Dieciocho

Cuando empecé a idear este libro, pensaba que iba a ser una especie de ensayo sobre la literatura, sobre la narrativa, sobre el oficio del novelista. Proyectaba redactar, en fin, una más de esas numerosas obras tautológicas que consisten en escribir sobre la escritura. Luego, como los libros tienen cada uno su propia vida, sus necesidades y sus caprichos, la cosa se fue convirtiendo en algo distinto, o más bien se añadió otro tema al proyecto original: no sólo iba a tratar de la literatura, sino también de la imaginación. Y de hecho esta segunda rama se hizo tan poderosa que, de repente, se apoderó del título del libro. La génesis del título de una obra es un proceso de lo más enigmático. Si todo marcha bien, el título aparece un día a medio camino del desarrollo del texto; se manifiesta de golpe dentro de tu cabeza, deslumbrante, como la lengua de fuego del Espíritu Santo, y te aclara e ilumina lo que estás haciendo. Te dice cosas sobre tu libro que antes ignorabas. Yo me enteré de que estaba escribiendo sobre la imaginación cuando cayó sobre mí la frase de Santa Teresa.

Pero las cosas no terminaron ahí. Seguí con mi camino de palabras, con esa larga andadura que es la construcción de un texto, y un día, hace relativamente poco, advertí que no sólo estaba escribiendo sobre la literatura y sobre la imaginación, sino que este libro también trata otro tema fundamental: la locura. Claro, me dije cuando me di cuenta, era algo evidente, tenía que haber estado más atenta, tenía que haber escuchado todas las enseñanzas que se derivaban del título. La loca de la casa. No es una frase casual y sobre todo no es una frase banal. Sin duda la imaginación está estrechamente emparentada con lo que llamamos locura, y ambas cosas con la creatividad de cualquier tipo. Y ahora voy a proponer una teoría alucinada. Supongamos que la locura es el estado primigenio del ser humano. Supongamos que Adán y Eva vivían en la locura, que es la libertad y la creatividad total, la exuberancia imaginativa, la plasticidad. La inmortalidad, porque carece de límites. Lo que perdimos al perder el paraíso fue la capacidad de contemplar esa enormidad sin destruirnos. «Si desde las estrellas ahora llegara el ángel, imponente / y descendiera hasta aquí, / los golpes de mi corazón me abatirían», decía Rilke, que sabía que los humanos estamos incapacitados para mirar la belleza (lo absoluto) cara a cara. El castigo divino fue caer en el encierro de nuestro propio yo, en la racionalidad manejable pero empobrecida y efímera.

Por eso los seres humanos han usado drogas desde el principio de los tiempos: para intentar escapar de la estrecha cárcel de lo cultural, para echarle una ojeada al paraíso. ¡Pero si incluso nuestro archiabuelo Noé se emborrachaba hasta la inconsciencia! Recuerdo ahora a Aldous Huxley, que, en su lecho de muerte y a punto de entrar en la agonía, pidió que le inyectaran una dosis de LSD. Siempre me espeluznó esta macabra y arriesgada idea de morir en ácido: ése sí que es un mal viaje del que no se regresa. Pero, por otra parte, si al fallecer estaba drogado como un piojo, ¿acaso llegó a experimentar de verdad su fin? ¿No estaba ya en el otro lado, en esa realidad inmensa en donde nadie muere? De hecho, dicen que, con o sin LSD, en todo fallecimiento sucede algo parecido. Que el cerebro libera una descarga masiva de endorfinas, que nos drogamos a nosotros mismos, y de ahí que las personas que han regresado de las fronteras de la muerte cuenten todas vivencias semejantes: la intensidad, la amplitud de percepción, la propia existencia vislumbrada en su totalidad, como iluminada por un rayo sobrehumano de entendimiento… Es una especie de delirio, pero también es la sabiduría sin trabas. Es la ballena contemplada de cuerpo entero. Por eso muchos pueblos han considerado a los locos como seres iniciados en el secreto del mundo.

Sea como fuere, no hace falta morirse, ni convertirse en un chiflado oficial y ser encerrado en un manicomio, ni drogarse como el yonqui más tirado, para tener atisbos del paraíso. En todo proceso creativo, por ejemplo, se roza esa visión descomunal y alucinante. Y también nos ponemos en contacto con la locura primordial cada vez que nos enamoramos apasionadamente. He aquí otro tema sobre el que trata este libro: la pasión amorosa. Está íntimamente relacionado con los otros tres, porque la pasión tal vez sea el ejercicio creativo más común de la Tierra (casi todos nos hemos inventado algún día un amor), y porque es nuestra vía más habitual de conexión con la locura. En general, los humanos no nos permitimos otros delirios, pero sí el amoroso. La enajenación pasajera de la pasión es una chifladura socialmente aceptada. Es una válvula de seguridad que nos permite seguir siendo cuerdos en lo demás.

Y es que las historias amorosas pueden llegar a ser francamente estrambóticas, verdaderos paroxismos de la imaginación, melodramas rosas de pasiones confusas. A lo largo de mi vida me he inventado unas cuantas relaciones semejantes y ahora me voy a permitir relatar una de ellas, a modo de ejemplo de hasta dónde te puede llevar la fantasía (y la locura).

Sucedió hace mucho tiempo, demasiado, poco antes de la muerte del dictador. Yo tenía veintitrés años y colaboraba desde Madrid en la revista Fotogramas. Mi guardarropa estaba compuesto por dos pares de pantalones vaqueros, una falda zarrapastrosa de flores, unas botas camperas algo mugrientas, cuatro o cinco camisas indias transparentes y un zurrón de flecos. Quiero decir que era más bien hippy, todo lo hippy que se podía ser en 1974 en la España de Franco. Lo cual significaba que estaba más o menos convencida de que, entre todos, podíamos cambiar el mundo de arriba abajo. Había que tomar drogas psicodélicas para romper la visión burguesa y convencional de la realidad; había que inventar nuevas formas de amarse y de relacionarse, más libres y sinceras; había que vivir ligero de equipaje, con pocas posesiones materiales, sin atarse al dinero.

Aquel mes de julio de 1974 fue especialmente caluroso, con un sol sahariano que te derretía el cuero cabelludo. Por las noches, el cuerpo se recobraba de la tortura diurna y empezaba a irradiar hambre de vida. Las noches del verano de 1974, con Franco ya muy viejo, estaban cargadas de electricidad y de promesas. Una de esas noches salí a cenar con mi amiga Pilar Miró, con su novio de entonces, un realizador extranjero que estaba rodando una película en España, y con M., el protagonista del film, un actor europeo muy famoso que había triunfado en Hollywood. M. tenía treinta y dos años; no era demasiado alto, tal vez un metro setenta y cinco, pero era uno de los hombres más guapos que jamás había visto. Sus ojos eran tan azules y abrasadores como la llama de un soplete; sus pómulos eran altos y marcados, su constitución atlética, su pecho un tenso cojín de caucho (lo advertí al apoyar la mano ligeramente sobre él cuando le di los besos de bienvenida, esos deliciosos pectorales sólidos y elásticos). Además, era tímido, callado, melancólico. O eso me explicó Pilar cuando telefoneó para preguntarme si quería cenar con ellos:

– El pobre M. está muy triste y muy solo. Como sabes, acaba de separarse de su mujer, y, con todo lo guapo que es, es incapaz de ligar. Es un tipo muy reservado, pero encantador.

De manera que, en realidad, yo fui a la cena como posible objeto de ligue; fue una cita tácitamente celestinesca. Acudí de buen grado, curiosa y divertida, intrigada por las descripciones de Pilar. M., en efecto, hablaba más bien poco, pero era imposible discernir si su laconismo era una cuestión de carácter o una consecuencia del hecho de que no pudiéramos entendernos, porque él no hablaba el castellano y mis conocimientos de inglés de aquella época se reducían a un par de canciones de Dylan y los Beatles, barbotadas de oído soltando barbarismos. A pesar de esta dificultad monumental, la noche transcurrió bastante bien, con Pilar y su novio llevando el peso de la charla. Cenamos opíparamente, nos fuimos de copas y terminamos en una discoteca. A esas alturas de la madrugada y del baile ya no nos hacía falta conversar: nuestros cuerpos asumieron todo el diálogo. Apretada entre sus brazos, hundiendo la nariz en el olor febril y mullido de su rico pecho, disfrutaba de ese mágico momento que consiste en sentirte deseada por un hombre al que deseas ardientemente. Toda mi conciencia estaba inundada por esa sensación de plenitud, pero por debajo, ahora me doy cuenta, también se agitaba una vaga inquietud, una pequeña incomodidad que preferí ignorar.

Al cabo Pilar y su novio se retiraron, y nosotros, sin necesidad siquiera de preguntarnos, nos dirigimos en mi coche, ese Mehari de segunda mano al que se refiere Iván Tubau, al apartamento que la productora había alquilado a M. en la Torre de Madrid, el orgulloso rascacielos del franquismo. Era sábado y, cuando llegamos a la plaza de España, había montones de vehículos aparcados sobre la acera. Yo encontré a duras penas un pequeño hueco entre ellos y también dejé el coche ahí. Pese a la hora, los jardines de la plaza estaban llenos de gente, como si se estuviera celebrando una verbena. Era el calor, y el veneno delicioso de las noches de julio. Subí al apartamento de M. más embriagada por la intensidad de la noche que por el alcohol. Tardamos en llegar: el interior de la Torre era un laberinto de ascensores y escaleras, y la vivienda se encontraba en uno de los últimos pisos. Recuerdo que estábamos tan encendidos que apenas si nos dio tiempo a cerrar la puerta; recuerdo que tiramos la ropa por el suelo y que nosotros mismos rodamos sobre la moqueta durante largo rato antes de arrastrarnos hasta la cama. Recuerdo que, como a menudo sucede en los primeros encuentros, sobre todo cuando hay mucho deseo, cuando se es tímido, cuando se es joven y cuando no existe demasiada comunicación, el acto sexual estuvo lleno de torpezas, de codos que se clavaban y piernas que no se colocaban en el lugar adecuado. Su cuerpo era un banquete, pero me parece que la cosa no nos salió demasiado bien.

Después M. se quedó adormilado, mientras al otro lado de las ventanas amanecía. Tumbada a su lado, sudorosa e incómoda, apresada por un brazo de M. que me aplastaba el cuello, yo contemplaba cómo la habitación se iba inundando de una luz lechosa; y en la desnudez de esa claridad tan desabrida, en el frenesí obsesivo de los insomnios, empecé a sentirme francamente mal. Has jugado el papel más convencional, más burgués del mundo, me dije: la tonta que liga con el famoso. ¡Pero si ni siquiera podíamos entendernos! ¿Qué diantres le podría haber gustado de mí? Y es que por entonces, como les sucede a tantos jóvenes, yo era una persona muy insegura sobre mi físico y creía que mi único atractivo estaba en mis palabras. Pero, si no nos habíamos hablado, ¿por qué había ligado conmigo? Porque estaba previsto, me contesté; porque yo era esa chica, cualquier chica, que les meten a estos figurones en la cama. M. no era un hombre reservado y un gran tímido, sino un machista desconsiderado y un cretino. Empecé a sentirme tan estúpida que me hubiera dado cabezazos contra las paredes.

En vez de aporrearme, decidí escapar. Me contorsioné como un fenómeno de circo y conseguí salir de debajo del pesado abrazo de M. sin que se despertara. Descalza y sigilosa, recogí la ropa del suelo y me vestí con rapidez. Dos minutos más tarde cerraba la puerta del apartamento tras de mí; estaba cansada y aturdida, con la boca pastosa y el ánimo por los suelos. Descendí por los diversos ascensores como una autómata y al llegar al portal el día me golpeó con todo su esplendor. Eran las diez y pico de la mañana y el sol horadaba el pavimento. Frente a mí, encima de la isla central de la plaza de España, mi Mehari rojo era un alarido de ilegalidad. No quedaba ningún otro vehículo sobre la acera: sólo mi pequeño cacharro, destartalado y sospechosamente contracultural, con la lona del techo polvorienta y rasgada. Alrededor del Mehari, un enjambre de grises, los temibles policías franquistas, husmeaban y libaban como abejorros. Primero creí que era un espejismo, un delirio inducido por el sol cegador. Luego tuve que admitir que era real. Me fallaron las rodillas. Siempre te temblaban las rodillas delante de los grises, en el franquismo.

Hice rápidas cábalas, intentando encontrarle alguna salida a la situación. Más tarde comprendí que tendría que haberme marchado de puntillas y luego haber denunciado la desaparición del coche, como si me lo hubieran robado. Pero estaba sin dormir, las sienes me explotaban, me sentía mareada y el cerebro me funcionaba al ralentí. De manera que tomé la decisión de acercarme y resultó fatal.

En cuanto que les saludé y observé cómo me miraban los policías, empecé a intuir que me había equivocado. No había tenido en cuenta mi aspecto, que en el mejor de los casos era sospechoso porque en el franquismo todo era sospechoso (como mis vaqueros raídos, la camisa india semitransparente sin nada por debajo, el pelo frito de permanente afro) y que ahora además ofrecía ese inequívoco toque macilento de las noches de farra, con los cabellos como alambres y restos de maquillaje ensuciando la cara. Mis aturdidos balbuceos tampoco mejoraron la impresión que les produje:

– Aparqué aquí anoche, estaba lleno de coches, no me di cuenta de que estaba prohibido, tomamos una copa, me fui a dormir a casa de una amiga… Los grises tenían la expresión tan gris como sus uniformes. Desde que una bomba de ETA había reventado medio año antes a Carrero Blanco, las fuerzas de seguridad estaban especialmente paranoicas.

– Documentación -gruñeron.

Metí la mano en el zurrón de flecos y, pese al creciente calor de la mañana, un dedo de hielo comenzó a descender por mi espina dorsal.

No encontré ni la cartera ni las llaves.

Recordé que, cuando entré en el apartamento de M. unas horas antes, llevaba las llaves en la mano, y debí de perderlas en el frenesí y la urgencia de la carne. En cuanto a la cartera, también había tirado el bolso sobre la moqueta de cualquier manera (antes de salir lo recogí del suelo) y, como el zurrón carecía de cierre, seguramente la pesada cartera llena de monedas había rodado fuera. Al irme del apartamento, entre el sigilo, la furia, el atolondramiento y la penumbra de las persianas corridas, no me había dado cuenta de que faltara nada.

– Pues es que… es que ahora no encuentro el billetero. Y las llaves tampoco. Acabo… acabo de visitar a un amigo aquí en la Torre de Madrid y seguro que me lo he dejado. Puedo cruzar y subir a buscarlo -carraspeé con la garganta seca.

Los grises se encapotaron un poco más. Crecían de estatura por momentos, ceñudos y temibles.

– ¿No decía que había dormido en casa de una amiga? ¿Y ahora dice que ha estado aquí enfrente con un amigo? -argumentó uno con tonillo sarcástico e ínfulas de agudo detective-: ¿Y quién es ese amigo y dónde vive?

Ya me parecía bastante calamitoso tener que volver a aparecer en casa de M. a buscar mis cosas, pero con la pregunta del policía me di cuenta de otro pequeño detalle catastrófico: no sabía cuál era el apartamento ni en qué piso estaba. Debí de ponerme del color de la cera. Gemí, tartamudeé, jadeé y expliqué como pude que era un actor famosísimo (¿pero no lo conocen?) y que no teníamos más que ir a preguntarle al portero, y subir, y recuperar mis cosas e identificarme, y recoger la multa por mal aparcamiento, claro que sí, y marcharnos todos a nuestros asuntos tan tranquilos.

Creo que no quedaron muy convencidos, porque dos de los policías me acompañaron a la Torre y uno me tenía firmemente agarrada por el antebrazo. Me acerqué al portero, que nos observaba con notoria desconfianza desde detrás de su siniestro mostrador de mármol verde oscuro, estilo panteón de El Escorial. Le pregunté por M. No le conocía. Describí a M. con todo lujo de detalles, enumeré todas sus películas estrenadas en España, di el nombre de la productora. No le sonaba nada. Él era un suplente, solamente venía algunos fines de semana, llevaba en su puesto desde las seis de la mañana y no me había visto entrar en el edificio. ¿Y salir? Sin duda tenía que haberme visto salir, veinte minutos antes. Ah, de eso no tenía constancia. Como era natural, él no se preocupaba tanto de los que salían como de los que entraban, por una cuestión de seguridad. A esas alturas, el portero del edificio, un cuarentón obtuso, había trabado una relación de confianza con los dos policías. Eran colegas y los tres estaban en contra de mí, crecientemente inquietos y suspicaces. En las dictaduras tú siempre eres culpable y lo que tienes que demostrar es tu inocencia.

De manera que el guardia que me tenía agarrada por el brazo me volvió a arrastrar hacia el coche. En el entretanto habían aparecido más grises; ahora eran por lo menos una docena, y uno de los recién llegados debía de ser un mando importante, porque todos se le cuadraban muy obsequiosos. Empezaron a contarle respetuosamente mi peripecia: «Dice que ha olvidado su cartera y sus documentos en un apartamento… Dice que no recuerda el apartamento… Ha incurrido en contradicciones…». En ésas estábamos cuando uno de los policías más jóvenes, un muchachito rústico de apenas veinte años, de esos a los que en la universidad llamábamos de forma paternalista desertores del arado, se puso a husmear en mi coche, en el que, por otra parte, había muy poco que ver. Era una especie de pequeño jeep de plástico rojo; como estábamos en verano le había quitado las puertas y las lonas laterales, y sólo tenía puesta la capota del techo. El joven gris abrió la guantera, que, aunque tenía llave, estaba rota, y verificó que allí dentro no se ocultaba nada. Luego metió las manos por debajo de los asientos y sacó unos cuantos puñados de pelusas. Por último, y en un rapto de genialidad, procedió a desenroscar la bola del cambio de marchas. El cambio de marchas era una larga palanca de metal, rematada por una bola de plástico negro de unos seis centímetros de diámetro. Curiosamente, la bola estaba hueca y dividida por la mitad, y ambas partes se enroscaban una con otra, supongo que para poder montar y desmontar la palanca fácilmente. Esa modesta pieza de mecano fue la que abrió el joven guardia; y dentro encontró una minúscula piedra de hash envuelta en celofán, bastante reseca y apenas suficiente para un par de petardos, las sobras de un reciente viaje a Amsterdam, un pequeño almacén de provisiones que yo prácticamente había olvidado.

Tuve mucha suerte. Tan sólo estuve detenida un par de días y no me atizaron ni un bofetón, cosa que, en aquellos rudos tiempos del franquismo, era algo extraordinario. Supongo que mi profesión de periodista en activo, que verificaron enseguida, debió de contener su furia represora; eso y mi condición evidente de pringada, de persona que no tenía relación con nada verdaderamente subversivo. Tuve que pagar una pequeña fianza y se abrió un proceso que nunca llegó a nada, porque fue sobreseído o archivado o lo que fuere en una de las amnistías del posfranquismo. A la mañana siguiente de mi detención, mi hermana Martina vino a comisaría y trajo el carnet de identidad y las llaves del coche. M. había llamado a casa (a la casa familiar, que es la que figuraba en el DNI, y en la que aún seguía viviendo mi hermana; esa casa remota que ahora he visitado y que oculta las antiguas baldosas bajo el parquet) y le había llevado mis pertenencias.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué te fuiste así del apartamento de ese tío, tan corriendo y dejándotelo todo? -me preguntó Martina adustamente.

Jamás habíamos compartido confidencias de novios ni en realidad de nada. Vivíamos como ensordecidas desde el gran silencio.

Yo me encogí de hombros. Me sentía humillada por la noche con M., por mi propia actitud, por haber sido detenida tan estúpidamente. No quería ni acordarme de mis torpezas.

– Bah. En realidad no pasó nada. Sólo que es un machista y un gilipollas. No quiero volver a saber de él.

Hay que tener mucho cuidado con la formulación de los deseos, porque a lo peor se cumplen. En efecto, no volví a saber de M., por lo menos durante un par de semanas. Luego un día abrí el diario Pueblo y, en la sección de frivolidades veraniegas, me encontré con una fotonoticia que decía: La novia española de M. Y allí estaba retratado él, en una mala instantánea pillada por sorpresa a la salida de algún local, con un brazo por encima de los hombros de Martina.

De mi hermana.

Aquel día me fui a comer a casa de mis padres, pero Martina no estaba. Demoré mi marcha por la tarde por ver si llegaba, pero nunca llegó; de manera que regresé de nuevo al día siguiente a la hora del almuerzo, para pasmo y delicia de mi madre. Martina estaba allí, ojerosa y menos cuidadosamente arreglada que de costumbre (siempre ha sido más clásica vistiendo), pero muy guapa. Irradiaba esa mágica exuberancia que proporciona el buen sexo. En cuanto que la vi empecé a sufrir. Y qué sufrimiento tan violento. No estaba preparada para sentir algo así. Fue como enfermar de un virus. Fue la peste bubónica.

En aquella ocasión no conseguí hablar con ella prácticamente de nada. Y tampoco al día siguiente, ni al otro. Cogí la costumbre, o más bien la angustiosa necesidad, de ir a comer todos los días a la casa familiar. Martina unas veces estaba y otras no. Cuando estaba, nunca nos decíamos nada, nunca le mencionábamos. A mí me bastaba con verla para sentir la más refinada de las torturas, y aun ese tormento era mejor que nada. El deseo, ya se sabe, es triangular. Lo dice Huizinga en El otoño de la Edad Media, refiriéndose a los caballeros que rescatan damas apuradas: «Incluso si el enemigo es un cándido dragón, siempre resuena en el fondo el deseo sexual». Yo amé desesperadamente a M. a través de mi hermana. Ella era la hacedora y por lo tanto hizo; yo le puse y le pongo palabras a la nada.

Cuando la veía, me parecía olerle. La imaginaba lamiendo su pecho mullido. Mordisqueando su cuello delicioso. Para entonces mi idea sobre M. había cambiado por completo. Ahora estaba convencida de que era un hombre encantador, un tipo reservado y sensible, como había dicho Pilar. Era yo la que lo había echado todo por la borda. La que se había puesto paranoica y estúpida.

Un día, al llegar al edificio de mis padres, coincidí con mi hermana. Estaba saliendo de un vehículo grande conducido por un tipo desconocido; sin duda era un coche de producción y habían ido hasta allí para dejar a Martina antes de marcharse al rodaje. M. se asomó por la ventanilla de atrás y saludó a mi hermana con la mano; luego, sus ojos se cruzaron casualmente con los míos. Su media sonrisa se borró; frunció el ceño y enrojeció; cuando el coche arrancó, aún nos estábamos mirando. Sus ojos eran como una quemadura. Como el fósforo ardiente de una cerilla que se hubiera pegado a la carne y la taladrara. Entré consternada en el portal detrás de mi hermana, que me estaba esperando en el ascensor. Subimos en la vieja y cochambrosa caja de madera. Yo debía de estar obviamente tan mal que, cuando nos detuvimos en el séptimo piso, Martina me puso una mano en el brazo y murmuró:

– Tú dijiste que era un gilipollas y que no querías saber nada de él.

No contesté.

– Tienes un incendio en la cabeza y por eso quemas las cosas -añadió mi hermana con cierta aspereza.

Seguí callada. No podía articular palabra. Ahora era mi hermana la que hablaba y yo la que había caído en el silencio.

En cualquier caso, no nos dijimos más. Dejé de ir a comer a casa de mis padres y me dediqué a sufrir intensamente todas y cada una de las horas del día. Estaba obsesionada. Yo aún no era consciente de ello, pero M. tenía la Marca, esto es, reunía todos los ingredientes fatales que hacen que un hombre me aprisione, como el cepo aprisiona al zorro itinerante. Tengo la teoría de que el deseo sexual y pasional se construye en algún momento muy temprano de la existencia y sobre unas pautas más o menos estables. Es como lo que contaba Konrad Lorenz, el padre de la etología, sobre sus patitos. Cuando el pequeño pato sale del cascarón, toma por su madre al primer ser vivo que ve cerca. Eso se llama imprimación: ese primer ser vivo se imprime con el contenido emocional del concepto madre, y así permanecerá identificado para siempre, engarzado al corazón del pato hijo (Lorenz se aprovechaba de esta circunstancia para que camadas enteras de minúsculos patos le siguieran por todas partes, transidos de amor filial por él).

Pues bien, yo creo que en el deseo y la pasión sucede algo semejante. En algún instante remoto de nuestra conciencia se produce la imprimación del objeto amoroso, con características a veces físicas, a veces psíquicas, a veces de ambas clases: te gustan gordos, te gustan flacos, de tu propio sexo o del sexo contrario… Cada cual tiene un diseño secreto del amor, una fórmula enganchada al corazón. Son cosas sutiles: por lo general resulta dificilísimo reconocer la pauta, porque tus amores pueden ser aparentemente muy distintos. Yo empecé a descubrir mi fórmula hará unos diez años. Ahora ya sé cómo funciona; les veo la Marca y me disparo.

Los hombres que me gustan o, por mejor decir, los hombres que me pierden, reúnen todos ellos, que yo sepa, tres condiciones concretas. En primer lugar, son guapos: me avergüenza reconocerlo, pero es así. Segundo, son inteligentes: si el más guapo del mundo dice una necedad se convierte en un pedazo de carne sin sustancia. Y ahora viene el ingrediente fundamental, el tercer elemento que cierra el ciclo de la seducción como quien cierra un candado: son individuos con una patología emocional que les impide mostrar sus sentimientos. Esto es, son los tipos duros, fríos, reservados, ariscos, en quienes creo adivinar un interior de formidable ternura que no consigue encontrar la vía de salida. Yo siempre sueño con rescatarlos de ellos mismos, con liberar ese torrente de afecto clausurado. Pero eso nunca se logra. Y lo que es aún peor: sospecho que, si algún día uno de esos chicos duros llegara a transmutarse en un individuo afable y cariñoso, lo más probable es que dejara de gustarme. La Marca es así: una tirana.

Para mi desgracia, y aunque yo no lo supiera por entonces, M. poseía la Marca. Era guapo; parecía inteligente (al menos, no decía tonterías, y el que no nos entendiéramos ayudaba bastante) y sin duda era un tipo emocionalmente acorazado. Caí presa de él, o de la imagen de él, o del invento que yo me había hecho sobre él, como la mosca que se queda pegada en un merengue. Durante dos o tres meses, su ausencia me obsesionó. No podía escribir, no podía leer, sólo pensaba en él y en que lo había perdido. No fue un dolor amoroso: fue una enfermedad. Evité a Martina durante el resto del año: no volvimos a vernos hasta Navidades. Luego me enteré de que mi hermana había estado con M., supongo que felizmente (nunca lo hemos hablado: he aquí otro silencio), hasta que él acabó el rodaje y se marchó a su país. Entonces se separaron con toda tranquilidad y cada cual siguió con su vida. Martina se dedicó a cimentar su carrera, echarse un novio, casarse, tener hijos, montar un hogar que siempre parece acogedor. Para eso es una hacedora. Que yo sepa, nunca se volvieron a encontrar. Pero la verdad es que no sé nada.

Me fui recuperando poco a poco como quien se recupera de una amputación. Durante un par de años ni siquiera me atreví a ver sus películas. Pero luego, con el tiempo, no sólo se fue borrando el dolor, sino también la cicatriz, y empezó a costarme creer que hubiera perdido la cabeza por él. Si no le conocía. Si era un perfecto extraño.

Pasaron los años, tuve varios amores y diversas parejas, escribí algunos libros, dejé de ser hippy, cambié el cannabis por el vino blanco y mi guardarropa se hizo inconmensurablemente mayor. Y no sólo el guardarropa: mi casa se llenó de infinidad de cosas innecesarias. Es una de las características de la edad: a medida que envejeces, tu casa se empieza a convertir en un cementerio de objetos inútiles. En ésas estaba, instalada ya definitivamente en la edad madura cuando, no hace mucho, me invitaron a ser jurado de un festival internacional de cine que se celebraba en Santiago de Chile. El jurado estaba compuesto por nueve personas: actores, directores de cine, escritores. Me habían comunicado previamente los nombres de todos, pero cuando llegué al aeropuerto de Santiago alguien comentó que había habido unos cuantos cambios. Los jurados nos reuníamos esa noche por primera vez en el restaurante del hotel; al día siguiente comenzaba el certamen. Me quedé dormida y llegué la última al reservado de la cena, aturullada y muerta de vergüenza. Ocupé el primer sitio libre que encontré y los organizadores empezaron a presentarnos. El tercer nombre que dijeron fue el de M. Me quedé helada. Giré la cabeza y estaba sentado junto a mí. Nuestros ojos se cruzaron, pero su mirada ya no quemaba como el fósforo. Intercambiamos una pequeña sonrisa social sin dar ninguna muestra de reconocernos. Yo estaba segura de que no se acordaba de mí, lo cual era un alivio.

Amparada en mi anonimato, me dediqué a estudiarle de modo subrepticio. Creo recordar que por entonces yo tenía cuarenta y cinco años; luego él debía de tener cincuenta y cuatro. Sus ojos seguían siendo poco comunes, aunque ahora parecían más pequeños, quizá porque los párpados se habían descolgado un tanto y porque el blanco ya no era tan blanco, sino más enrojecido y más acuoso. De entrada, en fin, ya no resultaba espectacular; ya no era un hombre que fuera atrapando las miradas con sólo aparecer en algún lugar. El tiempo no suele ser piadoso con los guapos; mientras que, los que nunca hemos sido bellos, podemos adquirir cierta solera con los años. Quiero decir que ahora nos encontrábamos más a la par, que ya no existía esa distancia física que antaño me había hecho sentir tan insegura. M. estaba canoso y arrugado. Y tenía una expresión cansada o melancólica. Había envejecido de manera natural y aparentaba su edad; era evidente que, a diferencia de otros divos de Hollywood, él no se había hecho ningún trabajo estético. Por otra parte, ya no era un divo de Hollywood. Había conseguido mantener una carrera bastante buena, pero mucho más modesta, de tipo europeo, de actor profesional y no de estrella. Había hecho películas y teatro; y en los últimos años había escrito un par de obras dramáticas que se habían representado en diversos países con razonable éxito. Yo había visto una de ellas en Madrid. No estaba mal.

Pero lo más sorprendente de todo fue que hablamos. A esas alturas yo ya sabía inglés y no tuvimos ningún problema para entendernos. M. se comportó con una extraordinaria cortesía; me preguntó infinidad de cosas sobre mi vida y consiguió que pareciera que le interesaban las respuestas. Al final de la cena me embargaba esa aleteante excitación que una siente cuando acaba de conocer a alguien, y le ha notado muy cerca, y desea acercarse aún mucho más. O sea, me puse coqueta, que es un estado delicioso. Me gustaba su sobriedad, su amabilidad algo envarada y esa tristeza de fondo, tan hermética. Sin duda M. seguía teniendo la Marca.

Dicen que la felicidad no tiene historia. Pero sí que la tiene, lo que pasa es que cuando la cuentas suena ridícula. En los festivales de cine, en donde los jurados se ven forzados a convivir durante varios días, a menudo sucede que se crean dos grupos, a veces ásperamente enemistados. En nuestro caso también hubo algún que otro conato de enfrentamiento pero, cosa extraordinaria, M. y yo estábamos siempre de acuerdo. Formamos un núcleo de una solidez inquebrantable, al que se adherían pasajeramente unos u otros miembros del jurado; y al final conseguimos que salieran premiadas nuestras películas, es decir, aquellas producciones por las que apostábamos. Nos reímos mucho; nos apoyamos mucho; alcanzamos una enorme complicidad, una extraña intimidad de equipo frente a los otros. Desayunábamos juntos, pasábamos la jornada entera juntos, cenábamos juntos, tomábamos copas juntos y nos separábamos durante apenas seis horas de sueño por las noches. A medida que pasaban los días, nos agarrábamos más del brazo, nos tocábamos la mano, nos tocábamos la rodilla, nos tocábamos todo lo que podíamos manteniendo la apariencia de un roce casual o de una demostración de puro afecto amistoso. Fueron unos días frenéticos.

Al final, en la jornada de clausura, en nuestra última noche, los dos sabíamos lo que iba a suceder sin necesidad de decirnos nada. Esa es una de las pocas ventajas de la edad, que uno se ahorra mucha palabrería. Nos escapamos de la ceremonia de entrega de premios, nos fuimos a mi habitación y pedimos una cena opípara al room service. Ni la probamos. Otra de las ventajas de la edad: no hay que fingir orgasmos, no hay que dar grititos innecesarios y, en general, uno ya sabe dónde colocar los codos y las rodillas. No nos sobró ninguna articulación en esa noche. Podríamos haber hecho el amor varios días antes, pero habíamos disfrutado del aplazamiento, de la promesa tácita, de los roces crecientes, de la oferta de ese cuerpo que es un tesoro que nos aguarda, del deseo que se tensa y se exacerba. Me deleité sacando a la luz cada centímetro de la piel de M. Su cuerpo delgado, menos musculoso que antes; su carne madura, más descolgada y blanda. Pero también más elocuente. Me gustaron sus caderas de hombre mayor, la manera en que cedían bajo mis dedos, la larga historia personal que me contaba su piel. Hicimos el amor con fiereza y ansiedad adolescente, y luego con golosa lentitud de adultos, y después con una sensualidad obsesiva e intemporal. Raras veces he sentido tanto a un hombre. Fue un festín.

Por la mañana, poco antes de despedirnos para tomar cada uno nuestro vuelo, enredados aún en la cama revuelta y muertos de sueño, a medias ahítos y a medias hambrientos, pasé el dedo por la enorme cicatriz que ahora rajaba el pecho de M. de arriba abajo, desde el hoyo del cuello hasta el estómago. Eso también sucede con la edad: vas acumulando cicatrices, sólo que algunas son visibles y otras no.

– ¿Y esto? -pregunté, sintiéndome un poco ridícula: porque habría tantas cosas para preguntarle.

– Un corazón de mala calidad -respondió él en tono ligero.

Como Pilar Miró, recordé: también ella tenía un costurón semejante.

– Como Pilar Miró -se me escapó en voz alta-: ¿Te acuerdas de ella?

– Pilar, sí, claro. Una mujer estupenda. Me impresionó mucho que muriera tan joven. Nos veíamos en los festivales de cuando en cuando -contestó M.

Y luego se incorporó sobre un codo y me miró, ladeando un poco la cabeza:

– De modo que eras tú -dijo-: Lo llevaba sospechando varios días, pero no estaba seguro.

Creo que enrojecí.

– Entonces, ¿te acordabas de mí? -le pregunté, incrédula.

– Por supuesto. Perfectamente. Te he recordado bastantes veces durante estos años.

No está hablando de mí, pensé. Habla de mi hermana. Pero ella y yo no nos parecemos físicamente en absoluto.

– ¿Seguro que te acordabas de mí. -insistí, recalcando el pronombre.

Se echó a reír.

– De ti, Rosa, de ti… ¿De quién, si no?…

No le dije de quién. No nombré mi fantasma. Pero debí de enviarle un mensaje mental, porque M. preguntó:

– ¿Qué ha sido de tu hermana?

– Ah, está muy bien. Posee una empresa propia de informática, se casó, tiene tres hijos…

M. sonrió:

– ¿Sigue fumando porros?

Una especie de calambre me recorrió la mandíbula, haciéndome rechinar los dientes. No sabía qué decir y opté por una respuesta poco comprometedora.

– No. Ya hace mucho que lo ha dejado.

M. suspiró:

– Sí, claro, a estas alturas ya todos hemos dejado casi todo.

Ahora bien: que yo supiera, mi hermana, siempre tan ordenada, tan racional, tan hacedora y tan pulcra, nunca había fumado porros, de manera que M. tenía que estar refiriéndose a mí. Pero, por otra parte, ¿acaso conocía o conozco yo de verdad a mi hermana? ¿Y si existe otra Martina que no tiene nada que ver con la que yo percibo, y si en su juventud se pasaba la vida colocada? ¿A quién se refería M., en realidad? ¿En quién estaba pensando, a quién estaba viendo cuando me miraba? No quise seguir preguntándome, y desde luego no quise preguntarle nada a él. Los minutos pasaban, teníamos que irnos y los dos sabíamos que no íbamos a hacer nada para volver a vernos. Ambos teníamos pareja en nuestros respectivos países y en cualquier caso la historia había sido demasiado hermosa como para fastidiarla con la cotidianeidad. O con dudas de identidad. O con preguntas. Otra de las cosas que una aprende con la edad es a tomar las cosas como vienen. E incluso a dar las gracias.

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