TREINTA Y SIETE

Era un denso pinar que llegaba hasta la playa, y el suelo estaba cubierto de arena finísima, tapizada a tramos por las agujas de los árboles. Cuando llegamos, una hoguera ardía en la arena, del lado del mar, separada varios metros de la vegetación. Unas mesas portátiles mostraban cocas, bebidas y vasos de papel, pero no había sillas y la concurrencia se sentaba en el suelo. Serían quizá sesenta personas y todos saludaron a Oriol, sin duda personaje popular en el clan. La gente bebía, charlaba y Oriol inició una conversación con un grupo de estética rasta sobre el programa de actos de una casa deshabitada que al parecer ellos habían tomado por la fuerza, okupar le llamaban a esas invasiones. Él discutía enfáticamente y parecía liderar. Me costaba creer que era la misma persona que horas antes vestía traje, corbata y una capa blanca con una cruz roja patriarcal de caballero templario. Al no conocer a nadie, y como no tenía otra cosa en que ocuparme, escuchaba el debate, aunque me importaba poco y nada iba yo a aportar. A no ser que soltara a la abogada que vive dentro de mí y me significara informándoles que lo de okupar era delito. ¡Como si no lo supiesen! «¡Menudo palo!», pensé. «Como ésta sea la idea que Oriol tiene de una verbena estoy apañada.»

Fue entonces cuando una muchacha, que atendía la conversación a mi lado, me pasó un cigarrillo, que parecía haber recorrido un largo camino. Liado a mano y con un extremo humeando y el otro sin filtro, tenía un aspecto ruin, baboso. Yo compuse una sonrisa amable para decir:

– No, gracias.

Me fijé en la chica. Era imposible que pasara la inspección de seguridad de un aeropuerto decente. Lucía numerosos pendientes terminados en pincho en una sola oreja, piercings en cejas, nariz y barbilla, y supuse que ocultaba unas cuantas incrustaciones metálicas adicionales tachonando partes suyas recónditas; vamos, que incluso cruzando los arcos de control tal como su madre la trajo al mundo haría sonar todas las alarmas. Pero ella también se fijó en mí. Fue un escrutinio de arriba abajo, brazos en jarras y chupando el porro que, en admirable equilibrio, se sostenía en la punta de sus labios. Cuando terminó ya me tenía catalogada y sin devolver mi cortés sonrisa me espetó:

– ¿Y tú, tía, de qué vas?

Oriol no se había tomado la molestia de informarme con quién nos encontraríamos, ni cómo vestir, ni nada, y me di cuenta de que la que allí desentonaba era yo, y no mi inesperada oponente, que debía de verme tal como la vería yo a ella de haberse presentado con esa pinta en mi fiesta de cumpleaños en mi apartamento de Manhattan con vistas, aunque lejanas, a Central Park.

De hecho mi amigo se había desinteresado de su sesuda conversación para observarnos. Lo hacía con una sonrisa nada disimulada y me pareció que disfrutaba de lo que, seguramente pensaría él, era un castigo merecido a la forma con que le había impuesto mi compañía aquella noche. Pero debo reconocer que aun yo advertida y habiendo rebuscado en mis maletas no me hubiera podido camuflar en aquel entorno.

– Bueno, yo… -repuse, incómoda-. Estoy de visita en Barcelona.

– ¡Una turista! -exclamó mientras Oriol le quitaba el porro de la mano para darle él una calada-. ¿Qué coño hace una jodida turista aquí?

Yo soy bastante agresiva si hace falta o se me provoca, pero en aquel momento me sentía intimidada, miraba a Oriol sabiendo que no me iba a ayudar y me hubiera gustado esfumarme. Pero entonces, del otro extremo de la hoguera empezó a sonar el tamborileo de unos bongos a los que pronto acompañaron otros más, y luego más, hasta que dejé de interesar a mi contrincante, que, recuperando su cigarro de la mano de Oriol, tuvo a bien ocuparse de otra cosa. También la sesuda polémica sobre el ministerio de ayuda social del gobierno okupa de aquella casa, antes vacía y ahora habitada en exceso, cesó por incapacidad de los conferenciantes para hacer llegar al oído de los demás la utopía de turno. La gente se fue sentando y, para mi sorpresa, aparecieron más instrumentos de percusión. Casi todos tenían uno y palmeaban a un ritmo acelerado que poco a poco alcanzó una cadencia frenética.

El rumor de las olas se perdía en aquel fragor y la hoguera alzaba sus llamas hacia lo alto formando una corona de pavesas que querían jugar a ser estrellas por unos instantes. Luceros fugaces, fuegos fatuos de resina de pino. Era hermoso, y me pareció estar en otra civilización, en otro mundo. Una muchacha de pelo recogido en varias trenzas, camiseta y falda larga ajustada se levantó, y como en trance empezó a mover brazos y caderas al compás enloquecido que la multitud marcaba al unísono. Su silueta se recortaba contra las llamas de fondo, cual sacerdotisa de culto pagano, sirena bailarina que atraía a los navegantes de la noche al fuego. Me recordó a mi amiga Jennifer en nuestras fiestas en Nueva York. Y como ella, también esa moza, dándole ritmo a sus posaderas, hizo que la fiesta llegara a su apogeo. Ocurre lo mismo que en Nueva York, me dije con asombro tonto, sólo que aquí en plan troglodita, sin luz eléctrica. Los que no tocaban bailaban y la noche se hizo rito vudú. Me noté compartiendo aquel frenesí multitudinario y cómo mi cuerpo se movía a la par. Entonces fue cuando el aire vibró con un sonido agudo, que penetraba, perforándole a uno por dentro, y si el ritmo de la percusión hacía mover los pies aquello me movió el alma.

– Es una gralla -me dijo Oriol antes de que yo tirara de él, sacándolo a bailar.

Poco importaba que el instrumento fuera una gralla u otra cosa, aquello era contagioso, estaba enardecida, arrojé mis zapatos lejos, me sentía troglodita y me uní con entusiasmo a la danza.

No sé cuánto tiempo estuvimos bailando. Mis pies desnudos se hundían en la fina arena, que notaba fría, frenándolos y dándoles masaje a la vez. Los rostros brillaban a la luz y calor de la hoguera y un cielo estrellado, festoneado periódicamente de pequeñas luces multicolores de lejanos fuegos de artificio, nos cubría benévolo y festivo.

Oriol no fue una pareja fiel en el baile y se movía entre unos y otros; tan pronto bailaba con hombres como con mujeres, con un individuo o con grupos. Era una forma de relacionarse. Yo le observaba con atención, era obvio que él no tenía pareja fija, ya fuese hombre o mujer, o al menos no en aquel grupo, aunque sospechaba que mi amigo se movía entre varias tribus a la vez y trataba a mucha gente distinta. Las llamas de la hoguera habían menguado, el tamborileo se apaciguaba y entonces fue cuando vi a Oriol cogiendo a un muchacho de la mano mientras le musitaba algo al oído. El chico le sonrió y a mí me dio un vuelco el corazón. A pesar del cava, bebido en vaso de plástico, y de la euforia rítmica, no perdía detalle de lo que allí pasaba y había reparado en varias parejas, algunas del mismo sexo y otras del opuesto, adentrarse en el pinar, con toallas de playa que sin duda hacían de sábanas sobre un tálamo de arena y agujas de pino.

– ¿Qué te ocurre? ¡Estúpida! -me censuré a media voz-. Tú estás comprometida con Mike. Lo amas. ¿Qué más da si Oriol es feliz con un hombre?

Pero no pude evitar sentir un nudo en la garganta y mis ojos hinchándose en lágrimas cuando les vi dirigirse al bosque cogidos de la mano. Adiós a mis más queridos recuerdos: el mar, la tormenta, el primer beso, el sabor salado y dulce de su boca…

– ¡Cuánta razón tiene mi madre! -murmuré de nuevo-. Ella lo ha entendido desde el principio.

Pero entonces se dieron la vuelta y, aún de la mano, se pusieron a correr hacia la hoguera y brincaron. Cayeron en un extremo, casi fuera, levantando un surtidor de pavesas. Luego, ya alejados de las llamas, se palmearon las manos celebrando la pirueta y riendo. Después les siguieron otras parejas. Oriol volvió a saltar tanto con hombres como con mujeres. Siempre lo hacían en la misma dirección, del bosque a la playa. Le vi lógica a eso, la hoguera estaba aún viva y de chocar dos, saltando en direcciones opuestas, en el centro de la pira, no sólo sufrirían el golpe sino que se exponían a quemaduras graves. Además, era obvio que en caso de que alguien se chamuscara la dirección a correr era la del mar.

En aquel momento, Oriol, después de tenerme abandonada casi toda la noche, vino hacia mí.

– El fuego significa purificación, renovación, quemar lo viejo para empezar de nuevo. Se trata de echar toda la mierda -me contó sonriéndose-. Y cuando en la noche mágica de San Juan, saltas la hoguera con alguien, haces las paces con esa persona, quemas malos rollos, buscas perfeccionar tu amistad, o tu amor. Verás también que se arrojan objetos al fuego; representan las cosas de las que te quieres librar, las que sobran en tu vida.

– ¿Saltarás conmigo? -le pregunté.

– No lo sé seguro -me guiñó un ojo-. Todo lo que se perdona, todo lo que se pide brincando sobre el fuego la noche de San Juan lo registran las brujas en un gran libro. Es un compromiso para siempre.

– ¿Temes comprometerte a algo conmigo? ¿O quizá hay algo que deba perdonarte?

– Eso nunca se dice antes. Si no, no vale.

Busqué mis zapatos, preguntándome qué tal saldrían librados de aquel fuego, y feliz, me dije que valía la pena el riesgo. Nos cogimos de la mano y fuimos en dirección al pinar donde se formaba la cola de parejas. Sólo unos pocos bongos continuaban retumbando, ahora más bajos y en tono apagado. Respiré hondo y apretando la mano cálida de Oriol sentí que vivía un momento único, extraordinario de mi vida. Ebria de dicha notaba mi corazón con potentes pálpitos: todo colmaba mis sentidos, el olor a humo y resina quemada, la noche clara de estrellas, la música. Recuerdo aquel salto casi con la misma emoción del primer beso. Oriol tiene manos grandes y la suya acogía la mía, rodeándola de forma suave pero firme.

Volamos por encima de las llamas, yo caí un poquito más atrás que él, en las brasas, pero no me detuve allí ni medio segundo, tanto por el impulso de la carrerilla como por el tirón que él me dio.

Me quedé con las ganas de preguntarle qué había pedido y de besarle tal como algunos hacían después del brinco. Pero él se dio la vuelta para hablar con alguien.

Continuaban aún los saltos sobre la hoguera cuando una chica se aproximó al fuego y tiró un fajo de papeles, luego un muchacho arrojó lo que parecía una caja de madera. Después la odalisca que inició el baile se quitó la camiseta, para echarla a la lumbre, dejando al descubierto unos pechos bien ubicados, abundantes. No sé si aquello era costumbre de la tribu o invención del momento, el caso es que el gesto triunfó y más mujeres siguieron su ejemplo quedándose desnudas de cintura para arriba aunque sin ofrecer resultados tan espectaculares.

Algunos muchachos también quemaron sus camisetas y vi cómo Oriol hacía lo mismo con unos papeles. Naturalmente me sentí intrigada.

Cuando la quema de lo que se suponía negativo cesó, otra vez los bongos aceleraron el ritmo y todos los que se pretendían músicos se concentraron en organizar la mayor barahúnda posible en el intento de lograr la misma cadencia. El baile se animó y la muchacha destacada en la primera parte volvió a hacerlo, esta vez balanceando los senos. Tenía un gran tatuaje que le cubría un hombro y parte de la espalda. Oriol, sentado en la arena a distancia del jolgorio, contemplaba las llamas y los perfiles de los bailarines a contraluz. Me senté a su lado sobre la arena.

– ¿Qué fue lo que quemaste?

Me miró como sorprendido, como si se hubiera olvidado de mi presencia, como si ignorara la suya propia en aquel lugar. En el brillo de sus ojos, con luz de llamas en su interior, pude ver agua de lágrimas.

– No se puede decir -me sonrió tímido.

– Sí se puede decir -cogí una de sus grandes manos entre las mías-. Antes de saltar no se podía, ahora sí. Una pena compartida pesa menos. ¿Te acuerdas de que nos lo contábamos todo de niños?

– Era una carta -confesó al final de un silencio.

– ¿Qué carta? -sospechaba la respuesta.

– La carta de mi padre, la de la herencia.

– ¿Pero cómo la has podido quemar? -pregunté preocupada-. ¡La última carta de tu padre! Te arrepentirás.

– Ya me arrepiento.

– ¿Pero por qué?

– Porque quisiera olvidar. O al menos no recordarle con tanta frecuencia, con tanto dolor. Él fue la tragedia de mi infancia. Siento que me abandonó.

Me vino la imagen de cuando éramos pequeños y su padre llegaba al pueblo. Oriol salía a la carrera para besarle, luego le cogía de la mano y tirando de ella, en señal de propiedad, le llevaba de un lado a otro. Miraba hacia arriba con esa sonrisa de gozo: «Éste es mi papá», parecía decir. Le admiraba.

– Él tendría sus razones -le consolé-. Sabías que a nadie quería tanto como a ti. No te quiso abandonar.

Oriol no respondió y se puso un cigarrillo de marihuana en los labios. Yo me quedé a su lado, callada, y se lo quité para dar una calada.

– ¿Sabes? -le pregunté al rato. Él no dijo nada.

– ¿Recuerdas las cartas? -insistí poco después.

– ¿Qué cartas? -respondió al fin despistado.

– ¡Las nuestras! -me irrité ligeramente. ¿Cómo qué cartas? ¿Qué cartas podía haber en el mundo que importaran más que ésas?-. Las que yo te escribía y tú me escribiste.

– ¿Sí?

– Ya sé por qué jamás las recibimos.

Él volvió al silencio. Pero yo no. Le conté el amor de mi madre por su padre y que mi madre temía recordar aquel tiempo, que su experiencia se repitiera en mí y que por eso quiso evitar que nosotros nos quisiéramos, por eso interceptó el correo, por eso se lo quedó, por eso jamás lo recibimos. No mencioné la creencia de María del Mar en su propia homosexualidad.

– Fue una lástima -dijo al fin Oriol-. Puse mucho sentimiento en lo que te escribí, en especial cuando mi padre murió. Lo recuerdo bien. Estaba muy solo e insistía en mis cartas, de forma desesperada, a pesar de no tener respuesta tuya. Me hacía la ilusión de que al menos tú las leías, necesitaba comunicarme contigo. ¡Me hubiera gustado tanto poder charlar! Pero ¡ni siquiera tenía tu teléfono!

Yo me acerqué más a él y le dije:

– Quizá todo aquello que escribimos y se perdió nos lo podamos contar de nuevo otra vez…

Fue entonces cuando la bailarina del cuerpo estupendo, ahora brillante de sudor, se acercó, sentándose al otro lado de Oriol. Tomó una calada del mismo cigarrillo del que ya sólo quedaba la colilla y le empezó a cuchichear al oído. Parecía que le mordisqueaba la oreja. Ella soltaba risitas y él las coreaba de cuando en cuando. Al fin se levantó tomando a Oriol de la mano. Me estremecí. Aquella tipa quería que él la acompañara al bosque. Estuvieron forcejeando y bromeando y al fin, sin soltarlo, ella se lo llevó.

No os podéis imaginar mi disgusto. Momentos antes me desesperaba pensando que él era homosexual y ahora lo hacía porque se iba con esa moza escultural. «Debiera alegrarme», pensé, «no es gay». «Pero ¿y a mí qué más me da? No me debe importar en absoluto. Yo estoy comprometida y me voy a casar tan pronto vuelva a los Estados Unidos con Mike, un tipo estupendo que supera con creces a cualquiera de los de aquí.»

Pero cuando le vi regresar minutos después, sin tiempo para que ocurriera nada, portando una guitarra, el corazón me dio un vuelco de felicidad. ¡Cuánto me alegraba que esa tía no se hubiera salido con la suya! Me dije que seguro que aquella lagarta encontraría allí, en el pinar oscuro, algún culebro que satisficiera su furor uterino. A veces soy malvada.

Oriol se sentó en la arena a un metro de donde yo estaba y empezó a tañer unas notas por lo bajo. De repente me vino esa pregunta: «¿Será homosexual? Claro, debe de serlo, sólo así se explica que un hombre se pueda resistir a una fulana como ésa». Y después me interrogué: «¿Seré idiota?».

Aún sonaban algunos timbales del otro lado de la hoguera pero ya nadie bailaba y desde la quema de objetos el entusiasmo había ido decayendo paulatinamente. La percusión era suave, reflexiva, íntima. Entonces Oriol empezó a puntear su guitarra, después tocó una pieza clásica que no reconocí y continuó con un melancólico Cant dels ucells lleno de sentimiento. Luego empezó a cantar, como para nosotros dos solos, acompañándose de acordes.

«Cuan surts per fer el viatge cap a Itaca…» Pude ver lágrimas en sus ojos y supe que aquélla no era una canción cualquiera. ¿No era ésa una de las que Enric oyó antes de morir? Escuché atentamente.

Cantaba suave, cantaba bajo, íntimo y solitario, pero unos y otros se acercaron formando un corro a su alrededor. Había respeto en los oyentes y noté que alguno era cómplice de un secreto que yo desconocía.

Cuando terminó le aplaudieron y querían más, pero él se negó a seguir cantando; me dio la impresión de que sentía que el público había interrumpido su intimidad e insistió en pasarle la guitarra a otro. Fue a parar a la muchacha que se me había enfrentado al inicio de la noche. Ella, faltándole manos para atender ambos negocios, pasó su baboso cigarrillo de marihuana a otro y entonó una canción, mucho más desenfadada, sobre la casa de una tal Inés que pedía que le hicieran lo que quisieran o algo así. Un muchacho la acompañaba con los bongos. Identifiqué a la intérprete con la protagonista de la canción. Igual calaña.

Aproveché que Oriol había dejado de ser el centro de la fiesta para susurrarle al oído:

– Pensabas en Enric, al cantar.

– Mi padre adoraba esa canción. La escuchó antes de morir.

– ¿Cómo lo sabes?

– Estaba en su tocadiscos cuando le encontraron. Seguro que la oyó. ¿Comprendiste la letra?

– Sí, claro, se refiere a Ulises y a su viaje de regreso de Troya. Navegó años para regresar a su isla, Ítaca.

– Cierto, la letra está basada en el poema del griego Constantin Kavafis -y lentamente, como recordando, empezó a recitar-: «Cuando salgas hacia Ítaca, pide que el camino sea largo, no apresures tu viaje, que dure muchos años, y cuando atraques en la isla, ya viejo, y docto por lo aprendido en el camino, no esperes que Ítaca te enriquezca. Ítaca te ha dado el viaje y aunque la encuentres pobre, no te ha engañado y así, ya sabio, sabrás lo que significan las Ítacas».

No me miraba, tenía su vista en el rojo brillante de las brasas y tomó su tiempo de reflexión antes de continuar hablando.

– Pasamos la vida deseando alcanzar algo, persiguiendo sueños, creyendo que cuando tengamos eso tendremos la felicidad. Pero no es así. La existencia está en el camino, no al final. No importa cuán bello, importante, espiritual sea lo que pretendemos. La última parada es siempre la muerte. Si no sabemos ser felices, ser mejores, ser quienes queremos ser en el trayecto, tampoco encontraremos eso al final. Ésa es la razón por la que debemos disfrutar del momento. La vida está llena de tesoros que la gente persigue, son cosas que creen que les proporcionarán la dicha, pero acostumbran a ser espejismos y a veces, alcanzando su anhelado deseo, uno sólo encuentra el vacío entre sus manos.

– ¿Insinúas que tu padre nos está engañando con el tesoro? ¿Que nos hace jugar el mismo juego que jugábamos de niños sólo que de mayores?

– No lo sé -dijo con un suspiro-. Pero sé que en su filosofía el verdadero tesoro era el camino, la emoción de la búsqueda, la tensión del deseo en lugar del relajo de la saciedad. Creía en disfrutar del momento, en el carpe diem latino. Recuerdo que cuando jugábamos a los tesoros, al final sólo hallábamos unas pocas golosinas. Lo importante era la emoción, los instantes vividos en la búsqueda.

Me pesaban los párpados, mi hablar se hacía lento y mi pensamiento embotado; estaba durmiéndome. Había sido una noche de emociones extraordinarias y ahora de repente me daba un bajón. Mi clandestina entrada en la iglesia de Santa Anna, mi captura por Arnau d'Estopinyá, mi presentación a los templarios, el baile troglodita, el salto de la hoguera y mi inquietud de con quién se iba Oriol al pinar. Demasiado para una sola velada. ¿Era eso carpe diem? Quizá fuera carpe noche.

Oriol había dejado de conversar y atendía a la cantante. Y yo, sentada en la arena y cubierta con una de las toallas de playa que él había bajado del coche, intentaba resguardarme del relente y evitar el sueño. No veía las manecillas del reloj, pero serían cerca de las seis. Alguien señaló al horizonte sobre el mar. Una línea azul gris se dibujaba entre el negro y azul marino. Varios timbaleros se animaron y volvieron a machacar sus parches intentando obtener un ritmo coherente. Para cuando el cielo rompía en tonos claros y en los instantes interminables en que la luz parecía no aumentar, sino incluso disminuir en su intensidad, como si el mar se la tragara para aclarar sus propios colores, todo el que tenía algo que sonara al golpear lo estaba batiendo en una impresionante algarabía de entusiasmo exaltado. Luego un punto de oro brilló en la línea de un mar dormido y un cielo sin nubes. El zafarrancho aumentó incluso por un momento y todos se pusieron a gritar saludando al astro. Yo también lo hice. Eran trogloditas adorando a su dios, y yo una más entre ellos. Poco a poco, creando una línea de luz dorada sobre el horizonte, viniendo hacia nosotros, multiplicándose sobre las olas mansas, el sol, que hería ya incluso los ojos entornados, fue subiendo hasta despegarse del océano. Fue entonces cuando un muchacho y una chica, desnudos, entraron entre saltos y gritos al agua. Y otros les siguieron y luego más. Vi que Oriol se quitaba la ropa y, ya completamente despejada de mi modorra de minutos antes, pensé que mi amigo no estaba nada mal dotado.

– ¿Vienes? -dijo.

Nunca me había expuesto antes desnuda en público, y pocas veces en top less, pero no esperé una segunda invitación. Tiré la toalla a un lado, puse sin demasiado cuidado mi ropa encima de ella, y con dos anillos como únicas prendas corrí al mar de la mano de Oriol.

El agua, en contraste con la temperatura de la noche, estaba tibia y se podía andar metros y metros sin que, fuera de algún bache inesperado, cubriera. Todo el mundo se sumergió en cueros, chapoteando y riendo.

Terminado el baño, muchos se quedaban a dormir en la playa, aunque nosotros decidimos volver a Barcelona. Pero al vestirme no encontré mis zapatos. Estaba en su búsqueda cuando oí a mi espalda:

– Y tú, rubita, ¿qué has quemado en la hoguera?

Me volví comprobando que era esa Inés de las incrustaciones metálicas. Se estaba secando con una toalla y un simple vistazo confirmó mis sospechas del inicio de la noche. Llevaba pendientes en pezones, ombligo y seguro que mantenía otros más ocultos.

«Ésa la ha tomado conmigo», me dije decidiendo si contestarle o no. Estaba cansada de la noche y no de muy buen humor. Quise ser amable y respondí:

– Nada.

– Te equivocas -repuso sonriendo-. Has quemado unos zapatos de lujo.

– ¿Qué? -pensé que me estaba gastando una broma.

– Que la lección de esta noche es que se puede andar por el mundo sin unos zapatos de doscientos euros -la muy cabrona se mostraba triunfante-. Los eché al fuego cuando te metiste en el agua.

– Me estás tomando el pelo.

– No, rubita. Ya verás cómo descalza se anda mejor.

Estaba segura de que bromeaba. Pero me acerqué a la hoguera, que aún ardía en algún punto, y por el lado donde había dejado mi ropa, allí estaban mis zapatos, entre brasas, uno chamuscado y el otro hecho carbón, oliendo a cuerno quemado. Incluso viéndolo me costaba creerlo.

La tipa esa se reía, supongo que comentando su hazaña con los de su pandilla. Debo reconocer que ella estaba en lo cierto. Sin zapatos se puede andar. Y también correr. No recuerdo los detalles, sólo que mi cabreo me quitó cualquier limitación, convención social, cansancio, prudencia. Ella no se esperaba eso de la «rubita», estaba de espaldas hablando con sus colegas, aún por vestir, y del tirón que pegué a sus trenzas la tumbé en el suelo. Agarrándola bien del pelo y llamándola hija puta, la arrastré con todas mis fuerzas por la arena mientras la otra intentaba reaccionar. No sé qué hubiera ocurrido después si Oriol no me sujeta a mí y varios a ella. Me apetecía echarla al fuego, junto a mis zapatos, o al menos arrancarle de un tirón los pendientes de los pezones, pero pasado el primer arrebato dejé que Oriol me apartara de la trifulca. La metálica se había recuperado y gritaba improperios, mirándome con ganas locas de partirme la cara pero, afortunadamente, de momento, la tenían controlada.

Oriol pasó el viaje a Barcelona riendo. Yo palpaba con los dedos de mis pies la goma del suelo del coche haciendo balance de la situación. Troglodita. Me había comportado peor que los trogloditas.

– ¿Vas a poder andar por la vida sin zapatos de doscientos euros? -me increpó divertido.

Me uní a sus risas. La aventura valía mucho más. Carpe diem.

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