LOS MISMOS, MÁS GONZÁLEZ
































Para entonces yo hacía ya un año y medio que me había naturalizado americano. Vivía fundamentalmente de lo que ganaba de escribir. Mis libros se editaban en buenas traducciones. No por azar a un colega mío le gustaba decir:

—Dovlátov pierde mucho en el original…

Los críticos se admiraban de mis obras, me llamaban el Kerouac soviético y mencionaban de paso a Dostoyevski, Chéjov, Gógol…

En una reseña se decía:

"La luz que despiden los personajes de Dovlátov es considerablemente más brillante que la de los de Solzhenitsyn, pero arden en un infierno infinitamente más frívolo".

Las críticas no me interesaban. Por lo demás, lo que se escribe sobre mí me deja del todo indiferente. Me molesto cuando no escriben…

De todos modos mis novelas se vendían mal. No tenía éxito de ventas. Ya se sabe que los americanos prefieren su propia literatura. Aquí las obras traducidas muy rara vez se convierten en best-sellers. La Biblia es un caso excepcional.

Mi agente literario me decía:

Escribe algo sobre América. Toma algún tema de la vida americana. Ya llevas muchos años aquí.

Se equivocaba. Yo no vivía en América. Vivían en una colonia rusa. ¡¿Dónde estaban aquí los temas americanos?!

Tomemos por ejemplo una historia como esta. Entre la lavandería y el banco, el georgiano Daritashvili vende pinchos de carne georgianos. Cierta señora le hace llegar su reclamación:

—¿Por qué le ha dado al señor Lérner un pincho grande y a mí uno tan diminuto?

—Eh, eh… —deja caer la mano el georgiano.

—¡Quiero una respuesta!

—Eh, eh, eh… —vuelve a soltar el georgiano.

—¡Insisto, me voy a quejar! ¡Esto no lo dejo así! ¡¿Por qué?!

El georgiano eleva en gesto trágico las manos al cielo:

—¿Por qué? ¡Pues porque él me cae bien!

En mi opinión es un tema perfecto. Pero ¿qué tiene de americano?

Pues bien, un día suena el teléfono. Oigo la voz de Marusia Tataróvich.

—Tráeme cigarrillos. ¿Puedes?

—¿Ha pasado algo?

—Nada de particular. Tengo un ojo morado. Me da vergüenza salir a la calle. Te devolveré enseguida el dinero.

—¿Cómo?

—¿Y a ti qué te importa? He vendido el abrigo de piel.

—No te hablo del dinero. ¿Cómo te has hecho el morado?

—Me he peleado con Rafa.

—Ahora voy.

Conocí a Marusia hace un año. Durante los días de la famosa aventura con la televisión rusa.

Dos hombres de negocios, Lélik y Marátik, alquilaron una oficina en el centro de la ciudad. Se anunciaron en la prensa rusa. Prometieron poner en cada casa unos aparatos especiales. En pocas palabras, los organizadores se pusieron a doblar al ruso los programas de la televisión americana.

La ocurrencia tuvo éxito, especialmente entre los pensionistas. Los viejos mandaban de buena gana su dinero. Lélik y Marátik contrataron a seis colaboradores. Dos secretarias, un contable, un guardia jurado, un agente de publicidad y a mí, a modo de unidad creativa.

En el trabajo yo me dedicaba a terminar mi libro La maleta. Las secretarias se pasaban el día de palique. El agente sacaba los cuartos a los futuros anunciantes en una televisión inexistente. El contable escribía versos. El guardia jurado, un excampeón de Moldavia de lucha libre, iba y venía sin parar en busca de bebida.

El guardia era para Lélik y Marátik. Por si aparecían los clientes estafados.

Una de las secretarias era Marusia Tataróvich.

Marusia me gustó enseguida: alta, bien vestida y con un extraño aire indefenso. La mezcla de inseguridad y aplomo saltaba a la vista. Así ocurre a menudo.

Enseguida comprendí que no servía para vivir en grupo. He aquí un ejemplo típico:

La otra secretaria tenía marido. Este le regaló para su santo un brazalete. La mujer lo llevó al trabajo para lucirlo. Marusia le dio vueltas en la mano y dijo:

—¡Qué maravilla! En la Unión tuve uno igual. Pero de platino…

Desde entonces la secretaria la odió…

Marusia recordaba con demasiada frecuencia sus perdidos privilegios de hija de alto funcionario. Con demasiada facilidad hablaba de su famoso marido. Y arrojaba sobre el sofá con exceso de desprendimiento su abrigo de nutria.

Los grupos prefieren que las personas en las circunstancias de Marusia se comporten con más humildad.

Con Marusia habré charlado largo y tendido unas tres veces. Entonces, tras una taza de café, me contó su, digamos, extraña historia. En cierto modo nos hicimos amigos. Me gusta este tipo de mujeres: con el agua al cuello, desesperadas, indefensas e insolentes. Yo siempre he dicho que quien lo pasa mal no peca…

—Es una lástima que esté usted casado —me decía—. Haríamos buenas migas. Y lo peor de todo es que su mujer es una señora fantásticamente interesante. Al cabo de un mes se habría conseguido a otro mejor que usted…

Lo primero que hizo Marusia tras encontrar empleo fue alquilar un piso. Pidió prestado dinero a Lora. Por entonces en nuestro barrio se podía encontrar un apartamento por cuatrocientos dólares.

Inesperadamente Lélik y Marátik nos anunciaron:

—El primer mes todos trabajarán sin sueldo. Es la costumbre. Como saben, estamos dando los primeros pasos.

Pasaron cuatro semanas, nuestros jefes callaban. Si nos poníamos a hablar de dinero, se pasaban al inglés.

Comprendí que nos habían engañado (los viejos lo descubrieron al mes siguiente). Entré en el despacho de nuestros jefes. Les dije todo lo que pensaba de ellos. Y de tal modo que hasta me oyeron en el pasillo.

Marusia se quedó sorprendida:

—No sospechaba que supiera usted estas palabras.

Para ser breves, la televisión se cerró antes de tener tiempo de nacer. A Lélik y Marátik los suscriptores estafados aún los buscan.

La desaparición de los dos empresarios se vio acompañada de artículos en la prensa rusa. Los periodistas expresaban su convencimiento de que Lélik y Marátik eran dos enviados del KGB. Su objetivo era descomponer el sistema capitalista desde dentro.

Uno de los artículos se titulaba:

"Crime querido, eternamente amado"[20].

El contable Fálkovich dijo:

—Me dedicaré a administrador.

Y en efecto, se fue a trabajar al Astoria.

La secretaria casada se marchó a casa de su hija en Toronto. El agente de publicidad se dedicó a la venta de cintas magnetofónicas. Yo retorné a mi miserable pero familiar condición de escritor libre. El guardia trabaja de guardaespaldas con Yákov Smirnov. Dicen que Smirnov le tiene miedo.

Marusia se encontró en un piso vacío y sin dinero. La acompañé un par de veces en mi coche a unas oficinas. Le conseguí unos muebles. Le regalamos nuestra vieja televisión. ¿Qué más podía hacer por ella? ¡No me iba a divorciar por aquel motivo!

A veces nos encontrábamos en la calle. Era estúpido hacer preguntas sobre cómo vivía. Al parecer había conseguido algún tipo de subsidio.

Marusia contaba que Liova estaba enfermo. Que intentaba dar clases de música. Tenía intención de abrir una pequeña guardería.

Casi no la escuchaba. En asuntos como aquel si te paras a escuchar lo único que consigues es disgustarte. Como se dice, el que nadie tiene nada puede dar…

Fue justamente entonces cuando apareció aquel latinoamericano. O más exactamente no apareció, sino que surgió de la nada. Emergió de entre el caos de una vida llegada de más allá del mar, ajena e incomprensible.

¿Qué le dio vida? ¿La machacona y vibrante música que llegaba de los transistores? ¿La mezcla de olores de las pizzerías, los cosméticos y el tufo de la gasolina? ¿Las luces multicolores que flotaban sobre el asfalto? ¿Los reflejos de los escaparates en las ventanillas de los coches que pasaban?

Rafael se materializó surgido del sentimiento general de desarraigo. De la sensación de fiesta, de desdicha, de éxito, de fracaso, de un fuego de artificios catastrófico.

Marusia no se acordaba del día en que se conocieron. No podía recordar las circunstancias de su encuentro. Rafael surgió de modo enigmático e insistente, talmente como un fenómeno del tercer mundo.

A Marusia le venían a la memoria tan sólo los rasgos de su vieja presencia. Ciertas sonrisas en la escalera (seguramente tomaba a Rafael por el encargado de la limpieza de la casa). Unas rosas lanzadas en su dirección desde un desvencijado automóvil. Unos caramelos de cuatro cents alargados a Liova.

El olor de una colonia cara en el ascensor. Las estrecheces al atravesar las puertas. Un sombrero levantado. Una americana de terciopelo, un puro, pantalones de color crema. Un anillo con brillante falso. Y una corbata a tono con las esperanzas derrumbadas.

Al principio Rafael era para Marusia la calle, un accidente del paisaje. Un accesorio del lugar, junto con la vitrina de la casa Rainbow, con las freidurías griegas y con la voz rasgada de Adriano Celentano.

Al principio Rafael era una circunstancia del tiempo y del espacio.

Luego resultó que Marusia iba sentada en su destartalado cacharro. Que van de regreso del restaurante Del Monico. Que Liova se ha dormido en el coche. Y que la mano con el falso anillo acaricia la mano de Marusia.

—No —dijo Marusia.

Y trasladó una mano desconocida sobre el caldeado asiento.

Why not? —preguntó el latinoamericano.

Y acarició suavemente su redonda rodilla.

—No —dijo Marusia.

Y cubrió con su mano la palma del hombre.

Why not? —preguntó el latinoamericano.

Y alargó la mano hacia el corte en su blusa.

—No.

Ella trasladó su mano a la rodilla.

Why not?

Él colocó su mano sobre la cadera.

—No.

Marusia estiró para arriba su mano.

Why not?

Una de las manos del hombre se empeñaba en desabrocharle la blusa. La otra con cierta obstinación le abría las rodillas.

Marusia tuvo tiempo de pensar: "¿Cómo conduce el coche? O mejor dicho, ¿con qué?".

El automóvil, no obstante, seguía su marcha regular. Sólo una vez rozaron el flanco de un Mercedes.

Y sin embargo el latinoamericano no retiró sus manos. Tan sólo movió ligeramente las rodillas.

—No eres normal —se esforzó por pronunciar en voz alta—. Crazy!

Rafael sin detener la marcha sacó de un bolsillo un rotulador azul. Lo colocó sobre su abultado pecho cubierto con una chaqueta de nylon. Dibujó con trazo rápido un corazón de enormes dimensiones. Y acto seguido se abalanzó a besarla.

Ahora estaba girado por completo hacia Musia. Y movía el volante (como afirma Musia) con su nada delgado trasero.

Marusia no quería invitarlo a casa. Le daba vergüenza su piso vacío. Liova dormía sobre un sillón desfondado de cuero sintético. Marusia, sobre un camastro doblado. Todo lo habíamos recogido de la calle.

En la nevera había unas azules patas de pollo. Y nada más. ¿Cómo podía invitar a nadie?

Luego pasó lo siguiente. Rafael abrió el maletero. Sacó de allí hecho una rueda un colchón envuelto en un saco de plástico. Tras el colchón, una botella de ron, un manojo de pepsi-colas, cuatro naranjas y galletas.

El colchón estaba completamente nuevo, llevaba el envoltorio.

Para entonces Marusia ya había dejado de asombrarse. Le preguntó:

—¿Cómo te llamas? What’s your name?

En respuesta sonó:

—Rafael José Belinda Chicorillo González.

—Corto y claro —dijo Marusia—. Te llamaré Rafa.

—Rafa —confirmó el latinoamericano.

Y acto seguido añadió:

—¡Musia!

La comida y la bebida se la metió rápido en los bolsillos. A Liova lo cargó al hombro. El colchón (¡y lo que es yo, me lo creo!) rodaba solo.

Además con la mano libre el latinoamericano acariciaba a Musia. Y por si fuera poco, fumaba y abría galante las puertas.

De pronto Marusia oyó un extraño crujido. Prestó atención. Como se comprobó, los pantalones del latinoamericano crujían bajo la presión de sus enfurecidas carnes.

Conviene señalar también el siguiente detalle. Cuando salían del ascensor, el muchacho de pronto se despertó. Miró a Rafael con ojos enloquecidos, como los de un cachorro de un mes, y preguntó:

—¿Quién eres? ¿Mi papá?

¿Y qué creen que contestó el latinoamericano? El latinoamericano contestó:

Why not?

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