PRÓLOGO

SERGUEY DOVLÁTOV O LO FORMAL COMO TEJIDO NARRATIVO

RICARDO SAN VICENTE










































Puede uno postrarse ante la inteligencia de Tolstói. Sentirse admirado por la elegancia de Pushkin. Valorar las búsquedas morales de Dostoyevski. El humor de Gógol. Y así sucesivamente. Y no obstante, al único a quien quisiera parecerme es a Chéjov.

Serguéi Dovlátov, de sus Cuadernos de notas

—¿Qué puede usted decir de sí mismo como escritor?

—No crea que es coquetería, pero no estoy seguro de sentirme un escritor. Me gustaría considerarme un narrador. No es lo mismo. El escritor se ocupa de cosas importantes: escribe sobre cómo han de vivir los hombres, en nombre de qué viven. En cambio el narrador escribe CÓMO viven los hombres. Creo que Chéjov tuvo toda su vida este problema: quién era: ¿un escritor o un narrador? En tiempos de Chéjov aún existía este matiz.

De una entrevista

Entre las maneras de trazar el perfil de un escritor una de las posibles es la de descubrir la amalgama que en su obra se da entre lo formal y lo moral, entre el tamiz estético y el grano ético y que, matizada por la pluma del autor, cae en la conciencia —¿ética, estética?— del lector, es decir, acercarnos al modo en que se funden el "cómo" y el "qué". Es algo que hace el hombre ante una tortilla o un martini seco (además de comérselo o bebérselo, o no), frente una pantalla o un escenario, o asediado por veinte exprimidores de naranjas… Pero dejemos a un lado las tentaciones de la vida y detengámonos, de momento, en el arte narrativo de Serguéi Dovlátov (1941-1990) y en La extranjera, una de las muestras en que el escritor funde sus ingredientes literarios. Aunque tal vez convenga antes acotar al escritor en su época y en la madeja cultural de su tiempo.

La pugna entre lo formal y moral por abrirse espacio en libros y manuscritos se remonta a los albores de la literatura, pero si nos referimos a la literatura rusa moderna, este combate, en forma de genial y fértil desconcierto, arranca de Gógol, del autor de El capote, y es también por esta época cuando la mirada de los críticos y estudiosos se desdobló de manera explícita en estos dos enfoques: unos se preguntaban "cómo estaba hecho El capote" y otros, qué mensaje moral dirigían al lector las Almas muertas. Actitud o enfoque a los que, a su vez, daban pie los propios creadores: unos se planteaban cómo escribir, como narrar, por ejemplo, el enfrentamiento entre el individuo y el poder, y otros se proponían, incluso abiertamente, escribir un "panfleto" sobre la maldad intrínseca del crimen. Y el fragor de la batalla entre quienes hacían prevalecer los procedimientos formales y los que anteponían el mensaje moral en una obra resuena hasta hoy en la literatura rusa.

Entre los escritores del XIX, tal vez sean su iniciador y quien cierra el siglo —Pushkin y Chéjov— quienes consiguen fundir en su intención y en su propia obra la preocupación moral —social, histórica, política incluso— con la voluntad estética y en definitiva formal. No es extraño, por tanto, que a finales del siglo XX los dos autores rusos sobre los que fija su mirada Serguéy Dovlátov sean sobre todo Pushkin y Chéjov.

Sobrevolando la búsquedas formales que han desplegado con más o menos fortuna los escritores rusos de su tiempo —desde Bítov a Sokolov—, ajeno a la tradición ética que se perpetúa en los escritores de los sesenta —desde Trífonov hasta Pristavkin—, y al margen de todo compromiso que no sea consigo mismo, en Leningrado, en el fértil y encrespado ambiente de los jóvenes herederos del "Siglo de Plata", a finales de los años cincuenta, en la época del "deshielo", surge un escritor que tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo, un continuador de esta corriente sutil que logra fundir el artificio con el interrogante.

Durante los ensayos teatrales, Stanislavski, ante una escena que no le parecía convincente, clamaba "¡No me lo creo!". A un arte así, "creíble" de este modo, cuando ficción se funde con realidad y lo veraz con lo verosímil, nos referimos al citar a Pushkin y a Chéjov, y también a Dovlátov. Este escritor, nacido Ufá (en los Urales) en 1941 y muerto en Nueva York en 1990, ha logrado escribir una obra tan breve e intensa como su propia vida.

Dovlátov es un escritor ruso, por ser la de Pushkin la lengua que le permite escribir, pero por sus venas corre también sangre judía y armenia. Entre sus ascendientes se cuentan desde emigrados y fusilados, hasta figuras de la cultura soviética. Sus descendientes ya son norteamericanos. A finales de los setenta se vio obligado a emigrar. Y ya que hablamos de raíces, añadamos que además de los autores rusos citados, toda aquella generación —Brodsky, Bítov, Aksiónov, Dovlátov— se alimentó del repentino flujo de literatura rusa hasta entonces prohibida y de la extranjera traducida al ruso por aquellos años. En el caso de Dovlátov es la literatura y sobre todo la narrativa norteamericana la que desempeñó un papel decisivo.

De su agitada vida en la URSS conviene señalar su paso meteórico por la facultad de filología de la universidad de Leningrado, de la que fue expulsado, anotar que hizo su obligado servicio militar en las tropas de escolta de los campos de trabajos forzados —experiencia de la barbarie humana que alimentará sus primeros pasos literarios—, recordar sus años de trabajo como periodista en Leningrado y Tallin, y subrayar su impenitente actividad de narrador, plasmada en un sinnúmero de relatos que lentamente se irían inscribiendo en diversos ciclos; una actividad que, tampoco hay que olvidarlo, mientras vivió en la URSS se vio enmudecida por completo en lo que a publicaciones soviéticas se refiere.

Su "mili" en los campos —desde el otro lado de la barrera, es cierto, aunque para él el hecho no tendría gran importancia— constituyó el gran impulso para escribir, o, dicho de otro modo, se convirtió en un material que necesitaba de un autor. De la experiencia saldría Zona. Apuntes de un guardián. Este primer ciclo de relatos no aparecería hasta 1982, en Estados Unidos. Antes, en 1977, en Ardis, una pequeña editorial de Ann Arbor (Michigan), se publicaría su primera obra, que lleva el simbólico título de El libro invisible, como lo serían hasta 1989, recordémoslo una vez más, todos los suyos en la URSS, donde se vería publicado empezando por la última de su creaciones.

Los años ochenta se dibujan como el período estelar de Dovlátov. Aparecen en ruso y en inglés —así como en otras lenguas— la mayoría de sus obras. Tras El libro invisible, se publicarán entre otras, El compromiso en 1981, la citada Zona y Los nuestros en 1983, El oficio en 1985, La maleta y La extranjera en 1986, Filial en 1990. Algunos de sus relatos aparecerán en el New Yorker, hecho que marcará la consagración definitiva de Dovlátov ante el lector norteamericano.

Hasta aquí algunos datos biográficos del autor, pálidas fechas y títulos de una vida, como hemos dicho, breve y agitada, de una existencia empapada de alcohol y de amor por la literatura. Una vida que, además, se erige en el material primero de su obra, en el escenario para el que el propio autor ha reescrito el guión. Y es que la obra de Dovlátov puede definirse como una tenaz búsqueda de las palabras que traduzcan su vida: palabras, frases, secuencias que el artista recoge y esculpe en una obra marcada por el testimonio propio. Autor y narrador, protagonistas y referentes reales se entrecruzan en la obra de Dovlátov.

La extranjera la escribe un escritor maduro que inicia una nueva etapa; en ella el autor fija su mirada en un nuevo mundo, en los emigrantes rusos de Nueva York, aunque, de hecho, como ocurre en el resto de su obra, lo que nos muestra es el fruto de su irónica —amarga y cálida— reflexión sobre su propia vida, sobre los "suyos". En este sentido, sin dejar de ser algo novedoso en la obra de Dovlátov, en La extranjera se consolida el modo de hacer del autor, se asienta un estilo.

Ya en su primera obra, Zona, construida en ciclos de relatos que giran en torno a un tema, Dovlátov desvela su manera de escribir, en la que domina un afán composicional. La idea central —ya sea el mundo "concentracionario", las peripecias del autor y narrador en Tallin, los pasos perplejos de una emigrante en Nueva York o la vida soviética vista a través de los objetos que el narrador se lleva consigo al abandonar el país—, esta idea se despliega en fragmentos/relatos que articulan el ciclo. Más aún: cada relato es el desarrollo de un motivo argumental o de una anécdota que a su vez se plasma en parágrafos cuidadosamente estructurados, y cada frase, cada réplica parecen ocupar su lugar y adquirir una tonalidad precisa. Esta fragmentariedad que horada el tiempo, el carácter composicional que reconstruye en el texto un mundo caleidoscópico, el esmero formal casi escultórico de las secuencias —a la vez naturales, fluidas y rayanas al rigor poético—, por un lado, nos remiten a la obra entendida como algo redondo, articulado por secuencias y variaciones melódicas que en su conjunto crean una composición musical superior, y por otro, si hablamos de autores, nos evoca a Faulkner o Hemingway, maestros reconocidos de Dovlátov en el modo de narrar, y a Bábel y Platónov, para no citar una vez más a Pushkin y Chéjov, los clásicos rusos que "modelan" la lengua y los géneros en un afán de extraerles nuevos sentidos y sonidos, de dar voces nuevas a sus impresiones e ideas.

Otro símil musical citado por los conocedores de Dovlátov es el del jazz. Los temas —o el tema de Dovlátov: la lógica del absurdo— se repiten sin parar. Y su obra se nos presenta como una sucesión de variaciones, como diversas aproximaciones y divertimentos sobre la eterna melodía, compacta e indescifrable, de la vida. Tal vez así se podría perfilar el arte de Dovlátov, "variaciones literarias sobre la vida" escritas e interpretadas por el autor.

La aproximación jazzística a la obra de Dovlátov puede extenderse a su modo de vida, que algunos comparan con la de su admirado Charlie Parker, aunque a Dovlátov, a modo de poderoso y aturdidor estupefaciente, le bastara el vodka. Pero en lo que se refiere al arte, esta imagen se extiende hasta a su modo de hacer. Los relatos de Dovlátov nacen primero en forma oral, en una tertulia, en la que el autor interviene como narrador oral. Son muchos los amigos que han asistido a los "partos" del escritor (y los que se han convertido en los héroes y víctimas por tanto de sus historias). Superada la fase oral, el escritor modela su relato en el papel, esculpe las expresiones y giros, elimina las excrecencias y excesos verbales, tensa los hilos de la trama narrativa… Y de todo este proceso surge un texto, una historia narrada en frases breves, precisas, lacerantes en su exactitud literaria, un relato en el que destacan el laconismo y la expresión lapidaria —en palabras de Brodsky—. La frase, en su pluma, se convierte en frase hecha, casi en sentencia que, engarzada en la narración, arranca de la vida uno de los cuadros que conforman el caleidoscopio de sus ciclos.

Joseph Brodsky, por cierto, en un artículo que no alcanzó a escribir hasta pasado un año de la muerte de su amigo —sobre Seriozha[1] Dovlátov ("El mundo es horroroso, y los hombres, tristes")— además de martillear en el texto su admiración por Dovlátov, nos ofrece tal vez la aproximación más precisa a su arte:

"…Seriozha era ante todo un magnífico estilista. Sus relatos se mantienen más que nada sobre el ritmo de la frase, sobre la cadencia de la voz del escritor. Están escritos como versos: el argumento tiene una valor secundario, es sólo el pretexto para narrar. Es más un canto que una narración. (…)

El escritor es un creador en el sentido de que crea un tipo de conciencia, de visión del mundo como antes no ha existido o no se ha descrito. Este refleja la realidad no como un espejo, sino como un objeto sobre el que la realidad se abalanza, y a Seriozha aún le quedaban ganas de sonreír. La imagen del hombre que surge de sus relatos no coincide con la tradición literaria rusa y, claro está, es muy autobiográfica. Se trata de un ser que ni justifica la realidad ni a sí mismo; es un hombre que intenta desprenderse de ella como de una nube de moscas, que quiere abandonar el lugar, o si no, poner en él cierto orden o descubrir entre la suciedad cierto sentido, la mano de la providencia…

Dovlátov es notable, en primer lugar, precisamente por renunciar a la tradición trágica de la literatura rusa (que es siempre la denominación de la inercia) y, en la misma medida, a su autocomplaciente patetismo. La tonalidad de su prosa es de una burlonería contenida, a pesar de lo desesperado de la existencia que el autor describe. Hablar de sus raíces literarias y demás es un sinsentido, pues el escritor es aquel árbol que se despega de su tierra nutricia. Diré sólo que uno de sus autores preferidos siempre fue Sherwood Anderson, cuya A Story-Teller’s Story Seriozha apreciaba más que nada en el mundo".

Hasta aquí la cita, en la que he querido subrayar en palabras de Brodsky la tradición estética de Dovlátov, su laconismo y el trabajo sobre el texto que lo identifica con la prosa tensa y labrada de Platónov, Bábel y la narrativa norteamericana.

Construida como el resto, La extranjera es de las últimas creaciones acabadas de Dovlátov. El autor tiene otros relatos y una novela posteriores —como Filial (1990), que narra la época en que trabajó para Radio Liberty, durante la cual tuvo oportunidad de conocer a las "fuerzas vivas" de la emigración—, pero La extranjera quizá sea la más significativa del último período.

Ambientada en el barrio neoyorquino donde viven los emigrantes rusos de la última ola —Brighton Beach; de hecho, la novela empieza con una serie de retratos de sus habitantes—, la obra narra la vida de una joven que un día, sin causa aparente, decide emigrar y se instala en EEUU. Después de lo dicho sobre el autor, no es difícil intuir que tras la mirada de Marusia, la heroína, está el narrador.

En un lenguaje claro y lacónico, lejos de toda profunda oscuridad, Dovlátov primero retrata "nuestro" barrio, para, tras decirnos, como es su costumbre, que se ha alargado demasiado con la presentación, relatarnos la vida "soviética" de Marusia, biografía breve que incluye a sus padres, novios y maridos, hasta llegar al tercer capítulo —"Después del naufragio"—, a partir del cual recoge las peripecias, aventuras y desventuras de una rusa —madre de treinta y cuatro años con niño— en Nueva York.

El atractivo de la dama rusa permite al autor ofrecer nuevos perfiles de unos personajes arquetípicos, ya habituales en otros relatos de Dovlátov, y de paso retratar la vida rusa en Estados Unidos. Marusia, como se dice al empezar la narración, se decide por un tal Rafael González, un hermoso ejemplar de la especie humana, pero un ser completamente inútil, tanto para mantener una familia, como, siquiera por una vez, cumplir con su palabra. La inutilidad, la vida errante y misteriosa de González se ve compensada por su encanto, su arte de seducir, su enloquecido ingenio y su curiosa manera de ser tierno: en fin, la otra cara de un ruso.

Para concluir esta "sinopsis argumental" diremos que la protagonista, tras las dudas —a las que se refiere el autor y que constituyen el meollo de la novela—, tras decidir volver a la URSS y abandonar la idea, tras recuperar un loro que un día su novio le regaló, etc., Marusia se casa. De modo que incluso se nos ofrece un irónico —no podía ser de otro modo— happy end. Y es que incluso la trama aleatoria y casual sirve para un sólo propósito del autor: narrar su propia relación con el "nuevo mundo", la atracción que el ruso sentía en la URSS y sigue experimentando hoy en Rusia por la dorada América, el desencanto, la desoladora confirmación de que en todas partes cuecen habas o frijoles, que para el caso es lo mismo, recoger a partir del gran almacén de la vida las sensaciones —de desarraigo, de cómica sorpresa y del no menos sorprendente entusiasmo…— que experimenta un emigrado. Así pues, afinando un poco más el retrato aproximado de la obra, podríamos llamarla: "variaciones literarias sobre la emigración" escritas e interpretadas por el autor; obra para solista —Marusia Tataróvich— y coro —la tercera ola de la emigración rusa.

Y volvamos al principio. Más que en ningún escritor ruso actual, en Dovlátov lo importante, lo decisivo es el "cómo", más que el "qué". Y el lector, absorto en las peripecias de Marusia, asiste al placer narcótico de la lectura, paladea el encanto del embobado oyente ante un cuentacuentos…

He aquí pues una primera aproximación a Dovlátov, al autor de una obra breve y fulgurante con la que ha dado un paso más, y no el menor, la literatura rusa moderna; una primera mirada a un autor cuyo talento narrativo radica en su capacidad de crear mundos literarios "creíbles" que imperceptiblemente se hacen nuestros o que en cierto modo, como en los cuentos, se apropian de nosotros; escenarios directamente emparentados con la realidad, es cierto, mundos teñidos de un humor irónico y poco piadoso, pero mundos autónomos que nos ponen en contacto con un arte que hace intercambiable trama narrativa y la propia urdimbre de la vida, donde el cantar narrativo da sentido poético al texto y en el que la realidad del propio testigo y autor se trama en el paladeo oral y se borda en el compacto y melodioso texto literario…

Pues lo que el autor hacía emborronando hoja tras hoja con su Underwood, como escribe una amiga estonia de Dovlátov, era "cruda, irónica, despiadadamente, estrechar el abismo entre uno mismo y la literatura". Esto, se dirá, es lo que hace todo escritor digno de este nombre. Tal vez. Pero también quizá ayude a comprender al autor de esta pequeña obra, acercarnos a la mirada aparentemente cínica y mordaz de este hombre que boxeaba contra la depresión a golpes de máquina de escribir cada mañana a las cinco o que ahogaba su desesperanzada y perpleja mirada sobre el mundo con poderosas y demoledoras copas. Aunque, como decía o escribía en sus cartas en repetidas ocasiones Dovlátov, "el mayor disgusto de mi vida fue enterarme de la muerte de Anna Karénina". ■

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