EN LA CALLE Y EN CASA
































En nuestro barrio los rumores vuelan. Si les interesan las noticias frescas quédense junto a una tienda rusa. El mejor lugar es la tienda Dnepr.

Es nuestro club. Nuestro fórum. Nuestra asamblea. Nuestra agencia de información.

Aquí pueden resolver cualquier género de duda. Discutir el último artículo de prensa. Conseguir los servicios de un guardaespaldas, un chófer o, digamos, un asesino a sueldo. Adquirir un automóvil por cien dólares. Comprar Valocardín de producción nacional. Trabar amistad con una dama alegre y sin remilgos.

Dicen que aquí se vende marihuana y armas. Se cambian divisas. Se conciertan tratos poco claros.

Aquí se sabe todo sobre la gente de nuestro barrio.

Se sabe que Ziama Pivovárov ha tenido un nieto al que le han dado el nombre de Benji. Que el defensor de los derechos humanos Karaváyev ha escrito un artículo en defensa de la hija de Brézhnev[25], Galina, víctima del totalitarismo. Que el propietario de El Libro Ruso, Fima Drúker, reedita el álbum Erotismo japonés. Que Baránov, Yeselevski y Pertsóvich se han comprado entre los tres un bar.

Todos sabían que el dueño de la tienda de fotografía, Yevséi Rubínchik, seguía sin haberle comprado a su mujer un abrigo de mouton. Que Grigori Lemkus había apareado a su perra Afrodita. Que el afortunado Lérner se había convertido en el visitante un millón de la galería de cuadros Rodos, por lo que le habían hecho entrega de trescientos dólares. Tampoco se ignoraba que hasta entonces Lérner nunca había puesto los pies en una galería de arte.

Se sabía, por cierto, que Zaretski había viajado en secreto a visitar a Solzhenitsyn. Que se le concedió una entrevista y que la conversación se prolongó durante dos minutos. El estudioso se interesó por la opinión de Aleksandr Isáyevich[26] sobre el sexo. A lo cual recibió por respuesta la afirmación de que "tamaños usos son veleidades de tierras extrañas y patrañas del maligno…".

En suma, aquí se sabe todo. Y sobre todo el mundo. Por fin, también corrieron voces sobre Marusia y Rafael. De este tenor, más o menos:

—A esa que vive en el edificio de la esquina la visita un hispano. Uno que además lo hace sin tapujos. ¡¿Cómo se puede tener tan poco respeto por uno mismo?!

Los hombres al tratar el tema se hacían guiños alegres. Las mujeres alzaban con gesto grave las cejas.

Los hombres decían:

—Esta pelirroja no pierde el tiempo.

Las mujeres se expresaban con más severidad.

—¡Si al menos tuviera una gota de vergüenza!

Las mujeres por regla general criticaban a Marusia. Los hombres por lo común se compadecían de ella.

Rafa, a decir de los hombres, era un gángster, incluso un terrorista. Las mujeres lo tomaban por un simple borracho.

Frida la bizca lo expresaba así:

—¡El típico gentil colgado de Zhmérinka[27]!

Nuestras mujeres tienen la siguiente filosofía:

"Si eres una mujer sola, con un crío y además sin un céntimo, que se te bajen los humos. Compórtate con más sencillez".

Creían que en la difícil situación en que se encontraba, Marusia debía adoptar el aspecto de una mujer cansada, digna de lástima y necesitada de ayuda. Y aún mejor: enferma y con los nervios deshechos. En tal caso nuestras mujeres se habrían compadecido de ella. Y, estoy seguro, la habrían ayudado.

Pero, tal como era… Si tantos humos tienes, ahí te las apañes… Dicho de otro modo:

"¿Quieres que te compadezca? ¡Déjame antes saborear tu humillación!".

Marusia no daba la impresión de una mujer desdichada y humillada. Aprendió enseguida a llevar coche (Rafa cambió su destrozado Buick por un Jeep más alto). Aparecía con frecuencia en las tiendas rusas. Compraba pescado caro, carne de cerdo y caviar negro. Y sin embargo, yo seguía sin comprender a qué se dedicaba Rafa. Ya sin hablar de Musia…

Por centésima vez me convencía de que la pobreza era una cualidad congénita. La riqueza también. Cada uno escoge lo que más le gusta. Y por extraño que parezca muchos eligen ser pobres. Rafael y Musia preferían la riqueza.

Rafa parecía el hijo mimado de Aristóteles Onassis. Se comportaba como un individuo sin dinero, pero protegido por los millones de papá. Pedía prestado en todas partes donde podía. Llenaba todo género de impresos de compras a plazos. Repartía obligaciones…

Vivía a todo tren. Las consecuencias no le preocupaban.

Al principio Musia se inquietaba, luego se acostumbró. América era un país rico. ¡Por consiguiente, alguien tenía que vivir aquí sin disgustos ni preocupaciones!

Y así es como vivían.

La sociedad podía perdonárselo todo: las estafas, las extorsiones, las drogas. En definitiva, todo, menos vivir despreocupadamente.

Frida la bizca se indignaba:

—¡Así también yo me conseguiría algún Cipollino!

Nuestros intelectuales se expresaban del modo siguiente.

Zaretski decía:

—Fíjense bien en este latinoamericano. Vean sus articulaciones y los pabellones auriculares. Estamos ante un típico ejemplar de monosexópata latente. Y ahora observen a Maria Fiódorovna: su abdomen y los huesos pelvianos. Aquí nos encontramos con el típico ejemplar de polisexualismo relevantemente mitomático… En una palabra, no pueden ser pareja…

Lemkus declaraba dejando caer la mirada:

—¡Dios es amor!

El defensor de los derechos humanos Karaváyev exclamaba gesticulando:

—¡Es inmoral y vergonzoso entregarse al adulterio mientras todo el Grupo de Helsinki[28] está entre rejas!

El editor Drúker asentía con gesto dolido:

—¡Entregarse a un hombre que confunde a Tolstói con Dostoyevski! Yo personalmente no lo entiendo…

Arkasha Lérner repetía con cierta amargura:

—A las tías buenas siempre se las han llevado los sinvergüenzas de los georgianos… ¿Y qué es un hispano? Pues, en principio, lo mismo que un georgiano…

El propietario de la tienda, Ziama Pivovárov, reflexionaba como un auténtico hombre de negocios:

—Cómo se va a echar a perder una mercancía tan escasa…

Yevséi Rubínchik, que en el fondo era un artista, comentaba:

—Pues no se ven mal. Ya me gustaría inmortalizarlos en formato de ocho por doce…

Baránov, Yeselevski y Pertsóvich se limitaron a alguna broma bastante frívola. Pertsóvich, en concreto, le dijo a Marusia:

—Oye, Musia, no te olvides de los amigos. Si te casas, ¿por qué no me adoptas? A mis sesenta y cuatro años ya no me quedan fuerzas para pasarme el día al volante…

No es que me hiciera amigo de Rafael. Para eso éramos demasiado diferentes. Pero solíamos encontrarnos bastante a menudo. Así es nuestro barrio.

Pongamos que busca usted a alguien. Para eso no es en absoluto imprescindible saber la dirección. Basta con darse un paseo por la calle central. Cómprese una lata de cerveza. Cómase un corte de helado. Fúmese un cigarrillo. Y sin falta se encontrará a quien busca. O al menos conseguirá información sobre su amigo. Sobre todo la mala…

Marusia habría organizado unas tres fiestas en su casa. Nos invitaba a mí y a mi mujer. Preparaba pelmeny[29] caseros. Y no paraba de instruir a Rafa:

—¡No fumes! ¡Come menos! ¡Y sobre todo, quédate calladito! Ten en cuenta que aquí eres el más tonto.

Rafael no se ofendía. Y, en efecto, se podía pasar horas hablando. Sobre todo de un tema: cómo hacerse millonario. Construía planes para enriquecerse rápidamente.

Proyectaba editar libros comestibles. Acto seguido gestaba el proyecto de sacar un ajedrez comestible. Finalmente llegó a la turbadora idea de fabricar bragas comestibles.

Lo único que lo inquietaba era la falta de un capital inicial.

—Se lo puedo pedir a mis hermanos —decía—. Confían plenamente en mí. Me basta con coger el teléfono…

—Tus hermanos no te lo darán —replicaba Marusia—. Y tú lo sabes muy bien. No son idiotas.

—No me lo darán —admitía de buen grado Rafa—, es cierto. Pero puedo pedírselo ahora mismo. ¿No me crees?

Como buen americano, soñaba con toda su alma hacerse rico. Pero como también era revolucionario, quería que hubiera justicia.

Marusia le decía:

—Vete a trabajar, como todo el mundo.

Rafa replicaba convencido:

—Que trabajen los dentistas, los ricos y los abogados.

Sus palabras carecían de toda lógica.

Un día estaba yo en casa de Marusia. Rafa llegó corriendo de alguna parte, emocionado y pálido. Desde la puerta gritó:

—¡Una idea genial! ¡Nos sacaremos tres millones de dólares! Y el éxito está cien por cien garantizado. Ningún riesgo. Dentro de tres semanas abrimos una fábrica de pezones artificiales.

—¿De qué? —preguntó Marusia.

—¡De pezones artificiales!

—No entiendo —le dije—. ¿Qué pezones?

—Pues eso, pezones, de mujer.

Y Rafa se clavó su retorcido índice en el pecho.

—Todo es muy sencillo. Mira a las mujeres. Especialmente a las más jóvenes. ¿No ves que todas van sin sostenes? Es para que se les vea todo a través de la ropa. ¿No te has fijado?

—Admitámoslo —le dije.

—Yo lo he observado muy atentamente y de pronto…

—Menos observar —logró intervenir Marusia.

—Lo he observado y de pronto hoy he tenido una idea genial. Las jóvenes no tienen problema. Pero ¿y las maduritas? ¿Por qué defraudarlas? Ellas también quieren que se les transparente todo. Pero sobre todo que además no les bailen. Y entonces fue cuando se me ocurrió —Rafa elevó triunfal la voz— cómo conseguirlo.

—¿Y?

—Un momento de atención. La vieja se pone su sostén. Se sujeta al sostén un pezón de goma. Y luego se enfunda el jersey.

—¿Y qué?

—Pues que se le transparenta el pezón y en cambio el pecho no baila.

—¿Y tú estás dispuesto a vender semejante porquería? —preguntó Musia.

—En cantidades ilimitadas. ¿No ves que es una ilusión? Me dedicaré a vender ilusiones a cuarenta cents la pieza. Ganaré millones con el invento. Porque el producto más rentable en América son las ilusiones. Sólo me falta conseguir el capital inicial. Aproximadamente unos veinte mil…

—Está loco —decía Musia— Crazy! No hay duda ninguna. Pero también es cierto que quiere mucho a Liova. Le compra juguetes. Va con él a la piscina. Hace poco se fueron juntos a pescar. Con Liova es como un igual en lo que se refiere al cerebro. O puede que Liova sea algo más listo…

Una vez Marusia se pasó un momento por casa. Le dijo a mi mujer:

—¿Me haréis un café? Me quedaré un rato. Hacia las cinco pasará Rafa. Ha ido a recoger a Liova al kindergarten.

Mi mujer abrió la nevera. Musia se puso a gritar:

—¡Dios me libre! Estoy a dieta…

Tomamos café. Hablamos de política. En concreto discutimos sobre la personalidad de Gorbachov y de sus reformas. Marusia entre otras cosas dijo:

—Si empiezan los cambios yo seré la primera en enterarme. Porque lo primero que harán es echar a mi padre. Él mismo lo decía: "Mientras yo ocupe mi cargo podéis estar seguras de que ni tú ni tu madre no tendréis nada que temer del comunismo…".

Sonó el timbre de abajo.

—Es Rafa.

Al cabo de un minuto apareció Rafael: educado, moreno y despidiendo olor a colonia. Expresó su deseo de tomarse un ron con pepsi-cola. Nos informó que en la calle hacía más calor que en el infierno.

Marusia se echó a reír:

—Este Rafa ha estado en todas partes…

Y acto seguido preguntó:

—¿Dónde está el niño? ¿En el patio?

—Ahora te lo cuento.

Marusia empezó a levantarse:

—¿Dónde está Liova?

—No te inquietes. Todo va bien.

Rafa se tomó otro vaso. Lo dejó sobre la mesa. Se cubrió con mi cuerpo y con voz fina pronunció:

—Me parece que lo he perdido.

—¡¿Qué?!

—Creo que se me ha caído del coche. Pero no te preocupes…

Pero ya estábamos bajando a toda prisa por la escalera.

Marusia, la primera. Yo detrás. Después mi mujer. Y mucho más atrás, Rafael, que aseguraba sobre la marcha:

—Íbamos por el Grand Central. Doblamos hacia el puente. Leo se pasó al asiento de atrás. Allí estaban los nuevos juguetes. Y luego oigo: ¡bang! Pensé que era una bomba de juguete.

—¡Te mataré! —gritaba Marusia sin reducir el paso. Corríamos hacia el cruce. Rafa fumaba sobre la marcha un cigarrillo. Mi mujer, que había salido en zapatillas, empezó a rezagarse. Yo intentaba convencer a Marusia de que actuara con sensatez. La gente nos cedía el paso.

El día era soleado y caluroso. Sobre el asfalto se alzaban los vapores de la gasolina. Desde el aeropuerto llegaba el estruendo de las turbinas. La calle Ciento ocho parecía una foto velada.

A la izquierda del viaducto descubrimos una muchedumbre que rodeaba a un policía. Marusia se lanzó entre gritos hacia el lugar. Un segundo más y ante sus ojos aparecería extendido sobre el descolorido asfalto el cuerpo.

La gente se apartó. Vimos a Liova cubierto de lágrimas con una granada de juguete en un puño. Tenía las rodillas llenas de rasguños. No descubrí más heridas.

—¿De modo que es su hijo? —dijo con cara de pocos amigos el policía.

Marusia abrazó a Liova y lo levantó.

Uno de entre el gentío dijo:

—Pues ha salido bien parado.

Otro añadió:

—A padres así habría que llevarles a juicio.

Llegaron más mirones:

—¿Qué ha pasado?

—Que se ha caído de un coche…

—Menos mal que no ha sido de un avión…

Nos dirigimos hacia casa. Rafael se mantenía a distancia. Luego de pronto dijo:

—Creo que esto hay que celebrarlo.

Dio un paso en dirección al restaurante Lotos.

Y sólo entonces Marusia lo agasajó con un sonoro, un ensordecedor bofetón. Sonó el ruido de como si mil admiradores, de pongamos Adriano Celentano, hubieran aplaudido al unísono.

Rafa ni siquiera se inmutó. Sólo levantó los brazos y dijo:

—Me rindo…

En julio Musia celebró su cumpleaños. Se reunieron en su casa unos doce invitados.

En primer lugar sus familiares, Fima y Lora. Después Zaretski, a modo de algo similar a un invitado de honor. Lérner, en el papel de maestro de ceremonias. Rubínchik, como representante del mundo de los negocios. El editor Drúker, cual encarnación de la cultura. Pivovárov, sin el que no puede haber ninguna celebración. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, en calidad de pueblo. Karaváyev, representando la disidencia local. Y finalmente Lemkus, que se presentó sin que lo invitaran, pero con sus hijos.

Zaretski le regaló a Marusia una rosa a punto de marchitarse. Lérner una docena de botellas de champán. El dueño de El Libro Ruso, Drúker, un tomo de cuentos licenciosos árabes. Karaváyev, una foto de Belotserkovski[30] con un autógrafo: "¡La tolerancia es nuestra arma más temible!". Rubínchik le regaló un cheque por una cantidad enigmática: treinta y ocho dólares y sesenta y cuatro cents. Los parientes, Lora y Fima, un ventilador. Pivovárov, un carro entero lleno de todo género de productos de la tienda. Baránov, Yeselevski y Pertsóvich, entre los tres, un nuevo televisor. Lemkus la agasajó con su buena disposición. Y mi mujer y yo salimos del compromiso con una banal cafetera.

Esperábamos a Rafa. Este se retrasaba. Marusia aclaró:

—Ha llamado. Primero de Manhattan. Luego de Long Island. Y hace media hora de Jackson Heights. Me ha dicho entre gritos que llegará pronto. A lo mejor ha ido a pedir dinero a sus hermanos. Según parece, me está buscando un regalo especial. Aunque todo esto no hacía falta. Lo importante es la voluntad…

Decidimos esperarlo. Aunque Arkasha Lérner no quitaba los ojos de la bebida. Lo cierto es que también los demás mostraban cierto nerviosismo. En particular, Rubínchik decía:

—De todos modos en invierno se come mejor. A decir verdad, tampoco en verano se come mal, pero peor…

En respuesta al comentario, Arkasha Lérner pronunció con aire sombrío:

—¡Supongo que no nos quedaremos esperando hasta el invierno!

Y tomó con cuidado una aceituna del plato.

—Bueno, entonces, a la mesa —decidió Marusia.

Los invitados se empezaron a sentar ruidosamente.

—Yo, cerca de usted, Maria Fiódorovna —dijo Zaretski.

—Pues yo cerca del salmón —replicó Lérner.

Sonó el timbre. Marusia salió al rellano. Al poco apareció Rafael. Tenía un aire orgulloso y triunfal. Llevaba un gran paquete marrón. En el envoltorio algo crujía, silbaba y arañaba. Y nos llegaban además unos pesados suspiros.

Rafael esperó a que todos se callaran y dejó caer el contenido del paquete sobre el sillón. De ahí se precipitó, batiendo entre chasquidos las alas, un gran papagayo verde.

—¡Por Dios! —dijo Musia— ¡¿Pero esto qué es?!

Rafa recorrió con una mirada triunfal el público:

—¡Se llama Lolo! ¡He pagado por él trescientos dólares! ¿Estás contenta?

—¡Qué horror! —dijo Musia.

—Para ser exactos, doscientos sesenta. Valía trescientos, pero lo he comprado por doscientos sesenta. Más el taxi…

Lolo era del tamaño de una gallina. Era verde, con una cresta pelirroja, patillas anaranjadas y un negro pico de halcón. Su perfil semítico expresaba una aire desolado. Inclinando ligeramente la cabeza se movía con andares patosos abriendo las alas.

Del sillón se trasladó a la estantería. De los estantes a una lámpara de pie. De ahí voló pesadamente sobre la lucerna y de la lucerna a la barra de la cortina. Seguidamente, boca abajo, descendió por la cortina de la ventana hasta aposentarse sobre el aparato de la televisión. Se quedó quieto, y sobre la superficie laqueada del aparato surgió un montoncito de aspecto convincente.

Tras regalarnos con semejante tesoro, Lolo lanzó un ufano grito y luego soltó con aire insatisfecho:

Shit, shit, shit, shit, shit, fuck, fuck, fuck, fuck, fuck…

—En buenas manos ha estado, como se ve —dijo Musia.

—Ya me gustaría a mí dominar así el inglés —exclamó asombrado Drúker.

Entretanto el papagayo alcanzó la mesa. Se paseó por los entremeses. Se untó las patas en la mayonesa, agarró con fuerza por la cola una sardina y voló de nuevo a la lucerna.

Musia se dirigió a Rafael:

—¿Y la jaula?

—No me ha alcanzado el dinero —se excusó con cara de culpable Rafael.

—¡¿Pero no ves que va cagarse en todas partes?!

—No está excluido. Es más que probable —confirmó Zaretski.

—¡¿Qué vamos a hacer?!

Rafa no paraba de preguntarle a Marusia:

—¿No estás contenta?

—¿Yo? ¡Feliz es lo que estoy! ¡Es lo único que me faltaba!

En un esfuerzo colectivo metimos al papagayo en el armario.

A Lolo esto no le gustó. Juraba como un peón ruso reclamando la última copa. Arañaba la fina chapa de madera y la sacudía con su poderoso pico.

Luego se quedó callado y, al parecer, se durmió.

El armario era barato. Las ranuras dejaban pasar el aire.

—Mañana ya se nos ocurrirá algo —dijo Marusia.

Y añadió:

—¡Y ahora, todos a la mesa!

Al cabo de un minuto sonaron las copas, las tazas, los vasos. Se brindaba por cualquier cosa. Lérner gritó con fuerza:

—¡Feliz cumpleaños!

Marusia de la emoción dijo:

—Igualmente…

Nos fuimos hacia la una de la noche. Íbamos y discutíamos los problemas de Marusia. Zaretski dijo:

—Ahí la tienen. Una tía, con perdón, sana, que no trabaja, que vive con algo parecido a un salvaje… No hace nada en todo el día. Se viste con pieles y ante. Bebe a vasos llenos. Y le importa todo un bledo… ¡En Afganistán, por cierto, corre la sangre; aquí, en cambio, corre a mares el champán! ¡En el Nepal los niños se mueren de hambre, en cambio aquí un asqueroso loro come sardinas! ¡Y díganme ahora, ¿dónde está la justicia?!

En este punto yo tuve la indelicadeza de echarme a reír.

—¡Es usted un cínico! —exclamó Zaretski.

Me vi obligado a decirle:

—¡Hay cosas que están por encima de la justicia!

—¡Vaya! —dijo Zaretski—. ¡Interesante! Dígame qué. Lo escucho con gusto. ¡Presten atención, señores! ¿A ver, qué hay por encima de la justicia?

—Pues lo que quiera —le respondí.

—¿No podría ser más concreto?

—Pues, más concreto, la compasión…

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