Ya era todo un rey, dueño de una isla, una mujer, cinco hombres, dos cañones, un tesoro y un oculto palacio inaccesible. Ya era todo un rey, cuando hacía poco más de un año, tal vez dos, que había decidido enfrentarse al mundo, y ese mundo había comenzado a pagarle sin rechistar, y generosamente, el tributo que exigía como compensación por sus sufrimientos anteriores.

Docenas de vidas, tres barcos, nueve o diez esclavos de los que aún conservaba la mitad, una mujer hermosa, libros, armas, dinero y mercancías… ¡Todo! se le entregaba ahora con la misma facilidad con que antaño se le negó incluso la posibilidad de considerarse una persona, y se maldecía por su estupidez al no haber reclamado antes cuanto juzgaba que le pertenecía.

Años rumiando su soledad y su angustia en la proa de un barco, soportando los embates del mar, la lluvia, el viento o un sol implacable, a la espera siempre de una voz amiga, un gesto amable o un atisbo de justicia por parte de quienes se negaban a aceptar que no tenía la culpa de haber nacido contrahecho. Y años de compartir esa misma soledad con las bestias de un peñasco rocoso.

Y ahora, súbitamente, descubría que todo era sencillo, y había bastado con intercambiar el papel de víctima por el de verdugo.

A la crueldad había que responder con sadismo; a la injusticia con tiranía, y a los azotes con asesinatos. El resultado a la vista estaba: había pasado de ser la Iguana Oberlus, un monstruoso arponero, hijo del Averno, a Oberlus, rey de Hood, y tal vez, algún día, rey de Las Galápagos.

Ya no necesitaba excusarse por su aspecto y su presencia, ni pasar las noches en vela ofreciendo sacrificios a Elegbá para que le cambiase las facciones. La puta diosa negra podía pudrirse en sus hediondos pantanos dahomeyanos, porque ya él, Oberlus, jamás pediría nada a nadie. Ni siquiera a los dioses.

Lo que deseaba, lo tomaba por la fuerza, y a quien se le oponía, lo aniquilaba.

Y así el mundo entendía.

Tumbado en su roca, paseaba el catalejo sobre la isla y distinguía a sus súbditos, doblado el espinazo, afanados en trabajar doce horas diarias sin pronunciar palabra ni dejar escapar una queja. Disciplinados y sumisos, ni siquiera se atrevían a alzar el rostro hacia donde él se encontraba por miedo a que pudiera estar enfocándoles en ese instante. Incluso para hacer sus necesidades tenían que darse prisa y mantenerse bien visibles, porque sabían que — de ocultarse — su «rey» era muy capaz de descender de su trono y azotarles.

Cada tres días revisaba con sumo cuidado sus cadenas, advirtiéndoles que, quien pretendiera librarse de ellas, estaba condenado a una pena que iba, desde perder un pie, a la ejecución inmediata.

Y sabían que lo haría.

Su crueldad y su indiferencia ante el dolor ajeno había alcanzado las más altas cotas de lo infrahumano, y podía asegurarse que — sin disfrutar por ello — tampoco experimentaba el más leve síntoma de compasión cuando aplicaba, o hacía aplicar, aquellos refinados castigos a los que tan a menudo echaba mano para mantener la disciplina.

Esa disciplina era lo único que parecía importarle, y se comportaba como una máquina de guerra que lo arrasara todo a su paso con tal de alcanzar sus objetivos.

Aquellos hombres, aquellas bestias, o aquellas cosas, que poco le importaba la diferencia, eran «suyas», y únicamente tenían razón de ser en cuanto a que le fueran o no de utilidad.

De igual modo, la mujer que mantenía encerrada en la cueva constituía tan sólo un objeto para su disfrute personal — como El Quijote o La Odisea —, y así como a nadie se le ocurriría escandalizarse en exceso porque alguien arrancase una página a un libro, tampoco él se escandalizaría si un día se le antojaba arrancarle un dedo a su cautiva.

Le gustaba morderla y golpearla, en todas partes excepto en el rostro y contemplaba satisfecho las huellas de sus dientes o sus manos, no por sadismo, sino por el hecho de que encontrar las marcas sobre su cuerpo confirmaba la indiscutibilidad de su propiedad sobre ella.

Carmen de Ibarra, por su parte, soportaba estoicamente tales castigos, las continuas violaciones e incluso que la sodomizara manteniéndole la cabeza clavada contra el suelo, como si con ello estuviera pagando una larga lista de cuentas pendientes.

A menudo perdía el conocimiento por el dolor o por el asco que sentía, aunque, a decir verdad, la mayor parte del tiempo permanecía como sonámbula, fuera de la realidad o, más exactamente aún, confundiendo la realidad con la fantasía.

Pero un día, cumplida ya la tercera semana de cautiverio, se sorprendió a sí misma, y sorprendió a su violador con un largo y desesperado alarido, que no era de dolor, ni aun siquiera de asco, sino el grito incontenible que acompañaba al más profundo, intenso, desconcertante y prolongado orgasmo que había experimentado a todo lo largo de su vida.

Fue como si un rayo le hubiese penetrado de improviso por la base del cráneo para descender ardiente como plomo derretido a todo lo largo de su columna vertebral, abrasarle los riñones, estallar durante un tiempo inconcebiblemente largo en la vagina, y escapar luego por el inmenso pene que la penetraba una y otra vez, incansable; un pene que más se le antojaba un gran hierro al rojo, que la parte viva dc un ser humano.

Gamboa, Joao Bautista de Gamboa y Costa, ex primer piloto del Río Branco, consideró que había llegado el momento de moverse.

Sin razón aparente, y desde el día en que encontrándose atado y amordazado en el fondo de una cueva, le alarmó el repetido retumbar de los cañones, su captor, la Iguana Oberlus, parecía haber aflojado de forma notable su férrea vigilancia.

Pasaba ahora mucho menos tiempo en lo alto de la roca del acantilado, y por dos veces, se había retrasado en su rito de inspeccionar las cadenas cada tercer día.

Incluso el mestizo Mendoza parecía mostrarse consciente de tal cambio en el comportamiento de su amo, y aunque continuaba sin confiarse, manteniéndose siempre a la distancia reglamentada y procurando no cruzar con el portugués más palabras que las estrictamente necesarias, había «algo» indefinible en su actitud y en el ambiente del islote en general, que alentaba Gamboa.

El chileno odiaba a Oberlus y tenía tantas o más ganas que el piloto de saberle muerto, pero éste no se decidía a confiar en él, ni aun a hacerle partícipe de sus intenciones.

En realidad, no deseaba su ayuda, y le bastaba con que, llegado el momento, se mantuviera al margen de la contienda, sin tomar partido.

Dejó pasar por tanto otra semana; comprobó que la Iguana continuaba pasando más tiempo en su escondite que en la roca, y una tarde en la que negras nubes que llegaban del oeste hacían presagiar una ruidosa noche de tormenta, decidió actuar.

La niebla cubrió la isla media hora antes de anochecer, y con las primeras sombras, una cortina de agua, acompañada de relámpagos y retumbar de truenos se abatió sobre él.

La llegada de las tinieblas le sorprendió sentado sobre la roca que había elegido, golpeando con grandes piedras que había seleccionado y amontonado día a día, pacientemente, la gruesa cadena que unía sus pies.

Llovió torrencialmente, con estruendo, empapándole y mezclándose con el sudor que corría a chorros por su espalda, y aunque de tanto en tanto se detenía a escuchar, abrigaba la casi absoluta certeza de que, con aquel endiablado tiempo, ni siquiera el hijo del demonio se decidiría a abandonar su acogedor refugio.

Pero a las cuatro horas de luchar, golpe tras golpe, machacando la cadena, le asaltó el desaliento. Seis piedras había partido ya, hechas añicos, y las manos le sangraban, destrozadas, pero el eslabón que había elegido, del grosor de un dedo de la mano, apenas si presentaba un leve aplastamiento.

El hierro se había calentado, pero aun así, nada hacía presagiar que el metal acabara por ceder pese a que insistiera en el esfuerzo.

Decidió tomarse un descanso y fue entonces cuando advirtió que estaba tiritando, y el agua le había calado hasta los huesos. Se dejó resbalar, hasta quedar sentado en la tierra empapada, con la espalda apoyada en la roca, recostó en ella la cabeza, y por unos instantes permitió que gruesas lágrimas inundaran sus ojos compadeciéndose de sí mismo.

Había contravenido la ley. Había atentado contra la integridad de su cadena intentando cortarla, y le constaba que el castigo sería brutal, ya que su verdugo aguardaba desde mucho tiempo atrás a que diera un paso en falso para dejar caer sobre su cabeza todo el rigor de «su» justicia.

Desde que descargara el primer golpe no existía posibilidad alguna de volver atrás, y sus opciones se limitaban a acabar con la bestia o dejarse aniquilar por ella. Se concedió, por tanto, media hora de reposo, y reanudo la tarea pese a que los brazos le dolían terriblemente y el simple hecho de alzar una piedra de no más de dos kilos se le antojaba un esfuerzo sobre humano…

La abatía una y otra vez, con obsesiva insistencia, casi como un autómata, mordiéndose los labios para contener sus ansias de gritar de dolor, porque las manos, despellejadas, convertidas en auténticas llagas sanguinolentas, parecían negarse a continuar obedeciendo a unos dedos entumecidos y tumefactos, incapaces de sujetar nada con firmeza.

Hora tras hora, golpe tras golpe hasta quedar dormido bajo la lluvia, y despertar de nuevo, sobresaltado por un trueno o por su propio pánico, para girar la vista a su alrededor en espera de la temida y odiada presencia de su captor.

Luego, cuando no faltarían más de tres horas para el amanecer la noche quedó en calma, y advirtió, espantado, que los golpes resonaban estruendosos en el silencio del islote, cuyas rocas parecían devolver, centuplicados, sus mil ecos.

Pero el eslabón aparecía a esas alturas terriblemente machacado y sabía que no podía detenerse. Se rasgó el pantalón y se envolvió las manos con los jirones, reanudando sus esfuerzos pese a que cada brazo le pesaba como si fuera de plomo.

Y rompió sus cadenas.

Desconfiaba de conseguirlo y continuaba intentándolo por pura inercia. cuando, de improviso, advirtió que había cedido, y comprobó, asombrado, que el eslabón se partía en dos y podía avanzar ahora sin tener que hacerlo casi a saltos o sin miedo a caer de bruces en cuanto intentara un paso demasiado largo.

Se tomó un corto descanso para disfrutar de aquél, su primer triunfo en mucho tiempo, y luego, pesadamente, se encaminó al escondite en el que había ido ocultando parte de los víveres que le correspondían y un hacha rudimentaria fabricada con el mango de un viejo azadón, gruesas tiras de piel de iguana, y una ancha y pesada piedra que había ido afilando pacientemente durante horas robadas al sueño.

Utilizó otras tiras de piel, sobrantes, para sujetarse los restos de las cadenas a los tobillos evitando que tintineasen o le molestasen al andar, y se deslizó por último, sigilosamente, hacia la costa de poniente, la más agreste de la isla.

Bebió de un charco hasta saciarse, llenó hasta los bordes una diminuta calabaza seca, que era el único objeto que Oberlus les permitía poseer, se introdujo en el mar, y vadeando con el agua al pecho, tropezando y cayendo, pero esforzándose por no soltar nunca ni el hacha ni la calabaza, avanzó muy despacio hacia el sudoeste, hacia el pie del acantilado.

Pronto comenzaría a amanecer.



Una hora más tarde la Iguana Oberlus abrió los ojos, abandonó el jergón en que dormía, en el fondo de la cueva, a poco más de dos metros del punto límite a que llegaba la cadena de Niña Carmen, y la contempló, desnuda como estaba, abierta de piernas y aún dormida, exactamente en la misma posición en que la dejó la noche antes, cuando concluyó de hacerle el amor.

Sin permitirle siquiera abrir los ojos la poseyó de nuevo, ella tuvo su orgasmo entre sueños y se quedó muy quieta, mientras Oberlus se introducía en unos rojos pantalones demasiado anchos, cruzaba al cinto sus dos pesados pistolones, y salía tomando el catalejo y el machete.

Trepó a la cima, se instaló en su atalaya, y oteó el mar, cerciorándose de que no se distinguía señal alguna de navío en el horizonte.

Ya no aguardaba, ansioso, la presencia de una vela en la distancia. Ahora no necesitaba más que lo que tenía, y hubiera deseado que ningún otro barco recalase jamás en «sus aguas». Cinco súbditos, una mujer, y abundante existencia de víveres, pólvora, ron y libros era cuanto precisaba para sentirse feliz y satisfecho, y odiaba la idea de tener que convocar una vez más a sus esclavos, amordazarlos, esconderlos y pasar luego largas horas inquieto por la posibilidad de que los intrusos descubrieran que en algunas zonas de la isla existían bancales de cultivo, árboles frutales, aljibes y huellas inequívocas de que aquella roca en apariencia solitaria estaba poblada por seres humanos.

Despejado el horizonte, dedicó la atención a sus cautivos que tenían la obligación de estar trabajando desde el alba, y advirtió al instante, la desaparición del piloto portugués.

Lo buscó con el catalejo, a todo lo largo y lo ancho de la zona que le había asignado, pero no necesitó mucho tiempo par convencerse de que, lo que siempre había supuesto, acababa d ocurrir.

No le tomaba por sorpresa, y casi le alegraba el hecho de que a fin se hubiera decidido a dar el paso, porque le hubiera molestado equivocarse con respecto a Gamboa, su mentalidad, y su futuro forma de actuar.

Se cercioro de que los otros cautivos se mantenían en sus puestos, tranquilos y ajenos a la desaparición de su compañero comprobó que las pistolas estaban cargadas, empuñó decidido el afilado machete y emprendió el descenso, colina abajo, espantando a su paso a las colonias de albatros gigantes.

Cauteloso, atento a las emboscadas o a cualquier tipo de trampa, inspeccionó con suma atención la parcela de la isla de la que faltaba Gamboa, y descubrió la roca que utilizara como yunque, las destrozadas piedras el roto eslabón.

No necesitó mucho más para hacerse una idea de lo que había ocurrido. Su enemigo disfrutaba ahora de una cierta libertad de movimientos, probablemente se había agenciado algún tipo de arma, y se escondía en cualquier rincón del islote, dispuesto a caer sorpresivamente sobre él.

También podría ocurrir, y en eso estribaba quizás el mayor riesgo, que la intención del portugués fuera la de mantenerse oculto hasta la llegada de un barco, mostrarse sólo entonces y conseguir, con ayuda de su tripulación, dar una batida, descubrir su escondite y destruirle.

No le quedaba por tanto más remedio que buscarle dondequiera que se ocultase y acabar con él.

Su primer paso fue ocultar convenientemente maniatados a los restantes cautivos, y aunque en aquella ocasión no los amordazó, advertencia fue suficientemente explícita:

— No estaré lejos… — dijo —. Y si os oigo, vendré y os cortaré dos dedos a cada uno, sin importarme quién haya gritado…

Camufló con el cuidado de siempre la puerta de la cueva que comenzó, paciente y metódico, la búsqueda del piloto portugués.



Gamboa, Joao Bautista de Gamboa y Costa, ex primer piloto del Río Branco, encontró refugio bajo el saliente de una laja de roca, donde, acostado y pegado a ella, resultaba por completo invisible desde tierra, incluso para quien pasara a un metro sobre su cabeza.

Cuando la corta marea alcanzaba su punto más alto, las olas llegaban mansamente hasta él y se veía obligado a acompasar su respiración al flujo y reflujo, por lo que abrigó el convencimiento de que, en cualquier otro océano que no fuera el Pacífico y sus tranquilas aguas, semejante escondite hubiera resultado por completo impracticable.

Evocó el violento batir del mar contra la costa de su Cascaes natal, y dio gracias a Dios porque no se tratara del mismo océano, ya que el violento Atlántico le hubiera destrozado contra la pared del fondo de su refugio con la primera embestida.

Así pues, la mitad del tiempo en seco, la otra mitad empapado, dejó que las horas del sol se desgranasen lentas. Doce. Ni una más ni una menos, minuto a minuto, y aunque trató por todos los medios de administrar su escasa agua potable, el enemigo al que más temía de momento, la sed, le asaltó al final de la tarde debido al pesado calor y el salitre.

Las manos, completamente despellejadas, le ardían con un dolor sordo, latente e insoportable, y se veía obligado a lanzar un gemido cada vez que necesitaba coger algo o afianzarse a las rocas.

Vio al sol descender sobre el horizonte, justo frente a él y aguardó pacientemente a que se ocultara por completo ensuciando de rojo un cielo tachonado de nubes altas e increíblemente largas.

Era un hermoso espectáculo en verdad, pero Joao Bautista de Gamboa y Costa no se encontraba en situación de apreciarlo, y tan sólo rogaba para que durase lo menos posible y las tinieblas se abatiesen con rapidez sobre la isla.

Ya a oscuras, vadeó de nuevo la costa, siguiendo el camino a la inversa, y cuando puso el pie en tierra firme, se tumbó en la arena y aguardó muy quieto y con el hacha aferrada todo lo firmemente que le permitía su agarrotada mano, atento al más mínimo movimiento que se detectara en la isla.

Casi media hora después avanzó arrastrándose, centímetro a centímetro, consciente de que su vida dependía de su paciencia y de que el tiempo era lo único que tenía a su favor en la lucha que había emprendido.

Un rabihorcado aleteó a unos metros de distancia, y se aplastó contra el suelo, aterrorizado. Cuando el corazón dejó de latir queriendo escapar de su pecho, gateó hasta el ave, la apartó con suavidad, y se apoderó del único huevo que incubaba. Lo cascó contra una pequeña piedra, y se lo bebió con ansia. Buscó luego otros nidos y otros huevos, y fue consumiendo glotonamente todos aquellos que no contenían un embrión de polluelo.

Sus ojos se habían habituado ya a la oscuridad, lo que le permitía distinguir los contornos a cinco o seis metros de distancia, y eso hizo que media hora más tarde diera al fin con lo que venía buscando: un grupo de rocas que conformaban en su centro una diminuta hondonada que contenía un agua limpia y fresca que le supo a gloria.

Durmió allí mismo un par de horas, debió de nuevo, llenó la calabaza y continuó su incursión sin alejarse nunca de la costa, hasta tropezar con el tronco de un grueso cactus, a cuyo pie descubrió a una pacífica iguana de tierra que no hizo gesto alguno al verle y se dejó atrapar sin oponer resistencia.

Hubiera preferido retorcerle el cuello en silencio, pero ni siquiera tenía fuerzas suficientes para ello y optó por aplastarle la cabeza con el hacha de piedra.

La devoró despacio, cruda y casi palpitante, venciendo su repugnancia y permitiendo que la sangre le chorreara por el rostro y el cuello, pues tenía la plena seguridad de que si no recuperaba sus maltrechas fuerzas, jamás podría enfrentarse a su enemigo.

El alba le sorprendió ya de vuelta al refugio, donde aprovechó, media mañana, el descenso de la marea para dormir a gusto por primera vez en cuarenta y ocho horas.



Al octavo día, Oberlus comenzó a irritarse. Había registrado la isla palmo a palmo, sin olvidar una sola cueva, ni el más diminuto bosquecillo de cactus, barranco o recoveco, y no sólo no había encontrado al fugitivo, sino que ni siquiera había descubierto una simple huella de su paso.

Cada dos días se veía en la necesidad de liberar temporalmente al resto de los cautivos cuyo estado físico y mental se deterioraba a ojos vista, sucios, demacrados y atemorizados, y anhelaba regresar a la rutina de su vida diaria, tumbado en la cumbre del acantilado, vigilando su reino, leyendo durante largas horas y disfrutando del hermoso cuerpo de su prisionera.

Se le ocurrió la posibilidad de que el portugués se hubiera suicidado, pero la idea se le antojó improbable, puesto que para eso no se hubiera esforzado tanto en romper sus cadenas. Tampoco resultaba lógico que se hubiera dejado arrastrar al mar aferrado a un madero, pues como piloto, tenía que conocer la existencia de la corriente que atravesaba el archipiélago. Confiarse a ella constituía otra forma de suicidio, más lenta y desesperante, y por lo que intuía de Gamboa, no debía de ser ése su modo de hacer las cosas.

Continuaba allí, oculto y acechante, aguardando a que se cansara de buscarle y se confiara, para iniciar entonces el juego en sentido contrario, y convertirse, de cazado, en cazador.

Revisados ya todos los escondites naturales que ofrecía el islote, no quedaba, a su modo de ver, más posibilidad que la de que se hubiera enterrado en la arena de la playa o los bancales de tierra cultivable que habían ido acumulando con paciencia en pequeñas depresiones. Rastreó por lo tanto las playas, clavando a fondo en la arena su largo arpón cada medio metro, y asaeteó luego de igual modo los bancales, destrozando los cultivos de lechugas, tomates, tabaco o patatas, pero el porfiado piloto continuaba sin aparecer.

La irritación dejó paso a la frustración y la ira, y esta última a un creciente temor, puesto que en cualquier momento un navío podrá hacer su aparición en el horizonte y tener la mala idea de fondear en la ensenada.

Las consecuencias de esa frustración y esa ira, las pagaba en buena lógica Niña Carmen, que, pese al estoicismo con que había soportado hasta el presente los malos tratos, una noche lo empujó fuera de la cama por medio de un violento y sorprendente empujón, impropio de una mujer de su constitución física.

Se enfrento a él con los ojos relampagueantes:

— ¡ Ya está bien! — gritó fuera de sí y desmelenada —. ¿Quién te has creído que soy…? ¿Un perro…?

Oberlus se irguió del suelo en cierto modo desconcertado, porque en ese exacto momento no había ido particularmente duro con ella, pareció que no iba a reaccionar, pero, de improviso, dio un salto adelante y le descargó un violento puñetazo en el rostro que la tumbó de espaldas.

Cuando Carmen de Ibarra recobró el conocimiento, se encontró tumbada boca abajo, amarrada a la cama con los brazos piernas en cruz, y el intenso dolor que sentía le hizo comprender que la estaba sodomizando, tratando de hacerle el mayor daño posible.

— ¡Por favor…! — suplicó vencida —. ¡Por favor…!

Pero Oberlus continuó hasta derramarse en ella para quedar tumbado sobre su espalda mordiéndole el cuello.

Al rato, cuando recuperó el aliento, le murmuró al oído:

— ¿Has dicho… «por favor»…

Ella asintió en silencio.

— Eso me gusta… — admitió él —. Ya es hora de que te decidas a hablar y pedirme las cosas como a una persona… ¿O es que no te habías dado cuenta de que soy una persona…?

— No te comportas como una persona.

— Porque nadie me ha tratado nunca como si lo fuera… Salió de ella y se sentó en la cama, comenzando a desatarla con parsimonia. Por último la obligó a volverse, colocándola boca arriba, y le aferró con firmeza el rostro por la barbilla:

— ¡Mírame..! — ordenó —. ¿Te parezco en verdad un ser humano; una persona…? — ante la muda y aterrorizada afirmación, rió divertido —. El más espantoso de todos ¿no es cierto…? Pero persona al fin… — chasqueó la lengua —. Tan sólo existe algo en este mundo que infunda más miedo que mi rostro — hizo una pausa —. Yo mismo… — acudió a la mesa y bebió con avidez, directamente, del gollete de la garrafa de ron —. Me he convertido en algo aún peor que mi propia cara, lo que ya es decir mucho, ¿no te parece…? — inquirió al concluir de beber.

Ella, que le miraba con fijeza, se atrevió a preguntar:

— ¿Siempre fuiste así…?

Oberlus se volvió sorprendido, dejando a un lado la garrafa:

— ¿Así cómo…? — quiso saber —. ¿Así de feo, o así de violento…? — se encogió de hombros —. Bueno… Creo que ambas cosas van unidas… Sí… — admitió —. Desde que yo recuerdo, siempre he sido así… Nací como uno de esos fetos que los médicos conservan en frascos de alcohol, con la única diferencia de que yo tuve la mala ocurrencia de continuar respirando… Y mi madre… ¡fanática católica debía de ser la maldita para no consentir que me enviaran de regreso al infierno en ese mismo instante! se emperró por lo visto en amamantarme hasta que no pudo más y echo a correr.

Niña Carmen no hizo comentario alguno, limitándose a erguirse hasta quedar sentada en la cama, mientras él buscaba acomodo en el ancho sillón en que acostumbraba a leer, al tiempo que encendía su renegrida cachimba.

La miró de reojo:

— No te atreves a preguntar lo que se siente al haber nacido así, ¿verdad…? — añadió al rato —. Temes que me ofenda y me enfurezca… No… — negó —. Son muchos años llevando esta cara a todas partes…¡ Demasiados años..! Ya nada me ofende. Ahora soy yo quien ofende a lo demás, y eso me gusta.

— Disfrutas con ello, ¿no es cierto?

— Desde luego… — admitió —. Me agrada saber que inspiro terror, pero no por feo, sino porque en verdad lo que hago aterroriza… — hizo una pausa —. Siempre se ha dicho que es preferible inspirar odio a inspirar lástima, y lo cierto es que, jamás, ni siquiera lástima sintió nadie por mí… Sólo asco… — lanzó una nube de humo hacia ella —. También a ti te doy asco, ¿no es cierto?

Carmen de Ibarra — el mundo se había olvidado ya de ella y de que un día la llamaron Niña Carmen — negó segura de sí misma.

— Ahora ya no.

Oberlus la observó con mayor atención, como si quisiera leer en el fondo de aquellos ojos misteriosamente inquietantes, fue a insistir en el tema, pero de improviso pareció cambiar de idea y le imprimió un nuevo giro a la conversación:

— ¿Quién era…? — quiso saber —. El que mate aquella noche en la playa.

— Diego Ojeda, heredero de una de las mayores fortunas de Quito.

— Eso no me importa… — replicó con sequedad —. Quiero saber quién era para ti… ¿Estabais casados?

— No. No lo estábamos. Y aquélla tenía que ser nuestra primera noche juntos.

— ¿Le amabas?

— Sí.

— ¿Aún le amas?

— Está muerto.

— Dicen que se puede amar a los muertos.

— Únicamente los seres humanos podemos amar a los muertos, y ése es uno de los principales errores de nuestra especie… — replicó ella con calma —. Yo me he pasado la vida amando a hombres muertos, pero he descubierto que estaba equivocada. Equivocada en todo.

La Iguana Oberlus no preguntó qué había querido decir con ese «todo», y probablemente ella tampoco hubiera sabido explicarlo por más que se lo propusiera, porque el cúmulo de sentimientos que Carmen de Ibarra había experimentado desde que se encontraba en aquella cueva, la confundían como nada la había confundido en la vida anteriormente.

La sumisión con que se propuso aceptar su horrendo destino, y que consideró un a modo de expiación por sus anteriores culpas y por la insensatez de unos caprichos que no habían acarreado más que desgracia a los seres queridos, había ido dan paso, de forma para ella inexplicable, a una, cada vez más inquietante, sensación de bienestar. Se sentía feliz pagando por el mal que había causado, al igual que era feliz el penitente que cargaba una pesada cruz en las procesiones de Semana Santa, o el monje que se laceraba cada amanecer con un cilicio.

Pero eso era mentira, y lo sabía.

Desconcertada, iba descubriendo que en lo más íntimo de su ser no se sentía feliz por estar cancelando una deuda a base de soportar resignadamente las más inconcebibles vejaciones, sino que tal felicidad emanaba de las vejaciones en sí mismas, y de la mansedumbre con que le agradaba sufrirlas.

Aunque le doliera, tenía que confesarse a sí misma que no le espantaba ya la llegada de su violador y su verdugo, sino que vivía anhelándola, al igual que anhelaba sus malos tratos y las humillaciones a que la sometía, y que si en un momento determinado se había rebelado contra él, era porque abrigaba la absoluta certeza de que tal rebelión provocaría una nueva reacción de violencia aún más virulenta.

Así había ocurrido, en efecto, y al despertar de la brutal agresión, se había encontrado tan aberrantemente ofendida, que se había sentido tan feliz como nunca lo hubiera sido antes, pese a que aquel pene gigantesco la rasgase por dentro, y al fin no hubiera tenido más remedio que implorar clemencia.

Pero incluso en aquel sumiso suplicar que no continuara atormentándola, había encontrado un especial placer, por el simple hecho de que, como era de esperar, su monstruoso dueño no la había escuchado.



El sol estaba en su cenit, la marea en su punto más bajo, y el portugués Gamboa, Joao Bautista de Gamboa y Costa, dormitaba en su escondite, a la sombra, dejando pasar aquéllas, las más pesadas horas de calor del mediodía.

Pero de improviso abrió los ojos como si un sexto sentido le avisara, o le hubiera asaltado un súbito presentimiento. Extendió la mano hasta sentir la tranquilizadora presencia del mango del hacha, y quedó luego muy quieto, escuchando, tensos los músculos, listo a saltar a la menor señal de peligro.

A los pocos instantes lo descubrió. Hizo entrada en su campo de visión a menos de veinte metros de distancia, vadeando con el agua al pecho y escudriñando, con aquellos ojos de un azul casi traslúcido, cada gruta y cada cavidad de las rocas.

Comprendió que había llegado el momento, y que no cabía la posibilidad de esconderse por más tiempo. Rodó fuera de su refugio, se puso en pie, muy erguido sobre sus abiertas piernas y blandió el arma, amenazante:

— ¡Aquí estoy, maldito hijo de puta…! — aulló —. ¡Ven a por mí…!

La Iguana Oberlus se detuvo, le observó unos instantes, y pareció estudiar el terreno, buscando el lugar más apropiado para el enfrentamiento que iba a tener lugar. Por último, tomó una decisión y se encaminó directamente hacia él.

Las irregularidades del fondo le hacían tropezar, dificultándole la labor de mantener el equilibrio, pero ya con el agua a la cintura alcanzó la arena de una diminuta playa que se extendía casi hasta los pies del portugués, y se detuvo.

Tomó aliento y extrajo con parsimonia el largo y afilado machete que colgaba de su cintura. Se miraron.

Sabían que iba a ser aquélla una lucha a muerte, sin piedad por ninguna de las partes, y sin respeto hacia ningún tipo de reglas o leyes. Matar o morir, a eso iba a limitarse la contienda.

Gamboa observó el afilado machete, pero no le inspiró temor. Sin pistolas, inútiles allí, donde la pólvora del cebo se hubiera mojado al primer tropiezo, su enemigo no era ya más que un contrincante al que superaba en peso y envergadura, y el hacha, aunque primitiva, podía equipararse al arma de su enemigo.

— ¡Ven…! — repitió con un significativo gesto de la mano —. A ver si eres tan valiente como dices…

Oberlus no respondió. Sus ojos — «lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» — estaban fijos en el hacha de piedra, midiendo su grado de peligrosidad, y tratando de averiguar, por la forma en que la empuñaba, cómo iba a utilizarla.

Por último, cuando se sintió seguro, continuó avanzando, salió del agua, y se inmovilizó de nuevo a unos dos metros de distancia.

Comenzaron a moverse muy lentamente, girando y estudiándose cada vez más inclinados, tensos los músculos, listos a saltar y amagando golpes sin decidirse a lanzarlos, conscientes ambos de que el primer error que cometieran sería también, sin duda, el último.

La hoja de acero blandió el aire, silbando, regresó de igual modo con una rápida y hábil torsión de muñeca, y el piloto portugués dio un paso atrás, alzando el hacha, dispuesto a arrojarla con todas sus fuerzas.

La Iguana retrocedió también, agazapándose, listo para esquivarla, pero el golpe no llegó y regresaron a sus primitivas posiciones, trazando círculos y aguardando una ocasión más propicia.

Fue entonces cuando Joao Bautista de Gamboa y Costa pareció comprender que aquella distancia no le favorecía, dada la mayor longitud del arma de su enemigo, y súbitamente, de un modo por completo inesperado, se abalanzó hacia adelante, precipitándose sobre Oberlus y derribándole gracias a su impulso y a su mayor peso y estatura.

Rodaron por la arena hasta penetrar en el agua pugnando por herirse mutuamente, golpeándose, mordiéndose y pateándose, en una contienda feroz y desesperada, sin nobleza ni estilo, con la bajeza y la rabia de perros callejeros ansiosos por despedazarse.

El portugués era sin duda más alto y de constitución mucho más fuerte pese a encontrarse debilitado, pero Oberlus era más ágil y marrullero, y tenía, sobre todo, muchísima más experiencia en aquel tipo de peleas, en las que había tenido que tomar parte, lo quisiera o no, desde que tuvo edad suficiente para defenderse de los insultos de otros muchachos.

Aprovechó por tanto la primera ocasión en que su contendiente distrajo la atención de la defensa de sus testículos y los puso al alcance de su rodilla para alzarla con violencia, aplastándoselos con un golpe seco, de salvaje potencia.

El portugués Gamboa advirtió cómo el aire se negaba a descender a sus pulmones, abrió mucho la boca con un mudo grito que no llegó a escapar, y antes de que pudiera reaccionar descubrió, impotente, que la punta del machete penetraba por su costado izquierdo, y giraba con saña buscando destrozar su paquete intestinal.

Aún agonizaba cuando su verdugo le tomó por un tobillo, lo arrastró hasta el agua, y emprendió el regreso, vadeando, llevándole tras sí, como ensangrentada muestra de su indiscutible victoria.

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