CINCUENTA

A mi regreso, por la tarde, me enfrenté otra vez a las maletas. Me deprimían y pensé que lo mejor era hacerlas de una puñetera vez y dejarme de angustias. Pero entonces algo me vino a la memoria. Sabía que Oriol no estaba en la casa y a hurtadillas me acerqué a la puerta de su habitación que sólo una pared separaba de la mía. Tanteé el pomo, no tenía el cerrojo puesto y me deslicé furtiva y rápida en su interior.

Olía a él. No porque usara Oriol perfume, ni creo que tenga un olor especial, pero eso quería yo figurarme. Aquel lugar estaba impregnado de su presencia. Contemplé su cama, el armario, su mesa de estudio puesta frente a una ventana que también miraba a la ciudad. Me di cuenta de que no me podía entretener, no quería verme sorprendida y empecé a registrar los cajones del despacho. Ahí no pude evitar curiosear un montón de fotos suyas con amigas, la chica de la playa entre ellas, y amigos. Tuve que llamarme al orden. Continué con la mesilla de noche, luego el chifonier… no lo encontraba. Fue en el armario. En el cajón de la ropa interior. Allí lo hallé. El revólver de su padre. El que acabó con los Boix, el que descubrimos en el hueco del brocal del pozo.

Me lo puse al cinto y me encaminé al desván. Allí no tuve dificultades para encontrar la pintura. La que imitaba la mía. Rasgué la cartulina que cubría la parte trasera y vi que el interior no era macizo como en mi tabla, aunque el grueso era mayor y provenía de unos listones laterales que formaban el borde del cuadro. También los había en el centro, unos reforzaban la estructura y otros formaban un elaborado apoyo. Coloqué el revólver en aquella funda de madera y vi que encajaba a la perfección. Se sujetaba sin caer aún sacudiendo el cuadro, pero salía con facilidad si se empuñaba por la culata tirando con alguna fuerza. Repetí el gesto, lo ensayé varias veces rememorando mi sueño del asesinato de los Boix. Sí, era verdad. Sucedió de esa forma. Había resuelto el enigma del comisario Castillo, aunque él no lo sabría nunca. Pero el recuerdo de mi padrino en aquel sueño sangriento, la evidencia de que todo ocurrió en la realidad tal y como yo lo vi, no me hizo sentir mejor. Al contrario. Estaba harta de aquellas visiones espeluznantes. Decidí regresar a mi enojosa tarea.


Pero antes llamé a mi oficina de Nueva York y pedí reincorporarme a mi trabajo la siguiente semana. Mi jefe dijo que eso se debía tratar en consejo. Mis largas vacaciones no habían gustado nada a los socios del bufete, pero por el tono positivo que usó intuí que aún tenía empleo.

Luego llamé a María del Mar para anunciarle mi regreso. Eso le encantó. Pero cuando le dije que pensaba romper con Mike, puso el grito en el cielo. Le conté lo ocurrido con Oriol y, sin sorprenderse demasiado, me dijo que eso sólo no era un motivo para romper con un chico como Mike, y que en todo caso no se devolvía un anillo por teléfono, que esperara un poco, que aplazara decisiones hasta mi regreso, que ya veríamos.


La aventura había llegado a su fin. Fue hermosa, pero mi vida continuaba en Nueva York. Con o sin Mike. Había viajado por el tiempo, por el espacio, por mi interior.

Había satisfecho mi ansia, tantos años reprimida por Oriol, la herida del pasado quedaba cerrada y ahora no dejaba de ser un amor de verano, consumado y consumido. Regresé a Barcelona, a mi niñez mediterránea truncada a los trece años, y por unos instantes la recuperé, y fui capaz de enmendarla.

Esos viajes, el físico, el temporal, el interior, habían cambiado mi forma de ver el mundo y sus gentes. No, no era la misma que cuando llegué. Ya podía, ya sabía andar descalza por la vida.

Era injusto que ahora, arribando a puerto, por mucho que me pareciera un final vacío y decepcionante, me lamentara al encontrar Ítaca pobre. Aprendí en el camino, disfruté los momentos. De eso se trata la vida.

Ya nada me retenía aquí, mi futuro estaba en Nueva York.


Cuando Oriol llamó a mi puerta tenía la cama cubierta de prendas, un par de maletas abiertas descansando en el suelo y un revoltijo de cosas esparcidas por toda la habitación.

– Me ha dicho mi madre que te vas -dijo.

– Sí. La aventura ha terminado y hay que regresar. Ya sabes, la familia, las responsabilidades…

Él me miró las manos, después de la conversación con mi madre yo lucía de nuevo la sortija de Mike.

– ¿Dónde está el anillo de mi padre?

– Lo he dejado en la mesilla de noche. Me da miedo.

– Ya me contó Alicia… -cortó él-. ¿Cuándo te vas?

– Mañana.

– Te compro tu tabla. Lo miré con tristeza.

– La tabla no está a la venta, es el regalo de alguien a quien yo quería mucho.

– Pon el precio que quieras.

Su insistencia me ofendió.

– Ya sé de tu generosidad, Oriol, bien que la probaste sacando a Luis del apuro -sentía ganas de llorar-. Pero yo no necesito el dinero y también puedo ser generosa. Si tanto la deseas, es tuya. Te la regalo.

Su cara se iluminó con una gran sonrisa.

– Muchas gracias.

– Si eso es todo, voy a continuar empacando -quería que se fuera, deseaba gimotear a solas.

– ¿Por qué no aplazas tu regreso?

– ¿Para qué? Nada hay aquí que me retenga.

– Yo no puedo aceptar un regalo tan valioso y si tú no quieres vender tu tabla, pasarás a ser mi socia y eso te obligará a quedarte unos días más.

Su mirada segura y su tono, que yo interpreté prepotente, hirieron mi amor propio, bastante alterado ya en aquel momento. Pero la curiosidad evitó que me mostrara ofendida.

– ¿Tu socia en qué?

– ¡En la búsqueda del tesoro templario!

Le escruté tratando de adivinar si me estaba tomando el pelo. Pero Oriol, excitado, empezó a contarme:

– Cuando me quedé solo en la cueva de Tabarca empecé a pensar, y no he parado de hacerlo desde entonces. El hecho de que mi padre pusiera pistas falsas en las tablas no impide su autenticidad, ni que la historia del tesoro sea verdadera. Y de ser cierta, las señales deberían estar a la vista, aunque sólo las pudiera ver un iniciado. Si nosotros no nos dimos cuenta fue porque nos cegamos buscando inscripciones ocultas bajo la pintura, sin reconocer las pistas verdaderas. Ayer noche casi no pude dormir, y pronto en la mañana, tomé tu tabla y las mías y me las llevé al mejor taller de restauración de la ciudad. Los análisis y consultas a expertos me han ocupado casi todo el día. ¡Ven!

Y cogiéndome de la mano tiró de mí hasta su habitación.

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