Capítulo Nueve

Heath entró en la oficina de Matt y dejó una carpeta sobre su escritorio.

– Ya han enviado los resultados de la prueba de paternidad.

Matt no se molestó en mirar los papeles.

– Es mío.

Heath asintió y se sentó frente a él.

– Ya lo sabías.

– Ahora los dos estamos seguros.

– Eso significa que puedes seguir adelante. Puedes presentar la demanda cuando quieras.

– Me alegro de saberlo. ¿Cómo va la investigación? -preguntó.

Heath se encogió de hombros.

– Tengo un informe preliminar -dijo, y señaló hacia la carpeta-. Todavía es pronto, pero hasta el momento no hay nada comprometedor. Jesse vivía tranquilamente en una casita alquilada, en un vecindario típico. No hay pruebas de que tuviera novio. No va de fiesta y apenas sale. Trabajó, fue a la universidad y cuidó de su hijo.

Eso no era posible, pensó Matt.

– ¿Y Bill?

– Es su jefe del bar. Es mayor. El detective sigue investigando, pero por el momento no ha encontrado nada sobre ellos dos. Parece que Bill sólo era su amigo y su jefe. No hemos hallado nada que pueda usarse contra ella en un juicio. Sólo tenemos el hecho de que tuvo un hijo tuyo sin decírtelo. Al juez, eso no le va a gustar.

Salvo que tampoco tenían eso, pensó Matt, enfadado. Ella se lo había dicho, pero él no la había creído. No era posible que la creyera, y ella debía saberlo. Cuando se enteró de lo de Drew, fue como si se enterara de que Jesse se había estado burlando de él durante todo el tiempo.

– ¿Hasta dónde podemos llegar? -preguntó-. ¿Qué pasa con quien estaba antes de quedarse embarazada?

– ¿Tú sabes algo?

– Puede que sí -dijo él. Lo suficiente como para aplastarla.

– Pues avísame si quieres que lo use.

Matt asintió.

– Por ahora, dile al investigador privado que siga buscando. Tiene que haber algo.

– Bien -dijo Heath, y se levantó-. ¿Y después?

Una pregunta interesante.

– No lo sé -admitió Matt-. Supongo que ganaré yo.


Jesse esperaba impacientemente a que Nicole terminara de examinar el anuncio que ella había diseñado para el periódico de Seattle.

– ¿Dos dólares de rebaja por seis, y cinco de rebaja por una docena? -preguntó Nicole-. Eso es un precio regalado.

– Es para generar interés. Hasta el momento, las ventas de los brownies han sido excelentes, pero siempre es mejor vender más.

– No exageres -dijo Nicole, devolviéndole la hoja a Nicole.

– Han superado con creces el objetivo previsto -respondió Jesse. Abrió una carpeta y sacó las proyecciones en las que había estado trabajando-. Aquí está lo que yo había pensado que se vendería durante las dos primeras semanas. Hemos vendido casi el doble. Como ves, ganamos dinero desde el primer día. Con un poco de publicidad, pueden venderse muy bien. Comprar una tarta requiere que haya una celebración, en cambio los brownies pueden ser una compra impulsiva. Además, quiero hablar de ellos en términos de gourmet, para que se conviertan en algo que la gente pueda servir de postre.

Le entregó los papeles a Nicole y su hermana los recorrió con los ojos. Fijó la mirada al final de la primera hoja.

– ¿Venta por Internet?

– Es el paso siguiente de la estrategia de ventas, el movimiento más lógico que podemos hacer -dijo Jesse con una sonrisa-. Las ventas por Internet son fáciles. Los brownies se transportan bien, y el cliente paga el coste del envío y de la manipulación, lo cual significa que nuestro beneficio no se ve recortado. Los paquetes preparados puede recogerlos el servicio de mensajería que nosotras elijamos. No es una operación arriesgada.

– No tenemos espacio de almacenamiento aquí -dijo Nicole-. Ya estamos bastante apretados. Y, antes de que me lo sugieras, buscar otro local para almacenaje es algo demasiado caro para hacer un intento que probablemente va a fracasar.

Jesse comenzaba a enfadarse. Con todas sus fuerzas, intentó calmarse.

– Sé que estás muy contenta con las ventas -prosiguió Nicole-, pero esto es sólo la novedad. Después las ventas se estabilizarán. Vamos a ver cuáles son las cifras reales antes de adquirir otros compromisos.

– Pero ahora es cuando se habla de ellos. Tenemos llamadas de gente que se ha mudado fuera de Seattle y que se ha enterado de lo de los brownies por los amigos que todavía viven aquí.

– Sé que quieres que esto sea un bombazo, pero no lo es -dijo Nicole-. Suena duro, lo sé. No lo digo en ese sentido. Sólo digo que…

– Estás diciendo que quieres que fracase -saltó Jesse-. Esto ni siquiera es por los brownies. Es por el pasado, por Drew. A pesar de de que yo te he dicho que no pasó nada, no me crees. No quieres creerme. Es más fácil echarme la culpa y seguir enfadada.

– ¿Y por qué iba a creerte? -le preguntó Nicole.

Aquello le hizo daño. Jesse tuvo que tomar aire.

– No me creas. Llama a tu ex marido y pregúntaselo.

– Deberías haberlo intentado con más ahínco -le gritó Nicole mientras se ponía en pie-. Deberías haber luchado contra él. ¿Por qué no lo hiciste? ¿Por qué no te oí gritar?

Jesse se quedó totalmente sorprendida, como si Nicole la hubiera abofeteado. Ella también se puso en pie, y no se molestó en reprimir la ira que sentía.

– ¿Es ésa la condición para que me perdones?, ¿la violación? Siento desilusionarte. No me violó, no de ese modo.

– No es eso lo que quería decir.

– Claro que sí. Yo no quería nada con Drew. No intenté llamar su atención, pero eso no es suficiente para ti. Si él no me atacó, yo soy la mala. Él me echó la culpa y tú le creíste. Pensaste lo peor de mí, a pesar de que soy tu hermana. Se supone que me conocías mejor que nadie.

– Te conocía -le gritó Nicole-. Sabía cómo eras en el instituto. ¿Por qué ibas a ser distinta con Drew?

Si siempre había sido una chica fácil, nunca iba a dejar de serlo, pensó Jesse con tristeza. A eso se reducía todo.

– No puedo cambiar el pasado. Ya te he contado lo que ocurrió, y tú puedes creerme o no. Yo no sé qué más puedo decir, así que voy a dejar de intentarlo. En cuanto a los brownies, te equivocas. No hemos empezado a aprovechar su potencial. Quiero poner los anuncios. Soy socia igualitaria de la pastelería y esto no es un gasto extraordinario.

Nicole apretó los labios.

– ¿Y eso de ganarte tu sitio?

– Me estoy dejando la piel trabajando aquí, y lo sabes. Aunque estoy dispuesta a invertir mi tiempo, no estoy dispuesta a permitir que lo que tú sientes en cuanto al pasado nos impida tener éxito.

– Muy bien. Pon los anuncios. Haz tus brownies, pero no te hagas demasiadas ilusiones. No valen tanto.

Jesse recogió sus papeles y salió de la oficina de su hermana. Se fue a la parte trasera del local, a los servicios, y se encerró allí hasta que se le pasaron las ganas de llorar. Después salió del edificio y entró en su coche. Sin pensarlo, miró las llamadas recientes de su móvil y llamó a uno de los números.

– Oficina de Matthew Fenner -dijo una mujer-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Eh, hola, soy Jesse. ¿Está Matt?

– Un momento, por favor. Voy a comprobarlo.

Unos segundos después, Jesse oyó la voz de Matt.

– ¿Jesse? ¿Va todo bien?

– Claro. No sé por qué he llamado -entonces recordó que se había prometido a sí misma que no iba a mentir más-. Eso no es cierto. He llamado porque he tenido otra pelea con Nicole. Los brownies se venden muy bien, pero ella no quiere escuchar mis ideas. Sigue pensando que soy una inútil, quiere que fracase. Y está empezando a afectarme. Eso es todo. Necesito hablar, pero sé que tú estás ocupado…

Hubo una pausa, y después él la dejó asombrada al decirle:

– ¿Por qué no vienes a mi despacho y despotricas en persona?

– ¿De verdad? ¿Ahora?

– Claro. ¿Dónde estás?

– En la pastelería.

– Ven a la oficina. Pediré que nos traigan la comida. Puedes llamarle a tu hermana todo lo que quieras, y yo estaré de acuerdo.

Pese a todo, ella sonrió.

– Me gustaría.

Treinta minutos después, aparcó y entró en el edificio que albergaba la empresa de Matt. Miró las oficinas, y se dio cuenta de que cuanto más se acercaban hacia el final, más grandes eran. Al fondo del pasillo, torció hacia la izquierda y vio a una mujer de unos cincuenta años sentada en un escritorio.

– Tú debes de ser Jesse -dijo la mujer-. Yo soy Diane. Matt te está esperando.

– Hola -dijo Jesse, preguntándose si aquélla era la mujer que le decía a Matt lo que tenía que hacer.

Diane entró en el despacho de Matt.

– Ha llegado Jesse -anunció.

– Gracias, Diane. Diles que reserven la comida hasta que la pidamos.

Diane sonrió a Jesse, salió del despacho y cerró la puerta.

– Parece que Nicole está haciéndotelo pasar mal -le dijo él, a modo de saludo.

– Debería irme -murmuró Jesse.

– No. Ya estás aquí. Siéntate -dijo Matt, y la guió hasta un sofá junto al gran ventanal con vistas-. Vamos, cuéntame -le pidió, acomodándose al otro lado del sofá y mirándola fijamente.

Ella se echó a reír.

– Eres un hombre, Matt. Tú no hablas. Tú arreglas el problema, conquistas a tus enemigos y te vas a celebrarlo con una gran juerga.

– Soy más evolucionado que eso, y nunca me voy de juerga. Ahora, habla.

– Yo… -comenzó Jesse, y suspiró-. No sé por qué se molestó Nicole en dejar que comenzara a trabajar de nuevo en la pastelería. Sólo está esperando a que fracase. No hace nada por ayudar a lanzar los brownies, y boicotea todo lo que quiero hacer.

– Tú eres propietaria también, ¿no? ¿No puedes obligarla a hacer lo que tú quieres?

Jesse se encogió de hombros.

– Ya he intentado utilizar ese argumento, y a ella no le gustó mucho. No estoy pidiendo que me dé un trato especial, sólo quiero que los brownies tengan una oportunidad. Que ella no espere siempre lo peor. Hace cinco años, pero no ha superado nada de lo que ocurrió. Yo he cambiado, pero ella no se da cuenta.

Entonces miró a Matt, sus ojos oscuros y su boca familiar, que ahora besaba de un modo tan diferente.

– Supongo que los dos tenéis eso en común.

– Yo sé que has cambiado -dijo él.

– Pues no lo parece. Yo no te engañé, Matt. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo, cuántas veces tengo que explicarme? -preguntó y, de repente, se puso en pie-. ¿Sabes una cosa? Estoy cansada de todo esto. Estoy cansada de ella, y de ti, y los dos podéis iros al infierno.

Él se levantó también.

– ¿Te sientes mejor?

– Un poco. Estoy verdaderamente enfadada.

– ¿De veras? No me había enterado, con todo lo que has dicho.

Sin querer, a pesar de todo lo que estaba sucediendo, ella sonrió. Después se echó a reír.

– Demonios, Matt, no estoy de broma.

– Yo tampoco -dijo él, y le señaló el sofá-. ¿Quieres que nos sentemos otra vez?

Ella se sentó.

– Lo siento. Estoy un poco nerviosa.

– Jesse, tú sabías que ibas a volver. Lo supiste durante un tiempo. Has tenido ocasión de hacer planes, de pensarlo todo. Sabes lo que quieres y cómo vas a conseguirlo. Nosotros no tenemos esa ventaja. Apareces aquí sin avisar, y esperas que Nicole y yo nos pongamos tan contentos. Todavía estamos intentando asimilarlo.

Aunque no quisiera, Jesse tuvo que admitir que tenía razón.

– No me gusta que uses la lógica contra mí.

– Lo siento. Es lo único que tengo -dijo, y la miró fijamente-. Estoy muy enfadado por lo de Gabe. Sé que me dijiste que estabas embarazada, pero sabías que yo no te creí. Y ya nunca intentaste ponerte en contacto conmigo otra vez. No te molestaste en avisarme cuando nació. ¿Qué pasa con eso?

¿Y ahora era ella la mala? Jesse se puso en pie de nuevo.

– ¿Y qué pasa con todas las cosas que me dijiste? ¿No me dijiste que no te importaba que el niño fuera tuyo?

Él se levantó.

– Me equivoqué, pero tú también. Sabías que Gabe era mío. Tendrías que haberlo intentado más veces.

– Y tú no me habrías escuchado.

– Nunca podremos saber lo que habría hecho.

Ella lo miró durante un largo instante. Se había quedado avergonzada.

– Matt -susurró, luchando por contener las lágrimas-. Lo siento. Me hiciste tanto daño…

– Lo sé. Lo siento. No sabes cuánto me arrepiento de lo que dije.

Matt la observó. Dios, era muy guapa. Eso no había cambiado, o sí: había mejorado con el tiempo. Era la mujer más sexy que él había conocido en su vida.

Se acercó a ella, y al sentir su vulnerabilidad, fue casi como si pensara de verdad todo lo que había dicho. Aunque no iba a permitirse olvidar lo que ella había hecho.

– Me estás confundiendo -admitió Jesse.

Él le acarició el labio inferior con el pulgar.

– Es parte de mi encanto.

– Siempre fuiste encantador.

– Sólo era un bicho raro, y un loco de los ordenadores que vivía con su madre.

Jesse sonrió.

– Yo nunca te vi así.

Eso era cierto, pensó Matt, al recordar lo fácilmente que lo había ayudado. Jesse lo había cambiado todo y, mientras lo hacía, él se había enamorado de ella. Se había quedado asombrado cuando Jesse había admitido que sentía algo por él. Todavía recordaba aquella sensación de victoria. Había conseguido a la chica, a la única chica que le importaba.

Pero ya no era el mismo tonto de antes. Ya nadie le importaba. Él no se lo permitía.

Y sólo para asegurarse de que no olvidaba, besó a Jesse. La acarició con los labios para comprobar hasta dónde le permitiría llegar. La abrazó y la estrechó contra sí, y le acarició la espalda y las caderas mientras hacía más profundo aquel beso.

A los pocos segundos, estaba excitado y sólo podía pensar en hacer el amor allí mismo, en su despacho. Notaba su boca caliente contra la de él, dócil, generosa. Se dio cuenta de que quería algo más que sexo, de que quería más que hacer el amor. Quería hacerla suya y marcarla, y que ella perdiera el control entre sus brazos. Quería oír aquel suspiro entrecortado de satisfacción perfecta.

La necesidad se hizo insoportable. Deseaba a Jesse como siempre la había deseado, en cuerpo y alma. Para siempre. En aquel momento, supo que podría olvidar su promesa de venganza si…

Se separaron. Matt quería pensar que había sido él quien había interrumpido el beso, pero no estaba seguro. Quizá hubiera sido ella, que se había dado cuenta del peligro de aquel deseo fuera de control. Jesse comenzó a hablar, pero después negó con la cabeza y se dio la vuelta. Unos segundos después se había marchado.

Cuando él se quedó a solas, continuó de pie en el centro del despacho, con la respiración acelerada y el cuerpo ardiendo, como cinco años atrás.

La partida se había puesto interesante. Había una nueva dimensión en aquel juego, una dimensión peligrosa. Se había dado cuenta de que Jesse todavía tenía poder sobre él; iba a tener que ser muy cuidadoso y asegurarse de que no lo averiguara y lo usara nunca contra él.

Lo que no podía admitir, ni siquiera ante sí mismo, era que ya no se trataba de un juego. Quizá fuera otra cosa completamente distinta.

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