VEINTIOCHO

Enric fue mi primer amor, mi gran amor -me quedé mirando a mi madre sin poder creer lo que acababa de oír. Ella dijo que quería hablar conmigo. Y habló, vaya si habló. Por poco se ahoga por no tomar aire. Yo la escuchaba pasmada. Llevaba años callando, su secreto era como un dique invisible que nos separaba; estaba entre las dos, se interponía y yo, sin saber, lo notaba a veces. Y de pronto el dique se rompió soltándolo todo.

Obediente, la había ido a recoger al aeropuerto y al ver los bultos me pregunté por qué cargaba con tanto equipaje. Por un momento temí que quisiera quedarse en Barcelona conmigo una temporada larga. ¡Ah no! Me dije. Luego pensé que una de las maletas contendría la tabla convenientemente embalada. Aun así el equipaje era numeroso. A mi madre siempre le ha gustado viajar bien pertrechada. Se instaló en el mismo hotel al que fui yo al principio; había reservado una amplia habitación dúplex en uno de los pisos más altos y asumió que yo me trasladaría a vivir allí.

Yo observaba su intrusión con cautela, dejándola hacer. Teníamos un trato y el precio de éste era la tabla y su transporte desde Nueva York. Yo debía cumplir mi parte; y lo primero fue abandonar la casa de Alicia para instalarme con ella.

– Hoy llega mi madre -le dije-. Me voy al hotel.

– Ya -murmuró, apretando los labios en una casi sonrisa. Sabía mejor que yo la opinión que mi madre tenía de ella-. Serás bienvenida cuando se vaya.

Mi madre estuvo hablando sin parar de mi viaje, del suyo, de cómo dejó a Daddy en Nueva York, pero reservaba la sorpresa para la cena.

Cuando dijo «Enric fue mi primer amor, mi gran amor», sus ojos buscaron los míos.

Yo me quedé estupefacta. No supe qué pensar, ni qué decir; mi primera reacción fue de incredulidad, aquello debía de ser una broma. Pero no había diversión en su mirada ni sus labios querían reír. Aquella cara con arrugas en la frente y patas de gallo, aquella faz que yo identifico como mamá, estaba frente a mí y tenía la expresión del acusado que espera veredicto. Solté los cubiertos en la mesa y balbucí:

– Pero… ¿y papá?

– Lo de tu padre fue después…

– Pero si Enric, Enric era…

– Homosexual -definió ella.

– Sí, eso -corroboré-, pero no debía de serlo tanto porque si no…

– Si no, no hubiera tenido un hijo…

Callé tratando de asimilar aquello y ella mantuvo el silencio unos instantes, como tomando aliento, luego inició su relato:

– Como sabes, los Bonaplata y los Coll estábamos unidos por una relación muy estrecha que se mantuvo por generaciones. Mi abuelo frecuentó a finales del siglo XIX Els Quatre Gats con el abuelo de Enric y la amistad se continuó con nuestros padres.

»De niños jugábamos juntos cuando las familias se reunían, ambos nos educamos en el Liceo Francés y, de adolescentes, al empezar a salir, formamos parte del mismo grupito, tanto en la ciudad como en los veranos de la Costa Brava.

»Yo siempre sentí una gran atracción por Enric. Era listo, simpático, imaginativo, tenía respuesta rápida e ingeniosa para todo.

Estaba convencida de que yo le gustaba y cuando se empezaron a formar parejas en nuestra época preuniversitaria, yo me reservé para él y de forma natural pasamos a ser una de ellas. Estaba locamente enamorada. Nuestros padres se mostraban encantados con que saliéramos juntos, en realidad ese enlace uniría dos familias cuyos lazos de amistad no podían ser más estrechos, era algo esperado por generaciones. Jamás tuve queja de mis padres si saliendo con él llegaba tarde a casa.

– ¿Os besabais? -inquirí curiosa y noté que mi madre se movía incómoda en su silla.

Se mantuvo unos momentos en silencio, era obvio que a María del Mar le costaba mantener aquella conversación.

– Sí -respondió al final-. Pero ten en cuenta que de eso hace más de cuarenta años y en nuestro ámbito social se llevaba llegar virgen al matrimonio. Aun teniendo fecha de boda, y nosotros nunca la llegamos a tener, mantenías los frenos. Nuestros besos y caricias eran bastante recatados.

– Él tampoco te debía de presionar mucho -insistí maliciosa-. ¿Verdad?

– Sí, es cierto; cuando reflexioné sobre ello, me di cuenta de que siempre era yo quien tomaba la iniciativa -suspiró-. Pensaba que mi natural era cariñoso y el suyo no.

– Pero ¿cómo es que no se lo notaste?

– También le he dado muchas vueltas a eso -volvió a suspirar meneando la cabeza en expresión de incredulidad-. Nadie sabía de sus tendencias entonces. Pero, claro, yo era su novia y eso tiene menos excusa. Él lo disimulaba, no quería que su familia lo supiera, en aquella época, tener un hijo así hubiera sido una vergüenza social, una humillación para los Bonaplata. Y yo, enamorada de él, era la coartada perfecta. Imagino que Enric debió de pasar un periodo de autodefinición y le era cómodo tenerme e ir pulsando sus sentimientos. Empecé a notar que no usaba el privilegio de poder estar conmigo hasta muy tarde sin que mi familia protestara. Cada vez me devolvía más pronto a casa y algunos días buscaba excusas para no vernos. Mis primeras sospechas surgieron cuando, varias veces, al llamarle a casa, horas después de que él me dejara en la mía, no había llegado. Era cuando aprovechaba para dejarse caer por los bares de ambiente y encontrar amigos.

– ¿Y qué pasó? ¿Cómo rompisteis?

– Un buen día, al concluir que Enric llevaba doble vida, le interrogué sobre dónde había ido la noche anterior y fue entonces cuando él me dijo que me quería mucho pero sólo como amiga. Me quedé helada. Me pidió por favor que le guardara el secreto y me confesó su homosexualidad. Insistió en su amor por mí, pero no como esposa y dijo que era muy egoísta de su parte hacerme perder el tiempo. Enric era algo mayor que yo, y yo debía de ser muy inocente porque lo primero que se me ocurrió decirle fue que cómo sabía que lo era si aún nunca habíamos hecho el amor. Él rió. Ya te conté que le amaba con locura y entonces le dije que no me importaba el tiempo, que no me importaba nada, pero que por favor no rompiéramos. Supliqué. Yo. Imagínate, yo suplicándole. En un primer momento consintió, pero dijo que tenía que hacerme a la idea de que lo nuestro debía terminar y que yo pensara en buscar a un buen chico para casarme. Debía olvidarle como pareja, no podía darme lo que yo necesitaba y nuestra relación me arruinaría la vida. Y empezó a contarme alguna de las aventuras que corría en la noche, una vez me dejaba en casa. Pero yo no quería renunciar a él e incluso llegué a acompañarle a los bares de ambiente que frecuentaba y hasta acepté las carantoñas de alguna mujer con tal de no desentonar.

«Estaba desesperada, dejó de importarme todo, no deseaba otro futuro que no fuera él. Hubiera aceptado su homosexualidad, casarme y que continuara yendo con hombres, con tal de que se quedara conmigo. Se lo propuse y creo que por un tiempo consideró esa solución.

»Él aún aceptaba mis caricias, ahora pienso que quizá por compromiso y por no desairarme, y me animé a tenderle una trampa. Siempre me he arrepentido de eso.

»Una tarde que me encontraba sola en casa le pedí que me viniera a recoger y busqué un pretexto para hacerle entrar en mi habitación. Allí, bueno, allí hicimos el amor.

– ¿Que hicisteis el amor? -exclamé-. ¿Pero no era homosexual?

– Sí -repuso algo incómoda-. Pero él podía hacerlo con una mujer si quería.

– ¿Se resistió?

– Sí, se resistió, pero yo me empleé a fondo. Quería darle placer. Estaba loca. Hubiera querido quedarme embarazada. Cualquier cosa antes de perderle.

– Pero me dijiste que eras virgen. ¿Verdad?

– Claro que lo era. Y aquella tarde dejé de serlo en un acto desesperado.

– ¿Y qué ocurrió?

– Que él no quiso salir más conmigo -su tono era triste-. Me dijo que me hacía daño y que siempre seríamos amigos. Que me quería pero sólo como amiga o hermana. Yo me sentí fatal, me recriminaba haberle violado y pensé que lo perdía por eso.

– Hiciste el amor con el hombre que amabas -intenté consolarla-. ¿Qué hay de malo en eso?

– No, no debí hacerlo, no debí forzarle.

– Es tonto que continúes culpándote. Si como parece ser llegasteis al final, él no lo pasaría tan mal. Pero cuéntame. ¿Qué ocurrió luego?

– La noticia de nuestra ruptura sentó muy mal a los Coll y a los Bonaplata, pero Enric y yo continuamos viéndonos en las reuniones periódicas de ambas familias. Él siempre se mostraba cariñoso conmigo. El tiempo pasó, yo salía con amigas y amigos, intentando recuperarme hasta que llegó el día en que me enteré de que él vivía con una mujer.

– ¡Alicia!

– Sí, Alicia. Enric me citó para contármelo. Me dijo que Alicia y él vivían el mismo tipo de vida y que habían llegado a un acuerdo.

– ¿Un acuerdo?

– Sí. Así simulaban una vida convencional y sus padres estarían felices.

– Pero tuvieron un hijo.

– Era parte del trato. Ambos lo deseaban. Pero a mí me hizo daño. Todo me dolió, nuestra ruptura, que se juntara con Alicia, que tuvieran un hijo… fue una experiencia durísima. Él me consolaba y se justificaba diciendo que yo era una pequeña burguesita, que no estaba preparada para la vida ambigua que me podía ofrecer, que no habría aguantado. Que hubiera sido muy infeliz. Y que Alicia era como él.

– Pero tú conociste a Daddy y te enamoraste de nuevo -quería animarla.

– Sí.

– Y poco después me tuviste a mí.

– Sí, cariño. Pude recomponer mi vida.

– Pero continuaste viendo a Enric.

– Nuestra amistad, aunque algo deteriorada, se mantuvo, y así seguimos con la tradición de las familias, y para demostrar que no le guardaba rencor quise que él fuera tu padrino. Aceptó ilusionado y siempre te quiso como a una hija.

– Pero si todo iba tan bien -aproveché que María del Mar se sinceraba para preguntarle por algo que desde hacía mucho tiempo me intrigaba-, ¿por qué no quisiste regresar a Barcelona?

Ella me miró unos momentos en silencio. Parecía meditar mi pregunta. Y mientras yo, observando su rostro, pensé en aquella muchacha de treinta años atrás. Debía de parecerse mucho a mí. Otra generación, distintas consideraciones sociales, pero era joven. Como yo ahora. Sentía, sufría, buscaba el amor y el amor se le escapaba…

– Todo el mundo, incluso Enric, creía que nuestra ruptura fue perfecta y sin rencores. Pero, por mi parte, eso era una farsa dolorosa. Continuaba sintiendo amor por él y odié a Alicia desde el primer día que supe de su existencia. Me dolía verlos juntos, la bufonada de su aparente amor, que ella siempre dominara en la relación, que se mostrara tan brillante… Me hacía pensar que simplemente Enric la prefirió a ella. La noche en que supe de su embarazo no pude dormir. Fue por entonces cuando conocí a tu padre y me casé.

»Continuábamos encontrándonos en las reuniones familiares, a veces por suerte acudía él sólo con Oriol, otras con Alicia. A mí ese roce me dolía, pero lo soportaba, quizá porque no me resignaba a perder su amistad del todo, quizá porque a pesar de amar a Daddy, aún sentía algo por él. Pero no me habitué y con los años, aquello fue haciéndose insoportable. Yo aguantaba, pero surgió una razón mucho más poderosa para abandonar Barcelona y no volver jamás.

– ¿Cuál?

Se me quedó mirando a los ojos, en silencio, antes de responder:

– Tú.

– ¿Yo? -pregunté asombrada.

– Sí.

Callé. Esperé a que hablara. Sabía que había venido de Nueva York para hacerlo.

– Eran los primeros días de septiembre. Tú eras aún casi una niña, y yo, junto a la chica, recogía la casa de verano para regresar a Barcelona y la tarde era bochornosa. De repente una ráfaga de aire hizo batir los toldos de las ventanas y vi nubes plomizas que venían veloces del mar anunciando tormenta. Sabía que estabas en la playa y tomando un par de toallas y un paraguas fui a buscarte. Al llegar cerca de la orilla empezó a descargar un diluvio y vi cómo la muchacha que os vigilaba y tus amigos corrían al pueblo en busca de refugio. No te encontraba y al preguntar por ti no sabían dónde estabas. Me asusté, adentrándome en la playa. El chaparrón no me permitía ver bien pero continué buscando y al fin descubrí, escondida en un abrigo entre las rocas, a una pareja besándose. Os pude reconocer; erais Oriol y tú.

Hizo una pausa, yo debía de estar boquiabierta. No me podía creer que aquel recuerdo tan íntimo fuera compartido de alguna forma por mi madre. ¡De haberlo sabido entonces me hubiera muerto de miedo!

– Me quedé tan sorprendida que no supe reaccionar de otra forma que volviendo a toda prisa a casa. Llegué empapada. Sentía pánico, terror.

– ¿Pero por qué?

– Había observado cómo crecía Oriol. Los ojos son de su madre. ¡Dios mío, cómo la odio! Pero casi todo el resto es de su padre. ¡Aún me duele pensarlo!

Se detuvo y su mirada se perdió por el fondo del local. Una lágrima resbaló por su mejilla. Avergonzada escondió la cara entre sus manos.

Acaricié su brazo en un intento por consolarla. Y pensé que sí, que quizá hacía treinta años ella era como yo. Pero que yo no quería llegar a ser como ella era ahora.

– Oriol te recordaba tu fracaso -dije con suavidad.

No respondió por unos minutos y respeté su silencio.

– Sí. Pero ya estaba habituada a esa derrota -me miró de nuevo a los ojos-. Era tu fracaso lo que me aterrorizaba. ¿Crees que antes de que os viera en la playa no había notado que te gustaba?

– ¿Pero qué tenía de malo que nos gustáramos?

– He dicho que había notado que él te gustaba, no que os gustarais.

– ¿Qué insinúas?

– Oriol no era un chico de esos que corren dando patadas tras el balón y te dije que me recordaba mucho a su padre… -hizo una pausa y añadió con intención-: En eso.

– ¿En qué? -temía la respuesta.

– En su tendencia sexual.

– Ésa es una afirmación tuya totalmente gratuita -me defendí.

– No, no lo es -repuso con firmeza-. Es como su padre, como su madre. Son de la misma calaña. ¿No se lo notas? Es amable, te querrá como amiga, como hermana. Quizá si lo violas se dejará por no ofenderte. Pero al fin, se irá y cuando se vaya te quedarás con el corazón hecho pedazos en las manos. Es su naturaleza. Aunque quisiera, no podría hacer otra cosa.

– Te equivocas.

– No, no me equivoco. No me equivocaba. Vi con terror que se iba a repetir en ti lo que me había ocurrido a mí. Me di cuenta de que durante años, sin saberlo, había temido que eso sucediera. Al descubrir lo tuyo con Oriol empecé a presionar a tu padre para que solicitara el traslado a Nueva York. O a Latinoamérica. Quería ir lejos. Quería apartarte. Que no sufrieras como yo sufrí. Y por eso nos fuimos para no regresar nunca más.

– Pero tú no tenías derecho…

– Y las cartas -ella continuaba excitada-, y las cartas que tú le escribías. Y las que él escribía. Las hice desaparecer…

– ¡Qué! -casi salté en mi silla.

– Sí -me miraba desafiante-. Las hice desaparecer, una tras otra… hasta que dejaron de salir y dejaron de llegar.

– Pero ¡cómo te atreviste! -esta vez el asombro se unía a la indignación-. No tenías ningún derecho a intervenir en mi vida así.

– ¡Claro que tenía derecho! ¡Todo! Soy tu madre, había vivido aquello antes y era mi obligación protegerte… De la misma forma que tenía derecho a mudarme a América, a llevarte conmigo y que eso cambiara de forma radical tu vida y tu destino. Era mi responsabilidad evitar que sufrieras, lo es aún.

Entonces fue cuando volvió de nuevo a la carga; que me olvidara de Oriol, de esas historias fantásticas de tesoros y que regresara con ella. Ya bastaba de aventuras, Mike era mi futuro y mi tesoro, no podía estropear aquello por las sandeces de mi padrino. Y así habló y habló repitiéndose. No sé en qué momento dejé de escucharla simulando prestar atención.

Me vi otra vez en ella dentro de treinta años, tratando de evitar que mi hija cometiera mis mismos errores. Su relato me admiró. ¿Cómo pudo atreverse mi madre a forzar una relación sexual con Enric? Era la misma determinación con la que ahora pretendía rescatarme a mí de ese supuesto error. No podía perdonarle que me robara las cartas, estaba indignada, pero un repentino alborozo llenaba mi corazón. Era cierto, no le había creído cuando me lo dijo, pero era cierto. Oriol me estuvo escribiendo.

Y me pregunté si el abandono de Barcelona por mamá, el dejar atrás su pasado, fue realmente por mí o por no ver a Enric junto a Alicia. Terminamos el vino y nos quedamos con licores de sobremesa hasta que empezaron a cerrar el restaurante. Luego nos fuimos de copas. De repente empecé a sentir una extraña camaradería.

– Cuéntamelo de nuevo -le decía cuando ya el alcohol me trababa la lengua-. Explícamelo, ¿cómo te lo montaste con Enric?

Ella, que había bebido tanto como yo, reía, hacía muecas modosas, y se excusaba diciendo que en aquellos momentos estuvo muy nerviosa y yo, malvada, la requería de nuevo, insistía jocosa en detalles. Después se puso a llorar y abrazándola me dio a mí también por llorar. En el llanto la maldije en voz alta por robarme las cartas de Oriol. Ella reaccionó diciéndome entre hipos que me las volvería a robar mil veces, que no permitiría que yo sufriera como ella lo hizo, y que me apartara de un hombre de la calaña del proverbial perro del hortelano que ni deja comer ni es él capaz de hacerlo.

– ¿De verdad te lo llevaste a la cama? -volvía a inquirir yo.

No me podía hacer a la idea. No de mi madre. Para mí no era una mujer, era mi mamá, y las mamás no hacen esas cosas. Pero ella ni me respondía, regresaba a su rollo de lo fabuloso que era Mike. Y así, nos hubiéramos pasado toda la noche con el alcohol moderando nuestra charla o mejor, nuestra pareja de monólogos, si yo no le hubiera visto allí.

Estaba en un rincón, vaso en mano, solitario como la muerte. El hombre del pelo blanco, ojos azul desvaído e indumento oscuro. El viejo de la daga. Allí. Y cuando le descubrí mirándome me estremecí.

– ¡Cuervo! -le dije con valor etílico, apuntándole con el dedo. Pero dudo que con el ruido del lugar me oyera-. No me sigas más.

Se limitó a mirarme. Por un momento creí que iba a sonreír pero no lo hizo.

– ¡Vete! -le increpé de nuevo.

Mi madre quiso saber qué pasaba y cuando se lo iba a contar el hombre ya se había ido. Pedí un taxi en la barra y hasta que no vi parar el vehículo enfrente del bar, no me atreví a salir a la calle.

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