Con la primera claridad del alba, mientras las sombras, remolonas, se negaban aún a despegarse de los contornos de las cosas, y el horizonte no era más que una inapreciable diferencia de tonalidades a uno y otro lado de una raya imprecisa, desde lo alto de la cofa el vigía gritó:

— ¡Tierra…!

Elliot Caine, tercer oficial del Adventurer, altivo bergantín de cuarenta cañones de Su Graciosa Majestad, alzó el rostro hacia el hombre que gritaba, siguió la dirección de su brazo extendido y, afianzándose en los obenques, desplegó el catalejo y lo enfocó en dirección a la isla.

Instantes después golpeaba respetuoso la puerta del camarote de su capitán, que se abría directamente sobre la cubierta de popa.

— ¡Señor…! — dijo sin entrar —. Tierra a proa… Presumo que se trata del islote de Hood…

Una voz cansada, rota y somnolienta replicó malhumorada:

— Despierte al señor Garret… Que busque un fondeadero apropiado… ¡Y déjeme dormir…!

— A la orden, señor…

El joven tercer oficial del Adventurer sabía por experiencia que el primer oficial Stanley Garret no era tampoco amigo de madrugar, por lo que decidió dejarle dormir media hora más, mientras la veloz proa del hermoso navío cortaba elegante el agua en dirección a la agreste roca que comenzaba a dibujar nítidamente sus contornos a medida que el día se iba adueñando del mundo.

Se sentía feliz y satisfecho. Aquél era su primer viaje como oficial, y había tenido la suerte de efectuarlo a bordo de un buque limpio valiente que lo mismo encaraba altivo las temibles olas del Cabo de Hornos, que se deslizaba con la suavidad de una gaviota sobre las tranquilas aguas del Pacífico.

Daba gusto sentirlo obedecer a un simple golpe de timón escuchar como cantaba el viento en su velamen, o contemplar a disciplinada tripulación que trepaba a los palos a un corto toque de silbato, para efectuar cada maniobra con precisión absolutamente matemática.

Pronto, cuando fondearan frente a aquella agreste isla solitaria el espectáculo se repetiría una vez más, y eso le hacía experimentar un inquietante cosquilleo en la boca del estómago, semejante al que experimentaba cuando de niño su padre prometía llevarla ver a los titiriteros.

— ¡Coleman…! — llamó —. Apreste a los gavieros, y cuando los tenga listos despierte al señor Garret…

El arrugado contramaestre hizo un gesto de asentimiento, echó un vistazo a tierra y desapareció presuroso por una escotilla.

El tercer oficial Elliot Caine estudió la dirección del viento comprobó la impecable orientación de las velas, y sonrío orgulloso de sí mismo y de su barco.

El sol, que nacía ya a sus espaldas, proyectó directamente una luz rojiza sobre el agreste peñasco que pareció incendiarse como si la pulida roca hiciera las veces de gigantesco espejo contrastando por ello con el pálido azul del cielo y el verde esmeralda de un mar en calma.

Elliot Caine tomó de nuevo el catalejo, se afianzó en los obenques como había visto hacerlo a los más viejos marinos y estudio la agreste costa sobre la que volaban ya centenares de aves marinas que se lanzaban al agua en busca de su desayuno diario.

Súbitamente algo reclamó su atención, pero el cabeceo del barco estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio, y cuando volvió a mirar, enfocando su catalejo hacia la más alta roca de la punta norte, no le cupo duda de su descubrimiento.

Alzó el rostro.

— ¡Vigía…! — gritó —. ¿Ves a un hombre en tierra…?

La respuesta tardó unos minutos en llegar, pero al fin, excitado, el marinero gritó a su vez desde lo alto:

— Lo veo, señor… Nos hace señas… Puede que sea un náufrago…

Casi al instante la puerta del camarote del capitán se abrió, y éste hizo su aparición en paños menores y cara de pocos amigos.

— Es que no se puede dormir en paz en este maldito barco? — exclamó apoderándose del catalejo de su tercer oficial —. ¡A ver…! ¿Dónde diablos está ese náufrago…?

Elliot Caine extendió el brazo señalando con el dedo:

— Allí, señor… Sobre la roca de la punta norte…

El gigantesco capitán Lazemby, uno de los hombres más altos, fuertes, pelirrojos, eficientes y autoritarios de la Armada Real, se afianzó firmemente sobre sus pies, y estudió el punto que le indicaban, balanceándose expertamente al compás del navío.

— ¡Es cierto…! — admitió —. Por lo que se agita parece que se trata de un jodido náufrago… — buscó a su alrededor —. ¿Dónde está el señor Garret…?

— Subirá en seguida, señor — fue la tímida respuesta —. Pensé que podría dejarle dormir un poco más…

El capitán Lazemby estudió desde su increíble estatura a su imberbe tercer oficial como quien analiza la composición de las patas de un escarabajo.

— ¡Joven…! — señaló —. Usted no está aquí para pensar, sino para recibir órdenes… Le costará un mes de paga… — Hizo un gesto con la mano mientras se encaminaba de regreso a su camarote —. Traiga al señor Garret inmediatamente y que los hombres se preparen para la maniobra… Me divierte salvar náufragos…

Diez minutos después reaparecería perfectamente afeitado y uniformado, mientras los gavieros comenzaban a recoger el trapo y la costa de lava destacaba ante ellos con total nitidez, hasta el punto de que se podían distinguir casi los rasgos del hombre que en pie sobre la roca, no cesaba de agitar los brazos desesperadamente.

— ¡Ya te hemos visto! ¡Ya te hemos visto…! — masculló el malhumorado capitán aceptando el tazón de café que le ofrecía su camarero —. Un cañonazo de saludo para que se quede tranquillo — ordenó volviéndose a su primer oficial —. A lo mejor es inglés…

El eco de la explosión despertó a Oberlus.



Ya las velas mayores habían sido recogidas; ya la proa no acuchillaba el agua sino que tan sólo se clavaba mansamente e ella recortado su ímpetu, y ya los hombres se aprestaban a lanzar el ancla y arriar los botes, cuando, de improviso, un gaviero alzó el brazo alarmado:

— ¡Allí…! ¡Allí! El hombre de la roca gritaba ahora, al parecer pidiendo auxilio aunque no pudieran entenderse sus palabras, agitando los brazo cada vez con mayor desesperación mientras otro hombre llegaba corriendo colina abajo, saltando y brincando por sobre piedra y matojos como una cabra enloquecida.

Algo iba a ocurrir, y lo presintieron de inmediato

El que llegaba blandía una pistola en cada mano, a las que el sol de la mañana sacaba destellos a cada salto, y al poco sonó un disparo. Ochenta miembros de la tripulación del Adventurer clavaron los ojos en la isla y advirtieron cómo el desconocido del peñasco trastabillaba. Luego, el otro se detuvo, apuntó con sumo cuidado por segunda vez y distinguieron el humo que nacía del cañón de su arma, mucho antes de que llegara a sus oídos el estampido.

Alcanzado con la espalda, Sebastián Mendoza cayó de frente, trazó una amplia pirueta en el aire y se hundió para siempre en el mar arrastrado al fondo por el peso de sus cadenas.

El capitán Lazemby, que había tenido el tiempo justo de enfocar su catalejo sobre la figura de Oberlus antes de que desapareciera como un fantasma entre los arbustos, lanzó un reniego:

— ¡Maldito asesino…! — gritó —. ¡Garret…! ¡Botes al agua ¡Tráigame a ese hijo de puta para colgarlo del palo mayor…!

Un centenar de hombres de la marina inglesa desembarcaron minutos más tarde en las costas y playas del islote de Hood o La Española, en el archipiélago de Las Galápagos o Islas Encantadas, y comenzaron a peinar, de abajo arriba, su minúscula y accidentada superficie.

Pero cuando media hora después alcanzaron la cumbre del acantilado y contemplaron el abismo a sus pies, se volvieron a mirarse entre sí, desconcertados.

El primer oficial Stanley Garret, que navegaba desde hacía ocho años a las órdenes del colérico capitán Lazemby, soltó un sonoro resoplido:

— ¡Atrás todos…! — ordenó —. Levantad las piedras si es preciso, pero ese tipo tiene que aparecer… No puede haberse ido nadando.

Regresaron de igual modo, duplicando ahora su atención, lo que les permitió descubrir los dos cañones y la gran cueva de la cañada oeste en la que se amontonaban mercancías provenientes del Madeleine y el Río Branco. También encontraron la gruta que había servido de tumba a Dominique Lassá, algunos restos del piloto Gamboa, y, colgada de una rama, la campana que había pertenecido a la naufragada fragata francesa.

El capitán Lazemby, que había bajado a tierra y aguardaba sentado sobre una silla de tijera a la sombra de un cactus, observó, estupefacto, a su primer oficial:

— ¿Cómo que no está…? — inquirió incrédulo —. ¿Qué quiere decir con eso de que no está…? Yo lo he visto… usted lo ha visto… ¡Toda la tripulación lo ha visto, y vio cómo asesinaba a un pobre hombre desarmado, disparándole por la espalda…! ¿Es que nos hemos vuelto locos…?

— No, señor… — masculló el pobre oficial atragantándose —. No nos hemos vuelto locos, pero no aparece…

— ¡Pues búsquelo, por todos los demonios! — aulló Lazemby —. No voy a permitir que nadie cometa un asesinato en mi presencia y permanezca impune… — hizo una pausa —. Y por lo que parece, no debe de ser ése su único crimen… Dos cadáveres, huellas de gente, restos de naufragios… — se puso en pie fuera de sí —. Quiero saber qué diablos ha ocurrido en esta maldita isla… ¡Andando! ¡A buscar!

Excepto los cocineros, hasta el último hombre del Adventurer tuvo que desembarcar y contribuir a la búsqueda. Las lanchas circunnavegaron la isla, los mejores nadadores bucearon para intentar rescatar el cuerpo de Mendoza, y los artilleros volaron con pólvora aquellas rocas que pudieran ocultar la entrada a una cueva, pero no hubo forma humana de dar con el rastro del fugitivo, pese a que el capitán Lazemby juró y perjuró que nadie probaría bocado ni bebería un sorbo de agua hasta que se lo entregaran vivo o muerto.



Apenas hubo disparado sobre el chileno y le vio precipitarse al mar, la Iguana Oberlus corrió a reunir a los restantes cautivos, los condujo por escondidos vericuetos hasta la cumbre de la isla, y los obligó a descender a la cueva del acantilado, pese a que existía el riesgo de que se precipitaran al abismo al encontrarse con los pies encadenados.

Cuando los tuvo a salvo, atados y amordazados, trepó de nuevo y borró a conciencia las huellas que conducían al punto por el que se descendía a su refugio. Disimuló con piedras e incluso con nidos los peldaños tallados en la roca, y cerró luego a cal y canto la angosta entrada que conducía a la cueva, concluyendo su tarea cuando se escuchaban ya las voces de los marinos que alcanzaban la cima, a diez metros sobre su cabeza.

A la difusa luz que penetraba a través de las oquedades de las paredes, tomó asiento en su sillón, encendió su cachimba, y se dispuso a esperar con los ojos fijos en Niña Carmen, que aparecía sentada en la cama, muda e impasible, con las manos suavemente colocadas sobre su abultado vientre.

Al fin, tras un pesado silencio que casi llegó a hacerse angustioso, ella señaló hacia lo alto e inquirió:

— ¿Quiénes son…?

— Ingleses… Un buque de guerra inglés… Últimamente están en todas partes…

— ¿Muchos…?

— Calculo que unos cien… Pero no nos encontrarán.

— Los ingleses son porfiados.

Oberlus se encogió de hombros y con un ademán señaló a su alrededor:

— Podemos sobrevivir seis meses aquí… — indicó a sus espaldas —. Y si nos descubrieran, por ese hueco no podrían entrar más que de uno en uno… No tengas miedo. Niña Carmen no hizo comentario alguno, porque jamás se le había pasado por la mente tener miedo a los ingleses. Todo su miedo se concentraba en el hecho de que, dentro de dos meses, tendría que dar a luz a un hijo en el interior de aquella gruta sin más ayuda que la que le pudiera prestar la bestia humana que se sentaba frente a ella.

Hacía ya mucho tiempo que no salía de la cueva, no sólo por el hecho de que apenas cabía ya por la entrada, sino, sobre todo, porque no se encontraba con ánimos para trepar por la pared del acantilado, y permanecía por lo tanto allí, como una abeja reina encerrada en su colmena, aguardando a que la criatura que ya pateaba con fuerza en su interior, se decidiera a salir.

Disponía de largas horas por tanto para reflexionar en torno a sí misma y a su hijo, preguntándose una y mil veces si, como quería creer, nacería normal o por el contrario se parecería a su padre.

Se sorprendía a sí misma a veces observando con atención el rostro de la Iguana Oberlus, tratando de averiguar si su espantosa deformidad se debía tan sólo a un simple problema de gestación, o se trataba más bien de una tara hereditaria que el niño recibiría también.

Amaba aquel niño.

Aun siendo hijo de quien era y sintiéndose angustiada por el hecho de que pudiera nacer contrahecho y repelente, lo amaba con una dulce ternura de la que ella misma era la primera en sorprenderse.

Se preguntaba también, a menudo, qué habría sido de su vida — y la de tantos otros — si Rodrigo hubiera sido capaz de hacerle engendrar un hijo durante aquellos maravillosos años del Cotopaxi. Tal vez un niño hubiera calmado sus ansias de libertad — de cautiverio — y al sentirse atada a él, sus inquietudes y fantasías nunca hubieran hecho crisis. Sería entonces en aquellos momentos una feliz madre de familia que tal vez estuviera aguardando un nuevo parto sentada frente a la cristalera que se abría al volcán en el hermoso y acogedor salón de la hacienda.

— ¿Cuánto tiempo había pasado?

Ocho años, no más, y, sin embargo, a menudo se le antojaba que habían sido mil, tan repleta estaba su mente de recuerdos prodigiosos. Ocho años de amarguras y desgracias que ella misma se había complacido en derramar sobre su propia cabeza; ocho años de huir desesperadamente de la felicidad que una y otra vez se le ofrecía, para ir a arrojarse en brazos del mal en las más abominables de sus formas.

Y ahora estaba allí, sentada en una vieja cama, en el centro de una inmensa gruta, contemplando a tres encadenados tumbados en el piso, dos de los cuales se habían orinado ya en los pantalones, y observando a un engendro que fumaba mientras se sumergía en la lectura de un cien veces leído ejemplar de La Odisea.

Como si presintiera que le estaba mirando, Oberlus alzó el rostro y la miró a su vez.

Permanecieron así un largo rato, en silencio, hasta que él indicó con la cabeza su abultado vientre:

— ¿Sigue moviéndose…? — inquirió.

— A ratos.

— ¿Cuándo nacerá…?

— No lo sé. En esta isla y esta cueva se pierde incluso la noción del tiempo… Tal vez falten dos meses… — hizo una pausa —. Tampoco tengo demasiado interés en que nazca… — añadió —. Mientras continúe en mi interior conservo la esperanza de que sea un niño normal… Un hermoso niño.

— ¿Tan pronto has perdido la fe…? Al principio estabas convencida de que lo sería. No obtuvo respuesta, y al rato, al advertir cómo se acariciaba el vientre, Oberlus inquirió de nuevo:

— ¿Serías capaz de conservarlo aun siendo un monstruo…? Ella le miró a los ojos y fue sincera al negar:

— No lo sé… — admitió —. Cada día me lo pregunto, y aun no tengo respuesta…

— Yo sí que la tengo… — señaló él —. Harías lo mismo que hizo mi madre: amamantarle hasta que pudiera valerse por sí mismo, y abandonarle luego, asqueada… No te imagino paseando con un pequeño monstruo cogido de la mano…

— Sería mi hijo…

— No… — puntualizó Oberlus —. Sería «mi hijo»… Al verle, tan horrendo, echarías sobre mí todas las culpas de haberle traído al mundo, ya que fui yo quien te forzó… Se te olvidaría lo mucho que has disfrutado a veces, y que quizá fue en una de esas ocasiones cuando lo concebiste… — cerró el libro y lo dejó sobre la mesa —. Te lo dije y te lo repito para que no haya lugar a dudas: si se parece a mí, lo mejor para él y para todos será tirarlo al mar…

Niña Carmen fue a decir algo, pero una brusca patada de la criatura le obligó a contraer e; rostro en un leve gesto de dolor. Se frotó el punto maltratado y sonrió levemente:

— Es fuerte… — dijo —. De eso no hay duda…

— Debe de ser chico… — rió Oberlus con aquella risa suya, tan espantosa, en la que siempre mostraba los carcomidos dientes —. ¿Imaginas que, además de parecerse a mí, naciera niña…?

Ella le fulminó con una severa mirada.

— No le veo la gracia… — señaló.

— Pues a mí me parece que la tiene… — argumentó él —. Piensa en una mujer que sacara tus piernas, tu cintura; ese pecho erecto y ese culo increíble y a la que, sobre todo eso, le colocaran una cara como la mía… ¡Resultaría glorioso…!

Carmen de Ibarra le contempló asqueada, con la misma mirada con la que se pudiera observar a un sapo o una serpiente que de improviso hubieran comenzado a hablar.

— ¿No hay nada, divino o humano, que tú respetes…? — quiso saber —. ¿Ni siquiera a tu propio hijo…?

— Ni siquiera eso… — admitió Oberlus —. Cuando me declaré en rebeldía, lo hice contra todo y contra todos… Dios y mis hijos incluidos… — le apuntó con el dedo —. Pero te prometo que, si se parece a mí, le respetaré… Lo mataré en el acto, pero ofreciéndole, eso sí, todos mis respetos…

Ella se puso en pie y comenzó a pasear, despacio, de un lado a otro de la amplia cueva, sujetándose los riñones y avanzando con paso cansino y bamboleante. Sin mirarle, dijo:

— A veces tengo la impresión de que te llevarías un disgusto si el niño naciera normal… Te sentirías traicionado. No por mí, que es imposible, sino por él… En el fondo ansías que se sienta tan orgulloso de la fortaleza de su padre, que prefiera parecerse a él, aunque le cueste la vida en el momento de nacer…

— Estás loca…

— No… Sé muy bien que no lo estoy… Y sé también que en el fondo eres como todos… ególatra y pedante; orgulloso de tus propios defectos, aunque esos defectos hayan labrado tu desgracia… — se había recostado en la pared de piedra, fatigada, y respiraba con ansia, como si le faltara aire. Luego señaló a los tres cautivos, encadenados como fardos —. ¿Qué hubieras hecho de nacer como ésos? Uno tonto, y los otros dos sumisos a cuanto se les diga… ¡Míralos…! Los has convertido en pobres bestias con menos voluntad que un perro… ¿Hasta cuándo los vas a tener así…? No pueden ni moverse…

— Hasta que pase el peligro…

— Tú mismo has dicho que aquí no corremos peligro… Lo que estás haciendo con ellos es inhumano.

— Yo soy inhumano.

— Lo sé… — admitió Niña Carmen con naturalidad —. Y también sé que te sientes satisfecho de serlo, pero no es mi caso — hizo una pausa —. Tal vez tengamos que compartir esta cueva mucho tiempo… Si los dejas como están, pronto apestarán a diablos…



Durante dos largos días, la tripulación del Adventurer removió hasta la última piedra y el último matojo del islote de Hood, a la búsqueda de un hombre al que todos habían visto con sus propios ojos, pero al que — nunca mejor dicho — parecía haberse tragado la tierra.

Los cañones fueron lanzados por el acantilado, las mercancías y maderos, incendiados, los campos de cultivo arrasados, y los aljibes destruidos, con lo que no quedó rastro alguno de la labor de Oberlus y sus esclavos, pero, pese a ello, no hubo forma humana de que «aquella rata hediondq»… — según palabras del primer oficial Stanley Garret — saliera de su escondrijo…

Se había corrido la voz de que aquel asunto apestaba a piratería, y los dos hombres debían de ser supervivientes de algún navío que transportaba un gran tesoro, y la tripulación se mostraba ansiosa por encontrar al fugitivo, y obligarle a revelar su escondite con lo que todos serían ya ricos para siempre.

Sin embargo, el capitán Lazemby, al que en verdad tan sólo movía un sincero deseo de hacer justicia y no daba crédito alguno a historias de piratas y tesoros, llegó al convencimiento de que no podía permanecer fondeado por más tiempo frente a una roca pelada en un perdido archipiélago del Pacífico, y al tercer día ordenó levar anclas, decidido a poner en conocimiento de sus superiores, lo más pronto posible, todo lo ocurrido.

Tal vez el Almirantazgo tuviera a bien comunicárselo a las autoridades españolas y éstas enviaran uno de sus navíos a investigar, aunque el capitán Lazemby sabía por experiencia que, aun contando con la buena voluntad de todos, pasaría mucho tiempo antes de que nadie pudiera tomar cartas en el asunto.

— Nunca imaginé… — comentó esa noche en la cena del comedor de oficiales — que algún día llegara a ser testigo de un crimen y tuviera que dejarlo sin castigo…

— Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano, señor… señaló el primer oficial Garret —. Nadie puede culparnos de desidia…

— No es cuestión de desidia o culpabilidades… — replicó secamente el capitán —. Es cuestión de ira… Ira e impotencia… Ver cómo aquel energúmeno corría, comprender que iba a matar y no poder hacer nada por evitarlo, me destrozó los nervios… — apretó el servilletero de plata con su enorme manzana, arrugándolo como si fuera de cartón —. ¡Cielos…! Jamás me he sentido tan frustrado… Cien hombres, cuarenta cañones, uno de los mejores buques de la armada, y no hemos podido acabar con esa sabandija… ¡Mayordomo…! — gruñó —. Sirve ron… Quiero emborracharme esta noche aun cuando vaya contra las ordenanzas. Y que nadie me despierte en dos días… ¡Es una orden…!

La orden se cumplió y el capitán Lazemby abrió de nuevo los ojos cuando se encontraba ya muy lejos, en mar abierto, poco antes de que la Iguana Oberlus se decidiera a abandonar su escondrijo y trepar hasta la cumbre del acantilado, a comprobar que no se distinguía ya rastro alguno del Adventurer.

Se cercioró, paciente, de que no habían dejado ningún destacamento en la isla, y la recorrió luego, muy despacio, advirtiendo, furioso, que su labor de años había sido destruida a conciencia.

No quedaba en pie ni un solo frutal, ni una acequia, ni un aljibe, e incluso la tierra de los bancales de cultivo había sido aventada a los cuatro puntos cardinales. También las herramientas de trabajo habían desaparecido, y todo aquello que podía arder se había convertido en un montón de cenizas.

Una vez más se habían ensañado con él y tendría que volver a partir de cero, pero le constaba que ahora las cosas se habían puesto aún más difíciles, porque pronto el Adventurer haría correr por los puertos del Pacífico la noticia de que en el islote de Hood, en el archipiélago de Las Galápagos, se ocultaba un hombre al que una tripulación había visto cometer un crimen.

Su paz, una paz basada en el hecho de que el mundo ignoraba su presencia, se había acabado.

Por otra parte, los tres cautivos conocían ahora su escondite, sabían cómo entrar y salir de él, y les bastaría con colocarse cualquier amanecer en la cima del acantilado, para impedirle subir a base simplemente de lanzarle piedras en cuanto lo intentara.

Maldijo a los ingleses, pero más aún se maldijo a sí mismo por haberse dejado sorprender con la inesperada llegada del navío.

Sabía desde siempre que su primera obligación era cerciorarse cada amanecer de que no se distinguía vela alguna en el horizonte, y había fallado en algo tan primordial y sencillo.

La noche antes se había quedado leyendo hasta muy tarde, y luego, en el momento de ir a dormir le apeteció hacer el amor pese a que Niña Carmen se negaba desde hacía más de una semana, alegando que podría afectar al niño.

Discutieron.

Al fin ella accedió, y eso pareció despertar su deseo, exigiendo más, con lo que concluyeron por dormirse, agotados, cerca ya del alba; un alba en la que, por aquella maldita mala suerte que siempre parecía perseguirle, el más rápido de los navíos de la Armada inglesa navegaba empujado por buen viento y una corriente favorable, en dirección al islote de Hood.

Por enésima vez se preguntó qué diablos le había hecho a los cielos para que estuviesen de nuevo en contra suya. El destino, la fatalidad, los dioses, o quienquiera que fuese el que repartiese la suerte o la desgracia, parecía complacerse en torturarle con especial inquina, como si se tratara de un experimento en el que intentaran averiguar hasta qué punto se podía martirizar a un hombre sin llegar a destruirlo.

Acuclillado frente a las cenizas de cuanto habían sido sus pertenencias, admitió que, sin duda, aquel destino, fatalidad, los dioses o quienquiera que fuese, habían sabido elegir bien a su víctima, pues él, la Iguana Oberlus, continuaría luchando, aunque le derribaran una y mil veces. Sin duda buscaron un espíritu indomable como el suyo para cargarle con todas las desgracias, y si se sintiera capaz de creer en la mitología griega que Ulises veneraba, se imaginaría a sus deidades sentadas en el Olimpo, observando, divertidas, su desigual lucha contra el mundo.

— ¿Qué puede hacer un hombre al que sólo dotemos de tenacidad e inteligencia, privándole absolutamente de todo lo demás?

— Veamos.

Y allí estaba él, la Iguana Oberlus, puesto que ni siquiera un nombre decente le habían proporcionado, acurrucado sobre una piedra de un islote solitario, contemplando, impotente, la ruina del «imperio» que había sabido levantar.

Tenía que empezar de nuevo, sin reservas de agua, sin tierras de cultivo, sin frutales y casi sin galápagos ya que le sirvieran de alimento.

Tenía que empezar de nuevo, con una mujer encerrada en una cueva a la espera de un hijo, tres cautivos que se habían vuelto peligrosos para su seguridad, y la constante amenaza de que llegaran otros barcos en su busca.

Tenía que empezar de nuevo.

Y empezó.



Cada tarde reunía a los cautivos encerrándolos en una de las cuevas de la cañada, unidos entre sí y a la pared de roca por la cadena que antaño utilizara Niña Carmen.

Pero le constaba que si una noche eran capaces de arrancarla entre los tres y liberarse, les bastaría con acudir a la cumbre del acantilado para acabar con él, por lo que tomó la costumbre de presentarse inesperadamente a las horas más intempestivas, a comprobar que no habían hecho intento alguno de evadirse…

La sentencia, dictada y advertida de antemano, resultaría inapelable: tortura y pena de muerte para los tres.

De día los obligó a trabajar aún a mayor ritmo, reconstruyendo ante todo los aljibes; y uno de los portugueses, Ferreira, que se mostró renuente, recibió treinta latigazos que lo dejaron postrado una semana, salvando la vida gracias a su fortaleza y a un deseo de continuar en este mundo, incomprensible en alguien que se hallaba en tan trágica y precaria situación.

La Iguana Oberlus se había convertido en un hombre airado, presa de súbitos ataques de cólera, y a las pistolas y el machete había unido ahora un largo látigo que restallaba a la menor provocación sobre las espaldas de sus cautivos, sumiéndolos en un estado de continuo terror y desconcierto.

Consciente de que si cada navío que arribara a sus costas lo hacía prevenido contra su presencia y dispuesto a capturarle, su existencia, siempre encerrado en la cueva, se volvería un infierno; agotadas las reservas de galápagos, y sin agua ni víveres, la supervivencia se tornaría cada día más difícil y parecían haber quedado definitivamente atrás los días de paz y abundancia en los que no tenía más que sentarse en la cima del acantilado a vigilar con el catalejo a sus esclavos.

No había durado mucho su triunfo.

Los albatros gigantes no habían regresado aún de su tercera emigración desde que se proclamó «Rey de Hood», y todo parecía haber concluido ya. De sus riquezas, no quedaba más que el oro, que de nada le servía allí, y de todos sus cautivos no sobrevivían más que el noruego tonto y los dos portugueses.

Pero aun así, lucharía.

Luchar, trabajar, golpear y enfurecerse era lo único que le quedaba en este mundo, y a causa de ello se le advertía constantemente atacado por una febril actividad, que le impedía permanecer quieto un solo instante y le obligaba a caer rendido de cansancio por las noches.

Quemó los libros.

Lo hizo convencido de que le habían ablandado haciéndole perder horas de sueño y llenándole la cabeza de ideas estúpidas, y se juró en voz alta que jamás volvería a leer una sola línea, maldiciendo el día en que se le ocurrió aprender a hacerlo.

— Eso es ridículo… — le hizo notar Niña Carmen mientras le veía lanzar los volúmenes al fuego —. Lo malo no está en saber leer, sino en tragarse veinte veces La Odisea como tú has hecho… ¿Qué esperabas…? ¿Convertirte en Ulises…?

— ¿Qué sabes tú de Ulises…?

— Lo que saben todos… que era un loco que se fue a una guerra que le importaba un rábano, dejando sola a una mujer maravillosa… — sonrió divertida —. Lo malo es que ella no se largó con el primero que llamó a su puerta en lugar de pasarse años esperándole…

— ¿Tú no le hubieras esperado…?

— Desde luego que no… — replicó ella con rapidez —. El hombre que se va a la guerra voluntariamente, no merece más que el olvido y la muerte… ¿Qué diablos le importaba a Ulises si Elena se acostaba o no con Paris…? ¿Por qué tenía Penélope que quedarse en casa, mientras su marido trataba de devolverle Elena a un viejo chocho…? Esa Odisea que tanto te gusta, no es más que una estúpida historia de hombres escrita por hombres que preferían matarse entre ellos que hacerle el amor a sus mujeres… — sonrió despectiva —. Ya cuenta que aquellos griegos eran todos medio afeminados…

El la miró con asombro:

— ¿Qué quieres decir…?

— Lo que he dicho… ¡ Que se acostaban los unos con los otros, y por eso les gustaba tanto irse a la guerra juntos…!

La Iguana Oberlus permaneció unos instantes en silencio, recordando, mientras observaba cómo el ejemplar de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha se consumía por completo.

— En mi último barco sorprendieron a dos grumetes juntos… — dijo al fin — Eran aún muy jóvenes, pero el capitán Harrison los mando amarrar, cara contra cara, y los colgó de la borda con las piernas en el agua hasta que se las comieron los tiburones… ¡Dios cómo gritaban…! — exclamó —. Uno murió esa noche, al otro le cauterizaron los muñones con un hierro al rojo y lo desembarcaron en Jamaica… — chasqueó la lengua —. El capitán aseguraba que un afeminado causaba más estragos en una tripulación que el escorbuto, porque en un ballenero, después de seis meses de navegación, hasta el más macho puede sucumbir a la tentación.

Le miró divertida:

— ¿Tú nunca sucumbiste…?

Oberlus rió a su vez:

— ¿Quien iba a tentarme a mí, con esta cara…? — cambió de tono —. No. Ni siquiera los afeminados quisieron nunca tener tratos conmigo… — hizo una pausa en la que revolvió con un palo las cenizas de los libros —. ¿Sabías que jamás llegué a hablar con nadie más de cinco minutos…? Nadie parecía tener nunca nada que decirme… — movió de un lado a otro la cabeza como si se negara a creer en su propio pasado —. Pedir algo más de cinco minutos de atención a lo largo de toda una vida, no es pedir mucho, pero, sin embargo, nunca me los concedieron.

— Para alguien que presume de que la humanidad no le importa una mierda, te autocompadeces demasiado… — señaló Niña Carmen —. ¿O es que te estás justificando…?

La miró con mal contenida rabia, o tal vez con desprecio.

— No. No necesito justificarme… — replicó —. Y menos ante ti, que no tienes justificación posible.

— ¿Cómo puedes estar tan seguro…? ¿Qué sabes en realidad tú de mi vida…?

— Me basta con la forma en que te has comportado desde que estás aquí… — fue la respuesta —. Aquel día, cuando, después de todo lo que te había hecho, no fuiste capaz de disparar contra mí comprendí realmente cómo eres… — No todos somos asesinos…

— Matarme en aquel momento no podía considerarse un asesinato… Era una obligación. Pero no lo hiciste porque te gustaba que yo, un ser repelente al que nadie se ha aproximado nunca por propia voluntad, te mantuviera esclavizada… ¿Quién si no te iba a dar por el culo o te iba a humillar de ese modo…? Te va a resultar difícil encontrar a alguien como yo si algún día consigues librarte de mí… Si lo consiguieras, si lograras escapar acabarías de puta en una taberna de puerto, acostándote con cualquiera a cambio de unas monedas que ofrecerle luego al chulo que te diera una paliza… Ese es tu espíritu… — concluyó —. Y más posibilidades tengo yo de cambiar de cara, que tú de cambiar de instintos.

Niña Carmen acarició con ternura el abultado vientre que parecía ya a punto de reventar.

— Mi hijo me hará cambiar… — aseguró —. Será un hermoso niño, y tendré a quién dedicar mi vida… Cuando una mujer tiene un hijo olvida sus fantasías.

Él la observó largamente. Al fin negó:

— Tú no… A ti nadie te hará olvidar… Así naciste, y así morirás…

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