XXII — Personificaciones

Atravesé corriendo el ancho arco de la Puerta de los Árboles, que goteaba sobre el camino, y salí a una amplia extensión de césped ahora sembrada de tiendas. En algún lugar un megaterio rugió y sacudió la cadena que lo retenía. No parecía haber otro sonido. Me detuve a escuchar, y el megaterio, al que ya no perturbaban mis pasos, volvió a caer en el sueño como de muerte que es propio de su especie. Yo oía el rocío que caía de las hojas, y también el tenue e interrumpido gorjeo de los pájaros.

Había también algo más. Un tenue zis, zas, rápido e irregular, que se hizo más alto mientras lo escuchaba. Comencé a abrirme paso por entre las tiendas silenciosas, guiándome por el sonido. No obstante, tuve que haberme equivocado, pues el doctor Talos me vio antes que yo a él.

—¡Amigo y socio mío! Todos están dormidos, tu Dorcas y los demás. Todos menos tú y yo. ¡Ven aquí!

Movía una vara mientras hablaba; el zis, zas era el sonido de los golpes con que descabezaba las flores.

—Te has reunido con nosotros justo a tiempo. ¡Justo a tiempo! Actuamos esta noche, y me hubiera visto obligado a contratar a uno de estos tipos para que interpretara tu papel. ¡Me alegra mucho verte! Te debo algún dinero, ¿lo recuerdas? No mucho, y, entre tú y yo, creo que es una deuda ilegal. Pero de todas maneras te lo debo, y siempre pago.

—Me temo que no lo recuerdo —dije—, así que no puede ser mucho. Si Dorcas se encuentra bien, estoy dispuesto a olvidarlo, siempre que me des de comer y me indiques dónde puedo dormir durante un par de guardias.

La afilada nariz del doctor se inclinó por un instante indicando que lo lamentaba.

—Puedes dormir cuanto quieras hasta que los otros te despierten. Pero me temo que no tenemos comida. Como sabes, Calveros consume como el fuego. El encargado del tiaso ha prometido traernos algo para todos nosotros. —Indicó vagamente con su vara la irregular ciudad de tiendas.— Pero me temo que eso no será al menos hasta media mañana.

—Tal vez me dé lo mismo. Estoy demasiado cansado para comer, de modo que si me indicas dónde me puedo echar…

—¿Qué tienes en la cabeza? No importa, lo disimularemos maquillándote. Por aquí. — Y aligeró el paso, adelantándose. Lo seguí por un laberinto de cuerdas de tiendas hasta la cúpula de un heliotropo. A la puerta estaba la carreta de Calveros, y por fin estuve seguro de que había vuelto a encontrar a Dorcas.


Cuando desperté, fue como si nunca nos hubiéramos separado. Dorcas tenía aún el mismo delicado encanto. El resplandor de Jolenta lo ensombrecía como siempre, pero, cuando los tres estábamos juntos, me hacía desear que nos dejara, para que yo pudiera mirar a Dorcas. Llevé a Calveros aparte, aproximadamente una hora después de que todos nos hubiéramos despertado, y le pregunté por qué me había dejado en el bosque pasada la Puerta de la Piedad.

—Yo no estaba contigo —dijo con lentitud—. Estaba con mi doctor Talos.

—Y también yo. Podíamos haberlo buscado juntos y habernos ayudado mutuamente.

Hubo una prolongada duda; me pareció sentir el peso de aquellos ojos apagados en mi cara, y llegué a pensar lo terrible que sería si Calveros tuviera energía y voluntad para encolerizarse. Por fin dijo: —¿Estabas con nosotros cuando dejamos la ciudad?

—Por supuesto. Dorcas, Jolenta y yo estábamos con vosotros.

Otra duda.

—Así pues, os encontramos allí.

—Sí. ¿No lo recuerdas?

Meneó la cabeza con lentitud, y observé unos toques gris en la tosca cabellera negra.

—Una mañana desperté y te vi allí. Yo estaba pensando. Me dejaste pronto.

—Entonces las circunstancias eran distintas; habíamos convenido en volver a encontrarnos. —(Sentí una punzada de culpa al recordar que nunca tuve la intención de cumplir esa promesa.)

—Ya nos hemos vuelto a encontrar —farfulló Calveros, y después, viendo que la respuesta no me satisfacía, añadió—: Para mí, aquí lo único real es el doctor Talos.

—Tu lealtad es digna de alabanza, pero podías haber recordado que él deseaba tenerme a mí tanto como a ti. —Veía que era imposible enfadarse con este apagado y amable gigante.

—Ganaremos dinero aquí en el sur, y después volveremos a construir, como lo hemos hecho antes, cuando hayan olvidado.

—Estamos en el norte. Pero es verdad que tu casa fue destruida, ¿no es así?

—Incendiada —dijo Calveros. Casi podía ver las llamas reflejadas en sus ojos—. Lo siento si lo pasaste mal. Desde hace mucho tiempo sólo pienso en el castillo y en mi trabajo.

Le dejé allí sentado y fui a echar un vistazo al utillaje de nuestro teatro; no es que lo necesitara, o que yo pudiera descubrir otra cosa que no fueran las faltas más evidentes. Algunos actores se habían reunido alrededor de Jolenta, y el doctor Talos los alejó e hizo que ella entrara en la tienda. Un momento después oí el ruido de la vara pegando en la carne; salió sonriente, pero todavía enfadado.

—No es culpa de ella —dije—. Ya sabe lo atractiva que es.

—Demasiado, quizás excesivamente. ¿Sabes lo que me gusta de ti, sieur Severian? Que prefieres a Dorcas. A propósito, ¿dónde está? ¿La has visto desde que volviste?

—Se lo advierto, doctor. No la golpee.

—No se me ocurriría. Sólo tengo miedo de que se pierda.

La expresión de sorpresa del doctor me convenció de que estaba diciendo la verdad. Le dije: —Sólo estuvimos charlando un momento. Ha ido por agua.

—Pues es muy valiente de su parte —dijo. Y como advirtió mi extrañeza añadió—: Teme al agua. Seguramente lo has notado. Es limpia, pero incluso cuando se lava no lo hace más que en un dedo de agua; cuando cruzamos por puentes, se agarra a Jolenta y tiembla.

Entonces regresó Dorcas, y si el doctor dijo algo más, no lo oí. Cuando ella y yo nos vimos por la mañana, no pudimos hacer mucho más que sonreír y nos tocamos con manos incrédulas. Ahora venía hacia mí, dejó en el suelo los cubos que traía, y pareció devorarme con la mirada. —Te he echado mucho de menos —dijo—. Me he encontrado muy sola sin ti.

Me reí de que alguien pudiera echarme de menos, y levanté el borde de mi capa fulígina.

—¿Echaste esto de menos?

—La muerte, quieres decir. ¿Que si eché de menos la muerte? No, te eché de menos a ti. —Me quitó la capa de la mano y me condujo hacia la hilera de chopos que formaban una pared de la Sala Verde. Hay un banco que encontré entre macizos de yerbas. Ven a sentarte conmigo. Ellos pueden prescindir de nosotros un rato, después de tantos días. Y cuando Jolenta salga encontrará el agua, que de todos modos era para ella.

En cuanto hubimos dejado atrás el bullicio de las tiendas, donde los malabaristas jugaban con cuchillos y los acróbatas lanzaban niños al aire, nos vimos envueltos en la quietud de los jardines. Son tal vez la superficie de tierra más grande que se haya planeado y cultivado como lugar de recreo, con excepción de los territorios vírgenes que son los jardines del Increado y cuyos cultivadores son invisibles para nosotros. Setos que se superponían formaban una puerta estrecha. Entramos en un bosquecillo de árboles de ramas blancas y perfumadas que me traían el triste recuerdo de los ciruelos en flor por el que los pretorianos nos habían arrastrado a Jonas y a mí, aunque aquéllos parecían haber sido plantados como adorno, y éstos, me parecía, para que dieran frutos. Dorcas había quebrado una rama con media docena de flores y se la había puesto en el pálido cabello dorado.

Más allá de los árboles había un jardín tan antiguo que se me ocurrió que estaba olvidado por todos menos por los servidores que lo cuidaban. El asiento de piedra tenía allí cabezas talladas, que se habían desgastado hasta perder casi todas las facciones. Quedaban unos cuantos macizos de flores comunes, y con ellas, hileras fragantes de hierbas de cocina: romero, angélica, menta, albahaca y ruda, que crecían en un suelo negro como el chocolate por el trabajo de incontables años.

También había una pequeña corriente, de donde sin duda Dorcas había sacado el agua. Tal vez el manantial había sido una fuente en otro tiempo, pero ahora no era más que una especie de brote de agua que se elevaba en un cuenco poco profundo, salpicaba sobre el borde y se iba serpenteando por pequeños canales de tosca mampostería para regar los árboles frutales. Nos sentamos en el asiento de piedra, apoyé mi espada contra el brazo tallado, y Dorcas tomó mis manos en las suyas.

—Tengo miedo. Severian —dijo—. Tengo sueños terribles.

—¿Desde que me fui?

—Desde siempre.

—Cuando dormimos juntos en el campo me dijiste que habías despertado de un buen sueño. Dijiste que era muy minucioso y que parecía real.

—Si fue bueno, ya lo he olvidado.

Yo ya había advertido que ella procuraba apartar los ojos del agua que brotaba de las ruinas de la fuente.

—Todas las noches sueño que paseo por calles de tiendas. Soy feliz, o al menos estoy contenta. Tengo dinero, y hay una larga lista de cosas que quiero comprar. Una y otra vez me recito esa lista, y trato de decidir en qué lugares del barrio puedo adquirir lo mejor por el precio más bajo.

»Pero poco a poco, conforme voy de tienda en tienda, me doy cuenta cada vez más de que todo el mundo me desprecia y me odia, pues suponen que tengo un espíritu poco limpio que se ha envuelto en el cuerpo de mujer que ellos ven. Por último entro en una pequeña tienda atendida por un anciano y una anciana. Ella está sentada haciendo encaje, mientras que él me muestra lo que tiene extendiéndolo sobre el mostrador. Oigo detrás de mí el sonido que ella hace con el hilo cuando da una nueva puntada.

Le pregunté: —¿Qué es lo que entraste a comprar?

—Pequeñas prendas de vestir. —Y Dorcas mantuvo apartadas un palmo las manos pequeñas y blancas.— Tal vez ropa para muñecas. Recuerdo en particular unas camisitas defino algodón. Por fin elijo una y le doy el dinero al anciano. Pero no se trata en absoluto de dinero, sólo un puñado de porquería.

Le temblaban los hombros, y le pasé el brazo por encima para confortarla.

—Entonces tengo ganas de gritar que están equivocados, que no soy el sucio espectro por el que me toman. Pero sé que si lo hago, cualquier cosa que diga será interpretada como la prueba definitiva de que tienen razón, y las palabras me ahogan. Lo peor de todo es que el siseo de la hebra de hilo se interrumpe justo entonces. —Ella había vuelto a cogerme la mano libre, y ahora la apretaba como para meter en mí lo que quería decir.— Sé que nadie que no haya tenido ese mismo sueño podría comprenderme, pero es terrible. Terrible.

—Tal vez ahora que estoy de nuevo contigo, terminarán esos sueños.

—Y después me quedo dormida, o por lo menos me hundo en la oscuridad. Si entonces no despierto, tengo un segundo sueño. Me encuentro en un bote que se mueve en un lago espectral empujado por una pértiga…

—Al menos en eso no hay misterio —dije—. Una vez fuiste en un bote así con Agia y conmigo. Pertenecía a un hombre llamado Hildegrin. Seguramente te acuerdas de ese viaje.

Dorcas —meneé la cabeza. —No es ese bote, sino uno más pequeño. Un hombre lo empuja con una pértiga, y yo me he tendido a sus pies. Estoy despierta, pero no puedo moverme. Mi brazo se arrastra en las aguas negras. Justo cuando vamos a llegar a la orilla, caigo del bote y el viejo no me ve, y mientras me hundo en el agua sé que él nunca ha sabido que yo estaba allí. Pronto desaparece la luz y siento un gran frío. Muy por encima de mí, oigo una voz que grita mi nombre, pero no me acuerdo de quien es esa voz.

—Es mi voz, que te llama para despertarte.

—Tal vez. —La marca del látigo que Dorcas traía desde la Puerta de la Piedad le ardía como una llama en la mejilla.

Durante un rato estuvimos sentados sin hablar. Los ruiseñores callaban ahora, pero los pardillos cantaban en todos los árboles, y vi un loro, vestido de escarlata y verde, como un pequeño mensajero con librea, que se precipitaba entre las ramas.

—Qué cosa tan terrible es el agua. No te debería haber traído aquí, pero no se me ocurrió otro lugar por aquí cerca. Ojalá nos hubiéramos sentado en la hierba debajo de aquellos árboles.

—¿Por qué la odias? A mí me parece hermosa.

—Porque está aquí a la luz del sol, pero por su propia naturaleza siempre desciende, más y más, alejándose de la luz.

—Pero vuelve a subir —dije—. La lluvia que vemos en primavera es la misma agua que vimos correr por las alcantarillas un año antes, o al menos así nos lo enseñó el maestro Malrubius.

La sonrisa de Dorcas destelló como un sol.

—Es bonito creerlo, sea o no verdad. Severian, sería tonto decirte que eres la mejor persona que conozco, porque eres la única persona buena que conozco. Pero creo que si conociera miles de otros, todavía seguirías siendo el mejor. Eso es lo que quería hablar contigo.

—Si necesitaras mi protección, ya sabes que la tienes.

—No es nada de eso —dijo Dorcas—. De algún modo, yo quiero darte la mía. Eso sí que suena tonto, ¿verdad? No tengo familia, no tengo a nadie más que a ti, y sin embargo pienso que puedo protegerte.

—Conoces a Jolenta, al doctor Talos y a Calveros.

—No son nadie. ¿Es que no lo sientes, Severian? Incluso yo no soy nadie, pero ellos menos que yo. La pasada noche estuvimos los cinco en la tienda, y sin embargo tú estuviste solo. Una vez me dijiste que no tenías mucha imaginación, pero seguro que te diste cuenta.

—¿De eso quieres protegerme, de la soledad? Me agradaría contar con esa protección.

—Entonces te daré toda la que pueda, durante el tiempo que pueda. Pero sobre todo, quiero protegerte de la opinión del mundo. Severian, ¿recuerdas lo que te dije de mi sueño? ¿De cómo toda la gente en las tiendas y en la calle creía que yo no era más que un espectro horroroso? Tal vez tengan razón.

Estaba temblando, y la apreté contra mí.

—Por eso hay tanto dolor en el sueño. Pero hay dolor también porque en muchos sentidos sé que ellos están equivocados. El espectro sucio está en mí. Soy yo. Pero también hay en mí otras cosas, y soy esas cosas, tanto como eso otro.

—Nunca podrías ser un espectro sucio, ni nada sucio.

—Oh, sí —dijo con gravedad, y alzó la mirada hacia mí. Aquella carita levantada nunca fue más hermosa que entonces a la luz del sol, ni más pura—. Oh, sí, podría serlo, Severian. Igual que tú podrías ser lo que ellos te llaman, lo que a veces eres. ¿Recuerdas cómo vimos saltar la catedral hacia los cielos y arder en un instante? ¿Y cómo nos pusimos a andar por un camino entre árboles hasta que vimos una luz enfrente, y eran el doctor Talos y Calveros preparados para una representación junto con Jolenta?

—Me tenías de la mano —dije—. Y hablábamos de filosofía. ¿Cómo podría olvidarlo?

—Cuando salimos a la luz y el doctor Talos nos vio ¿recuerdas lo que dijo?

Pensé de nuevo en aquella tarde, al final del día en que ejecuté a Agilus. Volví a oír los rugidos del público, el grito de Agia, y después el redoble de tambor de Calveros.

—Dijo que ya habían venido todos, y que tú eras la Inocencia y yo la Muerte.

Dorcas asintió solemnemente.

—Exacto. Pero tú no eres de veras la Muerte, ¿sabes? No importa las veces que te lo diga. Tú no representas la muerte, como tampoco un carnicero aunque se pase el día degollando vacas. Para mí tú eres la Vida, eres un joven llamado Severian, y si quisieras ponerte otras ropas y convertirte en carpintero o en pescador, nadie podría impedírtelo.

—No deseo dejar mi gremio.

—Pero podrías, hoy mismo. Nunca lo olvides. La gente no quiere que otras gentes sean gente. Les ponen nombres y los encierran en esos nombres, y yo no quiero que tú te dejes encerrar. El doctor Talos es peor que la mayoría. A su manera, es un mentiroso…


Dejó inconclusa la acusación, y me aventuré a comentar: —En una ocasión le oí decir a Calveros que el doctor raras veces mentía.

—Dije a su manera. Calveros tiene razón, el doctor Talos no miente como los demás. Llamarte Muerte no era una mentira. Era una… una…

—Metáfora —sugerí.

—Pero era una metáfora peligrosa y malvada, que iba dirigida a ti como una mentira.

—¿Entonces crees que el doctor Talos me odia? Yo hubiera dicho que es uno de los pocos que se ha mostrado verdaderamente amable desde que dejé la Ciudadela. Tú, Jonas que ya se ha ido, una anciana que conocí mientras estuve en prisión, un hombre vestido de amarillo, que por cierto también me llamó Muerte, y el doctor Talos. Realmente, la lista es corta.

—No creo que odie como nosotros lo entendemos —replicó Dorcas—. Ni tampoco que ame. Lo que quiere es manipular todo aquello con que se topa, cambiarlo a voluntad, y puesto que destruir es más fácil que construir, es lo que hace con mayor frecuencia.

—Sin embargo, me parece que Calveros lo quiere —dije—. Yo tuve un perro tullido, y he observado que Calveros mira al doctor como Triskele me miraba a mí.

—Te comprendo, pero a mí no me da esa impresión. ¿Has pensado alguna vez qué aspecto debías haber tenido cuando mirabas a tu perro? ¿Sabes algo sobre el pasado de Calveros y el doctor?

—Sólo que vivían juntos cerca del Lago Diurtuma. Al parecer, la gente de allí les incendió la casa para que se fueran.

—¿Crees que el doctor Talos podría ser hijo de Calveros?

La idea era tan absurda que me reí, contento de que algo aliviara mi tensión.

—De todas maneras —dijo Dorcas—, así es como actúan. Como un padre de ideas lentas y quehacer duro y un hijo brillante y voluble. Al menos, así me lo parece.

Hasta que no abandonamos el banco y nos encontramos en el camino de vuelta hacia la Sala Verde (que ya no se parecía al cuadro que Rudesind me había enseñado más que cualquier otro jardín), no se me ocurrió plantearme si el nombre de «Inocencia» con que el doctor Talos llamaba a Dorcas no habría sido una metáfora del mismo tipo.

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