La campana repicó insistentemente, asustando a alcatraces, rabihorcados y piqueros, que alzaron el vuelo de inmediato graznando molestos, y obligando a correr a trompicones a los cautivos, temerosos de llegar retrasados, y temerosos, igualmente, por el simple hecho de que su amo y señor, «su rey», los convocara, lo cual constituía por lo general anuncio de desgracias.

— Un barco viene… — fue todo lo que éste dijo a modo de explicación a su llamada —. Tengo que encerraros.

Dominique Lassá quiso protestar, pero Oberlus se limitó a tomar la mano izquierda del chileno Mendoza, y mostrarle una vez más los dedos que faltaban.

— Lo que yo ordeno no se discute — puntualizó —. ¿Quieres que te aplique el mismo castigo…?

Desfilaron por tanto en silencio, cabizbajos, apretando los puños para contener la ira o quizá los deseos de llorar, como ovejas arreadas hacia el redil, angustiados ante la idea de que podían pasar quizá tres días atados y amordazados en la más oscura de las cavernas y en el más absoluto de los silencios, temerosos siempre de que algo pudiera ocurrirle a su captor y no volviera jamás a rescatarles.

Eran aquellos casi los únicos momentos en que los tres se encontraban reunidos, ocasión ideal para lanzarse al unísono sobre su verdugo y acabar con él de una vez para siempre, pese a que alguno de ellos pereciera en la intentona, pero Oberlus también tenía plena conciencia de que era así, y permanecía por ello atento a sus menores gestos, tensa la mano sobre la empuñadura de sus armas y dispuesto a destrozar a bocajarro al primero que intentase sorprenderle.

Eran tres, pero incluso treinta se hubieran sentido igualmente impotentes, porque la sola presencia de la Iguana bastaba para atemorizarles, su expresión demoníaca les petrificaba, y podría pensarse que sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — sabían de antemano cuanto cruzaba por sus mentes.

Permitieron por tanto que los empaquetara como a fardos vivientes, martirizados por la presión de las ligaduras y la semiasfixia de las mordazas, para caer una vez más al fondo de las húmedas grutas, y advertir, llorando, cómo las entradas se tapiaban hasta sus más minúsculas rendijas y quedar enterrados en vida por tiempo indefinido.

Oberlus, tranquilo ya sobre la seguridad de sus «súbditos» recorrió más tarde el islote ocultando las huellas de su presencia y caía la tarde cuando buscó refugio en el bosquecillo de cactus de la playa, aguardando a que el navío virara sobre la costa de poniente enfilando rectamente la bahía, mientras arriaba el trapo y dejaba caer el ancla en sus aguas quietas y profundas.

Pero apenas el botalón de proa rebasó la punta oeste, y el nombre del ballenero hizo su aparición — pintado, altivo y desafiante — en la amura de estribor, la Iguana Oberlus advirtió cómo un estallido de odio resonaba en su pecho, y algo muy parecido a una corriente eléctrica le recorría la espina dorsal.

¡María Alejandra!

El María Alejandra, el barco del negro que se había burlado de el haciéndose pasar por «muerto-viviente»; la nave del viejo capitán que mandó azotarle y de la tripulación de vociferantes energúmenos que habían coreado, divertidos, cada uno de los cincuenta latigazos, osaba regresar a la isla en la que le habían humillado tan profundamente, y de la que el, Oberlus, era ahora amo absoluto y rey indiscutible.

El María Alejandra, que había arrasado sus plantaciones destrozando sus cuevas y robando su ámbar, se atrevía a dejar caer nuevamente el ancla en «sus» aguas, y podía percibir con absoluta claridad el vozarrón del viejo capitán gritando sus ordenes, el repicar de la campana, a popa, y el resonar de los pies descalzos corriendo sobre la pulida cubierta.

¡El María Alejandra!

— ¡Bote al agua…!

Pronto desembarcarían, hollarían la arena de la playa, establecerían un campamento en tierra, y comenzarían a buscarle con ánimo de robarle y golpearle una vez más, porque ellos, los hombres del María Alejandra, eran los únicos que le conocían, que tenían una certeza absoluta de su existencia, y que sabían que allí, en la isla de Hood, o La Española, la más solitaria del archipiélago de las Encantadas, un monstruoso arponero con fama de asesino se había establecido para siempre.

Su primer impulso fue el de huir, ascender hasta la cumbre del acantilado de barlovento, y buscar refugio en su cueva con la absoluta seguridad de que en ella jamás le encontraría nadie, pero caída la noche, las tinieblas acudían veloces en su ayuda, y comprendió que ni siquiera el negro Miguelón, que no parecía temer a estas tinieblas o a lo desconocido, se atrevería a adentrarse ahora en la isla hasta que amaneciera nuevamente.

Únicamente él, Oberlus, conocía a ojos cerrados cada sendero, cada roca, barranco o abismo, y a diez metros de distancia del límite de la playa y el posible resplandor de las hogueras, no tenía por qué preocuparse por la presencia de intrusos. Se quedaría por tanto allí, acechando desde las sombras, y tal vez derribaría de un certero pistoletazo al odiado capitán o al mismísimo negro.

Se le antojó una buena idea. Matar al capitán y correr a esconderse en su refugio, permitiendo que al día siguiente removieran cada piedra de la isla, buscándole inútilmente, porque de ese modo aprenderían que no se debía humillar a un hombre como le habían humillado a él, para regresar luego a provocarle así impunemente.

Aguardó por tanto mientras el plan de venganza iba madurando en su cerebro, pero transcurrieron los minutos, la noche ecuatorial se abalanzó, como un ave de presa, sobre el barco y el islote sin que la lancha se apartara del costado del María Alejandra, y tímidos faroles comenzaron a brillar a bordo, reflejando su tembloroso destello en las tranquilas aguas.

De la quietud llegaron voces, risas, y tintinear de platos y cubiertos, sombras humanas se recortaron contra los mamparos, y un grumete orinó ruidosamente desde cubierta.

Pasó el tiempo, concluyó la cena, alguien cantó en proa, mal acompañado por una vetusta bandurria, y al poco todo fue paz y silencio a bordo, al tiempo que las luces se iban extinguiendo una por una, hasta quedar luciendo únicamente las de situación.

Para entonces hacía ya tiempo que Oberlus había comprendido que la tripulación del María Alejandra no tenía intención de desembarcar hasta el amanecer siguiente, y se sintió burlado. Furioso y burlado, como si abrigase el convencimiento de que habían averiguado sus intenciones, lanzando el bote al agua para reírse de él haciéndole concebir la falsa esperanza de que iban a caer en su trampa.

Bajarían a la luz del día y todos juntos, protegiéndose los unos a los otros, para acosarle por la isla persiguiéndole con la intención de volver a castigarle.

Eran los mismos; con el mismo capitán y el mismo negro v el mismo contramaestre diminuto que manejaba el látigo con diabólica pericia; los mismos que le abandonaron inconsciente en una playa de un islote solitario, malherido y desangrado, vejado en su orgullo y despojado de cuanto poseía de valor.

Eran ellos, y además se permitían la insolencia de mofarse de él haciendo escarnio de sus ansias de venganza, por el sencillo procedimiento de dejarle aguardando en tierra como a un imbécil mientras se retiraban, tranquilamente, a dormir.

Imaginaba sus comentarios de aquellos momentos en el sollado de la marinería, excitados ante la idea de disfrutar de un día diferente; un día que nada tendría en común con aquellos otros — monótonos hasta la desesperación — a que estaban acostumbrados desde siempre.

Saltar a tierra, cazar iguanas y tortugas, almorzar carne fresca, bañarse en la playa, pescar entre las rocas y divertirse a costa de un monstruo contrahecho, odioso y abominable, no era programa habitual en la vida de un ballenero, resignado, desde siempre, a no disponer de otra distracción que la que proporcionaba el mar al pasar bajo la quilla o las nubes al cruzar sobre las velas.

Y él, Oberlus, «Rey de Hood» y señor de cuanto alcanzaba la vista en todas direcciones, era la víctima elegida por aquella manada de sucios escrofulosos, ignorantes sin duda de que — desde el día en que le apalearon — muchas cosas importantes habían sucedido en aquella isla.

Y muchas más tenían que suceder.

Dejó transcurrir las horas, quieto como una roca más entre las rocas, con los ojos fijos, como hipnotizado, en las luces del María Alejandra que parecían recordarle machaconamente que seguían allí, aguardando impacientes la llegada del alba, la hora en que tañera la campana anunciando el comienzo de un día de cacería humana.

Su odio creció a solas, alimentándose de sí mismo y de sus elucubraciones a medida que las estrellas avanzaban a lo largo de un cielo sin luna, y hubo un momento en que estuvo a punto de estallar y gritarles en la noche, escupiéndoles su rabia, pero no lo hizo y permaneció muy quieto, rumiando sordamente sus ansias de venganza.

Cuando al fin se puso en pie, había tomado una decisión. Dejó a un lado las armas conservando tan sólo su largo y afilado machete, el mismo que decapitara al francés, y se deslizó en silencio para penetrar en las aguas de la tranquila ensenada con la suavidad de una iguana marina.

Nadó despacio, sin levantar espuma, olvidado de los tiburones de barlovento y sus esporádicas visitas a la bahía, sabedor de que allí, en las Galápagos, era tal la proliferación de vida en las aguas, que ningún tiburón se molestaría en prestar atención a una presa excesivamente grande.

No era un gran nadador, pero tampoco era mucha la distancia, y al llegar no se sentía cansado, sino tan sólo excitado cuando se aferró a la borda del bote auxiliar.

Aguardó, buscando desde el agua, con los ojos hechos ya a las tinieblas, la presencia de un centinela que, como suponía, dormitaba en proa, ajeno por completo al peligro, seguro de sí mismo y de un barco firmemente anclado en el centro de una pacífica bahía solitaria en el corazón del más pacífico y solitario de los océanos.

La Iguana se alzó a pulso hasta la lancha, aguardó allí otro instante, y trepó después a cubierta con la agilidad propia de quien ha pasado la mayor parte de su vida a bordo de un navío semejante, permaneciendo después agazapado hasta abrigar la absoluta certeza de que el hombre de proa no había captado ni uno solo de sus movimientos.

Fue hasta él paso a paso, con la paciencia de los galápagos gigantes que jamás alzaban una pata sin tener las otras tres firmemente asentadas en tierra, esgrimiendo el machete y con los ojos muy abiertos y el oído atento, sintiendo bajo sus pies y por primera vez en mucho tiempo el familiar contacto de la madera de una cubierta, a través de la cual le parecía percibir hasta el último latido de la vida del buque.

Y aquel buque dormía. Dormía al igual que el centinela, que murió entre sueños, limpiamente degollado por la afilada hoja que le cercenó la garganta de oreja a oreja, para que su cuerpo permaneciera en idéntica postura, tal vez, quizá, un poco más inclinada, sobre el pecho, la desarticulada cabeza.

Luego, sin prisas, la Iguana cerró y atrancó firmemente las escotillas de los sollados, asegurándose, como perfecto conocedor de aquel tipo de balleneros, que no dejaba un solo hueco por el que resultara posible escapar a la marinería.

Sabiéndose ya dueño absoluto de la superestructura, derribó de una seca patada la puerta del camarote del capitán, en el castillo de popa, y cuando éste se alzó en su litera, sorprendido y tratando de echar mano a la pistola que guardaba en el cajón de una mesa, fue ya demasiado tarde, pues la punta del machete brillaba a menos de una cuarta de sus ojos.

— ¡Quieto…! — le ordenó Oberlus secamente —. Un gesto y te degüello… ¿ Me recuerdas..?

Una minúscula lámpara de aceite ardía en el más apartado rincón del camarote, y el capitán tuvo que esforzarse por reconocer, a su escasísima luz, el rostro deforme del intruso que permanecía en pie y amenazante, frente a él.

— ¡Oberlus…! — exclamó asombrado —. ¿Qué haces en mi barco…? ¿Es que también te has convertido en pirata…?

— Me he convertido en rey… — fue la absurda respuesta —. Rey de Hood, y has fondeado sin permiso en mis aguas.

El otro le miró estupefacto aunque aún no había conseguido recuperarse del primer momento de sorpresa, y se diría que no acababa de estar seguro de si lo que estaba ocurriendo era verdad o se trataba tan sólo de un estúpido sueño.

Pero la Iguana no le dejó tiempo para reflexionar, porque de un brusco empujón le obligó a tumbarse de nuevo, boca abajo aferrándole las manos cruzadas a la espalda.

Buscó con la vista a su alrededor, se apoderó del cinturón que descansaba sobre una silla, y le maniató fuertemente. Por último tomó una jarra empotrada en un mueble esquinero, la olió y bebió hasta apurar un ron fuerte y oloroso.

— ¡Buena vida os pegáis los capitanes…! — exclamó al concluir —. Nunca os falta nada y tenéis espacio de sobra mientras la tripulación se pudre amontonada abajo… Ron, cama limpia, buena comida y hasta mujeres a costa de los que en realidad trabajan… — dejó la jarra a un lado y comenzó a abrir cajones y baúles, amontonando sobre la mesa cuanto le pareció de interés —. Recuerdas a Guyenot, ¿verdad…? Embarcaba a las más bellas prostitutas, y nos las restregaba por las narices durante meses de navegación. Decía que un capitán debe demostrar que es superior a los demás, incluso en el orden sexual… Él tenía derecho a acostarse con mujeres… Nosotros, la obligación de verlo y escuchar la algarabía que formaban en las noches de calma… ¡Diablos…! Aún no comprendo cómo nadie le cortó nunca el cuello… Me fui de su barco por no estrangularlo… Deserté, y juró que si un día me encontraba, me colgaría del palo mayor… — Chasqueó la lengua —. Lástima que éstos no sean sus rumbos; me gustaría darle la bienvenida a mi isla… — se encontraba revolviendo entre los libros de un baúl y se detuvo con uno de ellos en la mano —. La Odisea… — leyó deletreando cuidadosamente —. ¿De qué trata…?

No obtuvo respuesta, y acudió a la litera, tomando al viejo capitán por el blanco cabello y obligándole a alzar el rostro y mirarle a los ojos.

— He preguntado que de qué trata este libro… — le espetó con brusquedad —. ¿Vas a responderme o empiezo a darte latigazos como hiciste conmigo…?

— Es de historia… — musitó el otro —. Historia antigua… Y aventuras…

— ¿Verdad o mentira…?

— No lo sé muy bien… Creo que nadie lo sabe.

— Me gusta la historia… — afirmó Oberlus mientras depositaba el libro en el fondo de un arcón que iba llenando con cuanto le interesaba —. Me gustan todos los libros… excepto la Biblia… ¡Vaya! — exclamó luego entusiasmado por su descubrimiento —. ¡Hermoso catalejo…! El mejor que he visto nunca… Me ayudará a vigilar a mi gente…

Guardó silencio de pronto, como si le cansara una cháchara a la que no estaba acostumbrado, o se viera asaltado por una súbita prisa, preocupado porque alguien pudiera despertarse en los sollados. Permaneció muy quieto, escuchando, y le tranquilizó el hecho de que no se percibiera más que el crujir acompasado del navío y el rumor del agua bajo la popa.

Luego, cargó al hombro el pesado baúl y lo llevó hasta el bote donde lo depositó con sumo cuidado. Regresó, obligó al capitán a tumbarse en el suelo, y se apoderó del colchón de lana, ancho y pesado. Al enrollarlo, su mirada reparó en una trampilla de madera asegurada con un candado al fondo de la litera.

Buscó en el cuello de su cautivo y le arrancó la llave. Como imaginaba, la trampilla ocultaba una caja metálica más que mediada de doblones y monedas francesas y holandesas. Trasladó caja y colchón a la ballenera y regresó una vez más, para tomar con sumo cuidado la lamparilla de aceite y aplicarla con extrema delicadeza a las cortinas, la ropa y las sábanas que habían quedado desparramadas por el suelo. El capitán le vio hacer con los ojos desorbitados por el terror:

— ¿Es que vas a incendiar mi barco…? — sollozó —. ¿Estás loco…?

— Eres muy astuto… — replicó burlón la Iguana con absoluta calma —. Pronto, del María Alejandra no quedará más que el recuerdo de que fue el barco del capitán que me mandó azotar.

— ¡Pero hay cuarenta hombres abajo…!

— Hoy no reirán… — aseguró convencido —. Y lo único que me apena, es que nunca sabrán quién los mandó al infierno. ¡Vamos…! — le ordenó ayudándole a erguirse —. Quiero que veas desde tierra cómo se hunde tu barco

Le empujó hacia cubierta, anonadado como iba, casi idiotizado, mientras las llamas comenzaban a tomar cuerpo en la vieja estructura de madera, y el humo se apoderaba del interior del camarote.

A trompicones le hizo descender hasta la falúa, cortó las amarras de un seco machetazo, y tomó los remos alejándose sin prisas del buque que iba convirtiéndose en una auténtica antorcha flotante.

Al poco, comenzaron a escucharse los gritos de los hombres encerrados bajo cubierta que clamaban por escapar de la trampa de fuego, golpeando inútilmente las escotillas sobre sus cabezas.

Las llamas abandonaron pronto la camareta del capitán propagándose velozmente a los cabos y al velamen, y el aceite de ballena que empapaba los mamparos y parte de la cubierta hizo que el barco se transformara en cuestión de minutos en una especie de gigantesco castillo de fuegos de artificio. Estallaban maderos, la botabara del palo de mesana cayó con estrépito, y por escalas y escotas trepaban las llamas alumbrando la noche.

Las focas se lanzaron al agua, asustadas, evocando sin duda la erupción volcánica, millones de peces acudieron casi hasta la superficie atraídos por la intensa luz, y el viejo capitán lloró inconteniblemente sin tratar de ocultarlo, viendo, impotente, cómo su nave se perdía para siempre y su tripulación perecía en la más espantosa de las muertes.

— ¡Monstruo maldito…! — gritó una y otra vez —. ¡Monstruo maldito…! — y se diría que no era capaz de recordar ninguna otra palabra, como si su mente se hubiera nublado, anonadado por la impresión que le producía el espectáculo que estaba presenciando.

Oberlus, por su parte, remaba pausadamente, relajado, satisfecho de sí mismo y de la conclusión de su venganza, con el aire indolente de quien disfruta de un paseo en barca por la laguna de un parque público disfrutando de una exhibición pirotécnica.

Dentro de la nave, algunos hombres, semiasfixiados ya, golpeaban desesperadamente las cuadernas más altas en un enloquecido intento de encontrar una salida, pero el María Alejandra era un viejo ballenero construido a conciencia, acostumbrado desde siempre a resistir los embates de una mar gruesa. El filo del hacha más pesada apenas había hecho su aparición a unos cuantos centímetros por encima de la línea de flotación, cuando ya el hombre que la manejaba la dejó caer, perdidas las fuerzas y el conocimiento por el humo que se filtraba por todos los resquicios de cubierta.

Los cuarenta hombres habían perecido, asfixiados, mucho antes de que el armazón de la nave comenzara a dar señales de que tenía la intención de quebrarse.

El bote varó en tierra. Oberlus empujó al capitán hasta sentarlo en la arena, patético o ridículo envuelto en su sucio camisón blanco, lloroso y temblando de miedo y tristeza, y juntos aguardaron, en silencio, a que, convertido en una única llama alucinante, el María Alejandra fuera tragado por las aguas chisporroteando crujiendo y lamentándose, antes de perderse, para siempre, en las profundidades.

En el aire flotaron pavesas, y un fétido olor a grasa de ballena y carne chamuscada comenzó a extenderse sobre las aguas, para alcanzar, por último, hasta el más apartado rincón del solitario islote.

Con el amanecer, algunas tablas, el palo mayor, dos cadáveres calcinados, y media docena de barriles vacíos que arrastraba mar afuera la corriente, era cuanto quedaba de lo que había sido un altivo y valiente ballenero.

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