XXI — Hidromancia

Pasaron varios segundos hasta que comprendí correctamente lo que había dicho el andrógino. Entonces el recuerdo del olor de la carne tostada de Thecla me trajo a la nariz un nauseabundo olor dulzón, y me pareció sentir la inquietud de las hojas. En la tensión del momento, olvidé lo inútiles que han de ser tales preocupaciones en esa sala llena de engaños, y miré a mi alrededor tratando de cerciorarme de que nadie podía oírnos, y entonces descubrí que, involuntariamente (pues había pensado en interrogarlo antes de confesar mi relación con Vodalus), mi mano había sacado el eslabón de forma de cuchillo del compartimiento más escondido de mi esquero.

El andrógino sonrió.

—Me figuré que podías ser tú. Llevo ya días esperándote, habiendo impartido instrucciones al anciano que está en el exterior y a otros muchos para que me trajeran a forasteros prometedores.

—Fui recluido en la antecámara —dije—, y perdí tiempo.

—Pero ya veo que escapaste. No es probable que te liberaran antes de que mi hombre viniera a buscarlo. Es bueno que lo hicieras, pues no queda mucho tiempo… los tres días del tiaso, y después debo irme. Ven. Te mostraré el camino hacia el jardín, aunque no estoy nada seguro de que te permitan entrar.

Abrió la puerta por la que había venido, y esta vez vi que no era realmente rectangular. La sala que se encontraba más allá apenas era mayor que la que habíamos dejado; pero los ángulos parecían normales y estaba ricamente amueblada.

—Al menos viniste al lugar correcto de la Casa Secreta —dijo el andrógino—. De otro modo, hubiéramos tenido que hacer un pesado camino. Te ruego me perdones mientras leo el mensaje que trajiste.

Cruzó hasta lo que al principio supuse que era una mesa cubierta con un cristal, y puso el eslabón debajo de ella sobre un estante. En seguida se encendió una luz, que iluminaba desde el cristal hacia abajo, aunque encima de él no había luz alguna. El eslabón creció hasta parecer una espada y vi que las estrías, que sustituían a los dientes sobre los que se sacaban chispas en el pedernal, eran líneas de una escritura fluida.

—Apártate —dijo el andrógino—. Si no lo has leído antes, no debes leerlo ahora.

Hice lo que me decía, y durante algún tiempo observé cómo se doblaba sobre el pequeño objeto que yo había traído desde el bosque de Vodalus. Por fin dijo: —Así, pues, no hay remedio… Tenemos que luchar en dos flancos. Pero esto no te incumbe. ¿Ves aquel armario con el eclipse tallado en la puerta? Ábrelo y saca el libro que hay ahí. Toma, puedes ponerlo sobre este pupitre.

Aunque temía alguna trampa, abrí la puerta del armario. Dentro había un libro monstruoso, pues era como yo de alto, y de dos codos de ancho, y se levantaba frente a mí con su cubierta de cuero de manchas azules y verdes como cadáver dentro de un ataúd puesto de pie. Envainé mi espada, agarré este enorme volumen con las dos manos, y lo puse sobre el pupitre. El andrógino preguntó si lo había visto antes, y le dije que no.

—Parecías tener miedo de él e intentaste… o me lo pareció… apartar la cara de él mientras lo llevabas. —Mientras hablaba, abrió el libro. La primera página estaba escrita en rojo con un signo que yo desconocía.— Se trata de una advertencia a los buscadores del camino —dijo—. ¿Quieres que te la lea?

—Me pareció ver un hombre muerto en el cuero, y ese hombre era yo —le solté.

Volvió a cerrar la cubierta y le pasó la mano por encima.

—Estos tonos pavorreal son obra de artesanos que desaparecieron hace tiempo… Las líneas y remolinos que hay debajo no son más que las cicatrices del lomo del animal sacrificado, marcas de palos y látigos Pero si tienes miedo, no es necesario que vayas.

—Ábrelo —dije—. Enséñame el mapa.

—No hay mapa. Esto mismo es la cosa —dijo, y volvió la cubierta y también la primera página.

Casi me quedé ciego, como si me hubiera deslumbrado un relámpago en una noche oscura. Las páginas interiores parecían de plata pura, batida y pulida; captaba cada brizna de iluminación de la sala y la volvía a reflejar ampliada cien veces.

—Son espejos —dije, y al decirlo me di cuenta de que no lo eran, sino esas cosas para las que no tenemos otra palabra que espejos, esas cosas que hacía menos de una guardia habían devuelto a Jonas a los astros—. ¿Pero cómo pueden tener poder si no están enfrentadas?

El andrógino contestó: —Recapacita cuánto tiempo han estado enfrentándose mientras el libro estuvo cerrado. Ahora el campo soportará la tensión a que sometamos durante algún tiempo. Ve si te atreves.

No me atreví. Mientras él hablaba, algo apareció en el aire brillante por encima de las páginas abiertas. No era ni una mujer ni una mariposa, pero tenía algo de ambas, y lo mismo que cuando miramos la forma pintada de una montaña en el fondo de algún cuadro sabemos que en realidad es tan grande como una isla, así supe que veía esta cosa sólo de lejos; creo que sus alas batían contra los vientos protónicos del espacio, y que tal vez todo Urth no era más que una mota agitada por ese movimiento. Y entonces, como yo la había visto, también ella me vio, así como un momento antes el andrógino había visto en el eslabón y a través del cristal los remolinos y bucles de la escritura. La cosa hizo una pausa y se volvió hacia mí, y abrió las alas para que yo pudiera observarlas. Estaban marcadas con ojos.

El andrógino cerró el libro de golpe, como un portazo.

—¿Qué fue lo que viste?

Sólo podía pensar que ya no tenía que mirar las páginas, y dije: —Gracias, sieur. Quienquiera que seáis, de ahora en adelante consideradme vuestro servidor.

Él asintió.

—Quizás alguna vez te lo recuerde. Pero no volveré a preguntarte qué viste. Toma, límpiate la frente. La visión te ha marcado.

Mientras hablaba me dio un trapo limpio y me sequé la frente como me había dicho, porque sentía que la humedad me resbalaba por la cara. Cuando miré el trapo, estaba rojo de sangre.

Como si me hubiera leído el pensamiento, él me dijo: —No estás herido. Los médicos lo llaman hematidrosis, creo. Al experimentar una fuerte emoción, las venas diminutas en la piel de la parte afligida… en algunos casos, en toda la piel… se rompen mientras se suda profusamente. Me temo que te quedará una repugnante herida en ese lugar.

—¿Por qué lo hicisteis? —pregunté—. Pensé que ibais a enseñarme un mapa. Sólo quiero encontrar la Sala Verde, como dice que se llama el anciano Rudesind, donde se alojan los actores. ¿Decía el mensaje de Vodalus que teníais que matar al portador?

Mientras hablaba, mis manos buscaban la espada, pero cuando agarraron la empuñadura familiar, vi que estaba demasiado débil para sacar la hoja.

El andrógino rió. Al principio era una risa agradable, que a veces parecía de mujer y otras de niño, pero forzada al final, y arrastrada, como de borracho. Los recuerdos de Thecla se removieron en mi interior.

Casi se despertaron.

—¿Era eso todo lo que deseabas? —dijo cuando volvió a ser dueño de sí—. Me pediste que iluminara tu vela, y yo traté de darte el sol y ahora te has quemado. La culpa fue mía… Tal vez traté de aplazar mi momento, pero aún así no te hubiera dejado viajar tan lejos si no hubiera leído en el mensaje que llevas la Garra. Y ahora, de verdad que lo siento, pero no puedo evitar reírme. ¿Adónde irás cuando hayas encontrado la Sala Verde, Severian?

—Adonde me enviéis. Tal como me recordáis, he jurado servir a Vodalus. —(En realidad, yo le temía, y temía que el andrógino le informara si yo me mostraba desobediente.)

—¿Pero y si no tengo órdenes para ti? ¿Te has deshecho ya de la Garra?

—No pude.

Hubo una pausa. Él no habló.

—Iré a Thrax. Tengo una carta para el arconte de allí; él debe darme trabajo. Para honra de mi gremio, me gustaría ir allí.

—Eso está bien. ¿Hasta dónde llega, en realidad, tu amor por Vodalus?

De nuevo volví a sentir en la mano la empuñadura del hacha. Me dicen que en vosotros la memoria muere con el tiempo. La mía apenas se apaga. La niebla que aquella noche envolvía la necrópolis me dio en la cara otra vez, y volvió a mí todo lo que había sentido cuando recibí de Vodalus la moneda y lo vi alejarse hacia un lugar donde no podía seguirlo.

—Una vez le salvé la vida —dije.

El andrógino asintió.

—He aquí, pues, lo que has de hacer. Irás a Thrax como planeabas, y dirás a todo el mundo… incluso a ti mismo… que vas a desempeñar el oficio que allí te espera. La Garra es peligrosa. ¿Lo sabes?

—Sí. Vodalus me dijo que si llegaba a saberse que la teníamos, podíamos perder el apoyo del populacho.

Durante un momento el andrógino volvió a callar, y después dijo: —Las Peregrinas están en el norte. Si te dan la oportunidad, has de devolverles la Garra.

—Eso es lo que había querido hacer.

—Bien. Hay algo más que debes hacer. El Autarca se encuentra aquí, pero mucho antes de que llegues a Thrax también estará en el norte con el ejército. Si se acerca a Thrax, podrás llegar a él. Después ya descubrirás cómo quitarle la vida.

El tono lo traicionaba tanto como los pensamientos de Thecla. Quise arrodillarme, pero dio unas palmadas y un hombrecito encorvado penetró silenciosamente en la sala. Llevaba un hábito con capucha, como un cenobita. El Autarca le dijo algo, pero yo estaba demasiado distraído para comprender.


Pocos espectáculos puede haber en el mundo más hermosos que el sol del amanecer visto a través de las mil aguas chispeantes de la Fuente Profética. Aunque no soy entendido en estética, mi primera visión de esta danza (de la que tanto había oído hablar) debió de tener un efecto restaurador. Todavía la recuerdo con placer, tal como la vi cuando el encapuchado servidor me abrió una puerta —después de tantas leguas de inventados pasillos en la Segunda Casa— y contemplé cómo las corrientes plateadas trazaban ideogramas cruzando el disco solar.

—Todo derecho hacia delante —murmuró la figura encapuchada—. Sigue el camino que atraviesa la Puerta de los Árboles. Te encontrarás a salvo entre los actores. —La puerta se cerró detrás de mí y se convirtió en la pendiente de un montículo herboso.

Avancé dando traspiés hacia la fuente, que me refrescó con las salpicaduras sopladas por el viento. Me encontré rodeado por un pavimento serpentino; me quedé allí algún rato, tratando de leer mi fortuna en las formas danzantes, y por último registré en mi esquero en busca de una ofrenda. Los pretorianos se habían llevado todo mi dinero, pero mientras rebuscaba entre las pocas posesiones que llevaba allí (un trapo, el fragmento de la piedra de afilar y un frasco de aceite para Terminus Esi, un peine y el libro marrón para mí) vislumbré una moneda encajada entre los adoquines verdes que había a mis pies. Con un pequeño esfuerzo pude sacarla; era un simple asimi, tan desgastado que apenas quedaba rastro de la estampación. Musité un deseo y la lancé al centro mismo de la fuente. Un chorro salió allí a encontrarla, y la lanzó contra el cielo, de modo que por un momento destelló antes de caer. Comencé a leer los símbolos que dibujaba el agua contra el sol.

Una espada. Esto parecía bastante claro. Seguiría siendo torturador.

Después una rosa, y debajo un río. Caminaría Gyoll arriba como había planeado, pues ése era el camino que llevaba a Thrax.

Y ahora olas furiosas, que pronto se convierten en una elevación larga y amenazadora. El mar, tal vez; pero me pareció que no se podía llegar al mar caminando corriente arriba hacia el nacimiento del río.

Una vara, una silla, una multitud de torres, y comencé a pensar que los poderes oraculares de la Fuente, en los que nunca había creído mucho, eran completamente falsos. Me volví para irme, pero vislumbré entonces una estrella de muchas puntas que se hacía más y más grande.


Desde que regresé a la Casa Absoluta, he vuelto a visitar dos veces la Fuente Profética. En una ocasión vine al despuntar la mañana, acercándome a ella por la misma puerta de la primera vez. Pero no he vuelto a atreverme a hacerle preguntas.

Mis servidores, que confiesan sin excepción que han echado oricretas en la fuente cuando el jardín estaba libre de huéspedes, me dicen sin excepción que no han recibido ninguna profecía verdadera a cambio del dinero. No obstante, no podría asegurarlo, pues me acuerdo del hombre verde, que alejaba a las visitas hablándoles del futuro. ¿No puede ser que estos servidores míos, al no ver otra cosa que un porvenir de bandejas y de escobas y de campanillas, lo rechacen de plano? También he preguntado a mis ministros, que sin duda echan allí puñados de crisos, pero en sus respuestas dudosas hay de todo.

Realmente me resultaba difícil dar la espalda a la fuente y a sus adorables y crípticos mensajes y caminar hacia el viejo sol. Parecía enorme, como la cara de un gigante y rojo oscuro, mientras el horizonte descendía. Los álamos del recinto se alzaban recortados en la luz, haciéndome pensar en la figura de la Noche encima del kan sobre esta orilla occidental del Gyoll, que tan a menudo había visto con el sol detrás al final de una de nuestras excursiones de baño.

Sin darme cuenta de que ya me encontraba muy dentro de los límites de la Casa Absoluta y bien lejos de las patrullas que recorrían la periferia, temía que pudieran detenerme en cualquier momento y quizá devolverme a la antecámara, cuya puerta secreta —estaba seguro— ya habría sido descubierta y clausurada. No ocurrió nada de eso. Hasta donde mi vista alcanzaba, nadie se movía en leguas y leguas de setos y césped aterciopelado, flores y aguas cantarinas, excepto yo mismo. Junto al camino brotaban lirios mucho más altos que yo, cuyas caras estrelladas estaban salpicadas de rocío; la superficie perfecta del camino sólo dejaba detrás de mí las marcas de mis propios pies. Los ruiseñores cantaban todavía, unos libres y otros suspendidos de las ramas de los árboles en jaulas doradas.

Una vez vi delante de mí, con algo del viejo sentimiento de horror, a una de las estatuas errantes. Como un hombre colosal (aunque no se trataba de un hombre), demasiado grácil y demasiado lento para ser humano, vino atravesando una pequeña y escondida extensión de césped como moviéndose al compás de algún extraño e inaudible himno procesional. Confieso que me aparté hasta que hubo pasado, preguntándome si me podría sentir de pie en la sombra, donde yo estaba, y si le importaría que estuviera así.

Cuando había perdido las esperanzas de encontrar la Puerta de los Árboles, la vi de pronto. No era posible confundirla. Igual que los pequeños jardineros disponen los perales en espaldera, así los jardineros superiores de la Casa Absoluta, que tardan generaciones en completar el trabajo, habían moldeado las enormes ramas de los robles hasta ajustarlas todas a una inspiración completamente arquitectónica, y yo, caminando sobre los techos del más grande de los palacios de Urth, sin ni siquiera una piedra a la vista, vi a un lado levantarse esa enorme y verde vía de acceso construida de madera viviente como si fuera obra de albañilería.

Entonces corrí.

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