Siete

¿Por qué se pierde un escritor? ¿Qué sucede para que un novelista maravilloso se hunda para siempre en el silencio como quien se hunde en un pantano? O algo aún peor, más inquietante: ¿a qué se debe el hecho de que un buen narrador comience de repente a redactar obras espantosas?

Muchos, sin duda, se rompen el espinazo con el fracaso. El oficio literario es de lo más paradójico: es verdad que escribes en primer lugar para ti mismo, para el lector que llevas dentro, o porque no lo puedes remediar, porque eres incapaz de soportar la vida sin entretenerla con fantasías; pero, al mismo tiempo, necesitas de manera indispensable que te lean; y no un solo lector, por muy exquisito e inteligente que éste sea, por mucho que confíes en su criterio, sino más personas, muchas más, a decir verdad muchísimas más, una nutrida horda, porque nuestra hambruna de lectores es una avidez profunda que nunca se sacia, una exigencia sin límites que roza la locura y que siempre me ha parecido de lo más curiosa. A saber de dónde saldrá esa necesidad absoluta que nos convierte a todos los escritores en eternos indigentes de la mirada ajena.

Salga de donde salga, en fin, lo cierto es que necesitamos cierto reconocimiento público; y no sólo para seguir escribiendo, sino incluso para seguir siendo. Quiero decir que un escritor fracasado suele convertirse en un monstruo, en un loco, en un enfermo. En un ser infinitamente desgraciado, en cualquier caso. Como le sucedió, por ejemplo, a Herman Melville, el autor de la maravillosa Moby Dick, una novela que hoy, siglo y medio después de su publicación, se sigue editando y reverenciando, pero que en su momento no gustó absolutamente a nadie, ni siquiera a los amigos más fieles de Melville, que consideraron que era un libro de lo más estrafalario con todas esas meticulosas descripciones de las costumbres de las ballenas espermáticas. Moby Dick no vendió ni dos docenas de copias y causó una rechifla general; Melville nunca se recuperó de ese fracaso y, aunque vivió casi cuarenta años más, apenas si volvió a escribir: sólo un novelón ilegible, unos cuantos poemas y algunos textos breves, como su genial novela corta Bartleby el escribiente, que demuestra que su talento seguía intacto pese al destierro de silencio en el que vivía. Y pese a su desesperación creciente, a su frustración, a la ferocidad con que arrastraba su pena de escritor incomprendido. Porque Melville se hizo la vida imposible a sí mismo y a cuantos tuvo cerca. Cuando, a los cuarenta y siete años, se vio obligado a aceptar un miserable empleo de inspector de aduanas, tan tedioso como mal pagado, para poder mantener a la familia, la obviedad de su fracaso como novelista debió de estallarle como un obús dentro de la cabeza. Se volvió medio loco, le consumía la ira, actuaba con enorme violencia, probablemente incluso pegaba a sus hijos y a su mujer, la cual estuvo pensando seriamente en separarse de él: y estamos hablando de 1867, una época en la que los matrimonios simplemente no se separaban, lo cual puede darnos una idea de la dimensión del infierno en el que vivían. De hecho, fue también en 1867 cuando el hijo mayor de Herman se encerró en su cuarto y se reventó la cabeza de un disparo. Se llamaba Malcolm y tenía dieciocho años: tal vez se suicidara para huir del irrespirable ambiente doméstico. Éstos son los horrores que pueden llegar a suceder cuando un escritor se frustra y se derrota. Lo cual me hace pensar que a lo peor somos unos locos furiosos más o menos disimulados y que no acabamos de manifestar nuestra locura en tanto en cuanto la sociedad nos siga llevando la corriente.

Otros autores fracasados, probablemente la mayoría, dirigen la violencia de su dolor contra sí mismos y se desbaratan por completo. Estoy pensando en el pobre Robert Walser, un escritor suizo cinco años mayor que Kafka, autor de novelas tan interesantes como Los hermanos Tanner. Hoy es un personaje de culto, un nombre importante, aunque no popular, en la literatura contemporánea en alemán; pero lo cierto es que, mientras estuvo vivo (nació en 1878, murió en 1956), nadie le hizo el menor caso. Su tragedia, horrorosa y ridícula a la vez, aparece muy bien contada en el libro El autor y su editor, de Siegfried Unseld, que fue el último editor de Walser en Alemania y que conoció al escritor en sus años finales.

Robert Walser vivió en Zúrich desde 1896 hasta 1906; durante esa década cambió siete veces de empleo y diecisiete de casa. El veinteañero Robert era oficinista; trabajó en bancos y en compañías de seguros, pero lo que quería, lo que siempre quiso desde que a los catorce redactó su primera obrita, era ser escritor. En 1902 empezó a publicar pequeñas cosas en revistas y a llevar sus textos a los editores, que se los rechazaron. Por entonces, aún henchido de esperanzas, escribía: «La intranquilidad y la incertidumbre, así como la intuición de un destino singular, quizá me han impulsado a tomar la pluma para intentar reflejarme a mí mismo». Qué interesante párrafo, y qué bien describe esa pulsión idiota que nos lleva a todos a la escritura. Primero, la intranquilidad y la incertidumbre, es decir, esa falta de acuerdo con el entorno, esa incomodidad, esa inadaptación a la que también se refería Vargas Llosa; luego viene «la intuición de un destino singular», frase conmovedoramente vanidosa (de la vanidad del escritor hablaremos más tarde) y patética en su desconocimiento de lo humano, porque todas las personas, literatos o no, percibimos esa ansia de la singularidad de nuestro destino, el grito del yo que se siente único; y, por último, el intento de reflejarse a sí mismo, porque, efectivamente, uno escribe para expresarse, pero también para mirarse en un espejo y poder reconocerse y entenderse.

Por fin, en 1905, el joven Walser consiguió que le publicaran su primer libro e incluso que le firmaran un contrato para el segundo. Este logro, que debió de ser uno de los momentos más felices de su vida, supuso, sin embargo, su perdición. Walser, entusiasmado, dejó su trabajo como oficinista en cuanto firmó el contrato, decidido a dedicarse profesionalmente a la escritura aun antes de que saliera a la calle su primera obra y sin tener en cuenta el éxito que podía tener. O más bien que no tuvo, porque fue un completo fracaso. Le hicieron dos buenísimas críticas, una de ellas firmada por Herman Hesse, pero el libro, del que se habían tirado mil trescientos ejemplares, sólo vendió cuarenta y siete copias, y el editor se arrugó y decidió incumplir el acuerdo y no publicar la segunda obra. «Es una verdadera desgracia cuando un escritor no obtiene éxito con su primer libro, como me sucedió a mí», escribió el irritado pero aún arrogante Walser, «porque entonces cualquier editor se cree capacitado para darle consejos de cómo conseguirlo por el método más rápido. Estas seductoras melodías han destruido a más de una naturaleza débil».

En realidad él no era nada fuerte, como la vida se encargaría de demostrarle cruelmente; y tampoco sé si es del todo verdad lo que ese orgulloso párrafo implica, a saber, que Walser hubiera podido escribir un libro de éxito si hubiera querido rebajarse a ello. Es cierto que hay obras horribles y horriblemente fáciles que se venden como rosquillas entre un sector de público lector poco exigente, pero escribir una novela malísima y popularísima es algo que tampoco está al alcance de cualquiera, hace falta tener una desfachatez especial o ser verdaderamente un poco simplón, hace falta que no te importe ser un tramposo y halagar los bajos instintos de la gente, y eso no lo sabe hacer todo el mundo. Es decir, tengo la sensación de que el buen escritor sólo sabe escribir bien, de la misma manera que el malo sólo es capaz de escribir mal. Cada cual escribe como puede, porque la literatura viene a ser como una función orgánica más, lo mismo que sudar, pongamos, y uno no controla su sudoración, hay gente que chorrea al menor esfuerzo y gente que siempre se mantiene seca. Para mí, Walser nunca hubiera podido escribir una obra popular por más que se esforzara; y, de hecho, creo que más adelante lo intentó, con ninguna fortuna, por supuesto.

Dos años más tarde, en 1907, consiguió que otra editorial le publicara Los hermanos Tanner; y luego sacó otra novela, El ayudante, que fue la de mayor éxito en toda su carrera: tres ediciones de mil ejemplares cada una. Todo esto, que no es gran cosa, fue conseguido con grandes esfuerzos, y acabó con su magra reserva de buena suerte. Los editores empezaron a perderle manuscritos (señal del poco interés que despertaba), y los otros libros que sacó, poemas y una novela, fueron fracasos absolutos. Una tras otra, las casas editoriales se lo iban quitando de encima como una patata caliente. Pronto se encontró en una situación mucho peor que al principio de su carrera: antes no le querían publicar porque no le conocían, pero ahora no le querían publicar porque le conocían. Walser destruyó tres novelas porque no encontró quien se las editase. En 1914, un manuscrito suyo consiguió ganar el Premio Frauenbund; el galardón conllevaba la publicación y, en efecto, el libro, un volumen de prosas poéticas, salió a la calle. Pero se vendió tan poco que este nuevo editor también le abandonó.

Desesperado, el pobre Walser enviaba agónicas cartas a todos los directores editoriales intentando vender sus obras: «Acabo de terminar un nuevo libro en prosa titulado Kammermusik en el que he engarzado con esmerado trabajo veintisiete piezas (…) Creo poder decir que el libro forma un todo sólido, redondo y atractivo (…) Me agrada pensar que puedo encarecerle seriamente la publicación de Kammermusik pues considero que es uno de mis mejores libros». ¡Menos mal que hoy existen los agentes y que el escritor no está obligado a rebajarse en persona de tal modo! Aunque a los escritores como Walser tampoco los quieren en las agencias. La carta es la versión literaria del pregón del vendedor ambulante: por favor, cómpreme este libro tan bueno, tan bonito y tan barato… Qué distinto este texto de súplica, humillado y anhelante, de aquel primer párrafo todavía orgulloso sobre las naturalezas débiles. En el pedregoso camino, Robert Walser se había ido dejando la dignidad, porque el escritor, sobre todo el buen escritor, está curiosamente dispuesto a deshonrarse por su obra, si es necesario.

Y desde luego las humillaciones eran continuas. Por ejemplo: como no tenía un duro, un amigo le consiguió una conferencia en un Círculo de Lectura. Para no gastar dinero, fue a pie desde Biel, donde vivía, hasta Zúrich, donde tenía que hablar. El presidente del Círculo, que no conocía a ese escritor estrafalario, le pidió una prueba de la conferencia; Walser lo hizo fatal y el presidente le sustituyó por otro conferenciante, diciendo al público que el autor anunciado se había puesto enfermo.

En realidad lo estaban enfermando. Se pasó cinco años sin poder publicar nada, y ya ni siquiera le aceptaban textos en las revistas. Escribió con amargura a Max Brod: «Los escritores, que a los ojos de los editores no son más que un atajo de desarrapados, deberían tratar con ellos como con cerdos tiñosos». En 1929 le internaron en un sanatorio psiquiátrico y dictaminaron que era un esquizofrénico. «Hölderlin pensó que era oportuno, es decir, prudente, renunciar a su sano juicio a los cuarenta años. ¿Me ocurrirá lo mismo que a él?», se preguntaba Walser. Y también anotó: «La gente no tiene confianza en mi trabajo (quieren que escriba como Hesse). Y ésa es la razón por la que he terminado en el sanatorio». Aun así, y pese a estar encerrado en el hospital, siguió escribiendo durante cuatro años: ochenta y tres piezas de prosa y setenta y ocho poemas. Y también anotó pensamientos tan amargos como éste: «Los críticos, conscientes de su poder, se enroscan alrededor de los autores como una boa constrictor, los aplastan y asfixian como y cuando les apetece». Pero en 1933 le cambiaron a la fuerza de psiquiátrico, y en el nuevo hospital ya no volvió a escribir. Allí murió veintitrés años más tarde, engullido por el silencio.

Que el fracaso enferma, que el fracaso mata, es algo que nos resulta fácil de entender; pero el caso es que el éxito también puede acabar contigo, como acabó con Truman Capote. He aquí un perfecto ejemplo de un escritor enorme que, descerebrado por el éxito, termina escribiendo cosas horribles. Capote poseía un talento descomunal; sus cuentos me enloquecen, su Desayuno en Tiffany's me parece perfecto, su A sangre fría es un disparo en el corazón. ¿Cómo pudo un autor tan potente deteriorarse tanto como para escribir los muy mediocres textos de Plegarias atendidas, su último e inacabado libro? Probablemente porque se traicionó a sí mismo; y porque se angustió.

El éxito angustia, porque no es un objeto que uno pueda poseer ni encerrar en una caja de caudales. De hecho, el éxito es un atributo de la mirada de los demás, quienes, de pronto, y de manera en realidad bastante arbitraria, deciden contemplarte con placidez y agrado, otorgándote el incierto regalo de creerte exitoso. Una vez situados bajo ese haz de luz procedente de la mirada de los otros, los humanos solemos desear que el foco no se apague, y eso nos coloca en una situación de debilidad y dependencia, porque no sabemos muy bien qué es lo que tenemos que hacer para que el reflector siga luciendo. Estas tribulaciones, que me parecen generales en cualquier tipo de éxito, creo que son aún peores en el caso de los escritores, primero porque ya hemos dicho que somos unos pobres tipos especialmente necesitados de la mirada ajena, y en segundo lugar porque, cuando empezamos a escribir para intentar complacer a esa mirada, en vez de seguir los dictados del daimon, como decía Kipling, entonces todo nuestro posible talento, pequeño o mediano, se hace fosfatina, y lo que escribimos se convierte en basura.

Y una última reflexión sobre por qué triunfar puede destrozar de manera superlativa a los novelistas; porque el éxito, en la sociedad mediática de hoy, ya no está relacionado con la gloria, sino con la fama; y la fama es la versión más barata, inestable y artificial del triunfo. La fama, «esa suma de malentendidos que se concentran alrededor de un hombre», como decía Rilke, es un vertiginoso juego de espejos deformantes que te devuelven millones de imágenes de ti, imágenes todas ellas falsas y alienantes, y esa multiplicación de yoes mentirosos puede resultar especialmente dañina para alguien que, como ya hemos dicho que le ocurre al novelista, es un ser que tiene las costuras de su identidad un poco rotas y que tiende a sentirse disociado.

Eso fue lo que le sucedió a Capote. Que se descosió.

Truman deseó demasiado el éxito. Desde pequeñito anheló con desesperación ser rico y famoso, y estuvo dispuesto a vender su alma para conseguirlo. Y, de hecho, la vendió. Ya era muy conocido (triunfó como escritor siendo muy joven) cuando emprendió la que sería su opera magna, el reportaje novelado A sangre fría, una magistral reconstrucción del absurdo asesinato de una familia de granjeros, el padre, la madre y los dos hijos adolescentes, a manos de dos veinteañeros medio tarados de vida tan triste y tan precaria que ni siquiera habían llegado a desarrollar de modo suficiente su conciencia del mal. Capote investigó el caso durante tres años; conoció a los asesinos, que estaban en la cárcel condenados a muerte, e intimó con ellos. Escribió la obra casi en su totalidad, y luego esperó durante otro par de años a que ejecutaran a los criminales para poner el capítulo final y publicar el libro. Durante todo ese tiempo, Capote se veía y se escribía con los condenados, que le mandaban cartas angustiadas pidiéndole que intercediera por ellos ante las autoridades, que pidiera el indulto, que les ayudara a salvar el cuello. El les contestaba con buenas palabras y aseguraba que había llegado a tomarles cierto cariño, pero en el fondo más oscuro de sí mismo estaba deseando que los jueces rechazaran todos sus recursos y que les mataran de una vez, para poder sacar el libro y disfrutar de la gloria, porque él sabía que era lo mejor que había hecho. Capote escribió a su amiga Mary Louise: «Como puede que hayas oído, el Tribunal Supremo ha rechazado las apelaciones (por tercera puñetera vez), así que puede que pronto suceda algo en un sentido u otro. Me he llevado ya tantas decepciones que casi no me atrevo a confiar. Pero ¡deséame suerte!». Truman no hizo nada por Dick y Perry, y lo cierto es que se horrorizó pero también se regocijó cuando al fin les colgaron; y no creo que esa miseria moral se pueda alcanzar impunemente.

Ésta debió de ser, por lo tanto, una de las causas de la caída de Capote: sacrificó la vida de dos hombres al idolillo bárbaro de su propia fama, y eso tiene que dejarte el ánimo revuelto. Por cierto que nunca he entendido muy bien por qué se metió en ese basurero emocional y por qué esperó hasta el cumplimiento de las penas capitales para publicar el libro, porque A sangre fría no necesitaba terminar con la ejecución para ser una obra redonda; de hecho, lo que Truman escribió tras el fallecimiento de los asesinos es con diferencia lo peor del relato, que podría haber acabado (y habría quedado mejor) con Dick y Perry en el corredor de la muerte. Pero, probablemente, le perdió de nuevo la ambición, es decir, un exceso de ambición: Capote quiso hacer El Mejor Libro Del Mundo, y se le debió de meter en la cabeza que, para ser perfecto, tenía que terminar con la agonía de los asesinos, de la misma manera que había empezado con la agonía de los granjeros. Pero se equivocó. Se equivocó éticamente y, lo que era para él aún peor, también literariamente.

Desde el primer momento de su publicación, A sangre fría fue un éxito tremendo. Capote estaba en lo mejor de la vida, había escrito un libro maravilloso, la gente se lo quitaba de las manos, el dinero le entraba a espuertas, se había convertido en ese chico riquísimo y famosísimo que siempre quiso ser. ¿Y qué le sucedió entonces? Pues que se fue a pique con todas las banderas desplegadas. Vivió diecinueve años más tras la aparición de A sangre fría, pero durante ese tiempo sólo publicó el puñadito de cuentos de Música para camaleones. A todo el mundo le decía que estaba trabajando en una novela monumental titulada Plegarias atendidas, la novela perfecta que le convertiría en el nuevo Proust, pero a su muerte sólo se encontraron tres capítulos y desde luego no eran dignos ni de Proust ni del propio Capote. En esos años finales de bloqueo y angustia, Truman se convirtió en un alcohólico y se tragó todas las pastillas del mundo. Estaba drogado, embrutecido, enloquecido, desesperado. Murió a los cincuenta y nueve años, tan deteriorado como un octogenario mal cuidado. Poco antes del final, declaró: «Miles de veces me he preguntado, ¿por qué me ha pasado esto? ¿Qué es lo que he hecho mal? Y creo que alcancé la fama demasiado joven. Apreté demasiado, demasiado pronto. Me gustaría que alguien escribiera lo que de verdad significa ser una celebridad (…) para lo único que sirve es para que te acepten un cheque en un pueblo. Los famosos se convierten a veces en tortugas vueltas boca arriba. Todo el mundo achucha a la tortuga: los medios de comunicación, pretendidos amantes, todo el mundo, y ella no puede defenderse. Le cuesta un enorme esfuerzo darle la vuelta a su ser» (todo esto lo recoge Gerard Clarke en su estupenda biografía sobre Capote).

Y sí, seguro que la fama tuvo su parte de culpa en el destrozo de Capote, así como el supremo egocentrismo con que despachó a Dick y Perry. Pero además hubo un tercer motivo por el que Truman se rompió, y es que, tras el enorme éxito de público y de ventas de A sangre fría, los críticos, esas raras criaturas a menudo tan envidiosas, tan equivocadas y tan esnobs, decidieron que algo que triunfaba tanto no podía ser bueno ni digno de sus gustos exquisitos, y por consiguiente no le dieron a Capote ni el National Book Award ni el Pulitzer, los dos premios más prestigiosos del año. De hecho, luego se supo que uno de los jurados del National, Said Maloff, crítico de Newsweek y una de esas boas constrictor a las que se refería Walser, convenció a los demás jurados de que el galardón debía ir a un libro menos «comercial» que A sangre fría. Sin embargo, un par de años más tarde no tuvieron ningún problema en otorgar ambos premios a Norman Mailer por Los ejércitos de la noche, un libro mediocre que imita de algún modo el tratamiento realista de A sangre fría.

No cabe duda de que el trato que Capote recibió por parte de la crítica oficial fue estúpido e injusto, pero, por otra parte, Truman dejó que ese suceso miserable le afectara demasiado. Esto es, se metió en ese pozo sin fondo de la vanidad que nunca se sacia, del requerimiento interminable, y no le fue suficiente el éxito monumental que había logrado su libro. Capote quería más. Lo quería todo. Y querer todo es lo mismo que no querer nada; es algo tan grande que no puede abarcarse. «Cuando vi que no me daban aquellos premios, me dije: voy a escribir un libro que os va a dejar a todos avergonzados de vosotros mismos. Vais a ver lo que un escritor verdaderamente, verdaderamente dotado, puede hacer si se lo propone», explicó años después Capote. Y ahí está definido todo su infierno. La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra. Si caes en el pozo, da igual que dos millones de lectores te digan que les ha encantado tu novela: basta con que un crítico cretino de la Hoja Parroquial de Valdebollullo escriba que tu libro es horroroso para que te sientas angustiadísimo. Yo no sé de dónde sale esa fragilidad idiota, esa necesidad constante de una mirada que te acepte, pero es semejante a la ceguera del enamorado que se siente solo, desgraciado y poco querido cuando el objeto de su amor no le hace caso, aunque tenga a su alrededor otras veinte mujeres que estén rendidamente enamoradas de él: pero a ésas ni las tiene en consideración, ésas no cuentan. Sea como fuere, Capote, para conseguir el amor imposible de la crítica esquiva, decidió hacer un libro maravilloso que les dejara pasmados, con lo cual se equivocó doblemente: primero, porque puso el listón tan alto que todo lo que escribiera tendría que parecerle insuficiente; y segundo, porque intentó escribir lo que suponía que los críticos querrían leer, en vez de fiarse de su daimon. Y ya sabemos que es la mejor manera de perderse.

Pero el éxito y el fracaso no son las únicas causas que acaban o silencian o entontecen a un narrador. El poder, lo hemos visto antes, también corrompe fácilmente a los escritores. Tengo la sensación de que uno no puede escribir bien si convierte su vida en una mentira; hay autores que en su existencia han sido unos verdaderos miserables y que sin embargo han producido obras maravillosas, pero probablemente no se mentían a sí mismos: debían de ser malvados, pero consecuentes; o sea, es posible que la mentira sea el verdadero antídoto de la creación. Aunque a lo mejor es al revés: a lo mejor lo que sucede es que tu vida se va al garete porque conviertes tu obra en una mentira.

Sin duda aún hay muchas otras razones para que un novelista enmudezca. Enrique Vila-Matas investiga el tema en un libro fascinante, Bartleby y compañía, en el que divide a los autores entre escritores del sí y escritores del no; y estos últimos terminan sumidos en el silencio. ¿Por qué dejan de escribir los muchos autores que dejan de escribir? «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias», se excusaba Juan Rulfo cuando le preguntaban por qué no publicaba ningún libro más. Y debía de tener razón: se le murió o se le calló aquel que susurraba ficciones dentro de su cabeza. Todos los narradores llevamos a un tío Celerino en nuestro interior: y ojalá no se nos muera jamás.

Pero es el argentino César Aira quien, en su lúcido librito Cumpleaños, ha hecho la reflexión que me parece más atinada sobre por qué un escritor es atacado de pronto por el desánimo, el bloqueo, el desaliento, la seca (como decía Donoso), la mudez definitiva o pasajera. Convengamos primero, para entender el análisis de Aira, que novelar consiste en gran medida en vestir narrativamente lo que cuentas, en inventar mundos tangibles. El Premio Nobel Naipaul se lo explicó muy bien a Paul Theroux cuando le dijo: «Escribir es como practicar la prestidigitación. Si te limitas a mencionar una silla, evocas un concepto vago. Si dices que está manchada de azafrán, de pronto la silla aparece, se vuelve visible». Pues bien, Aira llevaba escribiendo un par de décadas cuando, cerca ya de los cincuenta, empezó a sentir esa desgana creativa que tanto se parece a una enfermedad física. Y explica en Cumpleaños: «A la larga me di cuenta de dónde estaba el problema: en lo que se ha llamado la invención de los rasgos circunstanciales, es decir, los datos precisos del lugar, la hora, los personajes, la ropa, los gestos, la puesta en escena propiamente dicha. Empezó a parecerme ridículo, infantil, ese detallismo de la fantasía, esas informaciones de cosas que en realidad no existen. Y sin rasgos circunstanciales no hay novela, o la hay abstracta y desencarnada y no vale la pena».

Exacto, eso es. Releo las líneas de Aira y sé que ha rozado algo sustancial. El detallismo imaginario, dice, empezó a parecerle ridículo e infantil. O lo que es lo mismo, Aira había crecido por encima del juego narrativo, como quien crece por encima de los caballitos de una feria: pero, cómo, ¿con veinte años y aún quieres subirte al tiovivo? Vaya cosa ridícula. El envejecimiento es un proceso orgánico bastante lamentable que apenas si tiene un par de cosas buenas (una, que, si te esfuerzas, aprendes algunas cosas; y dos, que es la mejor prueba de que no te has muerto todavía) y otras muchas malísimas, como, por ejemplo, que tus neuronas se destruyen a mansalva, que tus células se deterioran y se oxidan, que la gravedad tira de tu cuerpo hacia la tierra-tumba debilitando los músculos y desplomando las carnes. Pues bien, a todas estas pesadumbres, y otras que no cito, puede que también se sume un empacho abrumador de realidad, la pérdida progresiva de nuestra capacidad de fantasía, el anquilosamiento de la imaginación. O lo que es lo mismo, el fallecimiento definitivo del niño que llevamos en nuestro interior. Uno se hace viejo por fuera, pero también por dentro; y debe de ser por esto por lo que los lectores, a medida que crecen, van dejando mayoritariamente de ser lectores de novelas y derivan hacia otros géneros más instalados en el realismo notarial, la biografía, la historia, el ensayo. Este agostamiento senil de la imaginación (de la creatividad) puede sucedernos a todos los humanos, pero si eres novelista estás doblemente fastidiado, porque entonces te quedas sin trabajo. Entonces la loca de la casa, harta de tus desprecios de viejo bobo, se marcha con el tío Celerino a buscar cerebros más elásticos. Para escribir, en fin, conviene seguir siendo niño en alguna parte de ti mismo. Conviene no crecer demasiado. Quién sabe, a lo mejor por eso admiro tanto a los enanos.

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