XXX — De nuevo el Tejón

A pesar de lo que el vaquero me había dicho, esperé llegar a algún lugar como Saltus, donde pudiéramos encontrar agua potable y comprar comida y descanso por unos cuantos aes. En cambio encontramos los últimos restos de una ciudad. Unos hierbajos crecían entre las piedras perdurables que habían pavimentado las calles, de modo que de lejos apenas se distinguía de la pampa de alrededor. Entre estas hierbas había columnas caídas, como troncos de árboles de un bosque devastado por una terrible tormenta, y algunas todavía en pie, rotas y de un blanco doloroso a la luz del sol. Lagartijas de ojos negros y brillantes y de dorsos serrados estaban paralizadas a la luz. Los edificios no eran más que montículos, y allí brotaban más hierbas en la tierra traída por el viento.

No veía ninguna razón para desviarnos del camino, así que continuamos sobre nuestros diestreros avanzando hacia el noroeste. Por primera vez me di cuenta de las montañas que teníamos delante. Enmarcadas en un arco ruinoso, no asomaban como una tenue línea azul sobre el horizonte. Y sin embargo eran toda una presencia, como los clientes locos del tercer nivel de nuestras mazmorras, aunque nunca se les hizo subir un solo peldaño, y ni siquiera se los sacó de las celdas. El Lago Diuturna estaba en algún lugar de esas montañas, y también Thrax; las Peregrinas, por lo que había podido saber, erraban en algún lugar entre picos y abismos, alimentando a los heridos de la interminable guerra contra los ascios. Había combates también en las montañas. Allí habían perecido cientos de miles luchando por un desfiladero.

Pero ahora estábamos en una ciudad donde no sonaba otra voz que la del cuervo. De la casa del vaquero habíamos traído agua en unas bolsas de piel, pero ya estaba casi agotada. Jolenta parecía más débil, y Dorcas y yo convinimos en que si no encontrábamos agua antes de la noche, era probable que muriera. Justo cuando Urth comenzaba a rodar sobre el sol llegamos a una arruinada mesa de sacrificios, cuyo cuenco aún recogía agua de lluvia; el agua estaba estancada y apestaba, pero, desesperados, dejamos que Jolenta bebiera unos sorbos, que inmediatamente vomitó. La rotación de Urth dejó al descubierto la luna, que ya no era luna llena, de modo que cuando se fue la luz del sol nos alumbró con un débil resplandor verdoso.

Haber encontrado un sencillo fuego de campamento hubiera parecido casi un milagro. Lo que en realidad vimos fue más extraño pero menos sorprendente. Dorcas señaló hacia la izquierda. Miré y un momento más tarde observé algo que tomé por un meteoro.

—Es una estrella que cae —dije—. ¿No has visto antes ninguna? A veces caen como una lluvia.

—¡No! Se trata de un edificio, ¿no lo ves? Fíjate en lo oscuro contra el cielo. Parece tener un techo plano y hay alguien allí arriba con pedernal y eslabón.

Iba a decirle que tenía demasiada imaginación cuando un débil resplandor rojo, al parecer no más grande que la cabeza de un alfiler, apareció donde habían caído las chispas. Dos respiraciones más tarde hubo una pequeña lengua de fuego.

No estaba lejos, pero nos lo pareció, porque cabalgábamos sobre unas piedras oscuras y quebradas, y cuando alcanzamos el edificio la hoguera se alzó en una llamarada y vimos tres figuras agachadas alrededor.

—Necesitamos vuestra ayuda —grité—. Esta mujer se está muriendo.

Las tres levantaron la cabeza, y una voz chirriante de arpía preguntó: —¿Quién habla? Oigo una voz humana, pero no veo ningún hombre. ¿Quién eres?

—Estoy aquí —dije, y me aparté la capa y capucha fulíginas—. A vuestra izquierda. Estoy vestido de oscuro, eso es todo.

—Ya veo… ya veo. ¿Quién se está muriendo? No es una pequeña cabellera pálida… Es grande, dorada y rojiza. Aquí no tenemos más que vino y un poco de fuego. Dad la vuelta y encontraréis la escalera.

Hice que nuestros animales doblaran la esquina del edificio, como ella me había indicado. Los muros de piedra ocultaron la luna baja y nos dejaron en una oscuridad de ciegos, pero tropecé con unos toscos peldaños que se habían hecho sin duda apilando piedras de estructuras derruidas contra el lado del edificio. Después de trabar a los dos diestreros, subí llevando a Jolenta, yendo Dorcas delante para tantear el camino y avisar de los peligros.

Cuando llegamos al techo, no era plano, sino inclinado, tanto que yo pensaba que iba a resbalar en cualquier momento. La superficie dura e irregular parecía estar hecha de tejas; una llegó a soltarse y la oí raspar y chocar con estrépito contra las otras hasta que cayó por el borde y se estrelló en las losas irregulares de abajo.


Siendo yo aprendiz y tan pequeño que sólo me confiaban las tareas más elementales, me dieron una carta para llevarla a la torre de las brujas, en el lado opuesto del Patio Viejo. (Mucho después supe que había una buena razón para que sólo niños muy por debajo de la pubertad llevaran los mensajes que nuestra proximidad a las brujas requería.) Ahora que sé que nuestra torre inspiraba horror no sólo a la gente del barrio sino también, en el mismo o en mayor grado, a los demás residentes de la propia Ciudadela, siento un regusto de extraña candidez recordando mi propio miedo. Sin embargo, le parecía muy real al niñito poco atractivo que yo era. Había oído terribles historias de los aprendices más antiguos, y había observado que otros niños, sin duda más valientes que yo, tenían miedo. En esa torre, la más lúgubre de las miríadas de torres de la Ciudadela, de noche ardían luces de extraños colores. Los gritos que oíamos por las portillas de nuestro dormitorio no procedían de ninguna sala de exámenes como las nuestras, sino de los niveles más altos; y sabíamos que eran las propias brujas quienes chillaban así y no sus clientes, pues en el sentido en que utilizábamos esa palabra, ellas no tenían ninguno. Tampoco eran esos gritos los aullidos lunáticos y los penetrantes alaridos de agonía que se oían en nuestra torre.

Hicieron que me lavara las manos para no ensuciar el sobre, y fui muy consciente de que estaban húmedas y rojas cuando me puse en camino entre los charcos de agua helada que salpicaban el patio. Mi mente conjuró una bruja inmensamente enaltecida y humilladora, que no retrocedería a la hora de castigarme de algún modo repelente por atreverme a llevarle una carta con las manos coloradas y que también me enviaría de vuelta al maestro. Malrubius con un informe despreciativo.

Tenía que ser realmente pequeño: di un salto para alcanzar el aldabón. Todavía siento el ruido apagado de las finas suelas de mis zapatos en el desgastadísimo umbral de las brujas.

—¿Quién es? —La cara que me miraba apenas estaba más alta que la mía. Era de esas (notables en su clase entre los cientos de miles de caras que he visto) que sugieren a la vez belleza y enfermedad. La bruja a la que pertenecía me pareció vieja y en realidad tenía unos veinte años o un poco menos; pero no era alta, y se movía en la postura encorvada de la edad extrema. Era una cara tan adorable y tan descolorida que podía haber sido una máscara tallada en marfil por algún maestro escultor.

En silencio, le alargué la carta.

—Ven conmigo —dijo. Éstas eran las palabras que yo había temido, y ahora que habían sido pronunciadas parecían tan inevitables como la sucesión de las estaciones.

Entré en una torre muy diferente de la nuestra. La nuestra era sólida hasta la opresión, de placas de metal tan bien encajadas que se habían amalgamado hacía siglos unas con otras en una sola masa, y los pisos inferiores de nuestra torre eran cálidos y húmedos. En la torre de las brujas nada parecía sólido, y pocas cosas lo eran. Tiempo después, el maestro Palaemón me explicó que tenía muchos más años que la mayoría de las demás partes de la Ciudadela, y que había sido construida cuando el diseño de las torres era apenas algo más que la imitación inanimada de la fisiología humana, de manera que se utilizaron esqueletos de acero para soportar una estructura de sustancias más endebles. Con el paso de los siglos, ese esqueleto se había corroído en gran parte, y al final la estructura se mantenía en pie sólo gracias a las ocasionales reparaciones llevadas a cabo por generaciones pasadas. Habitaciones demasiado grandes estaban separadas por muros no más gruesos que cortinas; ningún piso estaba nivelado, ni ninguna escalera derecha; los balaustres y barandillas que tocaba parecían ir a deshacerse en mi mano. En las paredes había dibujos en tiza de figuras gnósticas en blanco, verde y púrpura, pero el mobiliario era escaso, y el aire parecía más frío que en el exterior.

Después de subir por varias escaleras y una escala de ramas de corteza fragante, me llevaron delante de una anciana que estaba sentada en la única silla que yo había visto allí hasta entonces; la mujer miraba a través de una plancha de vidrio lo que parecía ser un paisaje artificial habitado por animales derrengados y sin pelo. Le di la carta y me dejó ir; pero por un momento me miró y su cara, como la cara de la mujer joven-vieja que me había llevado hasta ella, quedó por supuesto grabada en mi mente.


Menciono todo esto ahora porque me pareció, al dejar a Jolenta sobre las tejas junto a la hoguera, que las mujeres allí agachadas eran las mismas. Era imposible; la anciana a la que había entregado la carta habría muerto casi seguramente, y la joven (si todavía vivía) habría cambiado, como yo, y ya no la reconocería. Sin embargo, las caras que se volvieron hacia mí eran las que recordaba. Quizás en el mundo no hay más que dos brujas, que nacen una y otra vez.

—¿Qué le pasa? —preguntó la mujer más joven, y Dorcas y yo se lo explicamos como mejor pudimos.

Mucho antes de que termináramos, la más vieja tenía en el regazo la cabeza de Jolenta y estaba introduciéndole en la garganta el vino de una botella de barro.

—Le haría daño si el vino fuera fuerte —dijo—. Pero tres partes son agua pura. Puesto que no queréis verla morir, sois afortunados, posiblemente, por haber dado con nosotras. Pero no puedo decir si ella también lo es.

Le di las gracias y pregunté adónde había ido la tercera persona que se sentaba al fuego.

La anciana suspiró y me miró por un momento antes de volverse otra vez hacia Jolenta.

—Sólo estábamos nosotras dos —dijo la más joven—. ¿Viste a tres?

—Con mucha claridad; a la luz de la hoguera. Tu abuela (si lo es) me miró y me habló. Tú y quienquiera que se encontrara contigo levantasteis la cabeza y después volvisteis a agacharla.

—Ella es la Cumana.

Ya había oído esa palabra antes; por un momento no recordé dónde, y el rostro de la mujer, inmóvil como la oréade de un cuadro, no me dio ninguna pista.

—La vidente —aclaró Dorcas—. ¿Y quién eres tú?

—Su acolita. Me llamo Merryn. Tal vez sea significativo que vosotros, que sois tres, vierais a tres de nosotras al fuego, mientras que nosotras, que somos dos, no vimos al principio más que a dos de vosotros.

—Se volvió hacia la Cumana como para que ella lo confirmase, y después, como si hubiera recibido esa confirmación, nos enfrentó otra vez, aunque no vi que entre ellas hubieran intercambiado mirada alguna.

—Estoy completamente seguro de que vi una tercera persona, más grande que cualquiera de vosotras —dije.

—Ésta es una noche extraña y hay quienes cabalgan por el aire de la noche y en ocasiones toman apariencia humana. Lo que me pregunto es por qué semejante poder desearía mostrarse a vosotros.

El efecto de sus ojos oscuros y su rostro sereno fue tan grande que pienso que la hubiera creído si no hubiera sido por Dorcas, que sugirió con un movimiento de cabeza casi imperceptible que el tercer miembro del grupo junto al fuego podría haber escapado a nuestra observación cruzando el tejado y escondiéndose en lo más alejado del caballete.

—Quizá viva esta mujer —dijo la Cumana sin levantar la mirada de la cara de Jolenta— , aunque no lo desea.

—Fue una suerte para ella que vosotras dos tuvierais tanto vino —dije.

La anciana no mordió el anzuelo, y se limitó a decir: —Sí. Para vosotros y posiblemente también para ella.

Merryn cogió un palo y removió el fuego.

—La muerte no existe.

Me reí un poco, creo que sobre todo porque ya no estaba tan preocupado por jolenta.

—Los de mi oficio pensamos otra cosa.

—Los de tu oficio estáis equivocados.

Jolenta murmuró: —¿Doctor?— Era la primera vez que la oía hablar desde la mañana.— Ahora no necesitas un médico. Aquí hay alguien mejor.

La Cumana musitó: —Busca a su amante.

—¿Entonces no lo es este hombre vestido de fulígino, Madre? Ya me parecía que era demasiado corriente para ella.

—No es más que un torturador. Ella busca a uno peor que él.

Merryn asintió en silencio, y después nos dijo: —Puede que no deseéis moverla más esta noche, pero debemos pediros que lo hagáis. Encontraréis cien lugares mejores para acampar al otro lado de las ruinas, pues sería peligroso para vosotros que os quedarais aquí.

—¿Peligro de muerte? —pregunté—. Pero me estáis diciendo que la muerte no existe, de modo que si he de creeros, ¿por qué tendría que estar asustado? Y si no puedo creeros, ¿por qué tendría que hacerlo ahora? —Sin embargo, me levanté para irme.

La Cumana alzó los ojos.

—Ella tiene razón —graznó—. Aunque no lo sepa y hable maquinalmente, como estornino enjaulado. La muerte no es nada, y por eso debéis temerla. ¿A qué se puede temer más?

Volví a reírme.

—No puedo discutir con alguien tan sabia como tú. Y puesto que nos habéis dado la ayuda que podíais, ahora nos iremos porque es nuestro deseo.

La Cumana permitió que le quitara a Jolenta, pero dijo: —No es mi deseo. Mi acolita cree todavía que ella manda en el universo, como un tablero donde puede mover las fichas y formar las figuras que le convengan. Los Magos creen conveniente incluirme en su pequeño censo, y yo perdería mi lugar en él si no supiera que gente como nosotras no somos más que pececitos, que han de nadar con mareas invisibles para que no caigamos exhaustas sin encontrar sostenimiento. Ahora has de envolver a esta pobre criatura en tu capa y dejarla tumbada junto a mi hoguera. Cuando este lugar salga de la sombra de Urth, le volveré a mirar la herida.

Me quedé de pie con jolenta en brazos, sin saber si debíamos irnos o quedarnos. La Cumana parecía bastante bienintencionada, pero su metáfora me había traído el desagradable recuerdo de la ondina; y examinándole el rostro llegué a dudar de que se tratase realmente de una anciana, y recordé con una gran claridad las repugnantes caras de los cacógenos que se habían quitado las máscaras cuando Calveros se lanzó entre ellos.

—Me avergüenzas, Madre —le dijo Merryn—. ¿Tengo que llamarlo?

—Ya nos ha oído. Vendrá sin que lo llamemos.

Tenía razón. Yo ya oía el roce de las botas sobre las tejas al otro lado del techo.

—Te has alarmado. ¿No sería mejor que dejaras en el suelo a la mujer, como te dije, para que pudieras sacar la espada y defender a tu amante? Pero no será necesario.

Cuando acabó de hablar, pude ver la silueta, recortada contra el cielo de la noche, de un sombrero alto y una cabeza grande y hombros anchos. Puse a Jolenta cerca de Dorcas y desenvainé Términus Est.

—No hace falta —dijo una voz profunda—. No hace ninguna falta. Hubiera aparecido antes para renovar nuestra amistad, pero no sabía que la chatelaine aquí presente así lo quería. Mi señor (y el tuyo) manda saludos.

—Era Hildegrin.

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