Pero la Iguana Oberlus se equivocaba.

El número de sus súbditos no aumentó, sino que, por el contrario, decreció bruscamente en una cuarta parte, lo que significó — como hubiera significado en cualquier otro «reino» del mundo — una auténtica catástrofe.

Fue cinco días más tarde, cuando, a la hora del almuerzo, encontrándose enfrascado como siempre en deletrear en voz alta las aventuras del Ingenioso Hidalgo castellano, y absorto en sus andanzas, desatendió por un instante la vigilancia a que tenía sometido de continuo a Georges, el cocinero, que en el instante mismo de servirle una enorme fuente de huevos de tortuga, trató de apuñalarle dirigiéndole una feroz cuchillada al corazón.

Debió de ser el temblor de la mano que sostenía la fuente lo que llamó la atención de Oberlus en el momento de aparecer por el rabillo de su ojo, pues con una reacción instintiva y felina dio un salto atrás consiguiendo que, lo que hubiera sido un golpe mortal, se transformara en un simple arañazo, que hizo sin embargo correr la sangre escandalosamente, empapando de inmediato su andrajoso pantalón.

Trastabilló cuatro o cinco metros, tropezó con una roca, cayó de espaldas y lanzó un rugido de dolor, pero cuando el cocinero se abalanzó sobre él dispuesto a rematarle, se encontró de improviso con un pesado pistolón amartillado ante los ojos.

— ¡Un paso más y te vuelo la cabeza…! — masculló Oberlus furiosamente, y el francés se quedó inmóvil, clavado en el suelo y aterrado mientras dejaba caer el arma con gesto de impotencia.

Al tañido de la campana acudieron sus compañeros de cautiverio, que no necesitaron hacer pregunta alguna para comprender, de un solo golpe de vista, lo que había ocurrido.

La Iguana aún sangraba, sin esforzarse en absoluto por restañar la sangre de la herida, y la desolación del cocinero aclaraba, sin necesidad de palabras, la historia de los acontecimientos.

La sentencia llegó casi al instante. Oberlus tomó el largo y afilado machete que siempre cargaba a la cintura, y se lo entregó a Dominique Lassá:

— ¡Córtale la cabeza…! — ordenó.

— ¿Te has vuelto loco…? — protestó el interpelado negándose a aceptar el arma… — . Es mi amigo.

— Deja de llamarme loco si no quieres que acabe también contigo… — le amenazó —. Y por eso mismo: porque es tu amigo, quiero que seas tú quien cumpla la sentencia… Te ordené que le advirtieras del peligro que corría si trataba de matarme…

Lassá negó de nuevo:

— No lo haré. Es un crimen.

— Es la ley… «Mi ley», y por esta primera vez no voy a mostrarme excesivamente cruel, ordenándote que le des a beber plomo derretido o que le descuarticéis entre los tres… — hizo una pausa y los miró amenazante —. La próxima, me comportaré como un auténtico rey, torturando al culpable hasta que suplique morir… — ofreció de nuevo el machete al francés —. Haz lo que te ordeno.

— No.

Le miró con fijeza. Sin ira, sin rencor, casi con sorna. Más tarde, se volvió al noruego y al mestizo, que asistían mudos a la escena, esforzándose por pasar inadvertidos, y se volvió por último al reo que sollozaba sentado en una piedra y con los codos sobre las rodillas ocultando el rostro entre las manos.

— De acuerdo… — admitió con naturalidad —. Es tu amigo, has navegado muchos años con él, y es, también, el único superviviente que queda de tu barco… ¿Estáis muy unidos, no es cierto…?

Lassá afirmó en silencio, mientras Georges alzaba levemente la cabeza, como si prestara atención disminuyendo al propio tiempo el tono de sus sollozos. Una leve esperanza de vida acababa de nacer en lo más profundo de su corazón.

— Es hermosa la amistad… — continuó Oberlus en el mismo tono, tranquilo, casi afable y sin señales de ira —. ¡Bien…! Te concedo cinco minutos para cortarle el cuello… Luego, será él quien disponga de cinco minutos a su vez para cortártelo a ti, con lo que me consideraré desagraviado y daré por cumplida la sentencia… — sonrió sardónicamente —. Espero que sea tan amigo tuyo como tú de él, porque después volverás a disponer de otros cinco minutos, y así sucesivamente, hasta que uno de los dos se decida, porque lo que te garantizo es que, antes de oscurecer, uno de los dos, no me importa cuál, tiene que estar muerto.

— ¡Eso es una canallada…! — protestó Lassá —. La más repugnante canallada de la que nunca haya oído hablar… ¿Es ése tu sentido de la justicia…? ¿Enfrentar a dos hombres que han compartido tantas calamidades…? ¡Mátalo tú…! Sé que te gusta matar… Sé que odias a la Humanidad entera porque no es tan espantosa como tú… Ahora tienes una buena ocasión para vengarte… ¡Mátalo, y déjame a mí en paz…!

— Un rey nunca mata personalmente… — le recordó con voz muy queda, casi humorística —. Y tengo que empezar a comportarme como rey.

— ¿Rey tú…? — se asombró el francés —. «Rey de las Iguanas» es lo que eres… Rey de las focas, los albatros o las tortugas… Rey quizá de todos los demonios del Averno, de todos los abortos que hayan nacido nunca; de los sapos, los gusanos y las babas… Rey de…

— Se te acaban los cinco minutos… — le recordó interrumpiéndole —. Y si no piensas utilizarlos, siéntate en la piedra y deja que «tu amigo» coja el machete… — añadió burlón —. Si no te corta la cabeza, al menos mantendrá la boca cerrada…

Dominique le observó confuso. Volvió luego la vista hacia los dos mudos testigos de la escena como buscando una ayuda que sabía de antemano que no encontraría, y bajó por último los ojos hacia Georges, que había cesado por completo en sus llantos, y parecía aguardar, tenso, a que transcurrieran con la mayor rapidez posible los segundos que faltaban para disponer de su oportunidad.

Se diría que Lassá pasaba mentalmente recuento a los tiempos idos, tratando de convencerse a toda costa de que Georges, su amigo y compañero de fatigas durante tantos años de navegación, no sería capaz, bajo ninguna circunstancia, de cortarle la cabeza aunque le fuera en ello la suya.

Oberlus alzó lentamente el brazo y lo mantuvo así un instante, dando a entender sin necesidad de palabras que iba a bajarlo de un momento a otro, considerando acabado el primer período de cinco minutos.

El cuerpo del sentenciado se tensó aún más si es que ello era posible, y de improviso, como asaltado por un pánico irrefrenable, Dominique Lassá se abalanzó sobre el machete, lo tomó con las dos manos, dio un decidido paso adelante, y de un solo tajo, brutal y salvaje, cercenó el cuello de la víctima, que no tuvo tiempo siquiera de dejar escapar un lamento.

La cabeza rodó hasta los pies de Sebastián Mendoza que dio un salto atrás, asqueado, y los ojos del muerto contemplaron aún por una décima de segundo al noruego que vomitaba sobre él inconteniblemente, enfermo de improviso por el macabro espectáculo.

Dominique Lassá, que había abierto las manos dejando caer el machete, echó a correr perdiéndose de vista entre el bosquecillo de cactus, y Oberlus, que había permanecido serio e indiferente observando el cuerpo de Georges, que había quedado sentado, exactamente en la misma posición en que le sorprendió la muerte, hizo un gesto autoritario dirigiéndose al chileno:

— ¡Tíralo al mar…! — dijo. Luego, recogió en un plato los restos del almuerzo que no habían caído al suelo, y se alejó unos metros, a tomar asiento en una roca, donde comenzó a comer como si nada hubiera sucedido.

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