UNA CHICA DE BUENA FAMILIA
































El padre de Marusia era el director de un complejo industrial. Se llamaba Fiódor Makárovich. La madre dirigía el taller de costura más importante de la ciudad y se llamaba Galina Timoféyevna.

Los padres de Marusia no eran unos carreristas. Al contrario, producían la impresión de ser unas personas sencillas, tímidas e incluso desvalidas.

A Fiódor Makárovich, por ejemplo, le daba vergüenza subir al tranvía y los camareros lo asustaban. Por eso viajaba en un coche oficial y recibía la comida de una tienda especial.

Por su parte, a Galina Timoféyevna le asustaban los gritos y no sabía cómo despedir a una mala mujer de la limpieza. Por eso a las mujeres de la limpieza las despedía el comité local, en cambio Galina Timoféyevna entregaba medallas a las trabajadoras stajanovistas.

Los padres de Marusia no estaban hechos para una carrera de éxitos. Les obligaron a ella lo que yo llamaría las circunstancias sociales.

Existen unos puntos que garantizan a cualquier persona un fulgurante ascenso en el escalafón. Para ello conviene poseer cuatro cualidades iniciales. Hay que ser ruso, miembro del partido, una persona capaz y sobria en cuanto a la bebida. Además hay que tener precisamente las cuatro cualidades juntas. La carencia de alguna de ellas convierte toda la combinación en algo completamente absurdo.

Un ruso, miembro del partido, capaz, pero borracho no sirve. Un ruso, miembro del partido y sobrio, pero cretino es una figura cada vez más en desuso. Uno que no sea del partido, aunque posea las otras tres extraordinarias cualidades, no infunde confianza. Y finalmente un comunista judío, por sobrio y capaz que sea hasta a mí me resulta irritante.

Los padres de Marusia poseían las cuatro cualidades necesarias. Eran rusos, no bebían, eran miembros del partido y aunque no demasiado capaces, al menos, sí disciplinados.

Se casaron antes de la guerra. A los veintitrés años Fiódor Makárovich era ingeniero. Galina Timoféyevna trabajaba de tejedora.

Luego llegó el treinta y siete.

Fue, claro está, una época horrorosa. Pero no para todos. La mayoría bailaba bajo los sones optimistas de la música ligera de Dunayevski. Además, cada año bajaban los precios. El caviar valía diecinueve rublos el kilo. Se vendía en todas las esquinas.

Es verdad que se fusilaba a inocentes. Y sin embargo, las muertes de unos beneficiaban a otros. El fusilamiento de un mariscal garantizaba el ascenso de diez de sus subordinados. El lugar vacante lo ocupaba un general. El cargo del general se cubría con un coronel. Al coronel lo reemplazaba un mayor. Y por lo mismo ascendían en sus cargos capitanes y tenientes.

El fusilamiento de un ministro provocaba una decena de traslados en el servicio. Que además siempre se movían hacia arriba. Una muchedumbre de burócratas de base se encaramaba por el escalafón.

En la fábrica en que trabajaba Fiódor Makárovich arrestaron a ocho personas. Entre otros, al jefe del taller. Fiódor Makárovich ocupó su lugar.

En la empresa de su mujer arrestaron al jefe de brigada. Y en su lugar se promovió a Galina Timoféyevna.

Las detenciones no cesaron en dos años. Durante este tiempo Fiódor Makárovich se convirtió en el director técnico de una fábrica mediana. Y Galina Timoféyevna, en la encargada de la sección de entrega.

Luego vino la guerra. La fábrica metalúrgica y la empresa textil fueron evacuadas. En Novosibirsk Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna tuvieron una niña. La llamaron Marusia. Los padres de Marusia eran imprescindibles en la retaguardia. De modo que no tuvieron ocasión de estar en las trincheras. Aunque muchos empleados administrativos fueron al frente. Los mejores murieron en la guerra. En cambio Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna fueron ascendidos. ¿Quién osaría reprocharles algo por eso?

Para el año sesenta los padres de Marusia ya estaban firmemente aposentados en la nomenklatura de rango medio. Eran directivos de sus empresas y diputados de los soviets locales. Gozaban de todos los correspondientes privilegios: un piso enorme, una dacha y un mobiliario de avellano hecho en Finlandia. Bajo sus ventanas siempre había de guardia un coche de servicio.

La empresa que dirigía Fiódor Makárovich se consideraba una fábrica modelo. En el setenta la visitó Leonid Ilich Brézhnev. Fue entonces cuando Fiódor Makárovich se distinguió.

Delante del edificio de la administración había un campo de césped. Un césped como otro, con el rótulo: "¡Se prohíbe pisar el césped!".

El Secretario general llegó en octubre. Por entonces la hierba se había agostado. Fiódor Makárovich ordenó que se pintara la hierba. Y en efecto la pintaron. Para este fin se empleó un pulverizador de pintura. El césped adquirió el tono esmeralda de los trópicos.

Llegó Brézhnev. Se acercó junto con su escolta al edificio de la administración. Echó un vistazo sobre el césped y bromeó:

—Conque prohibido, ¿eh? ¡Ahora lo veremos!

Y Brézhnev avanzó con paso decidido por la hierba.

Todos se echaron a reír y aplaudieron. A Fiódor Makárovich de las carcajadas se le cayó la hoja con el texto de bienvenida. Brézhnev abrazó a Fiódor Makárovich y dijo:

—¡Y ahora, muéstrame tus dominios!

Desde entonces Tataróvich se convirtió en un protegido de Brézhnev…

Marusia crecía en una familia acomodada y bien avenida. En el patio la rodeaban unos niños obedientes y bien vestidos. La casa en la que vivían pertenecía al comité del partido. En una garita especial hacía guardia un miliciano, que temía un poco a los habitantes de la casa.

Marusia crecía como una chica feliz y sin complejos. Estudiaba bien en la escuela, asistía a cursillos de baile. Tenía un piano, un televisor en color e incluso un perro.

Su vida consistía en estudiar como es debido además de divertirse de manera inocente y sana: cine, teatros y museos.

Las sesiones de gimnasia aligeraban los tormentos de su desarrollo sexual.

Al acabar la escuela, Marusia ingresó sin problemas en el Instituto de Cultura. Por lo general, los que se licenciaban en él se dedicaban a dirigir grupos artísticos de aficionados. Sin embargo, Marusia estaba convencida de que encontraría un trabajo mejor. Pongamos, por ejemplo, en la radio o en una revista musical. Sus padres podían ayudarla.

Desde los trece años rodeaban a Marusia unos jóvenes desarrollados, intelectuales y bien educados. Marusia se acostumbró hasta tal punto a su amistad que rara vez pensaba en el amor. Cada uno de los muchachos de su entorno estaba dispuesto a convertirse en su fiel admirador. Y cada admirador, a casarse con la agraciada, esbelta y simpática hija de Tataróvich.

Pero las cosas resultaron completamente distintas. El hecho es que Marusia se enamoró de un judío…

Toda persona que ha disfrutado de una infancia feliz a menudo debe pararse a pensar en pagar por ello. Y más a menudo hacerse la pregunta: ¿y con qué la habré de pagar?

El buen humor, la salud, la belleza… ¿cuánto me costará todo esto? ¿Por cuánto me saldrá el juego completo de unos padres amorosos y pudientes?

Y he aquí que a sus diecinueve años Marusia se enamoró de un judío, y por más señas, con el imposible apellido de Tsejnovítser.

En realidad ser judío es un apellido, una profesión y una apariencia. Puede darse un tipo judío de apellido neutro, profesión ordinaria y apariencia cosmopolita. Sin embargo, este no era ni mucho menos el caso del elegido por Marusia.

Su nombre completo era Lazar Ruvímovich Tsejnovítser; era delgado, de nariz aguileña y pelo rizado, además estudiaba violín. Y por si fuera poco, como todo judío, Tsejnovítser era antisoviético. Marusia se enamoró de él por su talento, delgadez, erudición y humor sarcástico.

Los padres de Marusia, aunque no eran antisemitas, se sintieron inquietos. A Galina Timoféyevna le gustaba decir en privado:

—Para trabajar, antes contrato a un judío. ¡Al menos este no se me emborracha!

—Además —añadía Fiódor Makárovich—, el judío cuando roba usa la cabeza. Si se lleva algo de la fábrica, es una cosa útil. En cambio el ruso arrambla con lo que le caiga a las manos…

De todos modos, los padres de Marusia se alarmaron. Y más cuando Tsejnovítser les parecía un individuo de reputación dudosa. Por las noches escuchaba radios occidentales, llevaba los zapatos agujereados y no paraba de bromear. Y, lo peor de todo, le pasaba a Marusia obras ideológicamente inmaduras: de Bábel, Platónov, Zóschenko.

Un yerno judío era ya una tragedia, pensaba Fiódor Makárovich, ¡pero tener nietos judíos era una completa catástrofe! ¡Algo que ni siquiera podía imaginar!

Fiódor Makárovich decidió hablar con Tsejnovítser. Y, en un primer impulso, pensó incluso en sobornarlo. Pero Galina Timoféyevna resultó ser mucho más inteligente.

Aprovechaba cualquier ocasión para invitar una y otra vez a Tsejnovítser a casa. Lo rodeó de atenciones y cuidados. Y al mismo tiempo invitaba a los hijos de Góvorov, Chichibabin, Linetski, Shumeiko (Góvorov era mariscal; Chichibabin, académico de artes figurativas; Linetski, director de la firma Sovtransport, y Shumeiko, instructor del Comité Central).

En semejante compañía Tsejnovítser se sentía un paria. Su madre trabajaba de cobradora de tranvías, el padre había muerto en el frente.

Los jóvenes que se reunían en casa de Tataróvich viajaban a las costas del sur y del Báltico. Vestían bien. Frecuentaban restaurantes, iban a los estrenos teatrales. Conseguían grabaciones de jazz de los especuladores.

Tsejnovítser no tenía dinero. Marusia siempre pagaba por él.

En respuesta, Tsejnovítser empezó a odiar a los amigos de Marusia. Se esforzaba por desenmascarar su estupidez, su falta de principios y cinismo, consiguiendo con ello, naturalmente, el efecto contrario.

Si a Tsejnovítser le proponían: "Pruebe usted un mango", él contestaba frunciendo, retador, el ceño:

—¡Prefiero el kvas!

Si alguien iniciaba una charla amistosa con él, Tsejnovítser alzaba las cejas para replicar:

—¡Prefiero escuchar el silencio!

Finalmente Marusia se hartó de Tsejnovítser y se enamoró de Dima Fiódorov.

El hijo del general Fiódorov estudiaba para cirujano. Era un muchacho con todos los problemas perfectamente resueltos, un joven alegre y guapo. Todo le iba bien. Y además ni siquiera se imaginaba que pudiera ser de otro modo.

Tenía un padre del cual podía sentirse orgulloso. Un apartamento en el centro, donde vivía con la abuela. Y también una casa de campo, una moto, la profesión que le gustaba, un perro y una escopeta de caza. Sólo le faltaba encontrar una muchacha joven, guapa y de buena familia.

En el quinto curso Dima empezó a pensar en el matrimonio. Y entonces conoció a Marusia. A las seis semanas ya bajaban por las escaleras de mármol del Palacio de matrimonios. Y al cabo de un día se marcharon a Crimea.

En otoño los padres les regalaron un piso de dos habitaciones. Así empezó Marusia su vida de casada.

Dima se pasaba el día en la Academia. Marusia se preparaba para defender su tesis: La estética del baile de ballet.

Por las noches miraban la televisión y charlaban. Los sábados iban al cine. Recibían visitas e iban a casa de sus amigos.

Marusia estaba convencida de amar a Dima. ¿Acaso no lo había elegido ella misma?

Dima era una persona atenta, inteligente y correcta. Odiaba el desorden. Cada mañana tomaba notas en una libreta. Tenía rúbricas tales como: reflexionar, hacer, llamar. A veces anotaba: "No saludar a Vitali Lutsenko". O: "En respuesta a la grosería de Aleshkóvich, no perder la calma y no contestar".

El sábado aparecía la anotación: "Masha". Eso quería decir: cine, teatro, cena en el restaurante y amor.

Dima decía:

—No es que sea un pedante. Sólo intento defenderme del caos…

Dima era una buena persona. Su mayor defecto era no tenerlos. Pues los defectos, como se sabe, atraen más que las cualidades. O, al menos, provocan sentimientos más intensos.

Al año Marusia comenzó a odiarlo. Aunque la intachable conducta de Dima le impedía expresar su odio.

De modo que vivían bien.

Aunque pocos saben lo malo que es cuando todo empieza bien. Eso quiere decir que una felicidad como aquella sólo puede acabar en desgracia.

Y así fue.

Primero se murió el padre de Dima, el general. Luego la madre alcohólica de Dima fue a parar al manicomio. Después, los herederos, tres hermanos y una hermana, se pelearon en el reparto de la herencia.

Los objetos más valiosos de la casa del general los confiscó la fiscalía. En concreto, el sable regalado por Stalin y la medalla yugoslava cubierta de rubíes.

En pocas palabras, al cabo de un mes Dima se convirtió en una persona corriente. En un ayudante decidido y laborioso de medianas dotes.

A veces Marusia le espetaba:

—¡Si al menos te emborracharas!

A lo que Dima le respondía:

—El alcoholismo es una locura voluntaria.

Marusia no se calmaba:

—¡Si al menos tuvieras celos de mí!

Dima formulaba con precisión su respuesta:

—Tener celos es vengarse en uno mismo por los errores de los demás…

La prueba más dura para un hombre afortunado es una desgracia repentina. Dima cada día se volvía más apático y distraído. En los restaurantes pedía croquetas y compota. Se ponía el traje extranjero en las ocasiones más especiales. Se sentía avergonzado por la ayuda económica de los padres de Marusia.

Fue entonces cuando Marusia empezó a engañarlo. Además sin importarle con quién y de forma ininterrumpida. Lo engañaba con los amigos, con los conocidos, los taxistas. Con los profesores del Instituto de Cultura. Con los pasajeros del tranvía. Hasta lo engañó con Tsejnovítser que apareció de pronto un día.

Al principio se justificaba y mentía. Se inventaba unas clases y seminarios inexistentes. Le contaba historias sobre una noche de insomnio con una amiga que pensaba en suicidarse. Sobre inesperados viajes a casa de unos familiares a Dergachevo.

Luego se hartó de mentir y de justificarse. Se cansó de inventar historias fantásticas. Ya no tenía fuerzas para ello.

De regreso a casa por la mañana, Marusia se decía: bueno, ya se arreglará. Ya se me ocurrirá algo en el taxi. Ya se me ocurrirá en el ascensor. Ya le diré algo de pronto.

Dima preguntaba sorprendido:

—¿Dónde has estado?

—¡¿Yo?! —exclamaba Marusia.

—¿Quién si no?

—¡¿Qué es eso de dónde?! ¡Me pregunta que dónde! Pues, digamos que en casa de unos amigos. ¿O es que no puedo ir a ver a unos amigos?

Si Dima seguía con sus preguntas, Marusia enseguida perdía la paciencia:

—¡Pues piensa que me he emborrachado! ¡Tómame por una pedida! ¡Hazte la cuenta de que estamos divorciados!

Como se sabe, no hay igualdad en el matrimonio. La ventaja siempre está de parte del que quiere menos. Si eso se puede considerar una ventaja.

Al llegar a los treinta Marusia comprendió que la vida estaba hecha de placeres. Y que todo lo demás se podía considerar cosas desagradables.

Eran placeres las flores, los restaurantes, el amor, los chismes importados y la música. Las cosas desagradables eran la falta de dinero, los reproches, las enfermedades y el sentimiento de culpa.

Marusia se entregaba a los placeres evitando sensatamente las cosas desagradables.

Le daba pena Dima. Tenía remordimientos de conciencia. Y le decía:

—¿Quieres que te presente a alguna chica?

Dima preguntaba asombrado:

—¿Con qué objeto?

Al poco tiempo Dima y Marusia se separaron. Marusia se fue a vivir a casa de sus padres. Los padres primero se disgustaron, pero se calmaron bastante pronto. Dima Fiódorov entonces ya no era gran cosa como marido. Marusia de nuevo era una hija casadera, una chica de buena familia.

Al cabo de un tiempo Marusia se enamoró del famoso director de orquesta Kazhdán. Seguidamente, del conocido pintor Sharafutdínov, al que protegía el mismísimo Gueidar Alíev[13]. Luego, del celebrado ilusionista Mabise, que serraba a las mujeres por la mitad. Todos eran mucho mayores que Marusia. Más aún, podían ser sus padres.

Con Kazhdán viajó por los países bálticos y el Ural. Con Sharafutdínov se pasó un año viviendo en Alupka. Y con el ilusionista Mabise se recorrió todo el Círculo Polar Ártico.

Finalmente, Kazhdán, tras intoxicarse con unas lampreas, murió. Sharafutdínov, amenazado por el partido, regresó con su enferma y fea esposa. Y Mabise, durante su estancia en Frankfurt, consiguió obtener asilo político.

En una palabra, todos abandonaron a Marusia. Entre ellos sólo Kazhdán salió de su vida de manera delicada. La conducta de los demás se había parecido más a una fuga.

Fue entonces cuando a Marusia le invadió una sensación de alarma. Todas sus amigas estaban casadas. La posición de estas se distinguía por su estabilidad. Tenían un hogar, una familia.

Evidentemente, no todas vivían bien. Algunas engañaban a sus maridos. Otras los cubrían de todo género de improperios. Muchas eran a su vez engañadas. Pero, a pesar de todo, estaban casadas. La sola presencia del marido las hacía aparecer como personas íntegras a los ojos de los demás.

Un marido era algo del todo imprescindible. Algo que se debía tener siquiera como objeto a odiar.

Por entonces Marusia había rebasado los treinta. Hacía tiempo que estaba en edad de tener hijos. Sabía que dos o tres años más y ya sería tarde.

Marusia se empezó a inquietar. Los hombres libres seguían como hasta entonces mostrándole su interés. Muchas mujeres, como antes, la envidiaban. Los restaurantes, los teatros, las tiendas especiales, todo estaba a su alcance. Pero el sentimiento de alarma no se apagaba. E incluso crecía de mes en mes.

Y entonces en el horizonte apareció el célebre cantante Bronislav Razudálov. Ahora su nombre ha caído en el olvido, pero en los sesenta era más popular que Hill, Kobzón o Dolinski.

Razudálov respondía a todas las exigencias de Marusia. Era guapo, con talento, popular y ganaba mucho dinero. Y lo más importante, llevaba una vida alegre, fácil y despreocupada.

A él también le gustó Marusia: era una mujer esbelta, alegre y frívola.

Y entre ambos se produjo algo parecido a un matrimonio civil.

Razudálov hacía frecuentes giras. A Marusia le gustaba acompañarlo.

Al principio simplemente se mantenía a su lado. Se pasaba las noches en sus conciertos. Y durante el día iba de tiendas.

Luego le surgieron algunas obligaciones. Marusia encargaba los carteles de anuncios. Organizaba las reseñas favorables en los periódicos locales. E incluso llevaba la contabilidad, lo cual no exigía demasiado profesionalismo, pues sólo tenía que sumar y multiplicar.

Hasta su aparición, Razudálov se presentaba a sí mismo. Le gustaba dialogar con el público, especialmente en provincias. Por ejemplo, antes de empezar la actuación, decía:

—Algunos cantantes tienen una buena voz. Otros, como se dice, cantan con el alma. Yo lo que se dice mucha voz no tengo…

Le seguía una breve pausa.

—… alma tampoco…

Entre risas y aplausos Razudálov remataba:

—¿Con qué canto, entonces? ¡Yo soy el primer sorprendido!

Poco a poco Marusia se fue haciendo cargo del papel de presentadora. Se encargó tres trajes de gala. Aprendió a moverse con gracia en escena. En su voz resonaron argentinas notas de adolescente.

Marusia irrumpía vertiginosamente en el escenario. Se quedaba inmóvil cegada por la luz de los focos. Recorría las primeras filas con una mirada radiante. Y finalmente exclamaba:

—¡Ante ustedes, el laureado del concurso de la URSS de cantantes de canción ligera: Bronislav Razudálov!

Acto seguido dejaba caer la cabeza abrumada por la grandeza del instante…

Los conciertos de Razudálov transcurrían con invariable éxito. Su repertorio era moderno y a la vez íntimo. En sus canciones dominaba una nota de sentimiento contenido. Todo eso sonaba aproximadamente así:


Tú me has dicho: no,

yo he oído: sí…

el rastro se perdió en el jardín.

Tú me has dicho: sí,

yo he oído: no…

Y así sucesivamente.

Razudálov era un hombre alegre. Se ganaba la vida con las emociones con las que los demás expresan sus sentimientos de ilimitada alegría y completo desenfreno. Razudálov cantaba y lanzaba al público diversos disparates. Por su trabajo le pagaban bien.

Pronto, no obstante, Marusia observó que el amor a la vida de Razudálov iba demasiado lejos. Empezó a sospechar que la engañaba. Y no sin fundamento.

Encontraba en sus bolsillos polveras y corchetes. Descubría en sus camisas huellas de pomada. Sacaba de su neceser de viaje medias sintéticas. Y finalmente, una vez se encontró en su camarín a la ventrílocua Kísina completamente desnuda. Aquel día le sacudió a su marido con el pupitre de notas. A los veinte minutos Razudálov apareció en escena con gafas oscuras. Su mano izquierda colgaba sin vida.

A los reproches de Marusia respondía con unas carcajadas algo idiotas. Parecía no entender del todo de qué se trataba. Y le decía:

—¡Maria, esto no es serio! Me creía que eras una mujer educada, un ser razonable y sin prejuicios…

Razudálov se mantuvo fiel a su amor por la vida, en cambio aprendió a mentir. De las constantes mentiras empezó a tartamudear. Tartamudeo que desaparecía en escena.

Mentía sin motivo alguno. Mentía incluso en los casos en que era absurdo hacerlo. A la pregunta de qué hora era respondía con evasivas.

Los amigos bromeaban:

—Razudálov quiere tirarse a todo lo que se mueve…

Ahora quien sufría de celos era Marusia. Esperaba a su marido por las noches. Lo amenazaba con el divorcio. Y lo principal: no podía comprender por qué lo hacía. ¡Ella que lo quería tanto, tan altruista era su entrega!

El marido aparecía por la mañana hediendo a vino y perfumes:

—Se nos hizo tarde, ¿comprendes? Estuvimos bebiendo, hablando de arte…

—¿Dónde has estado?

—En casa de este… de Goloschiokin… Te manda saludos.

Marusia buscaba en la libreta el teléfono del ignoto Goloschiokin. Una sombría voz de mujer le contestaba:

—Iliá Zajárovich está en el hospital…

Marusia, con el rostro encendido, se acercaba a Razudálov:

—¿De modo que has estado con Goloschiokin? Conque habéis hablado de arte…

—Qué raro —se sorprendía Razudálov—, yo personalmente estuve con él…

Fue entonces cuando por primera vez Marusia empezó a reflexionar sobre su vida: ¿qué hacer en el futuro? Por un lado, los placeres engendraban sin falta un sentimiento de culpa. Y, por otro, la entrega desinteresada era premiada con la humillación. En suma: un círculo vicioso…

¿Dónde hallar la fuente de la felicidad? ¿Cómo evitar los desengaños? Todos estos pensamientos no la dejaban en paz.

Al año tuvo un niño.

Todo era como antes. Razudálov seguía con sus giras. Al volver a casa, enseguida desaparecía. Cuando Marusia lo acusaba de nuevas infidelidades, se justificaba:

—Debes comprender, como artista necesito un estímulo…

Marusia se trasladó de nuevo a casa de los padres. Para entonces Galina Timoféyevna ya estaba jubilada. Fiódor Makárovich seguía trabajando.

Inopinadamente aparecía Razudálov con flores y champán. Contaba sus éxitos artísticos. Se quejaba de la censura, que le había prohibido su mejor canción: Beber ansío el néctar de tus labios…

A Galina Timoféyevna la llamaba sin problemas "mamá". Sus bromas eran de un gusto bastante dudoso. Por ejemplo, le decía al padre de Marusia:

—A ver, Fedia, menos bromas conmigo. Porque, hablemos claro: ¿quién eres tú? Nadie. ¡En cambio yo soy el yerno del mismísimo Tataróvich!

Después de tomarse su coñac con champán y de dejar caer un fajo de billetes arrugados, Razudálov desaparecía. Le pesaba el yugo de la paternidad. Después de besar a su hijo, decía:

—Confío en que salga de ti un hombre de gran corazón…

A veces Marusia se sentía completamente desesperada. Amenazaba a Razudálov con el suicidio. Fue entonces cuando en su repertorio apareció la copla:


Si al río vas, al río

a ahogarte,

Ven conmigo, conmigo

a despedirte

Que al río he de acompañarte

y el lugar más hondo señalarte…

Y entonces, como en los cuentos, apareció Tsejnovítser. Le dio a Marusia a leer Archipiélago Gulag y le recomendó encarecidamente que emigrara. Le decía:

—Contraemos un matrimonio ficticio y emigramos en calidad de judíos.

—¿Adonde? —preguntaba Marusia.

—Yo, por ejemplo, a Israel. Tú, a América. O a Francia… Marusia suspiraba y le respondía:

—¿Para qué me hace falta Francia, si tengo a mi padre?

Y no obstante Musia[14] empezó a darle vueltas a la idea. Primero, estaba de moda. Casi todas las personas con dos dedos de frente tenían una invitación israelí[15].

Uno tras otro abandonaban el país conocidos hombres del mundo de la cultura. Se marchó el escultor Neizvestni para llevar a cabo en América su grandioso proyecto del "Árbol de la vida". Se marchó Savka Kramárov, poseído de pronto por un lacerante sentimiento religioso. Se marchó el genial Boria Sichkin intentando evitar la cárcel por sus conciertos izquierdosos. Se marchó el poeta disidente Kupershtok, que en una de sus poesías se declaraba orgulloso:


¡Hijo de Pushkin y de Blok

y del judío Kupershtok!

Se marchaban escritores, pintores, artistas, músicos. Y no sólo los judíos. Emigraban rusos, georgianos, moldavos, letones, pero tras demostrar la presencia de sangre judía en sus venas. En suma, el problema de la emigración era un tema ampliamente debatido en los ambientes cultos. Y Marusia empezó a darle vueltas aún más al tema.

En el hecho de emigrar había algo de irreal, algo que recordaba la idea de la vida ultraterrena. Es decir, se podía intentar empezar desde el principio. Librarse del lastre del pasado.

En cuanto a su realización personal, la vida de Marusia no se arreglaba. De hecho no se podía decir que se hubiera casado. A sus numerosos amigos o los envidiaba o los despreciaba.

En casa de los padres se sentía como si estuviera en un asilo de ancianos. Es decir, con todo hecho, pero sin perspectiva real alguna. El sueño, el televisor y los artículos de las tiendas especiales. Y los novios, los subordinados de Fiódor Makárovich que en lo fundamental se esforzaban por caerle bien a su jefe.

Marusia lo tenía claro: tres años más y todo estaría perdido para siempre…

Tsejnovítser le hablaba con tanta insistencia del matrimonio ficticio —en estos mismos términos: ficticio—, que Marusia le dijo:

—Antes me querías como mujer.

Tsejnovítser le contestó:

—Ahora te veo como persona.

Marusia no sabía si ofenderse o alegrarse. Y finalmente se ofendió.

Al parecer así están hechas las mujeres. No les gusta perder a sus admiradores. Incluso a tales como Tsejnovítser…

De palabra, la emigración parecía algo real. Pero, si una se paraba a pensar, al momento surgían infinidad de interrogantes.

¿Qué será de los padres? ¿Qué pensará la gente? Y lo principal: ¿qué hará ella en Occidente?

Incluso ir al Registro de matrimonios con Tsejnovítser ya era un problema. El novio seguramente ni tenía un traje apropiado. Porque no le ibas a decir al inspector que el matrimonio era ficticio…

Luego empezaron los extraños encuentros junto a la sinagoga. No se sabe qué "Actos de despedida". Conversaciones con periodistas extranjeros. Marusia empezó a visitar exposiciones de pintura de izquierdas. Pasaba a máquina en su Olympia los relatos prohibidos de Shalámov y Dombrovski. Intentaba leer en el original a Hemingway.

Sus padres sospechaban algo, pero callaban. Marusia se vio obligada a darles una explicación.

Cómo fue aquello es mejor no contarlo. Más aún cuando parecidos dramas se representaban en muchas familias de altos funcionarios.

Los padres acusaban a sus hijos de traición. Los hijos despreciaban a sus padres por su espíritu lacayo y conformista.

Los reproches mutuos se trocaban en llanto. Tras las ofensas venían los besos.

Fiódor Makárovich sabía que a resultas de todo aquello debería pedir la jubilación. Galina Timoféyevna sabía que no volvería a ver a su hija.

En octubre Marusia se registró como esposa de Tsejnovítser. Para el Año Nuevo recibieron el permiso. El nueve de enero estaban en Austria.

Llegado a Occidente Tsejnovítser cambió al momento. Se convirtió en un patriota judío, orgulloso, sabio y algo insoportable. Se reunía con los representantes de la HIAS[16], llevaba la estrella de seis puntas y soñaba con casarse con una judía.

Tsejnovítser cumplió las condiciones del matrimonio ficticio al pie de la letra. Se llevó a su mujer a Occidente. A cambio Marusia cargó con todos los gastos e incluso le compró una maleta.

Llegó el momento de la despedida. Tsejnovítser salía en avión para Israel. Marusia debía recibir el visado americano.

Marusia le decía:

—¿Cómo vas a vivir en Israel? ¡Si ahí sólo hay judíos!

—No importa —le contestaba Tsejnovítser—. Ya me acostumbraré…

A Marusia le daba pena despedirse de Tsejnovítser, pues él era la única persona de su vida pasada.

Marusia sentía cierto afecto por este orgulloso, engreído y agresivo fracasado. A pesar de todo, algo hubo entre los dos. Y si lo hubo, ¿tiene importancia acaso que fuera malo o bueno? Y si hubo algo, ¿cómo iba, en realidad, a desaparecer?

Marusia no lo acompañó al aeropuerto. Al pequeño Liova el tercer día le dolía la garganta.

Marusia observaba por la ventana cómo Tsejnovítser se subía al autobús. Le parecía tan patoso bajo el pesado fardo de sus grandes ideas. Su paso era decidido, como el de un ciego mimado.

Al cabo de una semana a Liova le extirparon sin problemas las amígdalas. Los acompañó al hospital miss Cook, de la Fundación Tolstói. Para entonces ya habían recibido el visado.

Dieciséis días después Marusia aterrizaba en el aeropuerto Kennedy. En las manos llevaba un paquete de palomitas de maíz. A su lado merodeaba Liova soñoliento. Al ver a dos negros el niño se puso a berrear. Marusia le decía:

—¡Liova, cierra la boca!

Y añadía:

—Lo que es en la voz, has salido a tu padre…

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