Los dolores comenzaron a media tarde, y gritó durante horas, sudando y retorciéndose, llorando, rezando e insultando al «maldito monstruo repelente que le había hecho concebir otro monstruo que pretendía matarla desde dentro».

La Iguana Oberlus guardaba silencio, a la espera, procurando recordar las instrucciones que había recibido, y tratando de no pensar en el hecho de que había llegado la hora y muy pronto tendría que tomar la decisión más importante de su vida.

La criatura que iba a nacer era su hijo; lo único que podía considerar auténticamente suyo en esta vida, y el único recuerdo, también, que dejaría al mundo el día en que muriera, pero aun así, confiaba en tener valor para arrojarlo al precipicio, antes siquiera de que comenzara a llorar, si es que llegaba a la conclusión de que habían engendrado un nuevo Oberlus.

Había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, e incluso hubo un momento — antes del incidente con el barco inglés — en que abrigó la esperanza de que tal vez el niño podría vivir en una isla donde no había espejos y donde nadie se atrevería a decirle nunca cómo era su rostro.

Sería «su hijo», su heredero, «Rey de Hood» y de todos sus esclavos y riquezas, educado por su padre en el convencimiento de que ellos dos tenían razón y eran perfectos, y como tenían también la fuerza, el resto de los humanos debían servirles y obedecerles.

Pero ya incluso ese sueño era imposible, y si nacía contrahecha, la criatura estaba condenada a seguir sus huellas, no como príncipe heredero de una isla, sino como la más aborrecida de las criaturas vivientes.

Recordó su niñez y comprendió que él, menos que nadie, tenía derecho a hacer pasar a un ser humano por un calvario semejante al que había padecido en aquellos años. La vida no era algo tan valioso como para tener que pagarla a tan alto precio, sobre todo cuando aún no se conocía y no se tenía, como él, rabia por vivirla y ansia de venganza.

El niño pasaría en un instante del caliente vientre de su madre a un tibio mar en el que se hundiría eternamente sin conciencia siquiera de que había llegado a respirar.

De la nada a la nada, ahorrándose al propio tiempo un larguísimo viaje a través del dolor para alcanzar, a la postre, el mismo punto.

¿Qué significado tenía aceptar de antemano un calvario tan amargo como el suyo, cuando se abrigaba el absoluto convencimiento de que no existía un más allá después de la muerte que compensara por tan terrible cúmulo de padecimientos?

Él, Oberlus, la Iguana, el hijo del Averno, la bestia hedionda de la que todos renegaban, «sabía» que no había Dios, ni Cielo, ni Infierno que justificasen una sola lágrima de su hijo, y por lo tanto él, Oberlus, la Iguana, se arrogaba el derecho a evitarle tan gratuitos sufrimientos.

Los gritos aumentaron.

Las lamparillas de aceite parecieron titilar con más fuerza.

El agua hirvió sobre el fuego que, en un rincón, contribuía a iluminar más fantasmagóricamente aún la estancia.

Niña Carmen se aferró a los barrotes de la cama, y empujó con fuerza.

La Iguana Oberlus permaneció a la espera, siempre en silencio.

Llegó el alba.

Nació el niño.

Niña Carmen dejó de gritar y cerró los ojos exhausta.

La Iguana Oberlus cortó el cordón umbilical, tomó a la criatura en brazos, y la envolvió en un paño limpio.

Luego, muy despacio, la aproximó a la luz y la estudió con detenimiento.

Niña Carmen abrió los ojos y le miró ansiosa.

La Iguana Oberlus se aproximó a la entrada de la cueva y arrojó al recién nacido al espacio, observando cómo iba a chocar, con un golpe seco, contra la superficie de un mar gris, acerado y tranquilo, sobre el que comenzaban a revolotear, con la primera claridad del día, rabihorcados, alcatraces, albatros y gaviotas.

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