VI — Resplandor azul

Llegué a acostumbrarme tanto al sonido del agua helada que si me lo hubieras preguntado hubiera dicho que caminaba en silencio; pero no era así y cuando, de pronto, el incómodo túnel desembocó en una enorme sala igualmente oscura, lo supe en seguida por el cambio en la música de la corriente. Di un paso más, y otro, y levanté la cabeza. Ya no había piedras escabrosas en qué chocar. Levanté los brazos. Nada. Agarré a Terminus Est por la empuñadura de ónice y moví por el aire la hoja, aún envainada. Nada todavía.

Entonces hice algo que tú, que lees esta crónica, encontrarás ciertamente estúpido, aunque has de recordar que a los guardias que pudiera haber en la mina se les había advertido de mi llegada y se les había dicho que no me hicieran daño. Grité el nombre de Thecla.

Y el eco respondió:

—Thecla… Thecla… Thecla…

Y otra vez el silencio.

Me acordé de que tenía que seguir el curso del agua hasta donde brotaba de una roca, y que no lo había hecho. Posiblemente goteaba por tantas galerías en este lugar debajo de la colina como fuera de ella a través de los valles. De nuevo volvía avanzar por el agua, tanteando el camino a cada paso por temor a caer de cabeza al paso siguiente.

No había avanzado cinco zancadas cuando oí algo, lejano pero nítido, por encima del susurro del agua, que ahora fluía mansamente. No había avanzado cinco pasos más cuando vi una luz.


No era el reflejo esmeralda de los fabulados bosques de la luna, ni una luz como la que llevan los guardias, esto es, la llama escarlata de una antorcha, el dorado resplandor de un cirio, o incluso el penetrante rayo blanco que algunas veces había vislumbrado de noche cuando las bengalas del Autarca rasgaban el cielo de la Ciudadela. Más bien se trataba de una niebla luminosa que en ocasiones parecía no tener color y a veces parecía de un impuro verde amarillento. Era imposible saber la distancia a que se encontraba y parecía no tener forma. Por unos instantes tremoló antes mis ojos; y yo, que todavía seguía el curso de la corriente, avancé chapoteando hacia ella. Entonces se le unió otra luz.

Me es difícil concentrarme en lo que ocurrió en los minutos siguientes. Quizá todo el mundo guarda en secreto algunos momentos de horror, como nuestras mazmorras, en sus niveles más bajos y deshabitados, guardaban a aquellos clientes cuyas mentes habían sido destruidas o transformadas tiempo atrás en conciencias que ya no eran humanas. Como ellas, estos recuerdos gritan y golpean las paredes con sus cadenas, pero raramente llegan a emerger a la luz.

Lo que experimenté bajo la colina aún me acompaña, como nos acompañaban aquellos clientes, y es algo que me esfuerzo por arrinconar en lo más recóndito, pero que de cuando en cuando aflora a mi conciencia. (No hace mucho, cuando el Samru aún se encontraba cerca de la desembocadura del Gyoll, miré de noche por la barandilla de popa; cada movimiento de los remos me parecía una mancha de fuego fosforescente, y por un momento imaginé que los de debajo de la colina habían venido por fina buscarme. Ahora soy yo el comandante, pero eso poco me tranquiliza.)

Una segunda luz se unió a la primera, como ya he descrito, y después apareció una tercera, y una cuarta, y yo seguía avanzando. De pronto hubo demasiadas luces para contarlas, pero como yo no sabía qué eran en realidad, me confortaban y estimulaban, imaginando que cada una de ellas era quizás una chispa perteneciente a algún desconocido tipo de antorcha y que algunos de los guardianes mencionados en la carta llevaban consigo. Cuando hube avanzado otra docena de pasos, vi que estas manchas de luz se mezclaban para formar una figura, un dardo o una flecha que apuntaba hacia mí. Entonces oí, muy tenuemente, un rugido como el que salía de la torre llamada del Oso cuando a los animales se les daba la comida. Pienso que incluso entonces hubiera podido escapar si me hubiera girado y echado a correr.

No lo hice. El rugido creció, aunque no se trataba exactamente de un ruido de animales, ni tampoco del griterío de la más frenética de las turbas humanas. Vi que las manchas de luz no eran informes, como yo antes había imaginado. Todas, en realidad, parecían tener la forma que en arte se llama estrella, con cinco puntas desiguales.

Fue entonces, ya demasiado tarde, cuando me detuve.

Para entonces, la luz incierta y desprovista de matiz que arrojaban estas estrellas se había intensificado lo suficiente como para que yo viera las formas de alrededor como sombras acechantes. A ambos lados había masas de lados angulares que eran obra de hombres. Me encontraba al parecer en la ciudad enterrada (que en este punto no se había hundido bajo el peso del suelo que la cubría), donde los mineros de Saltus desenterraban sus tesoros. Entre estas masas había pilares rechonchos de una ordenada irregularidad como la que en ocasiones he observado en los haces de leña, en los que cada rama sobresale pero juntas son partes de un todo. Estas masas producían tenues destellos, devolviendo la cadavérica luz de las móviles estrellas y haciéndola menos siniestra, o al menos más hermosa, que cuando la habían recibido.


Por un momento estos pilares me sorprendieron; entonces volvía mirarlas formas estrelladas y por primera vez pude verlas. ¿Te has abierto paso por la noche hacia lo que parecía ser el ventanuco de una casa de campo y resultó ser la tronera de una gran fortaleza? ¿O has resbalado mientras escalabas, consiguiendo sostenerte, y al mirar hacia abajo has visto que la caída era cien veces mayor de lo que habías pensado? Si es así, te imaginarás lo que sentí. Las estrellas no eran chispas de luz, sino formas como de hombres, y parecían pequeñas sólo porque la caverna donde me encontraban era de una vastedad inconcebible. Y los hombre, que no lo parecían, pues eran más anchos de hombros y más encorvados, se me acercaban apresuradamente. El rugido que yo había oído eran sus voces.

Me volví y cuando comprobé que no podía correr por el agua subí a la ribera donde se encontraban las oscuras estructuras. Para entonces ya estaban casi encima de mí, y algunos se movían a mi derecha y a mi izquierda para cortarme la retirada al mundo exterior.

Eran terribles de un modo que no estoy seguro de poder explicar… Como monos, pues tenían pelos, el cuerpo encorvado, los brazos largos, las piernas cortas y el cuello ancho. Sus dientes eran como garras de esmilodontes, curvados y en perfil de sierra, y sobresalían un dedo por debajo de las imponentes mandíbulas. Sin embargo, lo que me causó horror no fue ninguna de estas cosas, ni la luz noctilucente que desprendían. Era algo en sus caras, quizás en sus enormes ojos de iris pálidos. Ese algo me decía que eran humanos como yo. Así como los ancianos se encuentran aprisionados en cuerpos que se descomponen, así como las mujeres están encerradas en débiles cuerpos que las convierten en presas de los obscenos deseos de miles de hombres, así estaban envueltos estos hombres en su espeluznante apariencia de monos, y lo sabían. Cuando me rodearon, pude ver ese conocimiento, y eso fue lo peor, porque aquellos ojos eran la única parte de ellos que no relumbraba.

Tragué aire para llamar a Thecla una vez más. Entonces caí en la cuenta, cerré la boca, y desenvainé Terminus Est.

Uno de ellos, más grande o al menos más osado que los otros, avanzó hacia mí. Llevaba un mazo cuya asta había sido un fémur. Todavía fuera del alcance de mi espada, me amenazó rugiendo y golpeándose la mano con la cabeza metálica del arma.

Algo removió el agua detrás de mí, y me volví a tiempo de ver que uno de los hombres mono cruzaba el río. Dio un salto atrás para evitar el tajo de mi espada, pero la punta cuadrada de la hoja lo alcanzó bajo la axila. Tan fina era esa hoja, tan magníficamente templada y perfectamente afilada, que cortó hasta el esternón.

Cayó y el agua se llevó su cadáver. Pero antes de golpearlo advertí que le repugnaba cruzar el agua. El agua le había impedido moverse, al menos tanto como a mí. Volviéndome para poder ver a todos mis atacantes, retrocedí y comencé, lentamente, a moverme hacia el sitio donde el agua corría hacia el mundo exterior. Pensaba que si era capaz de llegar al incómodo túnel me encontraría a salvo; pero también sabía que ellos nunca lo permitirían.

Continuaron agrupándose en una masa más densa a mi alrededor; eran ya varios centenares. El resplandor que desprendían me permitió ver entonces que las masas cuadradas que yo había vislumbrado anteriormente eran en realidad edificios, al parecer de los más antiguos, hechos de piedra gris sin junturas y salpicados en todas partes de excrementos de murciélagos.

Los pilares irregulares no eran sino lingotes apilados, cruzados en capas unos sobre otros. Por el color estimé que eran de plata. Había un centenar en cada pila, y seguramente muchos cientos de estas pilas en la ciudad enterrada.

Observé todo esto mientras daba media docena de pasos. Al séptimo vinieron por mí al menos veinte de ellos, y de todas partes. No había tiempo para golpes limpios al cuello. Manejé la espada en molinete, y el siseo de la hoja llenó el mundo subterráneo y resonó en las paredes y el techo de piedra, oyéndose por encima del griterío y de los lamentos.

En tales momentos el sentido del tiempo enloquece. Recuerdo cómo se abalanzaron y cómo repartí golpes frenéticos, pero en retrospectiva todo pareció haber sucedido en un instante. Cayeron dos, y cinco, y diez, hasta que el agua a mi alrededor estuvo negra de sangre a la luz cadavérica, saturada de moribundos y de muertos; pero seguían viniendo. Recibí un golpe en un hombro que pareció el mazazo del puño de un gigante. Terminus Est cayó de mi mano y el peso de los cuerpos me tumbó y estuve tanteando a ciegas bajo el agua. Los colmillos de mi enemigo me rasgaron el brazo como lo hubieran hecho dos lanzas, pero me pareció que tenía demasiado miedo de ahogarse para pelear como hubiera tenido que hacerlo. Metí con fuerza los dedos en las anchas fosas nasales y le partí el cuello, aunque parecía más fuerte que el de un hombre.

Si hubiera podido contener la respiración hasta que hubiera llegado al túnel, podría haber escapado. Los hombres mono parecían haberme perdido de vista, y avancé un trecho bajo el agua corriente abajo. Pero me estallaban los pulmones; levanté la cara hacia la superficie y se abalanzaron sobre mí.

Sin duda para todo el mundo llega un momento en que por necesidad tiene que morir. Siempre he creído que éste fue mi momento. Todo lo que he vivido desde entonces lo he contado como puro beneficio, como un regalo inmerecido. No tenía ningún arma y mi brazo derecho se encontraba entumecido y desgarrado. Los hombres mono se mostraban osados ahora. Esa osadía me dio otro momento más de vida, puesto que se amontonaron tantos para matarme que se obstruyeron entre ellos. A uno le di una patada en la cara. Un segundo agarró mi bota. Hubo un destello de luz y yo, movido por no sé qué instinto o inspiración, fui a atraparlo con la mano. Cogí la Garra.

Como si reuniera en sí todo el resplandor cadavérico y lo tiñera del color de la vida, arrojó una clara luz azulada que inundó la caverna. En un latido de corazón los hombres mono se detuvieron como obedeciendo a un golpe de gong, y yo levanté la gema sobre mi cabeza; ignoro qué clase de exaltado terror había esperado producir, si es que realmente lo había esperado en absoluto.

Pero lo que sucedió fue muy distinto. Los hombres mono no huyeron con gritos destemplados ni reanudaron su ataque, sino que se retiraron hasta que el más cercano se encontró a unas tres zancadas de distancia, y se agacharon apretando las caras contra el suelo de la mina. Hubo otra vez silencio, como cuando yo entrara en el túnel, y sólo se oía el susurro de la corriente; pero ahora podía verlo todo, desde las pilas de deslustrados lingotes de plata cerca de mí, hasta el extremo mismo de donde los hombres monos habían descendido por una pared en ruinas, habiéndome parecido entonces como manchas de pálida lumbre.

Comencé a retroceder. Entonces los hombres mono alzaron los ojos y tenían rostros de seres humanos. Cuando los vi así, supe de los eones de luchas en la oscuridad que habían engendrado esos colmillos, esos ojos como platos y esas orejas batientes. Dicen los magos que una vez fuimos monos, criaturas felices en bosques devorados por los desiertos hace ya tanto tiempo que carecen de nombre. Los viejos vuelven a ser como niños cuando los años acaban nublándoles las mentes. ¿No es posible que la humanidad, al igual que los ancianos, regrese algún día a la imagen decrépita de lo que fue, si al fin muere el viejo sol y nos quedamos en la oscuridad peleando por unos huesos? Yo vi nuestro futuro, al menos un futuro, y sentí más pena por quienes habían triunfado en las oscuras batallas que por quienes habían derramado su sangre en esa noche eterna.

Como he dicho, retrocedí un paso, y después otro, mas ninguno de los hombres mono se movió para detenerme. Entonces me acordé de Terminus Est. De haber escapado de la más frenética de las batallas, me hubiera despreciado a mí mismo si la hubiera dejado atrás. Irme indemne y sin ella era más de lo que yo podía soportar. Comencé a avanzar de nuevo, buscando el destello del acero a la luz de la Garra.

Entonces las caras de aquellos extraños y encorvados hombres parecieron iluminarse, y comprendí lo que esperaban de mí: que yo quisiera quedarme con ellos, de modo que la Garra y la radiación azul fueran suyas para siempre. Cuán terrible parece ahora, cuando escribo estas palabras sobre el papel; sin embargo, creo que no fue así en la realidad. Aunque de apariencia bestial, en la brutalidad de cada cara había una expresión de adoración, de manera que pensé, como ahora lo pienso, que si en muchos aspectos son peores que nosotros, estas gentes de las ciudades escondidas bajo Urth son mejores en otros, habiendo recibido la bendición de una fea inocencia.

Busqué de un lado a otro, de orilla a orilla, pero no vi nada, aunque me pareció que la Garra despedía una luz más y más brillante hasta que al fin cada diente de piedra que colgaba del techo cavernoso echó una sombra de nítidos y acusados contornos negros. Por fin grité a los hombres que se arrastraban: —Mi espada… ¿Dónde está mi espada? ¿La tiene alguno?

Yo no les hubiera hablado de no haberme encontrado medio frenético por el miedo de perderla; pero ellos parecieron entenderme. Comenzaron a murmurar entre ellos, y a hacerme señales, aunque sin levantarse, para indicarme que ya no pelearían, alargándome las cachiporras y lanzas de afilado hueso para que yo las cogiera. Entonces, por encima del murmullo del agua y del farfulleo de los hombres mono, oí un nuevo sonido, y en seguida ellos callaron. Si un ogro fuera a comerse los pilares mismos del mundo, el crujir de sus dientes hubiera hecho exactamente el mismo ruido. El cauce de la corriente, donde yo aún permanecía, tembló bajo mis pies, y el agua, que había estado tan clara, se cargó levemente de sedimento, de modo que pareció como si una cinta de humo avanzara por ella serpenteando. Lejos de las profundidades se oyó un paso que podía haber sido el de una torre en el Día Final, cuando se dice que todas las ciudades de Urth avanzarán para ir al encuentro del amanecer del Sol Nuevo.

A continuación se oyó otro paso.

Los hombres mono se levantaron en seguida, y agachados huyeron hacia el extremo más lejano de la galería, silenciosos ya y rápidos como los murciélagos que cortaban el aire. La luz se fue con ellos, y me pareció, como ya lo había temido, que la Garra había brillado para ellos y no para mí.

Un tercer paso vino de debajo de la tierra, y con él se apagó el último resplandor; pero en ese instante, en ese último resplandor, vi a Terminus Esi en lo más profundo del agua. Me doblé en la oscuridad, metí la Garra de nuevo en mi bota, y cogí mi espada; y al hacerlo, descubrí que el entumecimiento de mi brazo había desaparecido, y que ahora parecía tan fuerte como antes de la pelea.

Sonó un cuarto paso y me volví para huir, tanteando delante de mí con la espada. Creo que ahora sé a qué criatura invocamos desde las raíces del continente; pero entonces no lo sabía, y no sabía si fue el rugir de los hombres mono, o la luz de la Garra o alguna otra causa lo que la despertó. Sólo sabía que muy debajo de nosotros había algo ante lo cual los hombres monos, a pesar de su número y de lo terrorífico de su aspecto, se desperdigaban como chispas al viento.

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