

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