XXVII — Hacia Thrax

Nuestro sendero se prolongó por el bosque malherido mientras duró la luz; una guardia después de oscurecer llegamos a la orilla de un río más pequeño y rápido que el Gyoll, donde a la luz de la luna podíamos ver amplios cañaverales que al otro lado se mecían al viento de la noche. A cierta distancia, Jolenta había venido sollozando de cansancio, y Dorcas y yo convinimos en detenernos. Como jamás hubiera puesto en peligro la afilada hoja de Terminus Est cortando las pesadas ramas de los árboles, no disponíamos de mucha leña, pues las ramas muertas que encontrábamos estaban empapadas de humedad y eran de consistencia esponjosa a causa de la descomposición. En la ribera había abundancia de palos doblados y resecos, duros y livianos.

Ya habíamos partido un buen número de leños, cuando recordé que no llevaba mi hierro acerado, pues se lo había dejado al Autarca que, estaba seguro, tenía que haber sido también el «alto servidor» que había llenado de crisos las manos del doctor Talos. Pero Dorcas contaba en su escaso equipaje con pedernal, eslabón y yesca, y pronto nos reconfortó el calor de una hoguera rugiente. Jolenta tenía miedo de las fieras, aunque me esforcé por explicarle que era muy improbable que los soldados permitieran que unas bestias peligrosas vivieran en un bosque que llegaba hasta los jardines de la Casa Absoluta. Para tranquilizarla quemamos tres teas gruesas por uno de sus extremos, para en caso de necesidad sacarlas del fuego y amenazar a las criaturas que ella temía.

No apareció ningún animal, nuestra hoguera alejó los mosquitos y nos tumbamos de espaldas y miramos las chispas que subían al cielo. Mucho más arriba, las luces de los objetos voladores pasaban de aquí para allá, llenando el cielo por un momento o dos de una falsa aurora fantasmal mientras los ministros y generales del Autarca volvían a la Casa Absoluta o continuaban su camino hacia la guerra. Dorcas y yo nos preguntábamos qué pensarían cuando, por un breve instante mientras se alejaban, miraran hacia abajo y vieran nuestra estrella escarlata; y convinimos en que así como nosotros nos preguntábamos quiénes eran ellos, también ellos se preguntarían quiénes éramos nosotros, a dónde íbamos y por qué. Dorcas me cantó una canción, una canción de una muchacha que camina entre la arboleda en primavera, y echa de menos a sus amigas del año anterior, las hojas muertas.

Jolenta estaba tendida entre la hoguera y el agua, quizá porque allí se sentía más segura. Dorcas y yo estábamos al otro lado del fuego, no sólo porque queríamos ocultarnos de ella todo lo posible, sino porque Dorcas, según me dijo, aborrecía la contemplación y el sonido de la fría y oscura corriente.

—Es como un gusano —dijo—. Una enorme serpiente de ébano que ahora no tiene hambre, pero sabe que estamos aquí y nos comerá poco a poco. ¿No tienes miedo de las serpientes, Severian?

Thecla sí lo tenía; sentí la sombra de su temor que se estremecía cuando oí la pregunta y asentí con la cabeza.

—He oído que en los cálidos bosques del norte el Autarca de Todas las Serpientes es Uroboros, el hermano de Abaia, y que los cazadores que descubren su guarida creen que han encontrado un túnel bajo el mar, y descendiendo por él entran en la boca de Uroboros, y sin darme cuenta bajan por la garganta, de manera que están muertos cuando todavía se creen vivos; aunque hay otros que dicen que Uroboros no es más que el gran río que allí fluye hacia sus propias fuentes, o el mar mismo, que devora sus propios comienzos.

Dorcas se me arrimó mientras contaba todo esto y yo la rodeé con el brazo, sabiendo que quería que le hiciera el amor, aunque no estábamos seguros de que Jolenta durmiera al otro lado de la hoguera. De hecho, de cuando en cuando se movía, y a causa de las caderas amplias, la cintura estrecha y las ondas del cabello, parecía retorcerse como una serpiente. Dorcas levantó la cara, pequeña y trágicamente limpia; yo la besé y la sentí apretarse contra mí, temblando de deseo.

—Tengo frío —susurró.

Estaba desnuda, aunque yo no había notado que se desvistiera. Cuando le eché mi capa alrededor, le sentí la piel acalorada —como lo estaba la mía— por la irradiación del fuego. Deslizó las manitas bajo mi ropa, acariciándome.

—Qué bueno —dijo—. Qué suave. —Y en seguida (aunque ya habíamos copulado en otra ocasión). ¿No seré demasiado pequeña? —como una chiquilla.


Cuando desperté, la luna (apenas podía creer que fuera la misma luna que me había guiado por los jardines de la Casa Absoluta) casi había sido sobrepasada por el horizonte ascendente. La luz de berilo corría río abajo, dando a cada rizo de agua la sombra negra de una ola.

Me sentí inquieto sin saber por qué. El miedo de Jolenta por las fieras ya no me parecía tan estúpido. Me levanté, y después de comprobar que Dorcas y ella dormían en paz, busqué más leña para nuestro fuego moribundo. Me acordé de los nótulos, que según Jonas eran enviados fuera por la noche, y de la cosa de la antecámara. Sobre nosotros planeaban aves nocturnas, no sólo búhos como los muchos que anidaban en las ruinosas torres de la Ciudadela, aves de cabezas redondas y alas cortas, anchas y silenciosas, sino aves de otras clases, con colas de dos y tres horquillas, aves que descendían para peinar el agua y gorjeaban durante el vuelo. De vez en cuando unas mariposas nocturnas mucho más grandes que cualquiera de las que yo hubiese visto, pasaban de tres en tres. Las alas con figuras eran tan largas como los brazos de un hombre, y hablaban entre ellas como los hombres, pero con voces casi inaudibles, demasiado altas.

Removí el fuego, comprobé que mi espada estaba allí, y durante un rato estuve mirando el rostro inocente de Dorcas con sus grandes y tiernas pestañas cerradas por el sueño; después me volví a tumbar para observar las aves que viajaban entre constelaciones y penetrar en ese mundo de la memoria que, por dulce o amargo que pueda ser, nunca me está completamente cerrado.

Traté de recordar aquella celebración del día de la Sacra Katharine, al año siguiente de convertirme en capitán de aprendices; pero los preparativos de la fiesta acababan de comenzar apenas cuando otras memorias irrumpieron de rondón. Me encontraba en nuestra cocina llevándome a los labios una copa de vino robado, y descubrí que se había convertido en un pecho del que brotaba una leche cálida. Así pues, era el pecho de mi madre, y apenas pude contener el regocijo (que podía haber borrado esa memoria) de haber conseguido al fin remontarme hasta ella, después de tantos intentos infructuosos. Traté de abrazarla, y si hubiera podido, habría levantado mis ojos para mirarla a la cara. Sin duda era mi madre, pues los niños que recogen los torturadores no conocen ningún pecho. Y entonces, la mancha gris en el límite de mi campo de visión era el metal del muro de su celda. Pronto se la llevarían y ella gritaría en el Aparato o en el Collar Permisivo. Traté de retenerla, de marcar el momento de manera que yo pudiera regresar a él cuando quisiera; ella se desvaneció mientras yo intentaba sujetarla, disolviéndose como la niebla cuando se levanta el viento.


De nuevo era niño… niña… Thecla. Estaba en una magnífica sala cuyas ventanas eran espejos, espejos que a la vez iluminaban y reflejaban. A mi alrededor había hermosas mujeres, dos veces más altas que yo, en diversos grados de desnudez. El aire era de una espesa fragancia. Buscaba a alguien, pero al mirar los rostros pintados de las altas mujeres, hermosos y realmente perfectos, empecé a dudar si la reconocería. Las lágrimas me resbalaron por la cara. Tres mujeres corrieron hacia mí y miré a una y después otra. Los ojos de ellas se encogieron entonces hasta convertirse en puntos de luz, y una mancha en forma de corazón junto a los labios de la más próxima extendió unas alas de quiróptero.

—Severian.

Me incorporé sentándome, desconociendo en qué punto la memoria había dado paso al sueño. La voz era dulce, pero muy profunda, y aunque yo estaba seguro de haberla oído antes, no recordé en seguida dónde. La luna ya casi estaba detrás del horizonte occidental, y nuestra hoguera moría por segunda vez. Dorcas había echado a un lado las mantas raídas y dormía exponiendo un cuerpo de hada al aire de la noche. Viéndola así, con la piel aún más pálida a la menguante luz de la luna, excepto donde enrojecía al relumbre de las ascuas, sentí un deseo como jamás había conocido, ni cuando había apretado a Agia contra mí en los Peldaños de Adamnian, ni cuando viera a Jolenta por primera vez en el escenario del doctor Talos, y ni siquiera en las innumerables ocasiones en que me apresuraba a visitar a Thecla. Pero no era Dorcas a quien yo deseaba; hacía poco que la había gozado, y aunque creía plenamente que ella me quería, no estaba seguro de que se me hubiera entregado tan prestamente de no haber tenido sospechas más que fundadas de que yo había penetrado a Jolenta la tarde antes de la representación, y de no haber creído que Jolenta nos observaba al otro lado de la hoguera.


Ni tampoco deseaba a Jolenta, que estaba echada de costado y roncaba. Deseaba a las dos, y a Thecla, y a la meretriz sin nombre que había fingido ser Thecla en la Casa Azur, y a su amiga que había hecho de Thea y a quien había visto en la escalera de la Casa Absoluta. Y Agia, Valeria, Morwenna y mil más. Me acordé de las brujas, de su locura y de su danza frenética en el Patio Viejo las noches de lluvia; de la belleza fría y virginal de las Peregrinas de túnica roja.

—Severian.

No era un sueño. Unas aves adormiladas, posadas en las ramas de los árboles a orillas del bosque, se estremecieron con la voz. Desenvainé Terminus Est y dejé que la hoja reflejara la fría luz del amanecer, de modo que aquel que había pronunciado mi nombre supiera que yo estaba armado.

Todo volvió a quedar en silencio, un silencio que ahora era más profundo que en todo el resto de la noche. Esperé, volviendo la cabeza lentamente para tratar de localizar a quien me había llamado, aunque sin duda habría sido mejor mostrar que yo ya sabía de dónde venía la voz. Dorcas se movió y gimió, pero ni ella ni Jolenta despertaron; no había otro sonido que el crepitar del fuego, el viento del amanecer entre las hojas, y el chapoteo del agua.

—¿Dónde estás? —musité, pero nadie respondió. Brincó un pez con un chapoteo plateado, y el silencio volvió otra vez.

—Severian.

Aunque profunda, era una voz de mujer, palpitando de pasión, húmeda de necesidad; me acordé de Agia y no enfundé la espada.

—En el banco de arena…

Aunque temía que no era más que una treta para que volviera la espalda a los árboles, recorrí el río con la mirada hasta que la vi, a unos doscientos pasos de nuestra hoguera.

—Ven a mí.

No era una treta, o al menos no la que temiera al principio. La voz venía de río abajo.

—Ven. Por favor. No te oigo donde estás.

—No he hablado —dije, pero no hubo respuesta. Esperé, pues me resistía a abandonar a Jolenta y Dorcas.

—Por favor. Cuando el sol llegue a estas aguas, tendré que irme. Tal vez no haya otra ocasión.

El riachuelo era más ancho en el banco de arena que aguas abajo o aguas arriba, y yo podía caminar sobre la arena, a pie enjuto, casi hasta el centro. A mi izquierda el agua verdosa se estrechaba y se hacía gradualmente más profunda. A mi derecha había una laguna profunda de unos veinte pasos de ancho, desde el que el agua fluía rápida pero suavemente. Me quedé de pie en la arena blandiendo Terminus Esi con ambas manos y la punta cuadrada enterrada entre mis pies.

—Aquí estoy —dije—. ¿Dónde estás tú? ¿Me oyes ahora?

Como si el mismo río respondiera, tres peces saltaron a la vez, después volvieron a saltar en una sucesión de blandas explosiones sobre la superficie del agua. Un mocasín de dorso marrón marcado con dibujos dorados y negros de anillos eslabonados, se deslizó casi hasta mi bota, se volvió como para amenazar a los peces que saltaban, silbó, y después se adentró en el vado por la parte superior de la barra y se alejó nadando con grandes ondulaciones. Tenía el cuerpo tan grueso como mi antebrazo.

—No tengas miedo. Mira. Contémplame. Entiende que no te haré daño.

Aunque el agua había sido verde, se puso más verde aún. Mil tentáculos de jade serpenteaban allí sin llegar a romper la superficie. Mientras miraba, demasiado fascinado para tener miedo, un disco blanco de tres pasos de anchura apareció entre ellos, subiendo lentamente.

Hasta que estuvo a unos pocos palmos de la superficie no comprendí lo que era, y aun entonces sólo porque abrió los ojos. Una cara me miraba a través del agua, la cara de una mujer que podría haber jugado con el cuerpo de Calveros como un juguete. Los ojos eran de color escarlata y los labios carnosos eran de un carmesí tan oscuro que al principio no creí en absoluto que fueran labios. Detrás de ellos había un ejército de dientes puntiagudos; los verdes zarcillos que le enmarcaban la cara eran su cabello flotante.

—He venido por ti, Severian —dijo ella—. No, no estás soñando.

Загрузка...