Dieciséis

Por cierto que, si hablamos de mujeres, no podemos dejar de mencionar a las esposas de los escritores, una añeja institución literaria que afortunadamente está en franco proceso de extinción; y digo afortunadamente no porque tenga nada en contra de dichas esposas, sino porque su existencia es la consecuencia de un mundo machista y arbitrario en el que las mujeres, en vez de ser algo por sí mismas, tienen que conformarse con ser una especie de apéndice de sus parejas. O lo que es lo mismo: en vez de vivir para su propio deseo, viven para el deseo de los demás. En Occidente, ese esquema sexista está evolucionando a gran velocidad, y hoy hay muchas más mujeres escritoras que mujeres de escritores, un cambio radical que, curiosamente, no ha dado origen al espécimen esposo de escritora. Los cónyuges de las autoras, salvo raras excepciones que probablemente pertenezcan más al reino de lo fabuloso, van a su mera bola y pasan bastante de colaborar en el empeño creativo de sus mujeres (cuando no compiten directamente contra ellas por el tiempo que invierten en el tonto hobby literario). Una actitud que, después de todo, tal vez no esté tan mal y contribuya al equilibrio de la pareja, pero que a veces resulta un poco desoladora y fatigosa. Quiero decir que en más de una ocasión me hubiera gustado tener una esposa.

Por otra parte, no todas las mujeres que están emparejadas con un literato pertenecen, ni mucho menos, a esta antigua categoría. La esposa del escritor es aquella señora usualmente capaz y bien dotada que ha decidido empeñar toda su inquietud artística y su ambición (que suelen ser muy grandes) en el enaltecimiento de su marido. Su propia gloria, como la de un satélite, dependerá del reflejo de la luz del varón, y por consiguiente se afanan en poner al marido incandescente. La esposa del escritor, en fin, es una criatura formidable capaz de desplegar múltiples talentos. Tan pronto pasa en limpio los textos de su marido (enrevesados, caóticos, ilegibles para todos menos para ella), antaño a mano, luego a máquina, ahora en ordenador, un trabajo siempre tedioso y abnegado, como negocia astuta y férreamente los intereses de su hombre con editores, agentes o banqueros. Se ocupa de las finanzas literarias, de reclamar pagos, renovar contratos, ordenar las ediciones, vigilar las traducciones, organiza los viajes, acompaña al marido en sus desplazamientos haciendo las veces de un manager on road. Se encarga de las relaciones públicas, atiende a la prensa, maneja a los académicos que proponen conferencias y a los estudiantes que pretenden escribir tesis. Envía fotos, libros dedicados, currículos, cartas, textos para la solapa de los libros, faxes, e-mails, contesta al teléfono, bloquea y regula el acceso al escritor, rodeándole de una burbuja protectora, para que el Gran Hombre pueda dedicar todo su tiempo y su energía a crear la Gran Obra. Además, lee una y otra vez todos los días, de manera ferviente e incansable, todas las versiones sucesivas de todos los textos del Gran Hombre, comentándolos convenientemente, ofreciendo su apoyo, su admiración, su entusiasmo, en ocasiones incluso algún buen consejo literario. Y, por añadidura, se preocupa de todo lo demás, a saber, de la intendencia y el gobierno de la casa, de que el Gran Hombre coma bien y duerma bien y no sea molestado mientras escribe; de los niños, si los hubiere, y de las mascotas de los niños. Algunas incluso le compran la ropa a su marido. De sólo intentar enumerar sus tareas me siento extenuada.

Las esposas de los escritores son a menudo el terror de los agentes, de los editores, de los periodistas, de los académicos y a veces hasta de los amigos del autor. Todos ellos suelen refunfuñar a sus espaldas (les tienen mucho miedo) que Fulanita es de armas tomar y que tiene poco menos que secuestrado a Fulanito, su marido. Por ejemplo, de Mercedes, la mujer de García Márquez, he llegado a leer en un periódico que es «la leona que lo guarda». Leonas o gatas, defienden con fiereza sus derechos, duramente adquiridos con el sudor de su frente. Faltaría más que, después de haber dedicado toda su vida y su inteligencia a hacer crecer la obra y el nombre del marido (como quien hace crecer una plantación de maíz o cría una vaca), los demás las intentasen arrumbar o ningunear. Lo digo de verdad: me parece justo que la esposa del escritor posea de algún modo al escritor, porque entre los dos han construido un animal simbiótico. Lo cual no implica que todas las mujeres que apacientan a un literato sean unas personas estupendas; de hecho, algunas de estas esposas superlativas son unas señoras espantosas. Pero nunca es menos espantoso el caballero al que parasitan, que se beneficia del asunto y lo fomenta.

Sin embargo, la mala fama siempre se la llevan ellas, en general de la manera más injusta. Estoy pensando, por ejemplo, en Fanny Vandegrift, la mujer de Robert Louis Stevenson, que ha pasado a la posteridad con la imagen de una vieja bruja (era once años mayor que él), de una loca estúpida que se apropió de su marido enfermo y que le torturó con su afán de posesión y sus manías, cuando lo cierto es que era una señora fascinante y formidable que probablemente salvó la vida del escritor. Basta con acercarse a la realidad e investigar un poco los datos históricos (como hizo Alexandra Lapierre en su interesantísima biografía sobre Fanny) para darse cuenta de que su mala imagen carece de base y es más bien un producto del machismo, de los celos y de la incomprensión que suscitaba la personalidad rompedora de esta mujer, nacida en Estados Unidos en 1840, que fue capaz de divorciarse de su primer marido cuando nadie se divorciaba, de venirse a Europa a aprender pintura en un medio bohemio, de enamorarse de un hombre más joven y de casarse con él contra la opinión de todo el mundo.

Fanny era increíble. A los dieciséis años se marchó al Oeste salvaje con su primer marido, un mentecato que había comprado una mina de plata. En la región había tan sólo cincuenta y siete mujeres blancas para cuatro mil rudos mineros y, por si esto fuera poco, de cuando en cuando sufrían violentas incursiones de los indios shoshones. Durante varios años, Fanny fue una agreste pionera que fumaba sin parar, manejaba los naipes como un tahúr y llevaba al cinto un pistolón enorme con el que era capaz de volarle la cabeza a una serpiente de cascabel a bastantes metros de distancia. En cuanto a Stevenson, cuando se casaron en 1840 (ella tenía cuarenta años, él veintinueve) después de innumerables sufrimientos y aventuras, el escritor era un enfermo terminal, con apenas cuarenta y cinco kilos de peso y masivas hemorragias pulmonares que le impedían el habla. De hecho, se le veía tan moribundo que el abogado de Fanny les regaló, como presente de boda, una siniestra urna funeraria.

Pero no se murió, gracias, sin duda, a los exquisitos cuidados que le prodigaba su mujer. Durante ocho años vivieron en Gran Bretaña y de esa época proviene el odio que los amigos de Stevenson desarrollaron por Fanny. Porque ella era una enfermera muy celosa: obligaba a todos los visitantes a enseñar su pañuelo y no dejaba pasar a nadie que mostrara síntomas de estar acatarrado. Era una actitud extremada pero muy juiciosa, porque el más mínimo contagio desencadenaba terribles hemorragias que podían resultar mortales. Lo malo es que, como por entonces todavía no se había demostrado que las enfermedades se podían transmitir a través de microbios, los amigos la consideraron una loca maniática.

Stevenson no sólo logró sobrevivir gracias a su mujer, sino que además con ella fue capaz de escribir todas sus obras importantes, como La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Por cierto que Fanny criticó la primera versión del Doctor Jekyll como carente de profundidad alegórica y sugirió que reforzara la dualidad del personaje. Stevenson se puso hecho un basilisco y la insultó, porque, además de tener ese amor propio en carne viva habitual en todos los escritores, discutía a menudo con su esposa (los dos tenían un carácter ardiente); pero al poco rato regresó a la sala y le dio la razón; y, tras arrojar el borrador al fuego, volvió a redactar la novela entera. Vivieron juntos, en fin, durante quince años, hasta la temprana y súbita muerte de Robert Louis en la isla de Samoa, a consecuencia de una hemorragia cerebral, en 1894. Ocho años más tarde, la viuda Fanny volvió a rehacer su vida con el dramaturgo y guionista de Hollywood Ned Field, un chico listo y guapo de veintitrés años (ella tenía sesenta y tres). Vivieron felizmente juntos once años hasta la muerte de Fanny; esto lo digo a cuento de su reputación de «vieja bruja». Por lo visto, en realidad fue una mujer muy atractiva y conservó su encanto hasta muy mayor.

Otro caso clamorosamente injusto es el de la pobre Sonia Tolstoi, que fue capaz de convivir durante cuarenta y ocho años con el energúmeno de León Tolstoi, que era un loco feo, un individuo insoportable y mesiánico, sin duda genial pero también brutal, un profundo reaccionario, un machista feroz: «Su actitud con las mujeres es de una terca hostilidad. Nada le gusta tanto como maltratarlas», dijo de él Máximo Gorki. Sin duda Tolstoi maltrató a Sonia, que, pese a todo, le amaba. Cuidaba de él como una esclava, soportaba sus desprecios y sus insultos, copiaba en limpio todos sus escritos (miles de páginas ilegibles), le aconsejaba literariamente, le recibía todas las noches en su cama, se embarazó de él dieciséis veces. Sonia, que era una gran lectora, estaba segura de que su marido era un genio, y esa convicción endulzaba su vida, por lo demás amarga.

Su matrimonio siempre fue desastroso, pero para colmo empeoró. A los cuarenta y nueve años, Tolstoi padeció su famosa crisis; sufrió una tremenda depresión, entró en una especie de delirio iluminado, se convirtió en un gurú y empezó a predicar la abstinencia sexual (aunque seguía preñando a su mujer) y la pobreza absoluta (aunque continuó viviendo en su finca como un pacha). Además, cayó en manos de Chertkov, un personaje siniestro, guapo y frío, veinte años más joven que Tolstoi, que se convirtió en el primer discípulo del gurú. A medida que el escritor envejecía, Chertkov consiguió hacerse con su voluntad; posiblemente Tolstoi se había enamorado platónicamente de él. El intrigante Chertkov quería desembarazarse de Sonia, que le estorbaba en sus planes de mangoneo; de manera que malmetió y mintió. Consiguió que Tolstoi le entregara sus diarios privados, en los que recogía todas las menudencias de su larguísima vida con Sonia y las impertinentes críticas que el egocéntrico escritor había dedicado a su mujer.

Como es natural, Sonia se desesperó: ¡toda esa intimidad traicionada con un extraño, aún peor, con un enemigo! Ella creía tener derecho a guardar esos diarios: a fin de cuentas, eran la compensación de toda su vida dedicada a Tolstoi, de esa existencia de sometimiento. Y además estaba el problema de la posteridad: porque Sonia sabía que habría una posteridad, sabía que la fama de su marido les sobreviviría. Tenía miedo de que Chertkov usara esas anotaciones hirientes de León contra ella para dejarla en mal lugar, y lo peor es que estaba en lo cierto, porque durante muchos años, y todavía hoy, Sonia ha pasado y pasa por ser una arpía, el tormento del pobre Tolstoi; para comprender que fue justo al contrario, recomiendo leer el hermosísimo libro de William L. Shirer Amor y odio. En fin, resumiendo un largo y triste relato, diré que, a consecuencia de todo esto, Sonia cayó psíquicamente enferma. Tolstoi llevaba chiflado mucho tiempo, pero, como era el gran Tolstoi, un personaje público y un famoso gurú, no podía estar loco. De manera que fue ella quien se convirtió en la loca oficial. Durante dos años se puso a perseguir a Tolstoi, se tumbaba desnuda en los campos helados, amenazaba con envenenarse con opio y amoniaco. Al final, el anciano escritor, desesperado, se escapó de su casa. Huyó durante cinco días en el frío invierno, agarró una pulmonía y falleció. En cuanto que su marido desapareció, Sonia dejó de estar loca. Vivió nueve años más, administrando sensatamente las propiedades de la familia, escribiendo sus memorias y litigando contra Chertkov para recuperar la propiedad de los papeles de Tolstoi. Por cierto, le ganó.

Me imagino que, cuando estas mujeres escogen con estupendo olfato a escritores de mérito, para pegarse a ellos y empezar a regarles y podarles con el fin de que les crezcan bien hermosos, lo que tienen en mente es un proyecto mucho más romántico y rosado. Me imagino que lo que desea la típica esposa de escritor es convertirse en su musa y alumbrar desde dentro, como un faro, páginas sublimes que deberían redactarse pensando en ella. Sólo que luego la realidad, como sucede siempre, hace que la vida vaya por otro lado y, en vez de ser su musa, la esposa del escritor se convierte en su madre, su enfermera, su secretaria, su criada, su chófer, su ayudante, su agente, su relaciones públicas y quién sabe cuántas cosas más, todas ellas bastante pedestres y rutinarias, pero en realidad mucho más importantes.

Y es que no creo en la existencia de las musas. En primer lugar pienso que el bisbiseo de la creatividad, el susurro del daimon y de los brownies, siempre te lo ganas a base de esfuerzo (como decía Picasso, que la inspiración te pille trabajando); y además estoy convencida de que los musos y musas más efectivos no son los amados reales, sino las ilusiones pasionales. Es decir, la pura fabulación. Cuanto más lejana, más frustrada, más imposible, más irreal, más inventada sea la relación sentimental, más posibilidades tiene de servir de acicate literario. Lo imaginario aviva la imaginación, en fin, mientras que la realidad pura y dura, el ruido inmediato de la propia vida, es una pésima influencia literaria.

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