LA CALLE CIENTO OCHO
































La siguiente historia sucedió en nuestro barrio. Marusia Tataróvich no pudo más y le dio el sí al latinoamericano Rafael. Estuvo dudándolo dos años, y por fin se decidió por él. Aunque, a decir verdad, no tenía mucho donde escoger.

Toda nuestra calle se desvivía por saber cómo se iban a desarrollar los acontecimientos. Porque nosotros tomamos en serio estas cosas.

Con "nosotros" me refiero a seis edificios de ladrillo en torno a un supermercado, habitados sobre todo por rusos, es decir por hasta hace dos días ciudadanos soviéticos, o, como escriben en los periódicos, por emigrantes de la tercera ola[2].

El barrio se extiende desde la vía del tren hasta la sinagoga. Algo más al norte está el lago Meadow; al sur, el bulevar Queens. Y en medio, nosotros.

La calle 108 es nuestra arteria principal.

Allí tenemos tiendas, jardines de infancia, casas de fotografía y peluquerías rusas. Una oficina rusa de turismo. Abogados, escritores, médicos y agentes inmobiliarios rusos. Gángsters, prostitutas y locos rusos. Hasta tenemos un músico ciego ruso.

A los lugareños se los tiene casi por extranjeros. Si oímos hablar en inglés nos ponemos en guardia. En tales casos reclamamos persuasivos:

—¡Hábleme en ruso!

De modo que algunos se han puesto a hablar en nuestra lengua. El chino de un bar me saluda:

—¡Buenos días, Solzhenitsyn!

(Que suena: "Solosenisa").

Los americanos[3] nos provocan un sentimiento complejo. No sabría decir qué hay más en él, si displicencia o veneración. Nos producen la misma lástima que despiertan los niños insensatos y despreocupados. Y sin embargo no paramos de repetir: "Un americano me ha dicho…".

Pronunciamos la frase con el tono de un argumento contundente, arrollador. Por ejemplo: "¡Un americano me ha dicho que la nicotina es perjudicial para la salud!".

Los americanos del barrio son por lo general judíos alemanes. La tercera emigración, salvo raras excepciones, es judía. De modo que es bastante fácil hallar un lenguaje común.

Los lugareños no paran de preguntarnos:

—¿Ha llegado de Rusia? ¡¿Hablará usted en yiddish?!

Aparte de los judíos, en nuestro barrio viven coreanos, hindúes y árabes. Los negros no abundan. Hay más latinoamericanos.

Para nosotros los negros son seres enigmáticos con transistor. No los conocemos. Aunque, por si acaso, los despreciamos y tememos.

Frida la bizca expresa así su desagrado:

—¡Que se vayan a su maldita África!

En cuanto a Frida, ella es de Shklov[4]. Pero prefiere vivir en Nueva York…

Si quieren conocer nuestro barrio, pónganse junto a la tienda de objetos de oficina. Está en el cruce de la Ciento ocho con la Sesenta y cuatro. Vengan cuanto más temprano mejor.

Allí verán a nuestros taxistas: a Liova Baránov, Pertsóvich y Yeselevski. Los tres son unos tipos fornidos, con cara de pocos amigos y aire decidido.

Liova Baránov pasa de los sesenta. Es un expintor "molotovista". Al principio de su carrera Liova pintaba exclusivamente a Mólotov[5]. Sus obras se exponían en innumerables administraciones, policlínicas y comités locales. Incluso en los muros de lo que antes fueron iglesias.

Baránov había estudiado la apariencia de aquel exministro con cara de trabajador cualificado hasta el menor detalle. Apostaba a que podía pintar un Mólotov en diez segundos. Y hacerlo además con los ojos vendados.

Luego quitaron a Mólotov. Liova intentó pintar a Jruschov, pero todo fue inútil. Los rasgos de un campesino boyante resultaron superiores a sus fuerzas.

La misma historia le sucedió con Brézhnev. Las facciones de un cantante de ópera no se le daban a Baránov. Y Liova, desesperado, se convirtió en pintor "abstraccionista". Se puso a dibujar manchas, líneas y garabatos de colores. Además empezó a beber y a armar escándalos.

Los vecinos se quejaban de Liova al miliciano del barrio:

—Bebe, alborota y se dedica a no se sabe qué cinismo abstracto…

A resultas de todo aquello Liova emigró, se puso al volante y recobró la calma. Ahora en los ratos libres inmortaliza a Reagan montado a caballo.

Yeselevski había sido profesor de marxismo-leninismo en Kíev. Tras defender su tesis doctoral, se disponía a seguir su ascendente carrera.

Pero un día conoció a un científico búlgaro. Este lo invitó a una conferencia en Sofía. A Yeselevski no le concedieron el visado. Al parecer no querían mandar a un judío al extranjero.

Yeselevski por primera vez en su vida se sintió disgustado. Y declaró:

—¿Ah, sí? ¡Pues me marcho a América!

Y se marchó.

En Occidente se sintió definitivamente desilusionado del marxismo. Empezó a publicar artículos encendidos en la prensa de la emigración. Pero finalmente también lo defraudaron los periódicos de los emigrantes. Sólo le quedaba sentarse al volante…

En cuanto Pertsóvich, también había sido chófer, en Moscú. De modo que su vida ha cambiado poco. Aunque, lo cierto es que ahora gana bastante más. Además aquí el taxi es suyo…

Allí va el dueño del laboratorio fotográfico Yevséi Rubínchik. Hace nueve años que se ha comprado su establecimiento. Desde entonces está pagando deudas. El dinero que le queda lo gasta en adquirir nuevos aparatos.

Va para diez años que Yevséi se alimenta de macarrones. Diez años que lleva botas militares con suela de goma. Diez años que su mujer sueña con ir al cine. Diez años que Yevséi consuela a su mujer con la idea de que el negocio pasará a su hijo. Para entonces ya habrá pagado los plazos. Pero —le recuerdo yo— aparecerán nuevos aparatos…

Allá va corriendo tras el periódico de la mañana el editor Fima[6] Drúker. En Leningrado lo consideraban un conocido bibliófilo. Se pasaba días enteros en el mercadillo de libros de ocasión. Reunió seis mil libros raros e incluso únicos.

En América Fima decidió hacerse editor. Se moría de impaciencia por devolver a la literatura rusa las obras maestras olvidadas: los versos de Oléinikov y Jarms, la prosa de Dobychin, Aguéyev y Komarovski[7].

Drúker se puso a trabajar de basurero en un centro comercial. Su mujer se colocó de enfermera. En un año lograron ahorrar cuatro mil dólares.

Con el dinero Drúker alquiló un cómodo despacho. Encargó unos hojas de papel impreso con el anagrama de su empresa, unas plumas y tarjetas de visita. Contrató a una secretaria, que, por cierto, era nieta de Ehrenburg[8].

A su empresa le dio el nombre de El Libro Ruso.

Drúker trabó relaciones con destacados filólogos americanos: Roman Jacobson, John Malmsted, Edward Brown. Si Jacobson mencionaba una poesía poco conocida de Tsvetáyeva, Fima se apresuraba a añadir:

—Almanaque Mosty, año treinta, página doscientos sesenta y cuatro.

Los filólogos lo apreciaban por su erudición y falta de egoísmo…

Fima asistía a simposios y conferencias. Conversaba en los pasillos con Georges Nivat, Ottenberg y Rannit. Se carteaba con Vera Nabókova. Guardaba celosamente todos sus telegramas: "Protesto decididamente". "Estoy en total desacuerdo". "Las condiciones me parecen inaceptables". Y así sucesivamente.

Encargó un sello de goma en el se podía leer: "Yefim G. Drúker, editor", seguidamente aparecía una hoja con una pluma de ganso y la dirección. Allí se le acabó el dinero.

Drúker recurrió a Mijaíl Baryshnikov[9]. Baryshnikov le dio mil quinientos dólares y un buen consejo: que estudiara para masajista. Drúker hizo caso omiso del consejo y se marchó a la conferencia de Amherst. Allí conoció a Weidle y a Karlinski. Los abrumó con sus conocimientos. Recordó a los dos ancianos estudiosos muchas de las publicaciones de estos que ambos habían olvidado.

En el camino de vuelta visitó a Yuri Ivask. Se pasó una semana en casa del viejo poeta charlando sobre Vaguínov y Dobychin. En concreto, sobre quién de los dos era homosexual.

Y de nuevo se le acabó el dinero.

Entonces Fima vendió parte de su extraordinaria biblioteca. Con el dinero que obtuvo reeditó la obra de Feuchtwanger El judío Süss. Para una editorial llamada El Libro Ruso era una decisión extraña. Fima suponía que el tema judío atraería a nuestros emigrantes.

El libro apareció con una única errata. En la cubierta en letras gruesas se leía: "FEUCHTWAGNER".

El libro se vendía bastante mal. En casa no había libertad pero había lectores. Aquí libertad no faltaba, pero los lectores brillaban por su ausencia.

Para entonces la mujer de Drúker pidió el divorcio. Fima se trasladó al despacho.

El local estaba lleno de cajas con tomos de El judío Süss. Fima dormía sobre estas cajas. Regalaba El judío Süss a sus numerosos conocidos. A la nieta de Ehrenburg le pagaba el sueldo con libros. Hasta intentó cambiarlos en la tienda rusa por un salchichón.

Lo más asombroso es que todos, salvo su mujer, lo querían…

Allá coloca sus mercancías Ziama Pivovárov, el dueño de la tienda Dnepr.

En la URSS Ziama era abogado. En América desde el primer día se puso a trabajar de descargador en un mercado. Seguidamente pasó a chico para todo en una tienda de verduras. Al año la compró.

Desde entonces lo proveía de productos la conocida casa Demsha y Razin. En la tienda se vendía mantequilla de Vólogda, shproty[10] de Riga, té georgiano, salchichón de Ucrania. Podías comprarte un collar de ámbar o un samovar eléctrico, una matrioska de madera o un disco de Shaliapin.

Ziama trabajaba de sol a sol. Se trataba de uno de esos raros ejemplos en que el sueño se fundía con la realidad. Una asombrosa sintonía entre el quiero y el puedo. Un inalcanzable concierto entre esfuerzos y resultados…

Ziama se me antoja una persona absolutamente feliz. Los comestibles son su mundo. Su medio biológico.

Ziama es a una tienda de delicatessen, lo que Napoleón a Austerlitz. En su entorno Ziama se funde con sus manjares de modo tan orgánico como Mozart con el estreno de La flauta mágica.

En nuestro barrio son muchos quienes están en deuda con él.

Junto a la pescadería pasea con su chucho el ensayista Zaretski. Viste un traje de gimnasia con trabillas, se cubre la calva con una bolsa de celofán.

En la URSS Zaretski era famoso por sus populares monografías sobre los hombres de la cultura. Paralelamente en el samizdat[11] circulaban sus investigaciones anónimas. En particular, una voluminosa e inacabada obra: El sexo en el totalitarismo. En ella se decía que el noventa por ciento de las mujeres soviéticas eran frígidas.

Al poco tiempo los órganos identificaron a Zaretski. Se vio obligado a emigrar. En la aduana hizo una declaración histórica:

—¡No soy yo quien dejo Rusia! ¡Es Rusia la que me abandona!

A todos los que habían venido a despedirlo les preguntaba:

—¿Ha llegado el académico Sájarov?

Un minuto antes de embarcar se dirigió con paso decidido hacia el césped. Quería llevarse a tierra extraña un puñado de tierra rusa.

Los guardias lo echaron del césped.

Entonces Zaretski exclamó:

—¡Me llevo a Rusia en las suelas de mis botas!

En América Zaretski se convirtió en maestro. Enseñaba a todo el mundo. A los judíos, la religión ortodoxa; a los eslavos, el judaísmo. A los espías americanos, a no bajar la guardia.

Luchaba con todas sus fuerzas en favor de la democracia.

Decía:

—La democracia debe inculcarse por todos los medios. ¡Incluso con la bomba atómica!

Como es sabido, en América para que te escuchen hay que hablar bajo. Zaretski no lo había descubierto. Gritaba a todo el mundo.

Zaretski gritaba a los asistentes sociales. Al redactor de un diario de la emigración. A las enfermeras en el hospital. Le gritaba hasta a las cucarachas.

Al final lo dejaron de escuchar. Y no obstante se presentaba en todas las reuniones de emigrantes y gritaba. Gritaba que la democracia occidental estaba amenazada. Que Geraldine Ferraro era una espía soviética. Que la literatura americana no existía. Que en los supermercados vendían carne artificial. Que había que bombardear Harlem y aumentar los subsidios a los emigrantes.

Zaretski era un destructor profesional. El instinto destructivo adquiría en él las proporciones de una pasión artística.

En sus manos se estropeaban al instante los relojes, los magnetófonos, las cámaras de fotos. Quedaban fuera de combate las calculadoras, las máquinas de afeitar, los encendedores.

Zaretski rompió un torniquete de hierro en el metro. Su cuerpo dejó bloqueadas durante largo rato las puertas giratorias del City Hall.

Al encontrarse con un conocido le decía:

—¡Pero ¿qué le pasa buen hombre?! Su mujer se ha echado a perder. Su hijo, dicen, anda en malas compañías. Y usted también tiene mal color de cara. ¡Es hora de que vaya a ver al médico, amigo mío!

Por extraño que parezca, Zaretski infundía respeto y temor…

Por allí llega el disidente retirado Karaváyev. Lleva un paquete marrón. A través del papel se dibujan unas latas de cerveza. El rostro de Karaváyev refleja una mezcla de alarma y entusiasmo.

En la Unión Soviética era un conocido defensor de los derechos humanos. En su lucha contra el régimen demostró un valor fuera de lo común. Cumplió tres condenas en campos de trabajo. Llevó a cabo siete huelgas de hambre. Cuando recobraba la libertad volvía a las andadas.

En su juventud Karaváyev escribió la siguiente fábula. La acción transcurre en un zoo. Junto a la jaula de una pantera se agolpa la gente. Debajo se ve un letrero con el nombre en latín. Y todos los datos del animal: dónde habita, de qué se alimenta. En el texto asimismo se señala: "En cautividad se reproduce mal". En aquel instante el autor mantenía una silenciosa pausa y preguntaba:

—¡¿Y nosotros?!

Tras la tercera condena le dejaron irse a Occidente. En los primeros tiempos concedía entrevistas, viajaba dando conferencias, encabezaba algunas fundaciones. Luego el interés hacia él menguó. Llegó el momento de pararse a pensar en cómo ganarse el pan.

Karaváyev no sabía inglés. No tenía estudios. Sus profesiones en los campos —descargador, mozo de cuerda y cortador de pan— en América no se cotizaban.

Karaváyev colaboraba con los periódicos rusos. Escribía sobre un único tema: el futuro de Rusia. Por lo demás, el futuro se le dibujaba con mucha mayor nitidez que el presente. Suele suceder con los profetas.

América decepcionó a Karaváyev. Aquí echaba en falta el poder soviético, el marxismo y los órganos represivos. Karaváyev no tenía contra qué luchar.

Las dolencias contraídas en los campos le daban derecho a una pensión de invalidez. Karaváyev bebía mucho y, lo que es más importante, bebía para quitarse la resaca. Menos mal que en nuestro barrio vendían cerveza las veinticuatro horas del día.

Los taxistas y los hombres de negocios miraba a Karaváyev por encima del hombro…

Allá vemos al volante de un Chevrolet al misterioso activista social Lemkus. En la URSS había sido un animador profesional. Organizaba reuniones de masas. Pronunciaba las salutaciones ceremoniales en las manifestaciones del Primero de mayo. Escribía discursos, cantatas conmemorativas, instrucciones en verso para los aficionados al automovilismo. Se ganaba un sobresueldo como maestro de ceremonias en las bodas. Inventaba números circenses.

—¡Vasia, ¿qué ha pasado?! ¿Por qué estás triste?

—Ante mis ojos un hombre se ha caído en un charco.

—¿Y por eso estás disgustado?

—¡Y quién no! ¡Si el hombre del charco era yo!

Lemkus se tuvo que marchar debido a la persecución política. Y los problemas, a su vez, se debieron a un hecho entre absurdo e infausto.

Sucedió así. Lemkus escribió una cantata dedicada al sexagésimo aniversario de las fuerzas armadas. La cantata se representaba en la Casa de los Oficiales. El texto del narrador lo leía el propio Lemkus.

Tras este se había colocado una orquesta de viento. En la sala se reunían seiscientos representantes del ejército y la flota. La radio local transmitía la cantata a toda la ciudad.

Todo se desarrollaba maravillosamente. Mientras declamaba la cantata Lemkus se colocaba alternativamente la gorra de soldado y la de marinero.

En la parte final de la cantata sonaban las siguientes palabras:


Y nuestro sueño en paz velando,

más fuertes fuisteis que el granito.

¡Por eso nuestro partido amado

os premiará como es debido!

Lemkus lanzó con especial entusiasmo la última frase: "¡Os premiará como es debido!". Y en aquel instante le cayó sobre la cabeza un contrapeso del telón. Es decir, lo que es un saco de lona de doce kilos.

Lemkus perdió el conocimiento. Los espectadores sólo vieron las suelas gastadas de sus zapatos.

A los tres segundos por los pasillos empezaron a correr los milicianos. Otros tres segundos más y la sala estaba acordonada por completo. Reanimaron a Lemkus y lo arrestaron de inmediato.

El mayor de la KGB lo acusó de sabotaje premeditado. El mayor estaba convencido que Lemkus lo había preparado y organizado todo de antemano. Es decir, que había dejado caer alevosamente el saco sobre la cabeza del presentador, para desacreditar así al partido comunista.

—Pero si el presentador era yo —se justificaba Lemkus.

—Con mayor razón —decía el mayor.

En una palabra, Lemkus se convirtió en un proscrito. Le prohibieron dedicarse al trabajo ideológico. Pero Lemkus ni se imaginaba otro tipo de trabajo.

Finalmente se vio obligado a emigrar. Trabajó unos cuatro meses en su especialidad. Organizaba viajes en grupo de emigrantes a las cataratas del Niágara. Hacía de maestro de ceremonias en las bodas judías. Escribía versos, anuncios rimados, felicitaciones y cantatas. Por ejemplo, recuerdo unos versos como estos:


¡La vida entera torturada,

del KGB guardamos todos los castigos!

¡Que nuestra América amada

nos salve de los enemigos!

Pero le pagaban mal. Entretanto le nació un segundo hijo. Fue entonces cuando le presentaron a unos baptistas.

Los baptistas se interesaban por la tercera emigración. Necesitaban una persona de confianza en los ambientes emigrantes. Querían atraer la atención de los refugiados venidos de Rusia.

Los baptistas valoraron en su justa medida las cualidades de Lemkus. Era un buen padre de familia, no fumaba y bebía con moderación.

Así Lemkus se convirtió en un activista religioso. Encabezaba una enigmática emisora transmundial. Dirigía regularmente un programa: "¿Cómo descubrir a Dios?".

Se volvió un hombre piadoso y triste. No paraba de susurrar con la mirada baja:

—Si Dios quiere, Fira preparará para comer ternera…

En nuestro barrio todos sin excepción lo consideraban un estafador…

Allá dobla la esquina el agente inmobiliario Arkasha[12] Lérner. Al parecer, le falta algo para el almuerzo. Alguna exótica especia.

Lérner empezó su carrera como director de escena en la televisión bielorrusa. Su mujer trabajaba en los estudios de televisión de locutora.

Los Lérner vivían en paz y felices. Tenían un buen apartamento, dos sueldos, su hijo Misha y un coche.

Arkadi Lérner era considerado un excelente profesional. Y ni siquiera su afición a los planos ralentizados logró malograr sus crónicas televisivas. En ellas cabalgaban gráciles los caballos de los koljoses, se abrían lentamente las flores y las gaviotas flotaban en el cielo. A Lérner le atraía la armonía como tal. Sus cortos se calificaban de impresionistas.

Pero alrededor hervía la vida, una vida llena de realismo socialista. Al otro lado de la pared el fontanero Berendéyev le daba una paliza a su mujer. Bajo las ventanas vociferaban los borrachos. El director de su estudio de televisión era un antisemita declarado.

Y los Lérner decidieron emigrar. Y más cuando entonces eran muchos los que se iban. Incluidos los amigos íntimos.

En América Lérner se pasó cerca de un año tumbado en el sofá. Su mujer trabajaba de vendedora en el Aleksander’s. El hijo iba a la escuela judía.

Lérner soñaba con encontrar trabajo en la televisión. Por lo demás Lérner no tenía nada del típico emigrante. No se hacía pasar por un exlaureado de algún Premio Estatal. No fantaseaba sobre sus méritos de disidente. No aseguraba que el arte occidental está sumido en una profunda crisis.

Los amigos le arreglaron un encuentro con un productor. Este quería filmar algo de los clásicos rusos. Y necesitaba un director de origen eslavo.

El encuentro se produjo en la terraza del restaurante Blow Up.

—¿Es usted director? —preguntó el americano.

—No lo creo —contestó Lérner.

—¿Cómo dice?

—Este último año me he degradado horriblemente.

—Pero dicen que ha sido director.

—Lo fui. O más exactamente, constaba como tal. Me dieron esta categoría en el sesenta y siete. Hasta entonces trabajé de ayudante.

—¿Ayudante de dirección?

—Sí. Es a quien mandan a por vodka.

—Pues dicen que fue usted un director de talento.

—¿De talento? La primera vez que lo oigo. Lo que filmaba no me satisfacía…

—¡OK! Pues yo me dedico a hacer películas de los clásicos.

—¡Todo esto me parece una mierda!

—¿Es un halago?

—Quise decir que me apetece algún tema original.

—¿Por ejemplo?

—Algo sobre la naturaleza…

Y aquí entre los contertulios se abrió un abismo. Abismo que crecía con cada minuto que pasaba. El yanqui decía:

—¡La naturaleza no vende!

Y Lérner replicaba:

—¡El arte no se vende!

En eso se separaron. Lérner se pasó otros tres meses sin dar golpe. A ello conviene añadir, no obstante, que sus asuntos financieros no iban mal.

Al parecer Lérner poseía un don extraño y específico, el del bienestar material. De hecho yo estoy convencido de que la miseria y la riqueza son cualidades congénitas. Como lo son, por ejemplo, el color del pelo o, pongamos, el oído musical. Unos nacen pobres y otros ricos. Y aquí el dinero no juega decididamente ningún papel.

Se puede tener dinero y ser pobre. Y, por lo mismo, ser un príncipe sin un céntimo.

Me he encontrado con potentados entre los prisioneros de los campos de régimen especial. Allí mismo he conocido a pordioseros entre el alto mando de la administración carcelaria…

Los pobres salen perdiendo en cualquier circunstancia. A los pobres los multan sin parar incluso porque su perro no ha hecho sus necesidades en el lugar indicado. Si a un pobre se le cae por casualidad una moneda, esta seguro que se le colará por la alcantarilla.

En cambio con los ricos pasa todo lo contrario. Encuentran dinero en las viejas americanas. Les toca la lotería. Heredan casas de unos parientes lejanos. Sus perros ganan premios en metálico en los concursos.

Según parecía, Lérner había nacido para ser un hombre sin duda afortunado. De modo que pronto le empezó a llover el dinero.

Primero lo mordió un Newfoundland cuyo dueño era un dentista local. A Lérner le pagaron una considerable indemnización. Luego localizó a Lérner un anciano que poco antes de la Primera Guerra Mundial le pidió prestados a su abuelo tres monedas de diez rublos. En setenta años aquellas tres monedas se convirtieron en varios miles de dólares. Al poco tiempo un conocido se dirigió a Lérner.

—Tengo algo de dinero. Toma, guárdamelo. Y por favor, no me preguntes nada.

Lérner se quedó con el dinero. Le daba pereza hacer preguntas.

A la semana al conocido le pegaron un tiro en Atlantic City.

De resultas de ello Lérner adquirió un piso. En un año el valor del piso se multiplicó por tres. Lérner lo vendió y compró otros tres. En una palabra, que ahora se dedica al negocio de bienes inmuebles.

Cada día se levanta menos del diván. Y tiene cada vez más dinero. Se lo gasta a puñados. Sobre todo en comida.

En los doce años que lleva en América se ha comprado un solo libro. El título del libro lo decía todo: Cómo gastarse trescientos dólares en un desayuno…

Después de desayunar Lérner se echa una siesta, no sin antes desconectar el teléfono. Hasta le da pereza fumar…

Tengo la impresión de que mi prólogo se está alargando demasiado. De modo que es hora ya de que volvamos con Marusia Tataróvich.

Загрузка...