RUMORES
































Me subí al coche. Recorrí tres manzanas. Me acordé de que Marusia me había pedido que le comprara cigarrillos. Di la vuelta.

Finalmente frené junto a su portal. "¿Me llevo por si acaso la llave inglesa? —pensé—. Con algo me he de defender. ¿Y si Rafael se pone peleón?".

No soy cobarde. Pero no estamos en nuestro país. Prácticamente desconocemos la lengua. En cuestión de leyes andamos casi a ciegas. No estamos acostumbrados a las armas. Y aquí uno de cada dos lleva pistola. Si no es una bomba…

Además, los latinoamericanos, dicen, son más temibles que los negros. Estos al menos han sido esclavos durante doscientos años, lo cual, quiérase o no, se ha reflejado en su mentalidad. ¿Pero los otros? Todos son a cuál más grande, insolente y agresivo…

En Leningrado también solía haber peleas, claro. Pero acababan siempre sin graves consecuencias.

Un día, recuerdo, estábamos en casa un grupo de amigos, y el novelista Stukalin le dice al crítico literario Záitsev:

—Ahora mismo te voy a partir la cara.

Y el otro le contesta:

—No lo harás, porque yo soy tolstoísta. Rechazo todo género de violencia y si me pegas te pondré la otra mejilla.

Stukalin se queda pensativo y al fin dice:

—¡Pues que te parta un rayo!

Nos tranquilizamos. Decidimos que no habría pelea y salimos al balcón.

De pronto oímos un estruendo. Entramos corriendo en la habitación y vemos a Stukalin tumbado en el suelo. Mientras, el tolstoísta Záitsev le arrea en medio de la cara con sus enormes puños…

Pero en casa todo esto pasaba se diría que sin dejar huella. En cambio aquí…

"Bueno —pensé—, es hora de ir". Llamé a la puerta.

Me abre Musia Tataróvich. En efecto, lleva un cardenal debajo de un ojo. Tiene además partido el labio inferior y un rasguño en la frente.

—No mires —me dice.

—No miro. ¿Y él dónde está?

—¿Rafa? Se ha ido corriendo tras su alma destrozada.

—¿No quieres que te lleve al hospital? —le pregunto.

—No vale la pena. Me lo taparé con cremas.

—Entonces llama a la policía.

—¿Para qué? Vaya cosa: un hispano le ha hinchado un ojo a alguien. Si me hubiera rajado o pegado un tiro…

—Entonces sí que no valdría la pena —le digo.

—Es inútil repitió Marusia.

—Puede que lo encierren unos días. Para que aprenda.

—¿Por qué? ¿Por una pelea? ¡¿En Nueva York?! Si en este cotolengo es más difícil ir a parar a la cárcel que llegar a Marte o Júpiter. Para que te encierren haría falta liquidar al menos a cien personas. Y a ser posible altos ejecutivos. Aquí para el talego debe de haber una lista de espera de cuarenta años, diría. Y tú dices que lo encierren… Hazme un favor, no le des más vueltas. Ahora mismo me arreglo todo esto…

Miré a mi alrededor. La vivienda de Marusia ya no parecía tan vacía y abandonada. En un rincón vi un aparato estéreo. A ambos lados se encontraban dos sillones de raso. Enfrente, un sofá. Junto a la pared, una bici de tres ruedas. Cortinas en la ventana…

Le dije a Marusia:

—Cierra la puerta como es debido.

—Es inútil. Tiene llave.

Vaya lío, pensé.

—¿Al menos te ayuda materialmente?

—Más o menos. La verdad es que no es un mal tipo. Trasto que ve, trasto que compra. Sobre todo si es para Liova. Los hispanos parece que tienen debilidad por los niños.

—Y por las rubias.

—En eso has dado en el clavo. ¡Rafa en este sentido es un auténtico pionero[21]!

—No entiendo.

—Es como Pávlik Morózov[22]. ¡Siempre a punto[23]! Tiene una idea fija: ¡tomarse un pelotazo y al catre! ¡A veces pienso que no estaría mal enchufarlo a una turbina! Al menos se sacaría provecho de tanto derroche inútil de energía… En cuanto a lo del dinero, no es tacaño. Cines, teatros, restaurantes… eso cuando quieras. Lo malo es que para la casa le cuesta soltar un billete. O simplemente no se le ocurre. Pero entretanto, de alguna manera hay que pagar el alquiler…

Marusia se fue a cambiar tras la puerta entornada de la cocina.

—¿Quieres un café?

—No, gracias… ¿A qué se dedica? —pregunté.

—No tengo ni idea.

—Pero aproximadamente.

—Vende alguna cosa. O puede que compre. Parece que ha estudiado en alguna parte un par de meses… En una palabra, no es Spinoza. Por ejemplo me pregunta: "¿De dónde eres?". "De Leningrado". "Ah, ah, ah… —me dice—, ya sé, esto está en Polonia…". Un día lo vi leyendo el periódico. Hasta me sorprendí. Al menos sabe leer, que ya es mucho…

Marusia se llenó una taza de café y prosiguió:

—Son todo un clan: la mamá, hermanos y hermanas. Y todos son gente más o menos acomodada, salvo Rafa. La mamá tiene cuatro casas en Brooklyn. Un hermano tiene un negocio de taxis. Otro, una lavandería. En cuanto a Rafa, no es lo que se dice un hombre de negocios. El dinero tampoco le quita el sueño. Él, con tal de no ponerse los pantalones…

—Muy bien —le digo—, pero, de todos modos, ¿ahora qué vas a hacer?

—¿En qué sentido?

—¿Qué perspectivas tienes para el futuro? ¿Quiere casarse contigo?

—Ya te he dicho lo que quiere. Y nada más. El resto son gastos de peaje.

—¿De modo que no te ofrece ninguna garantía?

—¿De qué garantías me hablas? ¿Qué sentido tiene hablar aquí de futuro? Eso era en la URSS, donde no se hablaba de otra cosa que del futuro. Aquí, en cambio, sigues vivo y gracias…

—Pero hay que pensar en Liova.

—Sí, hay que pensar. Y sobre mi vida tengo que pensar. Pero eso no tiene nada que ver con el matrimonio. Me he casado dos veces ¿y qué he sacado de bueno? Pero sí te diré una cosa. Cuando viajábamos de gira con mi cantante, en los hoteles he conocido a gente que subsistía de sus dietas. Les pagaban dos cuarenta. Al día. Y con esa mísera calderilla tenían que vivir. Eso quiere decir, comer tres veces al día. Más cigarrillos, transporte, pequeños gastos. Más, sin falta, un trago. Y además, apartar algo para un regalito a la mujer. Y, a ser posible, tirarse a una tía. Y todo esto lo tenían que hacer con, perdón, dos rublos y cuarenta copecs…

—¿Para qué me cuentas todo esto?

—Desde entonces odio con toda mi alma a este tipo de gente. O mejor dicho, los desprecio hasta la muerte.

Marusia entornó los ojos llenos de ira.

—Mira a tu alrededor. Me refiero a nuestros emigrantes. Todos son como aquella gente del hotel. Cada uno tiene sus dos cuarenta. Por eso prefiero a Rafael con eso que él llama amor.

—¿Yo también tengo dos cuarenta en la mano?

—Pongamos que tú tienes cuatro ochenta… A propósito, te debo el tabaco… Pero la mayoría tiene dos cuarenta. Anda por aquí uno de Chernóvits que es dueño de un garaje. Su mujer tiene algo que ver con la medicina. Juntos ganarán unos sesenta mil. ¿Sabes cómo se pasa las tardes ese tipo? Se mete en su Oldsmobile negro y escucha casetes de Tomka Mianásova. Y esto cada tarde. Te lo juro. La mujer se sienta en un banco y lee Panorama, se traga la revista de principio a fin, y Félix escucha casetes. ¿Esto es vida? Mil veces mejor el loco de Rafa que esta cloaca rusa.

—El dueño del garaje, se me ocurre, no le sacude a su mujer.

—Por supuesto. Con tal de no tocarla…

Después de vestirse y pintarse Marusia recobró la valentía. Aunque el morado seguía asomando bajo la capa de pomada y colorete. El arañazo sobre la ceja producía una impresión poco halagüeña. En cambio el labio partido desapareció bajo el color violeta del lápiz…

Llamaron desde abajo. Marusia apretó un botón rosa y dijo:

—El regreso de Fantomas…

Y seguidamente añadió con calma:

—A lo mejor se mete contigo. Si te sacude, dale como es debido.

—Vaya —repliqué—, ¡esto me gusta! ¿Y yo qué tengo que ver con el asunto? Oye, dime, ¿es fuerte?

—Como un gorila. ¿Ves esta lámpara?

Vi una lámpara que colgaba de un cordón en espiral.

—¿Y?

—No para de darle —dijo Marusia.

—Vaya cosa —repliqué—. Yo también llego.

—Sí, tú con la cabeza, él con el hombro…

Volvieron a llamar. Esta vez, desde el rellano de la escalera. Al mismo tiempo se oyó girar la llave en el cerrojo.

Acto seguido por la rendija formada por la puerta se abrió paso una figura voluminosa y extraña.

Se trataba de un hombre de unos cincuenta años, con un chándal marrón en el que se leía Hello! y unos estrechos pantalones de gimnasia. Sobre la cabeza llevaba un vendaje blanco. La mano derecha estaba enyesada. Y arrastraba una pierna como una vieja escopeta.

Suspiré con cierto alivio. El hombre tenía más aspecto de víctima que de fiera salvaje. En su rostro se había petrificado una expresión de pánico, amargura y reproche. La habitación se llenó de olor a yodo.

—Mira bien a este espantapájaros —dijo Marusia.

Al verme Rafa se animó un poco y empezó a hablar:

—¡Señor, me ha pegado! ¿Por qué? Primero me ha arreado con un colgador. Pero el colgador se ha roto. Luego se puso a sacudirme con el paraguas. Pero también el paraguas se ha roto. Luego ha agarrado una raqueta de tenis. Pero al cabo de un rato también ha partido la raqueta. Entonces me mordió. Me ha mordido, además, con mis propios dientes. Con los dientes que se ha arreglado con mi dinero. ¿Le parece justo?

Rafa prosiguió en tono de responso:

—He ido al hospital, me ha visto un cirujano. El médico se ha creído que he escapado de las garras de unos terroristas. Le he dicho: "¡Doctor, los terroristas no muerden! Ha sido una mujer rusa…".

—Y dale —dijo Marusia.

Rafa prosiguió:

—Yo la quiero. Le regalo flores. Le digo cosas bonitas. La llevo a restaurantes. ¿Y qué oigo en respuesta? Me dice que soy un maldito viejo "negrito". Me pide dinero. Me ha… Me duele decirlo, pero se lo voy a confesar. Esta mañana le ha escupido a mi tigrillo…

Alcé las cejas.

—A mi alegre amiguito…

No lo entendía.

—Quiero decir que me ha escupido en mi miembro levantado. No sé, a lo mejor en Rusia esto es normal. Pero a mí me ha dolido…

Me dirigí a Musia:

—Pero, vamos a ver, ¿qué ha pasado?

—Nada de particular. Necesitaba dinero para pagar la casa. Y él me responde que no hay. Siempre estás pidiendo dinero, me ha dicho. Y yo le he contestado que era un don nadie. Durante diez años he sido la mujer de un gran artista, del Sinatra ruso. Tú no le llegas ni a la suela de los zapatos. Eres, le he dicho, un maldito negro sifilítico. Y él en cambio me contesta: te quiero. Mira cómo te quiero. Y de pronto, comprendes, va y se quita los pantalones. Yo le he dicho que me importaba un bledo su tesoro. Y le he escupido en esa parte. Y él va y me dice: eres una perra. De modo que he agarrado el colgador de plástico y… luego viene la pelea…

—Y tenga en cuenta —aclaró Rafael— que no me he resistido. Sólo me he cubierto la cara. En cambio ella me ha acorralado en un rincón; hasta que me he visto obligado a darle un empujón…

Rafael producía la impresión de una persona sencilla y nada rencorosa. Y provocaba, si no lástima, sí cierta compasión. El hombre se sentó cohibido en el borde del sofá.

Le dije a Marusia:

—Debéis hacer las paces.

Y añadí:

—Ofrécele una taza de café.

—Preferiría un vasito de ron.

—¡¿Y qué más?! —dijo Musia.

No obstante sacó de la nevera una botella plana.

Se formó un grupo bastante extraño. Una mujer con un ojo morado. Un latinoamericano al que la mujer había lisiado. Y yo, que me encontraba allí no se sabía muy bien por qué. Y en el centro una botella de ron empezada.

Marusia le decía a Rafael:

—Fíjate en Sergio. Es un gran escritor. Tiene, como es lógico, problemas; me refiero a que no tiene dinero… ¿En cambio tú qué eres? ¡Un cero eres! Zero! ¡Si al menos te ganaras la vida como es debido!

En respuesta a sus palabras Rafael rezongaba sin ira:

Oh, fucking Russia! Crazy Russian woman!

Y yo le decía a Marusia:

—Rafa me cae bien. Déjalo en paz. Y además, algo de provecho le estás sacando. Mira cómo te has puesto a hablar el inglés.

Marusia replicaba:

—Para eso he aprendido esta maldita lengua, para soltarle la peor de las barbaridades…

Tomamos unos tragos. Marusia puso al fuego la tetera. Rafael no cabía en sí de gozo. Incluso cuando yo tropezaba con su pierna estirada.

Olvidadas todas sus heridas, el latinoamericano no ansiaba otra cosa que obtener el perdón. Miraba a Musia con ojos sumisos y encendidos. Y no paraba de alargar su mano hasta el vestido de Marusia.

Y cuál no sería mi sorpresa, cuando me enteré, realmente aturdido, de que Rafael era marxista. Hasta entonces había estado convencido de que el celo amoroso y la política eran incompatibles.

Pero Rafael exclamó:

—Tengo mucho respeto por los rusos. Son una gente maravillosa. Son como los polacos, pero hablan en yiddish. Los respeto porque han conquistado la justicia. Porque han expropiado el dinero a los millonarios y se lo han dado a los pobres. Ahora los millonarios se pasan el día trabajando, mientras que los pobres mandan y beben. Es lo justo. La revolución de Octubre la dirigió el famoso guerrillero Tolstói. El mismo que luego escribió Archipiélago Gulag…

—¡Por Dios! —dijo Marusia.

El latinoamericano seguía su discurso:

—En América no hay justicia. A los millonarios les tocan las estrellas de cine, mientras que a los pobres, las obreras de las fábricas. ¿Dónde está aquí la justicia? Todo debe ser de todos. Los coches, el dinero, las mujeres…

—¡Míralo, el soñador! —Logró meter baza Marusia.

—Ya me dirá qué hay de bueno en que uno tenga todos los millones y otro cuente hasta el último céntimo. Se debe repartir todo, es lo justo.

Lo interrumpí:

—Pues yo creo que es inútil. Unos nacen millonarios y otros pobres. Pongamos que lo repartimos todo por igual, ¿qué cambiaría? Al cabo de unos cinco años a los millonarios les volvería todo el dinero y a los pobres, por lo mismo, los problemas y las desgracias.

—Puede que tengas razón. Y más cuando la revolución tardará mucho en llegar a América. Aquí hay demasiados ricos y policías. Pero en el futuro me temo que no la podrán evitar. Entonces haremos que los médicos y los abogados trabajen todo el día. Y la gente sencilla que escuche jazz, fume marihuana y se dedique a las mujeres.

—¿Has visto qué elemento? —dijo Marusia—. ¡Vaya pájaro!

—Déjalo en paz —le dije—. En principio parece un buen tipo. Y razona en realidad a la altura de un Plejánov e incluso, digamos, de Chernyshevski[24]

Tomamos otro trago. Empecé a notar que a Rafa se le hacía pesada mi presencia. Aunque no paraba de agarrar de la mano a Marusia y le decía:

—Que Sergio se quede un rato. ¿Qué prisa tiene? Quedémonos tres minutos más. Sólo tres minutos.

Pero les dije que tenía que irme. Nos despedimos. Rafa irradiaba felicidad. Me dio un golpe amistoso en el estómago con su brazo de yeso.

Marusia salió tras de mí al rellano.

—Toma —me dijo—, por los cigarrillos.

—Bobadas —le contesté.

—¡Faltaría más! Si vivieras conmigo sería distinto.

Y en aquel instante de pronto la besé. Al momento se abrieron las puertas del ascensor.

—Chao —oí…

Iba para casa y no sé por qué me sentí desgraciado. Quise beber, pero hacerlo como es debido.

En cuanto vi a mi hija se me pasó todo.

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