Once

Josefo era un general judío del siglo primero antes de Cristo que se encontraba guerreando contra los romanos. Las cosas salieron mal y Josefo y su ejército fueron sitiados en un pueblo. Incapaces de resistir el cerco por más tiempo, el general pensó en rendirse y mandó un emisario al enemigo. Está bien, le dijeron: si te rindes, a ti te perdonaremos la vida, pero no a tus soldados ni a los habitantes del lugar. Josefo consultó con los otros miembros del consejo judío, con quienes se había atrincherado en un sótano; les habló de la oferta romana y les dijo que, si se entregaban, probablemente podría conseguir que también los consejeros salvaran el cuello. Ni hablar, contestaron con grandeza los notables: todos ellos, incluido Josefo, tenían que seguir el destino de su pueblo y morir con los suyos. Para ello, decidieron matarse unos a otros, tras echar a suertes quién acabaría con quién y el orden de ejecución; y el último hombre vivo tendría que suicidarse. Así se hizo y el sótano se llenó de sangre. Pero Josefo había hecho trampas en el sorteo, consiguiendo ser el último. Cuando sólo quedaban en pie él y el hombre a quien Josefo tenía que liquidar, el general habló con el tipo y consiguió convencerle para que se entregasen. Los romanos entraron en el pueblo y acabaron con todos, pero perdonaron la vida del general. Josefo se fue a vivir a Roma y allí escribió la historia de la guerra judía. Gracias a él conocemos la versión hebrea de aquella contienda, así como el sórdido relato de lo que sucedió en aquel sótano. Porque Josefo contó su propia miseria. Tal vez lo hizo para purgar su culpa. Para darse una justificación ante sí mismo por su comportamiento.

Qué curioso personaje, este Josefo; y qué inquietante conflicto el que propone. ¿Es mejor morir con dignidad pero no dar testimonio de lo sucedido, o es preferible vivir a cualquier precio y a cambio contar, recordar, denunciar? Hay algo verdaderamente repugnante en el engaño de Josefo, en su supervivencia comprada bajo cuerda con un exorbitante coste de vidas y dolor. Y no hablo sólo de sus compañeros del sótano, sino de todo ese pueblo al que está entregando al verdugo cuando se rinde. De hecho, los judíos le consideran un personaje abyecto, el ejemplo del traidor por excelencia. Pero, por otra parte, la guerra estaba perdida, el sitio no podía mantenerse, la plaza iba a caer de todas formas en manos romanas, la matanza iba a producirse en cualquier caso… Qué tentador y qué elocuente es el instinto de supervivencia: seguro que le susurró todas estas consideraciones al general Josefo en aquel oscuro subterráneo. Personalmente me parece un miserable; pero, al mismo tiempo, ¡es tan humano! Su deseo de vivir; su deseo de contar. Tal vez contó sólo para redimirse. Seguramente no podía soportar más sus recuerdos y fue por eso por lo que escribió la historia. No creo que uno escoja vivir para poder contarlo: en realidad, uno se aferra ciegamente a la vida porque es un animalillo aterrorizado por la muerte. Y la decisión de narrar viene después. De manera que, si tuviera que juzgar a Josefo (¡qué manía de juzgar tenemos los humanos, y cómo nos desasosiegan y desconciertan aquellos casos moralmente ambiguos en los que no podemos colocar con precisión la raya de luz y la de sombra!), diría que su deseo posterior de dar testimonio estuvo bien, y que su traición primera estuvo mal. Porque no creo sólo en la elocuencia de las palabras, sino también en la de ciertos actos; y tengo la sensación de que los comportamientos decentes, aunque sean anónimos y pasen casi inadvertidos, construyen las paredes de nuestro mundo. Sin esos actos bellos, actos justos, actos buenos, la existencia sería insoportable.

Voy a contar otra historia de supervivencia y de palabras, aunque muy distinta. Para ello tenemos que trasladarnos a los helados confines de la Gran Peste de 1348, la mayor pandemia que jamás ha existido. El mal comenzó en Asia, de donde no se tienen datos fiables, aunque sin duda causó una carnicería horrible. De allí pasó a Europa, y se calcula que, en menos de un año, murieron entre uno y dos tercios de la población. En la España de hoy, por ejemplo, esto hubiera supuesto entre trece y veintiséis millones de víctimas en menos de doce meses. París perdió a la mitad de sus ciudadanos, Venecia dos tercios, Florencia las cuatro quintas partes… Los vivos no daban abasto para enterrar a los muertos. Los padres abandonaban a sus hijos agonizantes por miedo a contagiarse, los hijos abandonaban a sus padres, cundió la miseria moral. Era un mundo lleno de cadáveres en descomposición, de moribundos dando alaridos. Porque morían de peste bubónica, una enfermedad atroz, deformante, muy dolorosa, que te pudría en vida y te hacía sudar sangre.

Muchos pueblos desaparecieron para siempre, los campos cultivados fueron devorados por la maleza, los rebaños murieron de abandono, los caminos se llenaron de asesinos y bandoleros, hubo hambrunas y caos. Y sobre todo hubo una indecible tristeza, el duelo descomunal por lo perdido. Agniola di Tura, un cronista de Siena, ciudad en la que falleció más de la mitad de la población, escribió: «Enterré con mis propias manos a cinco hijos en una sola tumba… No hubo campanas. Ni lágrimas. Esto es el fin del mundo». En aquel tiempo crepuscular y aterrador vivió también John Clyn, un fraile menor que residía en Kilkenny, Irlanda. Clyn vio morir uno tras otro, entre crueles sufrimientos, a todos sus hermanos de congregación. Entonces, en su soledad de momentáneo superviviente, escribió con meticulosidad todo lo sucedido, «para que las cosas memorables no se desvanezcan en el recuerdo de los que vendrán tras nosotros». Y al final de su trabajo dejó espacio en blanco y añadió: «Dejo pergamino con el fin de que esta obra se continúe, si por ventura alguien sobrevive y alguno de la estirpe de Adán burla la pestilencia y prosigue la tarea que he iniciado». Clyn también cayó abatido por la enfermedad, como una mano anónima se encargó de anotar en los márgenes del manuscrito; pero la estirpe de Adán sobrevivió y hoy conocemos lo que fue la Gran Peste, entre otras cosas, gracias al minucioso trabajo de John Clyn. Eso es la escritura: el esfuerzo de trascender la individualidad y la miseria humana, el ansia de unirnos con los demás en un todo, el afán de sobreponernos a la oscuridad, al dolor, al caos y a la muerte. En lo más profundo de las tinieblas, Clyn mantuvo una pequeña chispa de esperanza y por eso se puso a escribir. Nada se pudo hacer para detener la peste; sin embargo, a su humilde manera, ese fraile irlandés consiguió vencerla con sus palabras.

Pero el ejemplo más conmovedor y emocionante que conozco de esta lucha de las palabras contra el horror es la historia de Victor Klemperer, el célebre lingüista alemán, nacido en 1881. Estaba especializado en lenguas románicas y tenía una cátedra en la Universidad de Dresde cuando Hitler llegó al poder. Klemperer, que era judío, fue expulsado de la universidad en 1933, y a partir de entonces empezó a vivir una espantosa agonía bajo el terror nazi. El profesor Klemperer estaba casado con una mujer aria, Eva, que tuvo el inmenso coraje de no repudiarle, como hicieron, quebrantados por el maltrato y las amenazas, la inmensa mayoría de los cónyuges arios casados con hebreos. Eso, la germanidad de la mujer, hizo que los Klemperer no fueran llevados en los primeros momentos a los campos de exterminio. Fueron trasladados a las «casas de judíos», carecían de cartillas de racionamiento, se les obligó a trabajar en horarios aniquiladores en las fábricas esenciales para el régimen, les escupían, pegaban y humillaban, se morían de hambre, pero a pesar de todo sobrevivían, mientras veían cómo, a su alrededor, iban desapareciendo todos los hebreos. Luego, en las postrimerías del régimen, en el último año de la Segunda Guerra, las cosas estaban ya tan mal para los nazis que empezaron a gasear a todos los judíos que quedaban, tuvieran o no familia aria; pero en ese momento fatal los aliados bombardearon Dresde y destrozaron por completo la ciudad. Los Klemperer, que escaparon milagrosamente vivos de entre los escombros de la urbe deshecha, se arrancaron la estrella de David de sus ropas y se hicieron pasar por refugiados de Dresde que lo habían perdido todo, incluso los papeles, con las bombas. Huyeron al campo, como otros supervivientes, y vagaron épica y clandestinamente por el país durante meses, sin dinero, sin posesión alguna, ya bastante mayores (en 1945, Klemperer tenía sesenta y cuatro años), depauperados y debilitados tras tantos años de infierno, hasta que al fin Alemania se rindió y acabó la guerra.

Dos años más tarde, Klemperer publicó un libro maravilloso titulado LTI, La lengua del Tercer Reich (en España está editado por Minúscula), que, por un lado, es una reflexión lingüística sobre cómo el totalitarismo de Hitler deformó el lenguaje y, por otro, es una especie de diario autobiográfico de los años pasados bajo el nazismo. Y es una obra que deslumbra, que golpea la cabeza y el corazón, como si Klemperer hubiera sido capaz de rozar esa zona de cegadora luz de la sabiduría total, de la belleza absoluta, del entendimiento. Porque, sin el entendimiento de nosotros mismos y de los demás, sin esa empatía que nos une a los otros, no puede existir ninguna sabiduría, ninguna belleza.

Para mí la hambruna de conocimientos tiene mucho que ver con el amor a la vida y a los seres vivos; y Klemperer quería saber, quería intentar explicarse lo inexplicable. Aunque su libro está publicado en una fecha tan temprana como 1947, el texto maravilla por su falta de violencia vengativa, por su compasión y su generosidad, por su dolorido amor por lo humano, pese a todo. Y en ese todo están incluidos sufrimientos indecibles que Klemperer va dejando caer sin alharacas, sin victimismos, en un sobrio, depurado relato sobre la escalada de represión contra los judíos. Les echaron de los trabajos; les impidieron conducir, adquirir ropa nueva, escuchar la radio y comprar o pedir prestado cualquier tipo de libro o de periódico… Incluso se llegó a prohibir que los judíos tuvieran animales domésticos, con el argumento de que los contagiaban de impureza; de modo que un buen día requisaron todos sus perros, sus gatos, sus peces y sus pajaritos y los mataron. Estas cosas sucedieron aun antes de empezar la Segunda Guerra.

No sé bien por qué me espantan de tal modo estas medidas, cuando conozco de sobra que los nazis acabaron con seis millones de hebreos y convirtieron a los niños en pastillas de jabón. Pero es en estos detalles en donde puede entreverse la extrema perversidad del régimen, el corazón más negro de la maldad. Pues la prohibición de adquirir libros y diarios, ¿no es particularmente brutal? ¿No afecta a nuestra capacidad de pensamiento, a nuestros sueños, a la libertad interior, ese último fortín de lo digno y de lo humano? Y la matanza de mascotas, una nadería dentro de la matanza general, ¿no es una tortura de un refinamiento enloquecedor por lo que tiene de absolutamente gratuito? Incluso Klemperer, siempre tan contenido en su expresión, habla de la especial crueldad de esta medida (él perdió a su gato). Los verdugos sabían lo que hacían; no sólo querían exterminar físicamente a los judíos, antes pretendían robarles el alma. De ahí las humillaciones constantes, los escupitajos, los golpes que tuvieron que soportar Klemperer y su mujer durante años. Para asesinar en masa, primero hace falta despojar en masa a las víctimas de su condición humana, como quien le quita la piel a una naranja.

Por eso me aterrorizan especialmente esas delirantes orgías de deshumanización a las que se entregan los regímenes totalitarios. En el espléndido libro autobiográfico Cisnes salvajes, de Jung Cheng, que refleja la vida de tres generaciones de mujeres chinas desde la época imperial hasta Mao, Cheng habla de ejecuciones, apaleamientos y torturas; pero lo que más me impresionó es un pasaje en el que cuenta que, cuando su madre fue detenida como sospechosa antirrevolucionaria, en los duros interrogatorios, que duraron meses, jamás pudo estar sola ni un segundo.

Sus carceleras llegaban a dormir en la misma cama con ella, de manera que la víctima ni siquiera podía permitirse llorar de madrugada, porque esa debilidad hubiera sido considerada burguesa y una prueba inequívoca de su culpa. Me imagino que, para no llorar, la madre de Cheng tendría que intentar no pensar. Entumecerse por dentro. Eso es lo que perseguían los maoístas: asfixiar incluso esa pequeña libertad, el minúsculo latido de un pensamiento propio sepultado en el interior de la cabeza.

Ya he contado cómo Klemperer se las apañó para sobrevivir físicamente al nazismo, pero ¿cómo consiguió resistir en su interior, cómo pudo evitar que su cabeza y su corazón se hicieran trizas? Pues de la manera más radicalmente humana: pensando, escribiendo mentalmente, disparándole palabras a la oscuridad, como hizo siglos antes el fraile John Clyn. Durante todos esos años miserables, Klemperer, privado de sus libros y sus papeles, fue elaborando dentro de su cabeza esta obra formidable que luego publicó en 1947: un trabajo sobre la lengua de los verdugos, es decir, sobre el pensamiento de los verdugos; y sobre cómo una aberración semejante llega a calar en el alma humana.

«Las palabras pesan y dicen más de lo que dicen», escribe Klemperer en su libro: «El lenguaje del vencedor no se habla impunemente». Por eso él se dedicó a desmontarlo, como quien desarma un artefacto explosivo, para no ser devorado por el lenguaje totalitario, para que no se le entumecieran la pequeña libertad, la pequeña dignidad atrincheradas en el fondo de su cerebro. Y termina denunciando «la hipocresía afectiva del nazismo, el pecado mortal de la mentira consciente empeñada en trasladar al ámbito de los sentimientos las cosas subordinadas a la razón, el pecado mortal de arrastrar esas cosas por el fango de la obnubilación sentimental». Es un lúcido aviso de peligro: las palabras, cuando mienten embadurnadas de sentimentalismo, pueden ser tan letales como las balas de un asesino. Leyendo LTI, La lengua del Tercer Reich, he pensado infinidad de veces en el discurso abertzale vasco; esto es, he reconocido el lenguaje etarra y batasunero. Todos los totalitarismos se parecen.

Como también nos parecemos los humanos en nuestra fragilidad y nuestra nadería. Cuenta Klemperer en su libro una anécdota maravillosa al respecto: «Recuerdo la travesía que realizamos hace veinticinco años de Bornholm a Copenhague. Por la noche nos habían trastornado la tormenta y los mareos; a la mañana siguiente, protegidos por la costa y con el mar en calma, disfrutábamos del sol en cubierta y esperábamos el desayuno con ilusión. En eso, una niña que estaba sentada en un extremo del largo banco se levantó, corrió hasta la barandilla y vomitó. Un segundo más tarde, su madre, sentada a su lado, se levantó e hizo otro tanto. Acto seguido se levantó un hombre que se sentaba al lado de la madre. Luego un muchacho y a continuación… El movimiento avanzaba con regularidad y rapidez, siguiendo la línea del banco. Nadie quedó excluido. Faltaba mucho para llegar a nuestro extremo: allí, la gente observaba con interés, se reía, ponía cara de burla. Los vómitos se fueron acercando, las risas remitieron y la gente empezó a correr hasta la barandilla también en nuestro extremo. Yo observaba con atención y me observaba a mí mismo con igual atención. Que existía algo así como una observación objetiva, me decía yo para mis adentros, y que me había formado para ejercerla, que había algo así como una voluntad férrea, y me hacía ilusión el desayuno… En eso, me tocó el turno y me vi obligado a acercarme a la barandilla, como todo el mundo».

Esto es importante. Quizá lo más conmovedor de Klemperer sea precisamente eso, la grandeza emocional e intelectual que consiguió desarrollar en mitad del infierno, cuando en realidad el lingüista podía ser tan poco grandioso y tan lleno de miserias como todos lo somos. En una conferencia del estupendo hispanista alemán Hans Neuschäfer me enteré de que Klemperer había venido a España con su mujer en 1926, con una beca de tres meses que no llegó a cumplir, porque nuestro país le pareció tan horroroso (sobre todo el aceite de oliva) que se marchó a los sesenta días, en barco y a Génova. Y cuando llegó a Italia, que para entonces ya estaba bajo el régimen fascista, escribió: «Una civilización tan clara y tan grande no la encontré en España en ninguna parte. Aquí en Italia sigue vivo el Renacimiento, aquí se le encuentra libre de cualquier mezcla africana. ¿Que aquí reina el fascismo? ¿Y qué importa eso? Italia es un país de cultura, es la cuna de la cultura europea y esa cultura vive; España, en cambio, poco tiene que ver con Europa. Y, además, aquí no apesta a aceite». Probablemente en 1926 España tenía poco que ver con Europa, en efecto, pero el párrafo está lleno de esa irracionalidad emocional que él denunciará más tarde. Lo cual resulta alentador, porque demuestra que, siendo torpes y arbitrarios como somos, podemos elevarnos hasta ser casi dioses.

La realidad siempre es así: paradójica, incompleta, descuidada. Por eso el género literario que prefiero es el de la novela, que es el que mejor se pliega a la materia rota de la vida. La poesía aspira a la perfección; el ensayo, a la exactitud; el drama, al orden estructural. La novela es el único territorio literario en el que reina la misma imprecisión y desmesura que en la existencia humana. Es un género sucio, híbrido, alborotado. Escribir novelas es un oficio que carece de glamour; somos los obreros de la literatura y tenemos que colocar ladrillo tras ladrillo, mancharnos las manos y baldarnos la espalda del esfuerzo para levantar una humilde pared de palabras que a lo peor luego se nos derrumba. Redactar una novela lleva muchísimo trabajo, la mayor parte tedioso, a menudo desesperante; por ejemplo, puedes consumir toda una tarde luchando por hacer salir o entrar a alguien de una habitación, es decir, por algo verdaderamente tonto, circunstancial, como diría Aira, en apariencia innecesario. Y es que las novelas están llenas de material inerte, y aunque escribas bajo la férrea aspiración de no poner ni una palabra de más y de hacer una obra sustancial y precisa, una verdadera novela siempre tendrá algo sobrante, algo irregular y desaliñado (los crustáceos que están pegados a la ballena) porque es un trasunto de la vida y la vida jamás es exacta. De manera que incluso las mejores novelas de la historia, los grandes novelones maravillosos, tienen páginas malas, desfallecimientos de tensión, obvias carencias. A mí eso me gusta. Me reconozco en ello; es decir, reconozco el titubeante aliento de las cosas.

Hablando de paradojas: Klemperer incluye en su libro una escena espléndida que refleja la naturaleza profundamente equívoca de la realidad. En los meses últimos de la guerra, cuando están huidos y vagan aterrorizados por el campo, Klemperer y su mujer se ocultan en un bosque cercano a la ciudad de Plauen, que está siendo bombardeada periódicamente por los aliados. Es el mes de marzo y, aunque aún hay nieve, la primavera empieza a percibirse en el ambiente. Pero, para Klemperer, el bosque tiene un inequívoco aspecto navideño, porque las ramas de los abetos están llenas de centelleantes tiras de papel plateado que los aviones aliados arrojan para confundir a los radares alemanes. Y así, escondidos en ese bosque refulgente de adornos, tan hermoso y festivo, los Klemperer, alemanes pero también judíos y víctimas de Hitler, escuchan cómo los aviones de los enemigos de su país pasan por encima de sus cabezas para sembrar de muerte la pobre Plauen.

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