El tonto Knut, agotado, perdió la poca razón que le quedaba mediada la cuarta semana de travesía, cuando ya la comida escaseaba, y resultaba evidente que en aquel profundísimo y tranquilo mar los peces no ascendían a la superficie por más que lo intentaran con todos los tipos de posibles carnadas que tenían a bordo.

El noruego comenzó súbitamente a cantar una mañana, pese a que tenía los labios cuarteados por la sed, y la canción se le debía antojar muy divertida, porque de tanto en tanto rompía a reír escandalosamente agitando los brazos con grandes aspavientos.

Por último, arrojó el remo al agua, y aunque Oberlus le golpeó furiosamente, volvió a tirarlo en cuanto lo hubieron recuperado colocándoselo de nuevo en las manos.

Apartaron el remo y le dieron a beber un sorbo de agua a la espera de que recuperara el juicio y se aviniera a razones, pero continuó aullando su ininteligible canción, sin cesar un solo instante durante todo el día y la siguiente noche. Al fin, con el alba, la Iguana Oberlus extrajo una de sus pistolas del interior del saco en que las guardaba para preservarlas de la humedad, y le apunto con ella a la cabeza llevándose imperativamente el dedo a los labios en inequívoco gesto de silencio.

Pero aun así, el pobre tonto continuó cantando.

Oberlus amartilló el arma de forma ostensible.

El otro le vio hacer, indiferente, rompió a reír, divertido sin duda por la obscenidad de la tonada, y siguió con ella como si se encontrara — y de hecho se encontraba — en otro mundo.

— No lo mates… — intercedió Niña Carmen —. ¿No ves que se ha vuelto loco…?

— Lo que veo es que nos volverá locos a todos… Si no quieres que le mate, hazle callar.

Carmen de Ibarra se aproximó al noruego y comenzó a acariciarle la cabeza con dulzura, como si se tratara de un niño:

— ¡Ya está bien…! — musitó —. Tranquilízate… Ya nos hemos reído bastante con tus canciones… ¡Para, por favor…! ¿No ves que va a matarte…? — exhaló un resoplido de impotencia —. ¡Dios! — exclamó —. Ni siquiera me escucha, y de escucharme tampoco me entendería… ¡Calla, Knut, por favor…! ¡Calla…! Le colocó una mano sobre la boca, y el noruego Knut, el tonto, se la mordió con tanta fuerza, que se diría que pretendía atravesársela de parte a parte.

Niña Carmen lanzó un alarido de dolor, pero el otro continuó apretando hasta que sonó un disparo que le voló la cabeza tumbándole de espaldas.

Salpicada de sangre y sesos, ensordecida por la explosión que le había retumbado junto al oído, histérica ante la visión del rostro destrozado por la bala, y aferrándose con fuerza la mano sangrante y desgarrada, Carmen de Ibarra se derrumbó, vencida, en el fondo de la ballenera, y comenzó a sollozar rota por completo su capacidad de resistencia.

La Iguana Oberlus por su parte, lanzó al agua el cadáver del noruego, cargó nuevamente el arma, volvió a guardarla con sumo cuidado, y tomando ahora los remos que habían pertenecido a los difuntos, comenzó a bogar muy lentamente, con aquel ritmo pausado, monótono y constante que había impuesto desde el primer momento.

El portugués Ferreira, que había asistido al desarrollo de la escena con la indiferencia de un sonámbulo, se acurrucó en su banco como si nada de aquello tuviera que ver con él, y se quedó dormido de inmediato.

Sin cesar de remar, Oberlus golpeó levemente a Carmen de Ibarra con el pie y ordenó:

— ¡Al Este…! ¡ Pon rumbo al Este…!

— ¡Vete al infierno…! — fue la respuesta —. Ese es el único camino que debes conocer… ¡Vete al infierno…! Regresa al lugar de donde viniste, maldito hijo del Averno…

La patada fue ahora tan violenta, que a punto estuvo de quebrarle una costilla y la obligó a lanzar un quejido.

— ¡Rumbo al Este…! — repitió roncamente —. Si ni siquiera me sirves para eso, te tiraré al mar también… No pienso compartir mi agua y mi comida con inútiles… ¡Al Este…!

Niña Carmen se arrastró trabajosamente hasta la popa, tomó el timón, consultó la brújula con los ojos inyectados en lágrimas, se sonó los mocos, restañó con un sucio pañuelo la sangre que manaba de su mano herida y enderezó la proa, rumbo al Este.

La Iguana Oberlus, que la observaba con los ojos enrojecidos por el sueño y la fatiga, continuó bogando, mecánico, distante e inhumano, como un robot programado para efectuar una y otra vez, durante horas, exactamente los mismos movimientos.



— ¡Un barco…!

— Sí. Es un barco…

— Tal vez nos vea… ¡Dios mío, haz que nos vea…!

— No puede vernos… Está demasiado lejos…

— ¡Tiene que vernos…! ¿Me oyes…? Tiene que vernos… — sollozó Niña Carmen —. No quiero morir aquí… ¡Dios bendito! ¡Santa Virgen de los Desamparados…! Haz que nos vea… Nunca te he pedido nada, pero ahora te lo ruego, te lo suplico… Haz que ese barco nos vea y haré lo que me pidas… ¡Te ofreceré mi vida…! Me encerraré en un convento para siempre…

La Iguana Oberlus no pudo contener la risa al escucharla aunque le dolían terriblemente los labios cubiertos de costras:

— ¡Monja…! — exclamó —. Sería lo peor que pudiera pasarle a la Iglesia desde la persecución de Nerón… ¡Monja…! La Virgen preferiría hundir el barco a que nos viese… Le pedirías al confesor que, en lugar de penitencia, te azotase y te diera luego por el culo.

Pero ella no pareció escucharle, o si lo hizo, no le prestó atención. Había buscado un trapo y lo agitaba alzada sobre las puntas de los pies, en la borda, aferrada a uno de los postes que mantenían malamente en pie el maltrecho toldillo ya casi destruido:

— ¡Aquí, aquí…! — gritó con tan escasas fuerzas que apenas se la hubiera podido escuchar a quince metros —. ¡Estamos aquí…!

Oberlus alargó el brazo, le arrebató el trapo y la obligó a descender tirando de ella:

— ¡Baja ya…! — ordenó —. Ya te he dicho que no puede vernos. Y si nos viera, ten por seguro de que, antes de que llegara, os habría mandado a los dos al fondo del mar… Te lo advertí… No pienso dejarme atrapar…

— ¡Pero es nuestra única esperanza…! — suplicó ella —. No tenemos nada que comer, los peces continúan sin picar, y el agua se está acabando.

— Ya estamos cerca…

— ¿Cómo puedes saberlo…?

— Porque ese barco va hacia el norte… A Guayaquil o Panamá, probablemente, y, por lo tanto, tiene que pegarse a la costa para aprovechar la corriente que sube desde el Sur… Si navegara hacia el Noroeste, habría tenido que alejarse de la costa, buscando que le empujaran los alisios… Pero no estamos en zona de alisios, sino en la Región de las Calmas que los barcos tratan de evitar… — señaló hacia la vela lejana —. Si ése avanza… ¡Y avanza…! lo empuja la corriente que ya le viene del Sur, y un viento de tierra. — Hizo una pausa y añadió con un nuevo brillo en los ojos —. He pasado mi vida navegando y conozco estos mares… Tenemos que encontrarnos al sudoeste de Guayaquil, al noroeste de Paita y Punta Negra, a menos de cien millas de la costa… ¡Llegaremos…!

— ¡Pero no tenemos agua…!

— Pronto lloverá… — afirmó la Iguana Oberlus convencido —. En esta zona, siempre llueve…



Llovió.

Llovió como si los cielos hubieran decidido derramarse por completo sobre sus cabezas, tratando tal vez de anegarles, de hundirles, de hacerles zozobrar en un intento de conseguir lo que no había logrado aquel apático océano sin garra.

Llovió.

Llovió.

Llovió.

Y con la lluvia volvieron a la vida.

Y al esfuerzo.

Ferreira ya era una sombra inútil y vencida, pese al agua y al descanso, pero la Iguana Oberlus, aferrado a los remos, se inclinaba adelante y atrás, atrás y adelante, infatigable, indestructible, incomprensible casi, teniendo en cuenta que hacía más de tres días que no probaba bocado.

Niña Carmen, tumbada en la cama, incapaz de realizar un solo gesto, vencida y aniquilada por el hambre y la fatiga, se esforzaba aún, a menudo inútilmente, por mantener el rumbo…

Al este… Siempre al Este pese a que estaba convencida de que el Este se había convertido en una quimera; un sueño inalcanzable; un lugar mítico y portentoso al que nadie en la historia había llegado jamás.

¡Al Este…!

Pero el Este siempre seguía estando al Este del Este.

¿Por qué estaba entonces marcado en la brújula, si el Este no existía…? ¿Por qué jugaban de aquel modo con las esperanzas de tantos desgraciados? ¿Por qué habían inventado alguna vez semejante término…?

— El Este ha muerto… — murmuró y él la miró, severo, entre palada y palada —. El Este ha muerto y ya lo sabías cuando embarcamos. — Agitó su negra cabellera —. Ya nada existe… Ni el Norte, ni el Sur, ni el Este, ni el Oeste… Y tú no eres más que Caronte, el barquero de la muerte que me cruza a la otra orilla… Pero no existe tampoco esa otra orilla. No existe más que el mar, y el mar es la muerte, la eternidad, el infinito… Quizás el infierno al que me han castigado por tanto daño como he hecho…

Guardó silencio, pero él la apremió con voz ronca.

— Sigue hablando… — ordenó —. Continúa diciendo tonterías, pero di algo, cualquier cosa… Si no lo haces, también yo creeré que estoy muerto y que mi condena es ésta de remar y remar llevándote a ninguna parte… ¡Di algo…! — pateó a Ferreira —. ¡Y tú, portugués de mierda…! Di algo también o te tiro al agua… No eres más que un peso. Habla o rema, pero haz algo…

El otro entreabrió apenas los ojos.

— Tengo hambre… — musitó.

— ¡Oh, vaya…! ¡Qué gracioso…! — exclamó Oberlus burlón —. Tienes hambre… Eso no es nuevo… Todos tenemos hambre, porque hace ya tres días que nuestra hermosa timonel se comió la última patata…

— Voy a morir… — sollozó Ferreira quedamente —. Pero no quiero morir porque sé que vas a comerme… — Las lágrimas corrían mansamente por su rostro —. Lo estás esperando… He visto cómo me miras, y lo leo en tus ojos de fiera… Vas a comerme… Sé que eres capaz de hacerlo…

La Iguana Oberlus no replicó y continuó bogando, mientras Niña Carmen se erguía a duras penas apoyándose en el codo:

— ¿Es eso lo que piensas…? — inquirió —. ¿Vas a comértelo? ¿Serás capaz de hacerlo…?

Se limitó a mirarla y sus ojos se le antojaron más fríos e inhumanos que nunca.

— ¡Dios bendito…! — admitió ella —. Realmente lo harías… O él o yo, el que caiga antes, ¿ no es cierto…? Serás capaz de cualquier cosa por alcanzar esa maldita costa… — Señaló hacia adelante —. Pero ¿es que no te has dado cuenta de que no existe…? Ya te lo he dicho… No existe el Este… Se lo han llevado; el mar se tragó el Continente; las tierras han desaparecido y no quedamos más que nosotros tres condenados a flotar hasta el fin de los tiempos… ¿Por qué no quieres creerme…?

— Te creo… — admitió él, entrecortadamente, fatigado por su constante esfuerzo —. Y si en lugar de ahí tumbada, te encontraras aquí, remando, estarías más convencida aún… Ya nada existe; sólo el mar, pero al cubrir las tierras tal vez se haya vuelto poco profundo y no te llegue siquiera al culo… ¿Por qué no te tiras a probarlo…?

— Porque si me tirase y aún fuera profundo, no podrías comerme — fue la respuesta —. ¿Por qué no te tiras tú?

Oberlus fue a responder, pero pareció comprender que no disponía de energías suficientes como para hablar y remar al mismo tiempo, y continuó con la tarea, que se le antojaba ya inútil, de tratar de conseguir que la embarcación avanzara — siempre hacia el Este — aunque fuera tan sólo unos centímetros. Un nuevo sopor se apoderó de la embarcación. Niña Carmen se dejó caer sobre el jergón, y el portugués Ferreira, espatarrado en su banco, abría más y más la boca al respirar, como si le costara un esfuerzo agotador lograr que el aire descendiese hasta sus pulmones.

La Iguana Oberlus le observaba impertérrito.

Aproximadamente cuatro horas después, el portugués murmuró como entre sueños nuevamente:

— Tengo hambre… — y fue lo último que dijo.

Acomodó la cabeza en la borda de la lancha, se quedó muy quieto y cesó por completo de respirar.

Cuando no le cupo duda de que, en efecto, estaba muerto, la Iguana Oberlus dejó a un lado los remos con sumo cuidado para que no cayeran al agua, y extrajo lentamente su cuchillo.

Niña Carmen le contempló horrorizada.

— ¿Vas a comértelo…? — inquirió casi sin poder articular las palabras.

Él negó:

— No, si no es absolutamente imprescindible… — señaló a su alrededor —. Pero tenemos que estar cerca de la costa… Ya no es como en mar abierto y profundo… Aquí abajo, en alguna parte, tiene que haber peces… Lo usaré como carnada.

— ¿Serás capaz de utilizar de carnada a un ser humano? — se asombró ella —. ¿Es que no sientes respeto por los muertos…?

La miró como podría mirar a la más estúpida de las criaturas existentes…

— Mucho menos aún que por los vivos… — añadió —. Y de todos modos, los peces acabarían comiéndoselo… Dame los anzuelos… Están en esa caja de madera…

Se inclinó sobre el muerto y con absoluta naturalidad le abrió el estómago de arriba abajo sacando al aire su paquete intestinal aún humeante. Rebuscó, sin asco ni aspavientos, apartando las tripas, y extrajo el hígado que libero de dos tajos.

— Es lo que mejor se comen… — aclaró —. Y no pongas esa cara… ¿De qué le sirve el hígado a un muerto…? Lo que tienes que hacer es rezar para que piquen, porque si no, te obligaré a comerte un brazo… Voy a llevarte a tierra con vida, ¿me oyes…? Vamos a sobrevivir cueste lo que cueste…



Picaron.

No un pez ni dos, sino docenas de ellos, porque en cuanto las liñas alcanzaron el fondo, a unas cuarenta brazas, los peces, toda clase de peces de todos los tamaños y las más variadas especies, se abalanzaron sobre el sangrante cebo quedando prendidos en los anzuelos.

Eufórico, la Iguana Oberlus depositó en el fondo de la embarcación su fructífera cosecha, y dejó de inmediato de partir en pequeños trozos el tibio hígado del difunto Ferreira.

Lanzó lo que quedaba por la borda y arrojó luego el muerto al agua, observando cómo se apartaba poco a poco, impelido por la corriente al tiempo que se hundía. Por último, mostró su botín a Niña Carmen que había permanecido en silencio, tan agotada, que ni siquiera podía expresar su entusiasmo por la idea de que pronto iba a comer.

— ¿Lo ves…? — señaló él —. Se acabaron los problemas… Nadie, nunca, podrá acusarnos de antropófagos…

Ella agitó la cabeza:

— No sé qué es peor… — comentó —. Hubiera podido entender que te comieras a ese pobre hombre acuciado por el hambre y la necesidad de conservar la vida… — Hizo una pausa —. ¡Pero eso…! Tener la sangre fría de usarlo como carnada… ¡Es repugnante…! Inhumano, criminal y repugnante…

Oberlus, que había colocado con sumo cuidado dos de los peces aún vivos en un balde con agua de mar, la observó despectivo:

— Nunca aprenderás… — replicó —. Si me hubiera comido a ese tipo, pasado mañana apestaría, tendría que tirar lo que sobrara, y dentro de tres días volveríamos a estar en las mismas: muertos de hambre… — Señaló los peces —. Pero así, cambiándoles el agua a menudo a estos dos, los mantendremos con vida, y dentro de un par de días nos servirán a su vez de carnada para atrapar a otros y reiniciar el proceso… — Abrió las manos con las palmas hacia arriba —. Con lo que aquí llueve y buena pesca, podemos sobrevivir durante meses… — señaló hacia el punto en que el cuerpo del portugués había desaparecido ya bajo la superficie —. ¿ Qué importa que los peces se lo coman de un golpe o empezando por el hígado…?

— ¡Eres un monstruo…!

— ¡Hermosas noticias…!

Con hábiles cortes abrió una pesada corvina, la despojó de la cabeza y las tripas y se la ofreció imitando el gesto servicial de un camarero:

— ¡Come…! — ordenó —. Mastica despacio, y trágate el jugo si de momento no puedes con la carne… Recupera fuerzas, porque fuerza es lo único que necesitamos ya… — Hizo un gesto hacia proa —. Aunque desvaríes y te cueste creerlo, ahí enfrente, al Este, lo quieras o no, se encuentra el Continente, y aunque ahora tenga que remar yo solo, pienso llegar.

Había abierto otra corvina y tomando un grueso pedazo de carne, blanca, dura y palpitante, se la metió en la boca y comenzó a masticar con la concentración y el interés de quien abriga la absoluta conciencia de que está cumpliendo con un rito del que depende su vida.

La ballenera, entretanto, derivaba muy despacio hacia el noroeste, pero Oberlus lo sabía y no parecía darle importancia porque cuando recobrase fuerzas, tomaría los remos de nuevo y recuperaría el espacio perdido para continuar bogando incansable hasta alcanzar las ansiadas costas de Perú.

Por muy lejos que se las llevaran; por muchas trampas que trataran de hacerle los dioses del Olimpo, y más que se le opusieran, ni siquiera los dioses podían cambiar de lugar los continentes, y él, Oberlus, la Iguana, vencería.

Era ya cuestión de tenacidad y tiempo, y ésas eran cosas que a Oberlus le sobraban.



Durmió toda la noche sin necesidad de que él la encadenara, puesto que parecía convencido de que Niña Carmen sola no se atrevería a atentar contra su vida, consciente como estaba de que Oberlus era el único ser humano de este mundo capaz de sacarla de aquel quieto mar infinito y conducirla, sana y salva, hasta la costa.

Hora tras hora, desde el oscurecer al alba, se escuchó, monótono, el golpear de los remos entrando y saliendo del agua, como si una máquina se hubiese aferrado a ellos y nada ni nadie conociera una fórmula capaz de detenerla.

Luego, cuando nació el día y el sol comenzó a elevarse en el horizonte, despertándola, Niña Carmen abrió los ojos y advirtió que, por primera vez en mucho tiempo, él se había detenido y le daba la espalda contemplando, muy quieto, el horizonte.

— ¿Qué ocurre…? — inquirió.

— Ahí está… — replicó sin volverse —. Te dije que llegaría y he llegado. Se puso en pie excitada aguzando la vista, pero al fin negó decepcionada:

— No veo nada.

— Pero yo sí la veo… Y la huelo… Y hay aves que vuelan y son aves de costa.. — Se volvió a mirarla, y aunque su expresión continuaba siendo la misma, en sus ojos refulgía una luz de triunfo —. ¡Dos días…! — prometió —. Dos días más y estaremos en tierra… — Hizo una pausa —. Ahora voy a descansar… Lo único que tienes que hacer es dar unas paladas de tanto en tanto, para que no nos eche atrás la corriente…

Minutos después dormía profundamente, observado por Niña Carmen, que lanzaba al propio tiempo largas miradas hacia el Este en busca de una tierra que él aseguraba que estaba allí aunque no acababa de distinguir por parte alguna. Hizo lo que él le pedía, e incitada por el ansia de llegar de una vez o vislumbrar al menos la costa, remó y remó a su vez, desollándose las manos, atacada por un ansia incontrolada de progresar hacia levante.

Cuarenta días, tal vez cincuenta, había permanecido a bordo de aquella frágil embarcación cuyas cuadernas comenzaban a ceder ya de modo alarmante, obligando a achicar agua constantemente, y aún le costaba trabajo creer que — como Oberlus aseguraba — tal vez en dos jornadas más el suplicio habría llegado a su fin.

Se le antojaba un sueño, pero, sin embargo, tantas muestras de había dado de su capacidad de enfrentarse a la adversidad y derrotarla, que en su fuero interno abrigaba el convencimiento de que las cosas tenían que ocurrir como decía, y allí, a proa, aunque ella no fuera capaz de avistarlo, se encontraba el continente americano.

Admiraba a Oberlus.

Le enfurecía no poder evitar el admirar al hombre que más odiaba al propio tiempo en este mundo, al igual que lo deseaba y le repelía, en aquella inexplicable ambivalencia que parecía regir todos sus actos o servir de motor a cada uno de sus sentimientos.

Fuera cual fuera su aspecto físico o la inconcebible maldad de sus acciones, quedaba claro que nunca, en ninguna parte, había conocido ni creía volver a conocer a un ser semejante, que encerrase en un mismo cuerpo, deforme, a la vez tanta miseria y tanta grandeza.

Recuperada de unas pesadillas provocadas en gran parte por la sed y el hambre; sintiéndose como se sentía reconfortada por el convencimiento de que al fin iban a llegar, dedicó aquellas horas de lento bogar a reflexionar en torno al hombre que dormía y del que pronto confiaba en separarse.

Impresentable, bestial y abominable, existía algo sin embargo en él que le fascinaba; un algo que iba más allá del placer sexual que había sabido proporcionarle en un determinado momento, o del portentoso despliegue de astucia de que daba pruebas continuamente.

Tal vez, dicha fascinación se debiera a su maldad; a una crueldad que estaba muy por encima del mal mismo, como si en determinadas circunstancias, la Iguana Oberlus no fuera — tal como él aseguraba — un ser humano semejante a los otros.

Quemado por el sol, llagado y cubierto ahora de pústulas, su rostro, aun dormido como se encontraba en aquellos momentos, aparecía aún más espantoso que de costumbre, pero, al modo de ver de Niña Carmen, tal fealdad había alcanzado un extremo tan inconcebible, que tenía que regirse por cánones distintos a los que se aplicaban al resto de los seres vivientes.

Contemplado desde una óptica que nada tuviera en común con la que se utilizaba para la humanidad, no cabía duda de que Oberlus resultaba un ser cautivante sobre el que Niña Carmen — Carmen de Ibarra ya para todos desde hacía mucho tiempo — no se sentía, en verdad, capaz de clarificar sus sentimientos.



Despertó al mediodía, orinó, tomó en silencio los remos, comprobó el rumbo y comenzó a bogar de nuevo sin detenerse más que para comer algo a la caída de la tarde y continuar, insensible y callado, durante el resto de la larga noche.

Cuando el sol nació tras las altas montañas, alumbró con sus primeros rayos oblicuos un dorado paisaje de blanca arena, gran desierto costero que se extendía, monótono, de un extremo a otro del horizonte en todo cuanto era capaz de alcanzar la vista.

Lo observaron.

— Tocaremos tierra con la caída de la tarde — prometió la Iguana.

— ¿Qué vas a hacer conmigo?

La miró sin interés.

— Te dejaré marchar… — replicó al fin —. Si te diriges al norte, bordeando la costa, pronto o tarde encontrarás gente… — Hizo una pausa —. Puedes llevarte parte del dinero y las joyas… Son robadas y tú sabrás si te conviene contar tu historia o callar para siempre… — Se encogió de hombros —. No me importa lo que hagas, porque para ese entonces yo ya habré cruzado las montañas adentrándome en la selva… Allí nadie irá a buscarme…

— Siempre me asombras.

— No trato de asombrarte… — replicó —. Únicamente trato de conservar la vida, y no tengo más ganas de matar, aunque ya no signifiques nada para mí… Nadie significa nada, porque para obtener de una mujer lo que he obtenido de ti, creo que lo mejor es seguir solo… — Agitó la cabeza —. No quiero tener que enfrentarme de nuevo al dilema de matar o no a un niño… No quiero engendrar monstruos, ni abrigar absurdas ilusiones mintiéndome a mí mismo al imaginar que una mujer puede llegar a amarme… Quizá tú eras lo que faltaba para que me sintiera capaz de asumir la plena realidad de quién soy, y ya lo he hecho… — Se encogió de hombros —. Viviré bien en la selva… Será un cambio; un nuevo aprendizaje, una lucha distinta en la que tendré que probarme otra vez a mí mismo, día tras día… — Sonrió y a punto estuvo de hacerlo casi agradablemente —. ¡Venceré…! Venceré, porque yo, Oberlus, la Iguana, siempre venzo…

Aferró los remos, y se enfrentó una vez más al mar que ya no era ilimitado.



Largas, mansas, perezosas, las olas rompían sin furia ni fuerza contra una interminable playa; olas sin ánimo de lucha, pero capaces por su tamaño y por el entrechocar de sus corrientes de hacer zozobrar una embarcación en un momento dado, y Oberlus lo advirtió cuando se encontraba ya muy cerca de la costa.

— ¡Sujeta el timón…! — ordenó —. Mantén siempre las olas a popa, porque si nos toman de través nos voltearán y las corrientes son aquí muy traidoras… — se escupió en las manos desolladas dispuesto para el último y definitivo esfuerzo —. ¡Vamos allá! — exclamó —. Si haces lo que te digo, pronto estaremos en tierra…

Comenzó a remar y remar y remar, impulsando cada vez más aprisa la ballenera, confiriéndole la velocidad que necesitaba para que la primera ola la tomase en su cresta lanzándola hacia adelante aún más rápidamente, y a esa ola siguió otra, y entre ambas Oberlus no cesó ni un instante de bogar, mientras Niña Carmen se aferraba con fuerza a la caña del timón, y así, mar y hombre, unidos, condujeron la embarcación hasta el comienzo de la arena.

En el momento en que parecía que la proa iba a clavarse en ella, la Iguana Oberlus saltó ágilmente al agua, tomó el largo cabo sujeto a proa y corrió hacia tierra con el agua a media pierna, resoplando y gruñendo porque la mojada soga le desollaba el hombro.

Tiró luego con fuerza; una fuerza que parecía nacerle de las mismísimas entrañas, y aprovechó al fin el impulso de una nueva ola para varar en seco, a salvo, la pesada y ya maltrecha ballenera.

Tan sólo entonces se dejó caer sobre la arena, rendido y agotado, pero feliz por su victoria.

Cerró un instante los ojos, tomó aliento aguardando a que el corazón se le serenara, y cuando alzó de nuevo el rostro descubrió, en pie frente a él, apuntándole con una pesada pistola ya amartillada, a Niña Carmen.

La observó unos instantes antes de inquirir conservando sin embargo la calma

— ¿Vas a matarme ahora…? ¿Ahora que hemos llegado y estás a salvo?

Ella asintió con un leve gesto de cabeza:

— Este es el momento de matarte… — dijo —. Cuando hemos llegado, y estoy a salvo… — Hizo una pausa —. Pero antes dime una cosa… ¿Era niño o niña…?

La Iguana Oberlus se encogió de hombros:

— No lo sé… — aseguró, y no mentía —. Únicamente le miré a la cara.

Sonó un disparo y cayó de espaldas con el pecho atravesado por una pesada bala.

Carmen de Ibarra — ya nunca sería para nadie Niña Carmen, y ni tan siquiera Carmen de Ibarra — regresó a la embarcación, recogió el saco de las joyas y un barrilete de agua, y se alejó, playa adelante, siempre hacia el Norte, sin volver, ni una sola vez, el rostro.

Tumbado sobre la arena, clavando en ella las manos para no gritar, la Iguana Oberlus la contempló largamente, mientras caía la noche y las últimas aves marinas regresaban mansamente a sus nidos.

Загрузка...