Alberto Vázquez-Figueroa La iguana

En el extremo sur del archipiélago de Las Galápagos, en el océano Pacífico, a mil kilómetros de las costas de Ecuador se alza un solitario islote, llama Hood o «La Española», que constituye el hogar predilecto de los albatros gigantes.

Su minúsculo desembarcadero natural continúa llamándose «Bahía de Oberlus», en recuerdo de un hombre que habitó allí a finales de mil setecientos y que fue conocido por el extraño apodo de La Iguana

Esta novela está basada en su historia.

El autor

1982, Alberto Vázquez-Figueroa

El inmenso albatros de frágiles alas ribeteadas de blanco giró majestuoso a doscientos metros de altitud en un lento planear sin un solo aspaviento, como sostenido en el espacio por una fuerza invisible.

Era aquél su tercer viaje de ida y vuelta, desde allí; desde la misma raya del ecuador, a los fríos islotes patagónicos, siguiendo el sendero trazado en el aire por millones de sus antepasados a lo largo de infinitas generaciones.

Ya su ojo atento y codicioso había captado, desde docenas de millas mar adentro, que una vez más el eterno milagro se había repetido y el azul del mayor de los océanos comenzaba a ensuciarse con las manchas marrones de los bancos de sepias que, de improviso, en una incontenible explosión de vida, nacían en las proximidades de la isla que ahora se destacaba, negra, agreste y desolada, bajo sus largas alas.

Aquél era su hogar, y lo sabía. La patria de los albatros gigantes; lugar de nacimiento, amor y muerte del ave que reinaba en los mares, y frente a la que gaviotas, alcatraces, rabihorcados, garzas, pelícanos o piqueros, no constituían más que tristes caricaturas aladas sin gracia alguna.

Altiva, giró de nuevo estudiando una vez más la conocida pendiente de lava cuarteada que nacía a sotavento, en una tranquila y diminuta bahía de blanca arena, para ascender sin prisas, a morir en los altos y fieros acantilados contra los que se estrellaban las rugientes olas de barlovento.

Le inquietó el panorama. Sin duda había llovido durante su ausencia, y los cactus y arbustos habían crecido desmesuradamente desperdigándose por entre las rocas y los bloques de lava, buscando con avidez cada pedazo de tierra fértil traída por el viento y abonada por los excrementos de millones de sus congéneres conformando por tanto una pista accidentada y sinuosa, difícil y arriesgada, marcada ya — y no era de los últimos en llegar — por los cadáveres de tres viejos machos que le habían precedido en su largo viaje.

La edad hacía perder reflejos a los más ancianos, que eran, al propio tiempo, los más pesados y los de mayor envergadura, con lo que se multiplicaban para ellos los peligros a la hora de encarar la pista y sortear obstáculos en un loco aterrizaje a velocidad suicida, en el que llegaba un momento, a dos metros del suelo, en que no existía posibilidad alguna de remontar el vuelo, y no quedaba más alternativa que tomar tierra felizmente o estrellarse.

Ellos, los albatros gigantes, inimitables en el aire, tenían sin embargo las patas demasiado cortas en relación a la longitud de sus alas y el tamaño de su cuerpo. Para elevarse al cielo necesitaban los acantilados de barlovento y lanzarse al espacio con el viento de cara, mientras que para tomar tierra exigían un ancho espacio sin accidentes ni remolinos que los desplazaran bruscamente, larga «pista» por la que correr mientras frenaban su disparatado descenso.

Sobrevoló por última vez la isla avisando con sonoros graznidos que se lanzaba a tumba abierta, cruzó, bajo, sobre la cabeza del hombre que le observaba acomodado sobre una alta roca, semidesnudo y cubierto con un desteñido sombrero mugriento de sudor; se alejó hacia el sur sobre el mar rugiente, y regresó con la fuerza y la velocidad de una flecha impulsada por un arco gigante, recto el pico y gacha la cabeza, sintiendo el viento silbar en sus oídos, viendo llegar la pared húmeda y negra contra la cual otros muchos se aplastaron antaño, para pasar a metro y medio de su cima, dejar a la izquierda el cactus solitario, y esquivar la piedra roja que marcaba el comienzo del declive.

Supo entonces que había sobrepasado el punto de posible retorno, y se enfrentaba con la muerte o con la pérdida de lo más hermoso que la Naturaleza le había proporcionado: unas largas, frágiles e inapreciables alas ribeteadas de blanco…

Fue como si se hubiese sumergido en un torbellino indescriptible, sin tiempo para reflexionar, actuando movido por el instinto y los reflejos, zigzagueando por entre un laberinto de ramas y pedruscos, hasta sentir de improviso la olvidada consistencia de algo firme y sólido bajo sus quebradizas patas; rugoso suelo y calientes rocas sobre las que saltó en cortos y cómicos brincos de borracho, para quedar al fin muy quieto, extendidas las alas y como sorprendido de su propia hazaña y del misterio de encontrarse una vez más ileso y vivo en lugar seguro.

— ¡Bravo!

El graznido del hombre y su escándalo al batir violentamente sus extremidades superiores hizo que su corazón volviera a latir con fuerza, y tentada estuvo el ave de echar a correr de nuevo hacia el acantilado para lanzarse otra vez al vacío, pero ya el hombre, dando por concluido el espectáculo, se había puesto en pie cansinamente, alejándose, sin prisas, hacia los barrancos del Oeste.

— ¡Bravo! — repetía ahora en voz alta, como si hablase con alguien o le agradara el sonido de sus palabras —. Es condenadamente bueno ese maldito pajarraco de plumaje manchado… Midió la altura, y efectuó cada gesto con la precisión de un cirujano a la hora de cortar un brazo… Y frenó en el punto exacto en que debía pararse… Un metro más y se rompe la crisma…

Le gustaba sentarse en aquella roca en los atardeceres y apostar por la vida y la muerte de los grandes albatros que regresaban a «casa» tras su largo periplo, envidiando la serena belleza de su vuelo pausado, y preguntándose qué sentirían al contemplar la isla cuando se iban aproximando atraídos irremisiblemente por una extraña fuerza; gigantesco imán oculto que, una vez al año, ejercía sobre ellos un influjo irresistible, por muy lejos que se encontraran de sus costas.

El sol, que se posaba violento y rojo sobre la raya del horizonte, lanzaría pronto su verde rayo de despedida al mundo, y los contornos de las cosas se tornarían tan imprecisos que ningún otro albatros se atrevería a repetir la hazaña de intentar tomar tierra esa tarde, aguardando a la luz del día siguiente.

Diez minutos después, con precisión cronométrica, a las seis en punto, fuese cual fuese la época del año en que viviesen, la oscuridad más absoluta se abatiría súbitamente sobre la isla, fruto del rapidísimo crepúsculo ecuatorial, y doce horas más tarde, igualmente aprisa e igualmente exacto, el sol nacería una vez más por levante, dorado, espléndido y furioso.

Y con la llegada de las sombras, el hombre se acurrucó, hecho un ovillo en el fondo de una profunda cueva, cerró los ojos y se quedó dormido.

Aquel hombre nunca supo cómo se llamaba realmente, dónde había nacido, ni quiénes fueron sus padres. Sus primeros recuerdos se referían al mar y a un sucio ballenero que naufragó en Canarias sobre el año treinta, y cuando reembarcó mucho después, no supo decir quién era ni de dónde había salido, por lo que su caprichoso capitán le cambió el Jack o el John de sus comienzos por el absurdo sobrenombre de el pelirrojo Oberlus.

Creció, sin prisas, zambo, esquelético y chepudo, sin conocer apenas el olor de la tierra o el sonido de una voz amistosa, y acuchilló a su primer enemigo en una taberna panameña, por lo que tuvo que enrolarse, fugitivo, en un barquichuelo de piratas borrachos que embarrancó una noche sin luna a la entrada de la bahía de San Juan de Puerto Rico.

Los cañones de la fortaleza de El Morro se entretuvieron durante el día siguiente en practicar ejercicios de tiro sobre el maltrecho casco del desgraciado navío hasta conseguir convertirlo en un montón de astillas, mientras los tiburones de los alrededores disfrutaban de un hermoso banquete de piratas borrachos, que se arrojaban al agua enloquecidos, tratando de escapar del impacto de las bombardas.

Fue entonces cuando el pelirrojo Oberlus comprendió cuánto podía esperar de sí mismo y de su capacidad de resistencia al miedo, aguantando imperturbable, en la última de las sentinas y con el agua al pecho, andanada tras andanada de fuego, explosiones y muerte, íntimamente convencido de que ni el mar ni los cañones podrían con él.

Protegido por la oscuridad, nadó luego entre los escualos que apenas le rozaron, ganó tierra, atravesó la isla, y en Mayagüez robó una barca con la que bordeó las costas de la Dominicana hasta el seguro refugio de La Tortuga, al norte de Haití.

Allí mató a un negro, y a los pocos meses comenzó a crecerle una barba rojiza, enmarañada y rala, que acentuó en su rostro aquella fealdad repelente, furibunda y temible, que espantaba a los niños, hacía volver la cara, asqueadas, a las mujeres e inquietaba a los hombres, incapaces de sostener de frente su mirada.

— Pareces una iguana… — aventuró un sueco a bordo de un tercer ballenero, y aunque de un navajazo le desfiguró la nariz, el apodo arraigó desde entonces entre la marinería, y no quedó barco, puerto, prostíbulo o taberna en el que no se le conociera en adelante por el sobrenombre de la Iguana Oberlus, el más espantoso engendro humano que surcara los mares sobre algo que flotara.

Tantas fueron las burlas y desprecios, y tanta la repulsión y el horror que despertaba a su paso, a partir del día en que un cuchillo más rápido que el suyo le dejó una espantosa cicatriz que le afectaba un ojo — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» —, que una tarde de julio, cuando el Old Lady II cargaba tortugas gigantes frente a la solitaria isla de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, o Islas Encantadas, la Iguana Oberlus se sintió incapaz de soportar por más tiempo la presencia de unos seres a los que aborrecía, y decidió quedarse allí, náufrago voluntario y eremita sin credo, a convivir para siempre con focas, albatros y lagartos.

Y ahora, cuatro años más tarde, podía sentarse en calma, en los atardeceres, a contemplar su reino: un islote rocoso y desolado, sin un árbol capaz de brindar una sombra decente, sin arroyo ni fuentes; corte de amor y escandaloso nido de todas las aves marinas del Pacífico, dormitorio de lobos marinos que sesteaban por cientos en cada cala, cada playa, y aun en las cumbres de los acantilados, de los que súbitamente se lanzaban al mar en inconcebibles saltos.

No era mucho en verdad y lo sabía, pero al menos allí, en Hood o La Española, nadie venía a gritarle que era un monstruo, un «hijo del Averno», la encarnación, tangible, del mismísimo Diablo.

Y eso era más de lo que la Iguana Oberlus había tenido nunca.



Amontonadas como uvas de un racimo demasiado compacto, las iguanas marinas — de un negro sucio y amenazante cresta espinosa — se pisoteaban, molestándose y riñendo por un centímetro de la áspera roca lamida por el mar, en un absurdo gregarismo sin explicación lógica alguna, puesto que a menos de cinco metros de distancia, otra roca, igualmente áspera e igualmente batida por el mar, aparecía solitaria por completo.

Jamás pudo entender, pese a sus años de observarlas, por qué ese desmedido afán por compartir un espacio que ni siquiera era el mismo cada día, y por qué, de improviso, cuando comenzaba a descender la marea, absolutamente todas las iguanas marinas de una determinada roca se ponían en movimiento al unísono y se arrojaban juntas al mar, a pastar en los profundos campos de algas, entre las que las perseguían, ávidos, los insaciables tiburones.

Casi una hora más tarde regresaban de igual modo, en tropel, y eran las primeras las que elegían — al azar — el nuevo emplazamiento que constituiría, a partir de ese momento, motivo de disputa.

Resultaba estúpido en verdad, el comportamiento de aquellos horripilantes seres de mirada vidriosa, inexpresiva y glauca, que contrastaba con la viveza de los ojos de las iguanas de tierra, individualistas, astutas, casi domésticas, y de vivos colores.

Muchas veces se había preguntado la razón de semejantes diferencias en especies que fueron sin duda en sus inicios semejantes, y por qué unas eligieron alimentarse de algas y afrontar a los escualos, al tiempo que las otras se decidían por los espinosos cactus de tierra adentro, o las diminutas plantas multicolores y los líquenes que el rocío de la noche hacía crecer aquí y allá, entre la agreste lava oscura.

Aborrecía a las iguanas de mar, indigeribles y obtusas, a la par que amaba la gracia patosa de sus primas de tierra cuando acudían a comer en su mano, alzada la cabeza y erecto el rabo, apreciando su carne, blanca y jugosa, tierna y aromática, más sabrosa que la más sabrosa gallina de taberna irlandesa.

Y a menudo pasaba horas contemplando indistintamente a unas y otras, buscando en ellas rasgos de su propio rostro, rasgos que volvía a buscar más tarde en los charcos que dejaba el mar entre las rocas, preguntándose por qué extraño capricho del Creador, la Naturaleza le había castigado con semejante aspecto.

¿Tendrían razón acaso los chiquillos que en la calle le gritaban que su madre había tenido trato carnal con el demonio? ¿Podría alguien ser realmente hijo de Lucifer, y vivir como cualquier otro ser mortal sobre la Tierra?

Años atrás, al regresar de la isla de La Tortuga y desembarcar en tierra haitiana, una vieja hechicera había interrumpido súbitamente su ceremonia vudú haciendo callar a los cantantes y detenerse a los bailarines al verlo aparecer. Se arrojó a sus pies, obligando a los demás a que la imitaran, pues según aseguraba entrecortadamente en su pintoresco francés de negra nacida en las costas africanas, el hombre blanco, contrahecho y pelirrojo que acababa de penetrar en su choza, no era otro que la imagen viva del hijo de la diosa Elegbá, tal como se le aparecía, cada noche, cuando las drogas la sumían en un profundo trance.

Huyó de allí y de la adoración de los haitianos, pero años más tarde, uno de ellos, menos histérico aunque igualmente convencido de la autenticidad de sus creencias, le inició en los profundos misterios de una fe que ya era vieja en Dahomey en los tiempos en que un carpintero judío predicaba a orillas del lago Tiberiades, y que preconizaba la existencia de «muertos — vivientes», a los que un iniciado podía devolver al mundo con el consentimiento de Elegbá, para convertirlo en esclavo que obedeciera hasta el más escondido de sus deseos.

— Los que van al infierno no tienen derecho alguno — afirmaba el negro —. Ni aun a su propia muerte, y, por lo tanto, Elegbá se los entrega como siervos a quienes le demuestran un amor sin límites. Si un día, tu sumisión y tus sacrificios son lo suficientemente gratos a sus ojos, te concederá un «muerto — viviente», un zombie, para que sea tu esclavo en este mundo y en el otro.

— ¿Y no podría Elegbá concederme un nuevo cuerpo y un nuevo rostro…?

El viejo negro — había olvidado su nombre aunque tal vez fuera el de Messiné o Mesriné, había meditado largamente su respuesta, tal vez buscando en lo más profundo de sus recuerdos.

— Una vez — admitió al fin, aunque no podía considerársele realmente seguro de sí mismo — una muchacha se enamoró de un blanco, y le rogó a Elegbá que la volviese blanca a ella también. Tanto suplicó y tantos gallos sacrificó, que la diosa escuchó sus deseos, por lo que pudo casarse con su amado, que la llevó a Francia ignorando su auténtica procedencia. Pero una vez allí, y tras un par de años de felicidad, la muchacha dio a luz un niño idéntico a su abuelo, negro y fuerte, y esa misma noche, el marido, creyendo que le había engañado con un esclavo, la mandó matar. Ya muerta volvió a ser negra, pero allá en Francia nadie pareció comprender el prodigio ni los milagros de Elegbá, y se apresuraron a decir que tenía la peste, por lo que quemaron su cuerpo… Y el de su hijo con ella — se encogió de hombros fatalista —. Tal vez tú tengas más suerte — concluyó.

Allí, a solas en la isla, el hombre, la Iguana Oberlus, había repetido una y otra vez cada noche de luna llena sus sacrificios a la diosa pidiendo que le cambiara el rostro por el de alguien más humano, o que le proporcionara al menos un esclavo; un «muerto — viviente» que le ayudara en sus duras tareas, pero Elegbá aún no le había escuchado, tal vez porque su fe no fuera lo suficientemente fuerte, o tal vez porque se había visto en la necesidad de sustituir al gallo ritual de los sacrificios por un alcatraz de patas azules o una gaviota de sexo indefinido, las únicas víctimas aladas a las que tenía acceso en la soledad de aquella isla abandonada.

Por último, llegó a la conclusión de que las aves marinas no eran gratas a los ojos de la divinidad, y las cambió por iguanas tortugas gigantes e incluso una enorme foca que trasladó a hombros durante tres kilómetros desde la bahía de sotavento, pero aun así, todo resultó inútil, y cuanto consiguió fue apestar durante días la entrada a la mayor de sus cuevas.

¿Qué necesitaba una diosa negra para atender los ruegos de un blanco hijo del averno…?

Inventó entonces sus propios ritos, sus símbolos e incluso su lenguaje — el único que se hablaba en aquel islote — y muchos amaneceres se sorprendió a sí mismo, borracho de alcohol de cactus, clamando a la reina del mar desde la más alta de las rocas del acantilado, suplicando que el sol que llegaba le trajera como regalo un nuevo rostro con el que abandonar para siempre su voluntario destierro.

Pero, en los charcos, el agua devolvía siempre idéntica imagen de rasgos de iguana.



Cada mañana, día tras día, Oberlus repetía, como si de un deber se tratara, el mismo itinerario, comenzando por la más alejada punta del noroeste, para concluir en el recodo que dejaban las rocas bajo el alto farallón del sur, en un lento recorrido en el que sus azules ojos casi transparentes — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — escudriñaban cada playa y cada ola, en una búsqueda detallada, minuciosa y excitante de todos cuantos objetos depositaba en tierra la fuerte corriente que llegaba del este; de las costas de Chile y Perú.

En menos de tres semanas, cualquier objeto que cayera al mar en el Continente, recorría las setecientas millas que separaban tierra firme del archipiélago de Las Galápagos, y allí, en aquella zona abrupta y peligrosa, Oberlus obtenía sus «riquezas»: maderas, barricas, botellas, cocos, sacos, e incluso pedazos de ámbar que se amontonaban en lo más recóndito de la más secreta de sus cuevas.

El mar, eterno proveedor y del que a menudo creía haber nacido, pues a él se remontaban sus primeros recuerdos, le ofrecía peces, langostas, cangrejos y tortugas de los que alimentarse, le refrescaba en los calurosos mediodías en que el sol caía a plomo, le enviaba las nubes de tormenta que abastecían de agua dulce sus depósitos, y le obsequiaba además, de tanto en tanto, con algún sorprendente regalo llegado de otros mundos y otras tierras.

Y el mar le entregaba también, por último, en los amaneceres, el espeso rocío que cubría sus campos de cultivo. De su primera estancia en las islas Canarias cuando niño, había asimilado la forma de cosechar de algunos nativos, que cubrían con escoria de volcán sus tierras, de modo que absorbía la humedad, la transmitía al suelo, y servía a la vez de aislante entre ese suelo ahora húmedo y los grandes calores del día.

Obtenía así, casi sin agua, aceptables cosechas de tomates, sandías, cebollas y melones, que junto a sus plantaciones de diminutas patatas típicamente andinas y algunos frutales, le permitían sobrevivir en soledad sin excesiva penuria.

Frugal, casi ascético, duro como aquellas mismas rocas y habituado a las privaciones desde incluso antes de tener uso de razón, la Iguana Oberlus había convertido con el tiempo el islote de Hood o La Española en un lugar en el que mantenerse con vida no constituía un problema demasiado arduo, dedicando por tanto la mayor parte de su tiempo a aquella otra cuestión que en verdad le atormentaba: su indescriptible y al parecer irremediable fealdad.

Por qué no le habían arrojado a un pozo en el momento mismo momento de nacer, abortando de ese modo sus sufrimientos futuros desde el primer día, era una pregunta para la que no había encontrado nunca respuesta, al igual que tampoco la tenía para el hecho de que aquellos que le habían dado la vida y se la habían mantenido en contra de toda lógica, le hubieran abandonado más tarde a su suerte, cuando más los necesitaba.

Se preguntaba también si, alguna vez, y por algún corto período de tiempo, su madre podría haberle amado, y le intrigaba profundamente la complejidad de un sentimiento del que a menudo había oído hablar en los sollados de la marinería o las largas charlas del castillo de proa, pero del cual no tenía ni la más mínima referencia directa.

Oberlus nunca amó a nadie, ni tampoco nadie le amó, y cuando los grumetes evocaban a sus novias, o los marinos hablaban de sus esposas y sus hijos cambiando el tono de voz incluso entre los más bruscos y violentos, escuchaba en silencio, tratando de aguzar al máximo su ya de por sí aguda inteligencia, en un desesperado intento, siempre vano, de captar las razones por las que alguien podía experimentar afecto o ternura por otra persona.

A él le huían hasta los perros de a bordo, a los que al parecer repelía su olor o su presencia, y ningún gato se restregó contra sus piernas maullando en demanda de una cabeza de pescado, como si la profunda repulsión que provocaba fuera incluso más allá de las razas humanas o las especies zoológicas.

Justo hubiera sido reconocer, desde luego, que tal rechazo resultaba por completo compartido, pues jamás, desde que guardaba memoria, había experimentado el menor deseo de acariciar a un perro u ofrecer de comer a un gato, y en más de una ocasión, cuando los sorprendía distraídos en cubierta durante la guardia de la noche, los pateaba con tal fuerza, que a menudo habían ido a parar al mar en el que desaparecían definitivamente.

Siempre el mar, sin que recordara un solo día de su vida en el que no lo supiera a su alrededor, y algunas veces había tratado de hacerse a la idea, sin conseguirlo, de que existían seres humanos que nunca lo habían visto, y que vivían tan lejos, tierra adentro, que no tenían siquiera una noción clara de su existencia.

«Yo… — afirmaba Pierre, el cocinero de su último barco — tardé más de treinta años en conocerlo, y te aseguro que soy el único habitante de mi pueblo que lo ha visto… Allí, el ochenta por ciento del año no hay más que nieve…»

La Iguana Oberlus había tardado casi treinta años también en conocer la nieve, y aún recordaba su profunda sorpresa cuando una mañana, tras dos meses de lucha contra las olas y las grandes corrientes del Cabo de Hornos sin avanzar siquiera una milla, se levantó dispuesto a contemplar la misma costa lejana, gris, sucia y agreste. y descubrió que todo cuanto no fuera mar — barco incluido — se encontraba cubierto por un blanco y helado manto.

A media mañana un viento gélido hinchó las velas, la mar se tensó, ahora ya en calma, y el Old Lady II abandonó por fin el infierno del Cabo de las Tormentas y se adentró en el Pacífico, en busca una vez más del hermoso resoplar de las ballenas.

Sacó entonces el arpón de su funda de cuero, lo afiló hasta conseguir afeitarse con su borde, y comenzó a ejercitar de nuevo el brazo entumecido, cruzando de proa a popa, en limpios lanzamientos, la larga cubierta, para ir a clavarlo con precisión casi matemática en el centro de un grueso tablón sujeto al palo de mesana.

Siempre fue, desde muy joven, primer arponero de su barco, el más fuerte y el más certero; el más osado y también el más inteligente a la hora de ordenar la ciaboga o alzar los remos a la espera de que la gran bestia apareciera al fin surgiendo de las profundidades, y se sentía orgulloso de no haber perdido, con los años, su potencia.

Cada día, tras el recorrido matinal por las costas de oriente, descendía a la playa y se dedicaba, durante más de dos horas, a mantener su brazo en forma haciendo volar el pesado arpón a treinta metros de distancia, para enterrarlo, hasta el mango, en un montículo de arena.

Otras veces, prefería acechar entre las rocas a los confiados tiburones, cuyos dientes utilizaría más tarde como cuchillas o puntas de flecha con las que capturar a otros peces menores, y le excitaba la lucha con los escualos, casi tanto como le excitó en su día enfrentarse desde una frágil barca a las ballenas y cachalotes.

Era una vida dura aquella de ballenero, pues a cada hora de peligro y entusiasmo seguían a menudo semanas de tediosa espera soportando calores agobiantes, calmas chichas, terribles tormentas y el insufrible hedor del barco, una fetidez que se metía en la sangre, impregnaba la piel, y hacía que, una vez en tierra, ni las más repugnantes y miserables prostitutas quisieran tener tratos con él.

Monstruoso, contrahecho, harapiento y apestando a grasa de ballena, no resultaba en absoluto extraño que ni en el más hediondo burdel del más olvidado puerto, ninguna mujer hubiera accedido jamás a hacer el amor con el primer arponero del Old Lady II, ya que para colmo de males, cuando tocaban tierra, la Iguana Oberlus solía haber perdido tiempo atrás, a los dados, todo su salario.

Lógico resultaba, por tanto, que, hasta aquel momento, la Iguana Oberlus no conservara un solo recuerdo amable de su paso por la vida.

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