— ¿ Cómo te llamas?

— Sebastián.

— ¿Sebastián qué?

Se diría que la pregunta le tomaba de sorpresa y tenía que meditarlo, como si no estuviese acostumbrado al hecho de que alguien se interesase por su apellido.

— Sebastián Mendoza… — dijo al fin.

— ¿Dónde naciste?

— En Valparaíso.

— Conozco Valparaíso… ¿Cuántos años tienes?

— No lo sé.

— Yo tampoco he sabido nunca los míos… ¿Qué hacías en el barco…?

— Era ayudante del cocinero y camarero del capitán.

— ¡Bien…! ¡Muy bien…! Eso está bien… — los labios de Oberlus se distendieron en lo que quería ser una sonrisa que afeaba aún más su rostro —. Aquí serás mi cocinero, mi criado y mi esclavo… ¿Has comprendido…? Mi esclavo.

— Yo soy libre. Nací libre, mis padres eran libres y siempre seré libre…

— Eso sería fuera de esta isla… — fue la respuesta, fría y seca —. Ahora te encuentras aquí, en Hood, la «Isla de Oberlus» como se llama ahora, y donde no existe más ley que la mía.

— ¿Te has vuelto loco?

— Si repites eso, te corto un dedo… — le advirtió seriamente —. Y otro, cada vez que hagas o digas algo que no me agrade… — su tono de voz denotaba a las claras que estaba convencido de lo que aseguraba —. Y te cortaré un pie o una mano, si la falta es más grave… Pienso imponer una rígida disciplina, y la impondré a mi modo.

— ¿Con qué derecho?

Oberlus le miró como si en verdad le costara trabajo comprender lo que pretendía con semejante pregunta, pero tras cavilar un instante replicó en idéntico tono:

— Con mi propio derecho, que es el único que reconozco… — puntualizó —. Con el derecho que habéis tenido a la hora de humillarme, despreciarme, ofenderme y apalearme desde que tengo uso de razón… — hizo una corta pausa y le miró fijamente con odio —. Siempre habéis asegurado que soy un monstruo, y tanto lo repetíais, que terminé por esconderme aquí, en esta roca pelada… — tomó aliento fatigado por una larga parrafada a la que no estaba en absoluto acostumbrado —. Pero me cansé de eso… Si soy distinto para vosotros, también lo sois vosotros para mi…

— ¿Y qué tengo yo que ver con todo eso…? — protestó el chileno —. ¿Qué culpa tengo de cuanto te ha ocurrido, si no te conocía…?

— La que tenéis todos… ¡Mírame…! — ordenó obligándole a alzar el rostro a base de tomarle bruscamente por el mentón —. Mírame a la cara… Es fea, ¿verdad? Mira esta cicatriz de la mejilla, y esta mancha, roja y peluda… Y mira mi espalda, mis piernas torcidas, y mi mano izquierda inútil, que parece una garra… — sonrió —. Veo que no puedes disimular tu asco… ¡Te repelo…! Pero ¿tengo yo la culpa de haber nacido así? ¿Pedí acaso que me proporcionaran este aspecto…? ¡No! Pero ni uno solo entre vosotros me ha demostrado nunca comprensión, afecto o simpatía.. ¡Ni uno solo…! ¿ Por qué tengo yo entonces que comportarme de otro modo…? Ahora me toca a mí. Serás mi esclavo, harás cuanto te ordene, y a la menor queja que tenga de ti, seré tan duro, que juro que te arrepentirás de haber nacido… Te encadenaré los pies y trabajarás de sol a sol. Te estaré siempre vigilando aunque tú no me veas, y cuando caiga la noche tendrás que dormir donde quiera que te sorprenda, porque si te descubro moviéndote en la oscuridad, te cortaré los huevos… ¿ Está claro?



Sebastián Mendoza perdió dos dedos de la mano izquierda — los mismos que su «amo» tenía atrofiados — antes de llegar al convencimiento de que no podía permitirse el menor error, y tenía que obedecer al instante y sin la menor vacilación, las órdenes que recibía.

Oberlus se los amputó uno tras otro, con un intervalo de unos quince días, sin sadismo, pero sin ningún tipo de vacilación tampoco, colocándoselos sobre una piedra, para cercenarlos de un seguro machetazo, y cauterizar al instante la herida con la hoja de un cuchillo al rojo vivo.

Mendoza se desmayó de dolor en ambas ocasiones, sufrió calenturas y vértigos por dos días, pero al tercero tuvo que ponerse en pie nuevamente dispuesto a trabajar doce horas si no quería arriesgarse a quedar inútil por completo en pocos meses.

El miedo de un principio se convirtió con el tiempo en un terror irrefrenable, acentuado por el hecho de que, a menudo, transcurrían semanas sin distinguir a su captor, pese a que continuamente percibía su amenazante presencia en derredor.

Dónde se ocultaba o cómo se las ingeniaba para trasladarse de un lado a otro sin delatar su paso pero haciéndole comprender al propio tiempo «que estaba allí», vigilándole, era algo que escapaba a la inteligencia del chileno, pero lo cierto era que la Iguana Oberlus se deslizaba como una sombra o un ente invisible, y más de una noche, Sebastián Mendoza despertó sobresaltado, convencido de que le observaba mientras dormía, como si su horrendo enemigo tuviera la propiedad de ver, como los gatos, en las tinieblas.

Intentaba no llorar, sin conseguirlo, y con las primeras sombras, cuando tenía que dejarse caer en cualquier parte, con buen tiempo o con lluvia, con calor o con frío, no conseguía evitar que amargas lágrimas de miedo, soledad e impotencia, corrieran por sus mejillas, sintiéndose más desamparado y solo que el más asustado de los niños.

Transcurrieron así dos largos meses, y ya los últimos albatros gigantes habían abandonado la isla, rumbo al sur, cuando por ese mismo sur hizo su aparición el desplegado y altivo velamen de un navío de alto bordo.

Fue Oberlus el primero en divisarlo desde su atalaya de los acantilados de barlovento, y casi de inmediato acudió en busca de su prisionero, que cavaba la tierra, y enlazándole por el cuello con la cadena, le obligó a seguirle a las alturas sin consentir que se separara de su lado un solo instante.

Juntos observaron cómo el navío enfilaba directamente hacia la isla, dispuesto al parecer a rodearla y buscar el seguro refugio de su ensenada norte, admirándose de la esbelta línea y el espléndido velamen que le confería un elegante aspecto de inmensa gaviota que rozase apenas la superficie de las aguas.

— Es el Virgen Blanca… — señaló Mendoza —. Cubre la ruta Valparaíso-Panamá, pero resulta extraño que navegue tan apartado de su rumbo… Tal vez sea por culpa de los piratas… Dicen que el Flaco Bulois anda por estas aguas.

— Un día vi su barco, el Altar Mayor… — admitió Oberlus —. Fondeó en la ensenada, cargaron tortugas y se emborracharon en la playa… Por lo que pude oír, se dirigían a San Salvador, al norte del archipiélago… Aquélla es una isla grande y agreste, con buenos escondites y calas muy cerradas, pero sin gota de agua. Un desierto de roca… — Agitó la cabeza —. No me gusta ese Bulois… Fue antes cura que pirata, y odio a la gente que cambia de ideas de ese modo.

— Canta misas negras sobre el cuerpo desnudo de una puta, haciendo que el coño le sirva de sagrario… Si lo atrapan no le bastará con la horca… Quieren quemarlo vivo.

La Iguana Oberlus se volvió a mirarle fijamente, con aquellos inquietantes ojos suyos que a menudo parecían querer escapar de sus órbitas.

— ¿Por qué habrían de quemarlo vivo…? — inquirió roncamente —. Cada cual puede decir misa como quiera, y adorar a quien le venga en gana y como mejor le parezca. ¿Quiénes son los curas o la Inquisición para decidir si un método es mejor o no que otro cualquiera…? Será Dios, si existe, o el Demonio, quienes decidan si nuestra forma de ofrecer sacrificios es grata o no a sus ojos.

Sebastián Mendoza, pobre mestizo chileno, nacido y criado en el justo temor de Dios y la Santa Madre Iglesia impuestos a sangre y fuego por los sacerdotes españoles, contempló a su verdugo, no ya con horror, porque desde el primer momento sentía ante su sola presencia un pánico irrefrenable, sino con auténtico asombro; un estupor difícilmente calificable, puesto que cuanto acababa de escuchar superaba las más inconcebibles herejías de que hubiera oído hablar a todo lo largo de su vida.

Dios, y «Yo el Rey», en ese orden — o a la inversa, pues ese detalle era algo en lo que curas y justicias nunca se mostraban de acuerdo —, constituían desde siempre los pilares básicos sobre los que se asentaba su mundo, y nadie, desde que él tuviera uso de razón, se había atrevido a poner en tela de juicio, en su presencia, la autoridad del uno, o los canales establecidos para adorar o ponerse en comunicación con el otro.

Pena de muerte en ambos casos, por la horca o la hoguera, constituían los castigos finales — tras toda una larga cadena de torturas — para quienes se alzaban, tan sólo de palabra, en contra del orden, y en el contexto de una existencia tan sencilla como la de Sebastián Mendoza, nadie se había arriesgado nunca a la hoguera o la horca por el simple capricho de exteriorizar sus convicciones.

— Te quemarían por eso… — señaló, seguro de lo que decía —. La Inquisición ha achicharrado a muchos por la mitad de lo que has dicho.

— Primero tendrían que atraparme… — le hizo notar —. Y nunca, nadie, volverá a ponerme la mano encima. De eso puedes estar seguro… ¡Vamos! — añadió —. Es hora de esconderte.

El Virgen Blanca había virado ya en la punta sudoeste de la isla, y enfilaba la costa de poniente arriando velamen a la busca del seguro refugio de la ensenada norte, y Sebastián Mendoza no tuvo más remedio que seguir a su captor con la sumisión de una vaca conducida al matadero, incapaz del más mínimo ademán que significara rebeldía, convencido como estaba de que aquel nefando ser decididamente inhumano sería muy capaz de cumplir su promesa y amputarle los dedos que le restaban, a la menor protesta.

Alcanzaron la cueva donde lo ocultó la primera vez, y se repitió la escena, pues Oberlus lo ató y amordazó convirtiéndolo de nuevo en un fardo al que deslizó al fondo, disimulando luego hábilmente la entrada con piedras y ramas.

Armado de su arpón y su largo cuchillo, descendió más tarde hasta la playa, se ocultó entre la maleza, y aguardó, paciente, a que la tripulación del Virgen Blanca desembarcara.

Fueron en esta ocasión tres las lanchas botadas, y grande fue su sorpresa y su excitación al distinguir las sombrillas y los multicolores vestidos de dos damas que descendían por la escala. Llegaron a tierra acompañadas por un caballero de noble porte y elegante vestimenta, y pronto, viéndolos pasear al borde del agua, dedujo que se trataba sin duda de un matrimonio pudiente y de su joven hija, apenas una adolescente de cabellos negrísimos y tez extremadamente pálida.

Tan ensimismado se encontraba en la contemplación de las idas y venidas de las primeras mujeres que veía en muchos años, que a punto estuvo de dejarse sorprender por un grupo de marinos que se adentraban en la isla a hacer aguada, por lo que tuvo que aplastarse en el último momento contra el suelo y contener incluso la respiración, cuando cruzaron a menos de tres metros de su escondite

Pudo escuchar por ello, con toda claridad, sus soeces comentarios en torno al abultado pecho de la muchacha, y a cuanto podría ocurrirle si sus atentos padres descuidaban un solo instante su vigilancia.

— ¡Pero si no tiene más que quince años…! — protestó uno de ellos.

— Es a los quince años cuando se esconde más fuego entre las piernas… — sentenció el más anciano, divertido —. Luego, el tiempo hace que esa hoguera se vaya consumiendo sin remedio.

Un tercero debió de responder algo jocoso que ya Oberlus no pudo captar, aunque sí le llegó con toda claridad la carcajada general que había provocado, y que se perdió luego en la distancia, cuando dejaron atrás el bosquecillo de cactus y se alejaron sin prisas ladera arriba.

Devolvió entonces su atención a las mujeres que habían tomado asiento en una roca y lo observaban todo a su alrededor con indudable curiosidad, mientras escuchaban las disertaciones del caballero, que parecía tratar de explicarles, con sumo lujo de detalles, las peculiaridades de la isla y sus extraños habitantes.

Resultaba patente que las damas se sentían atraídas por lo agreste del paisaje, su fiera belleza y lo insólito de su fauna, y en especial les llamaba poderosamente la atención la presencia de un rabihorcado, que a no más de diez metros de distancia, y ajeno por completo a ellas, inflaba como un inmenso balón su enorme buche de un bellísimo y brillante rojo violento, emitiendo furiosos y desesperados chillidos con los que trataba de atraer la atención de una delicada hembra que sobrevolaba una y otra vez su nido, indecisa en su elección pese a la perentoria llamada de su rendido enamorado.

Oberlus sabía — lo había visto miles de veces — que antes de oscurecer, la hembra bajaría a posarse junto al agotado galán, ya ronco y exhausto, pero resultaba evidente que, para los recién llegados, aquella fascinante danza amorosa que tenía lugar a unos metros apenas de rocas pobladas por cientos de iguanas marinas, focas, o tortugas gigantes, se convertía, realmente, en un espectáculo insólito y fascinante.

La joven, en particular, era la que más hechizada parecía por el misterio y el magnetismo de unas islas cuyo nombre más popularizado por entonces era el de «Las Encantadas», y cuando una enorme iguana de tierra, de erecta cresta y piel moteada de rojo y amarillo, acudió a olfatear el borde de su enagua con la pasividad de un perrillo faldero, se inclinó a acariciarle suavemente la cabeza, con tanta naturalidad como si estuviera jugando con un conejo de su jardín.

Iba cayendo la tarde mientras las barcas continuaban con su trajín del barco a tierra, y pronto resultó patente que la marinería se afanaba por alzar un campamento, mientras otros grupos de pasajeros — dos curas, un militar y cuatro o cinco caballeros de aspecto igualmente acomodado — desembarcaban sucesivamente, desparramándose por la isla, dedicados unos a sus rezos, otros a curiosear flora y fauna, y dos de ellos a bañarse desnudos en un alejado rincón de la ensenada.

Más tarde, tres hombres se introdujeron en el mar con el agua a media pierna, dedicados a la tarea de extraer de debajo de las piedras enormes langostas que arrojaban directamente a una hoguera que habían encendido en un hueco de la arena.

Los crustáceos saltaban y se retorcían antes de quedar inmóviles en el fondo, y cuando hubieron reunido, en menos de media hora, casi un centenar, las cubrieron de nuevo con arena, permitiendo que los rescoldos concluyesen la labor iniciada por el fuego.

Desembarcó el capitán, un gordo de aspecto glotón y divertido, tañó por tres veces la campana del navío, Y pasajeros y oficiales se acomodaron en torno a una tosca mesa, a consumir las langostas directamente desenterradas ante ellos, a las que siguieron, poco más tarde, abundantes raciones de jugosa carne de galápago asada al fuego de carbón.

La noche se extendía velozmente sobre la isla, con lo que voces y risas parecieron cobrar una nueva dimensión, tanto más, cuanto que aquel lejano rincón del mundo, el más inhóspito, perdido y dejado de la mano del Creador y la memoria de los hombres, jamás había sido testigo, anteriormente, de semejante alboroto.

Las familias de lobos marinos, a la orilla del agua, las negras iguanas, apiñadas en su roca, o los cientos de miles de aves posadas en los arbustos, parecían como hipnotizadas por el fulgor de las hogueras, el entrechocar de los vasos, las sonoras y espontáneas carcajadas, o el retumbar de la voz, gruesa y jovial, del orondo capitán.

Y Oberlus, agazapado en su escondite, con los ojos muy abiertos y el oído atento, no perdía detalle de la fiesta, aunque su interés parecía casi absolutamente acaparado por la joven pasajera sentada justo frente a él, apenas a una docena de pasos de distancia ahora, de tal modo que podría creerse que, a veces, cuando se detenía a escuchar a uno de sus interlocutores, le estuviera mirando directamente a la cara — viéndole —, aunque resultaba evidente que se encontraba más allá de la línea de luz de las hogueras.

Y a veces, cuando ella rompía a reír de súbito, feliz y divertida Oberlus experimentaba la sensación de que esa risa le estaba especialmente dedicada, como si se tratara de una provocación a su curiosidad y un intento de obligarle a abandonar su refugio de alimaña en las sombras, decidiéndole a mostrar a la luz su rostro repugnante y deforme.

El capitán ordenó destapar un barril de cerveza y otro de ron para la marinería, mientras los pasajeros paladeaban un oscuro licor encerrado en hermosas botellas de vidrio tallado, lo que dio como fruto que, al poco rato, la alegría se hiciera aún más contagiosa, y un contramaestre extrajera de su funda una vieja guitarra entonando, con profunda voz de bajo, una antigua canción española.

Se le sumó pronto la marinería, se unieron luego los pasajeros — incluidos un cura y el militar — y por último, capitán, caballero y damas, corearon a voz en cuello la nostálgica melodía, que hacía referencia a una tierra que había quedado muy, muy lejos, y a la que probablemente nunca regresarían.

Para Oberlus, acomodado cada vez más cerca, entre piedras y matojos, tales evocaciones sentimentales carecían de valor, ya que jamás tuvo noticia de cuál era su patria de origen, ni qué significado podían tener las añoranzas, pero, pese a ello, experimentó algo muy parecido a un estremecimiento en un momento dado, estremecimiento motivado, quizá, más por el hecho de no poder formar parte de una comunidad como aquella, que por la intensidad de sus recuerdos.

Por más que se remontase a los años pretéritos, no tenía memoria de un solo día en que le hubieran permitido sumarse a una de aquellas manifestaciones de alegría y diversión, y ni en las tabernas, los prostíbulos, o las noches de calma a bordo, se consideró nunca integrado de alguna forma a un grupo humano, puesto que se podía afirmar que su presencia enfriaba los más caldeados ánimos, incomodaba a todos, y concluía, sin explicación lógica alguna, con la espontaneidad de las risas y el entusiasmo de las voces.

Y es que existía algo en Oberlus más inquietante aún que su repelente e indescriptible fealdad. Algo helado, amenazante y sobrecogedor, como un efluvio o una fuerza magnética de signo negativo que desasosegaba, hasta el punto de que había llegado a asegurarse de «que era capaz de marchitar una planta tan sólo de tocarla».

De dónde emanaba tan nefasto poder y semejante capacidad de repulsión, nadie sabía decirlo, pero era, sin lugar a dudas, mucho más una fuerza que le rodeaba como un halo o un muro de cristal, que un simple rechazo estético.

Se había hecho un silencio en el que los presentes parecían tratar de tomar nuevos alientos tras la estentórea canción y las risas y charlas que siguieron, y fue entonces cuando el capitán suplicó a la joven pasajera que cantara ella sola, ya que había podido comprobar durante la travesía, que sabía hacerlo con gusto y buena voz.

Trató de resistirse en un principio la muchacha, pero desde la penumbra el contramaestre rasgueó su guitarra extrayendo los primeros compases de una tonadilla típicamente criolla, y eso pareció decidirla, por lo que se puso en pie, hizo un gesto de asentimiento a su espontáneo acompañante y comenzó a cantar de un modo grave y profundamente personal, en cierto modo impropio de su juventud y su aparente fragilidad.

Fue sin duda un momento mágico para los presentes, pero lo fue en especial para el hombre que acechaba desde la oscuridad, y que permaneció muy quieto, conteniendo el aliento y con el vello erizado, puesto que era la primera vez que conseguía asistir, aunque fuera desde las tinieblas, a una escena tan sencilla como aquella, en la que una mujer normal — no una sucia prostituta de taberna de puerto — cantaba, con gracia y sentimiento, para un pequeño grupo de amigos.

La canción, como parecía obligado y lógico suponer, hablaba de un amor desgraciado, de un marinero que buscaba fortuna en otros mares, y de una hermosa niña que sufría en silencio su larga ausencia, sin perder la esperanza ni aun cuando le aseguraban que el navío de su amado había desaparecido en el océano tragado por las olas. Cada mañana, la niña bajaba a la playa a suplicarle a ese océano que le devolviera a su novio, y por fin sus lágrimas rendían al mar, que lo libraba de la lejana isla donde lo tenía prisionero.

La Iguana Oberlus se sorprendió entonces a sí mismo llorando amargamente, pero más le sorprendió advertir cómo de improviso la muchacha enmudecía, se estremecía como si un escalofrío le hubiera recorrido el cuerpo de punta a punta, y mirando con fijeza hacia el lugar en que él se encontraba, exclamaba ante la sorpresa general:

— Alguien nos está mirando.

Se volvieron todos al unísono, no distinguieron más que las tinieblas, y el anciano caballero, su padre, replicó molesto:

— ¡Oh, vamos…! No empieces con tus tonterías… Sólo son los pájaros y las tortugas… La isla está deshabitada.

Ella tardó en responder, arrebujándose, como en un gesto de protección, con el oscuro chal que había mantenido hasta ese momento suelto sobre los hombros:

— Dormiré a bordo… — replicó al fin con un leve temblor en la voz —. No quiero pasar la noche en tierra.

Sin más, echó a andar hacia la orilla y se detuvo, muy erguida, junto a uno de los botes. Los comensales se miraron, incómodos y embarazados, y al fin su madre se puso a su vez en pie y comentó:

— Tal vez tenga razón, y sea mejor que las mujeres durmamos en el barco. Estaremos más cómodas, y también los caballeros se sentirán más a gusto a solas.

Consultó con una mirada a su esposo, éste hizo un gesto de asentimiento, y al instante cinco marinos acudieron presurosos a botar al agua la lancha en la que ya se acomodaban madre e hija.

Cuando la embarcación se hubo perdido en las tinieblas, rumbo a las luces del Virgen Blanca, el obeso capitán se volvió al caballero y sonrió afablemente.

— No debe recriminarle su actitud… — dijo —. Tanto animal extraño y monstruoso impresiona a cualquiera; en especial, a una muchacha tan joven y delicada.

— Pero la eduqué para que supiera hacer frente con valentía a los difíciles tiempos que nos ha tocado vivir… Su actitud de hoy, me decepciona… ¡Imaginar que alguien la mira desde las tinieblas…!

— A mí no me sorprende… — intervino desde su rincón el contramaestre de la guitarra —. Hemos encontrado huellas recientes en las cañadas y barrancos del extremo oeste.

— Serían de alguien que, como nosotros, buscaba agua o tortugas…

— También encontramos bancales cultivados y algunos frutales… — Hizo una pausa —. Y alguien me contó en alguna parte, que en una de estas islas vivió en un tiempo, y tal vez aún continúe viviendo, un horrendo arponero amotinado.

— ¡Leyendas…!

— Las leyendas, señor… — fue la calmosa respuesta —, a menudo suelen tener por estas regiones del planeta alguna base cierta.

Casi inconscientemente, los ojos se volvieron hacia la isla, en un vano intento de taladrar la oscuridad.

Nada vieron, pero la Iguana Oberlus los estaba viendo a todos.

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