Capítulo Once

Presente…

Jesse estaba sentada en la cocina, tomándose el primer café, intentando despertarse. Por una vez no tenía que estar en la pastelería de madrugada, así que dormir hasta las siete era todo un lujo. O lo hubiera sido, si ella hubiera podido dormir de verdad. Por desgracia, había pasado la noche inquieta, sin poder relajarse. Y cuando por fin lo había conseguido, había soñado con Matt. La había obsesionado con sus besos y sus caricias, hasta que ella se había despertado excitada e incómoda.

Agarró la taza con ambas manos e inhaló el aroma que desprendía el café. Paula entró en la cocina.

– ¿Sabes dónde hay que buscar? -preguntó a Jesse mientras le entregaba el periódico.

El anuncio de los nuevos brownies, junto al cupón de descuento, debería haber salido aquel día.

– No tengo ni idea. Quizá Nicole no lo haya puesto.

– No debería hacer eso.

Jesse no estaba tan segura. Su hermana estaba furiosa con ella aquellos días.

Dividió el periódico en secciones, le dio a Paula la mitad y ambas comenzaron a buscarlo. De repente, Paula comenzó a reírse.

– No importa lo que haya hecho tu hermana -le dijo-. Creo que se va a enfadar mucho.

– ¿Por qué?

Paula carraspeó y comenzó a leer.

– «Confieso que no soy muy aficionada a la bollería. Las magdalenas me dejan fría. Las tartas de café me producen bostezos. Sin embargo, me encanta el chocolate, así que cuando un amigo mío comentó a delirar sobre los nuevos brownies de la famosa Pastelería Keyes, pensé que debía probarlos. Después de todo, una reportera tiene que estar dispuesta a hacer los trabajos más duros. Así que fui y compré un brownie de cada clase. Los hay con y sin nueces».

Paula miró a Jesse.

– Prepárate.

Jesse asintió. No podía hacer otra cosa que escuchar y rezar para que la crítica fuera buena.

– «Seattle, tenemos un nuevo nirvana. Olvidad las mezclas de chocolate y moca, los cafés con leche con nata y todas las demás formas de placer decadente de vuestra vida. Abandonad vuestras tareas y encaminad vuestros pasos directamente a la Pastelería Keyes. Pedid todos los brownies que podáis comprar, y después entregaos a un lujo de chocolate delicioso, rico, increíble, que os proporcionará una energía diferente a cualquier cosa que hayáis podido experimentar en esta vida».

Paula continuó leyendo, pero Jesse no oía nada. No tenía que hacerlo. Los brownies eran un éxito, lo había conseguido. Se echó a reír: aquél iba a ser un buen día.


Jesse apareció para su turno de las diez de la mañana. Todo el edificio estaba inmerso en el caos. El aparcamiento estaba abarrotado, había docenas de personas formando cola, y cuando Jesse dio cinco pasos hacia el interior de la pastelería, se encontró con una Nicole nada contenta.

– ¿Lo sabías? -le preguntó su hermana-. ¿Sabías lo de la crítica?

– La leí en el periódico esta mañana.

Nicole no parecía muy convencida.

– No tenemos suficientes. Vamos a quedarnos sin existencias en menos de una hora. ¿Qué le voy a decir a la gente?

Jesse la miró fijamente.

– No lo sé. Si lo hubiera sabido, te lo habría dicho. ¿No crees que preferiría que estuviéramos preparadas para esta avalancha? Como mínimo, habría querido restregártelo por las narices.

Eso debió de convencer a su hermana.

– Esto es un desastre -murmuró Nicole-. Están comprando de media docena en media docena. Los hacemos todo lo rápidamente que podemos, pero la capacidad de producción del obrador es limitada. No se suponía que iba a ser así.

Jesse pasó por alto lo que implicaban aquellas palabras: que sus brownies no podían tener éxito. En aquel momento, tenían un problema más importante.

– ¿Hay pedidos telefónicos?

– Unos pocos.

Jesse supuso que habría muchos.

– Esto va a empeorar. ¿Y si alquilamos una cocina de forma temporal? Con un par de hornos comerciales valdría. Eso tendría un coste muy bajo.

– Me parece una solución casi permanente para un problema pasajero.

Jesse no creía que fuera pasajero, pero decidió no comentarlo.

– Podríamos vender los excedentes por Internet.

Su hermana rugió.

– ¿Es que no vas a dejar eso de una vez?

– No. Es una idea muy buena, dinero fácil. Tengo la página de Internet preparada. Lo único que hace falta es encontrarle un hospedaje y estaremos en la Red.

– ¿Otra de tus clases de la universidad?

– Sí -dijo Jesse-. He investigado sobre cuáles son los mejores embalajes y el mejor material de envío. En dos días podríamos estar funcionando.

– No -dijo Nicole.

– ¿Es que no puedes demostrar ni una pizca de entusiasmo por lo que está pasando? -preguntó Jesse, con una sensación de amargura y derrota-. No estás contenta porque la receta es mía.

– Soy precavida porque tengo una responsabilidad hacia este negocio, y hacia mis empleados. No puedo malgastar los recursos porque tú creas que es una buena idea. Estamos hablando de mucho dinero. Yo tengo que pagar las nóminas de la gente que depende de mí. No puedo permitirme cometer un error.

Jesse señaló hacia el aparcamiento.

– No es un error.

– Hoy no, pero ¿cuánto va a durar? ¿Una semana, un mes? ¿Contratamos a más gente para este momento y después los despedimos si no funciona? No voy a jugar con la vida de la gente por capricho. Tengo preocupaciones más importantes que tus brownies, Jesse, siento que te moleste. Si quieres aprender más sobre el negocio, encantada; te daré la oportunidad de hacerlo. Pero en una pastelería hay mucho más que el sabor del mes. Yo debo tenerlo en mente.

Jesse no sabía qué decir. Por suerte, vio que Sid se acercaba a ellas. No supo descifrar su expresión.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nicole.

– Nada. Línea dos. Tienes que contestar a esa llamada.

Nicole se acercó al teléfono, apretó un botón y descolgó.

– Nicole Keyes, ¿dígame? -habló con cautela. Escuchó durante unos treinta segundos, y después le pidió a su interlocutor que esperara un segundo. Se volvió hacia Jesse-. Es para ti -dijo, y le entregó el auricular con malos modos. Después se alejó.

Jesse se quedó mirándola sin entender nada. ¿Qué demonios…?

– ¿Diga?

La mujer que estaba al otro lado de la línea suspiró.

– ¿Con quién hablo ahora?

– Con Jesse Keyes.

– ¿De veras? Estupendo. Por fin. No ha sido fácil dar contigo. Soy Margo Walkin, la productora de Buenos días, América. Estoy en Nueva York, pero antes vivía en Seattle. Es mi cumpleaños, y mi madre me ha enviado unos brownies de su pastelería de regalo. Oh, Dios mío. Son increíbles. Me dijo que están tomando mucha fama, así que pensé que podía hacer un segmento del programa sobre ellos. O sobre ti. Sé que hay una buena historia en esto. Me gustaría tener una entrevista telefónica contigo para que podamos hablar, y después enviaría a un equipo allí, para hacer la filmación. ¿Qué te parece?

Jesse miró a la multitud de coches que había en el aparcamiento, pensó en la crítica del periódico y se echó a reír.

– ¡Me parece que va a ser un día estupendo!


– ¿Yo le caigo bien a mi papá? -preguntó Gabe.

– Por supuesto que sí -dijo Jesse-. Le caes muy bien. Lo que pasa es que no tiene experiencia con los niños, y no sabe qué decir. Por eso tiene miedo de decir algo equivocado. A los adultos, eso no les gusta nada, así que, para no cometer un error, no dice nada.

– Pero no pasa nada por cometer un error, si luego te disculpas, ¿no?

Ella se rió.

– Es cierto. Se lo recordaré a tu papá.

– Muy bien. Porque yo quiero que sea mi papá.

– Yo también -dijo ella.

Después, salió del coche y sacó también a Gabe, y recogió los juegos de mesa que habían elegido para pasar la tarde en casa de Matt.

Había sido una sugerencia de Jesse. Estaba nerviosa por su encuentro en la oficina, pero su objetivo más importante era conseguir que Gabe y su padre forjaran lazos. Le parecía una tontería evitar a Matt por lo fácilmente que él conseguía que le ardiera el cuerpo. Eso era problema suyo, no de él, y tenía que enfrentarse al problema como una adulta.

Caminaron hasta la enorme entrada de la casa de Matt. La puerta se abrió antes de que ella pudiera tocar el timbre. Él apareció en el umbral, muy alto y atractivo, vestido con vaqueros y una camiseta. Relajado.

– Hola -dijo ella con nerviosismo.

– Hola -respondió Matt, y miró hacia abajo-. Hola, Gabe.

– Hola -respondió el niño en voz baja.

– ¿Quieres pasar?

Gabe miró a su madre. Después asintió y entró en la casa. Jesse lo siguió.

El vestíbulo era tan grande como toda su casita de alquiler en Spokane, pensó Jesse, observando la pared que había frente a ellos. Tenía doble altura, y por ella se deslizaba una cortina de agua.

Gabe lo observó con los ojos muy abiertos.

– Está lloviendo por dentro -susurró-. Mira, mamá, está lloviendo por dentro.

– Ya lo veo. Es genial, ¿verdad?

Matt se acercó a una pared lateral y presionó un interruptor. Inmediatamente, el agua cayó al estanque que había debajo. Después hubo silencio.

La expresión de Gabe se volvió de reverencia.

– ¿Puedes hacer eso?

Matt sonrió.

– Y tú también. Vamos, te lo voy a enseñar.

El interruptor estaba un poco alto. Jesse comenzó a moverse hacia ellos, pero Matt se agachó, agarró a Gabe por la cintura y lo subió para que alcanzara. El niño apretó el interruptor y el agua comenzó a caer otra vez.

Gabe se echó a reír.

– Mamá, ¿podemos tener uno de estos?

– Hasta dentro de una temporada no -dijo ella.

Matt dejó en el suelo a Gabe.

– A mí me apetece jugar a algo. ¿Y a ti?

Gabe asintió.

– Por aquí.

Matt los guió a través de una cocina enorme, hasta una sala de estar abierta. El techo tenía dos alturas, y había un paño completamente de cristal, que ofrecía una vista perfecta del lago Washington. La chimenea era muy grande, y frente a ella había dispuestos cuatro sofás.

Matt se dirigió a uno de ellos, pero Gabe se sentó en el suelo, sobre una suave alfombra que había frente a la chimenea. Jesse sonrió a Matt.

– Nosotros jugamos en el suelo.

Aunque se quedó algo desconcertado, Matt se sentó junto a ellos. Entonces Jesse sacó los dos juegos que había llevado.

– El juego de la oca o Candyland. Dos clásicos inmortales -dijo, y miró a su hijo con una sonrisa-. Vamos a empezar por el más fácil. Es nuevo en esto.

Gabe se rió y eligió la oca.

Jesse preparó el juego.

– ¿Tengo que explicar las reglas? -le preguntó a Matt.

– No, las iré entendiendo a medida que juguemos -respondió él con una mirada de diversión.

Gabe tomó el dado.

– Toma. Tú eres el primero.

– Muy amable -le susurró Jesse.

– Es novato -susurró Gabe.

– Os oigo a los dos -refunfuñó Matt, y tiró el dado.

Cinco minutos después, Gabe se rió, cuando tanto Jesse como Matt cayeron en la cárcel y él siguió avanzando y avanzando de oca en oca.

– Va a ganar -advirtió Jesse a Matt.

– Ya lo veo. Es porque tiene más práctica.

– Quizá. O porque se le da muy bien el juego.

Matt tiró el dado y gruñó al ver que le había tocado otra mala casilla.

Jesse pensó que se lo estaba tomando con mucho sentido del humor. Se sentía contenta por cómo estaban saliendo las cosas. Había mucha menos tensión, y aunque Matt no hablaba demasiado con Gabe, parecía que estaban cómodos el uno con el otro.

Cuando Gabe se acercó al gran ventanal a mirar el lago, ella se giró hacia Matt.

– ¿Cómo te sientes? -le preguntó.

– Bien.

– ¿Te da menos miedo, o es que estás fingiendo mejor?

– He leído cosas sobre los niños de su edad en Internet. Cómo son y en qué punto del desarrollo están.

¿Significaba eso que había empezado a ver a Gabe como a una persona, como a su hijo? ¿Era demasiado pronto para eso? Antes de que pudiera encontrar la manera de obtener respuestas, su hijo de acercó y se lanzó sobre ella.

– Te quiero, mamá -le dijo mientras aterrizaba en su estómago.

Ella rodó con él, y Gabe terminó boca arriba.

– Yo también te quiero -le aseguró ella mientras le hacía cosquillas en el costado.

Él se encogió de la risa y Jesse también se estaba riendo, y después se abrazaron. Ella lo estrechó e inhaló con fuerza el olor del niño.

Su corazón creía y crecía. Tenía que hacerse cada vez más grande para albergar todo el amor que sentía por Gabe.

Se volvió y vio que Matt se había sentado. Estaba un poco apartado de ellos, con un aire ligeramente tenso y fuera de lugar. En sus ojos se reflejaba una emoción que ella no sabía reconocer. ¿Culpa? ¿Preocupación? Entonces él pestañeó y todo desapareció de su mirada.

Sin previo aviso, Gabe se lanzó hacia el pie de Matt y le hizo cosquillas. Matt se retiró tan rápidamente que estuvo a punto de caerse. Gabe se quedó boquiabierto.

– ¡Mamá, tiene cosquillas!

Parecía que la noticia era tan emocionante como el hecho de que lloviera dentro de la casa. ¿Un adulto que tenía cosquillas? ¿Era posible?

Gabe se lanzó nuevamente hacia él, y Matt extendió el brazo mientras continuaba retirándose.

– Espera, espera. No es buena idea, Gabe. Hacerle cosquillas a alguien puede ser peligroso.

Sin embargo, su hijo no escuchaba, y Jesse no sabía si debía intervenir o no. Cuando Gabe consiguió agarrar los pies de Matt, éste se puso en pie.

– ¿Quién quiere un brownie? -preguntó-. He pasado por la pastelería a comprar algunos.

Jesse se puso en pie y tomó en brazos a Gabe. Todos entraron en la cocina.

– He traído de dos clases -iba diciendo Matt mientras abría una caja de la pastelería Keyes-, Gabe, ¿quieres un vaso de leche con el tuyo?

– Sí, por favor.

– ¿Jesse?

Se estaba comportando de un modo muy relajado, como si no hubiera pasado nada, pensó ella. Como si no hubiera salido corriendo como un cobarde. Jesse hizo un cloqueo.

Él la miró.

– ¿Estás bien?

Ella volvió a cloquear.

– Gallina.

Él entrecerró los ojos.

– No soy un gallina. Es que tengo buenos reflejos. No quiero arriesgarme a hacerle daño a Gabe dándole una patada sin querer.

– Mmm… Tienes cosquillas y no querías que él te tocara el pie.

– Es una cuestión de reflejos.

Ella cloqueó.

Sin avisar. Matt la tomó del brazo, la acercó a él y la miró fijamente a la cara. Su boca quedó a centímetros de la de ella. Allá donde sus cuerpos se tocaban, la pasión ardía.

– Repítelo si te atreves -dijo él en voz baja.

– ¿Me estás desafiando? -preguntó Jesse con el aliento entrecortado.

– Por supuesto.

– ¿Puedo comerme el brownie ya? -preguntó Gabe, tirándole de la camisa a Jesse.

Ella volvió a la realidad. Se apartó de Matt, que la soltó rápidamente.

– Claro, cariño. Sin nueces, ¿verdad?

– Sí.

Se quedaron en la cocina mientras instalaban a Gabe en la mesa con su merienda, actuando como si no hubiera ocurrido nada, aunque Jesse era desesperadamente consciente de todos los movimientos de Matt.

El cuerpo le dolía de deseo. Quería…

Sonó su teléfono móvil.

Ella tomó el bolso, sacó el teléfono y respondió la llamada.

– ¿Diga?

– ¿Jesse? Soy Claire. Tienes que venir inmediatamente -dijo su hermana en un tono frenético.

– ¿Qué ocurre?

– Hay un incendio… Oh, Dios…

Jesse oía ruidos de trasfondo. Ruidos fuertes, chasquidos y gritos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Dónde?

– Hay un incendio horrible. La pastelería se está quemando.

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