Seis

A veces me pregunto qué habrá sido de aquellas personas reales que fueron el origen de un personaje literario. Por ejemplo, ¿qué sucedería con la gigantona y el jorobadito de Carson McCullers? ¿Qué fue de sus vidas después de que salieron de aquel bar de Brooklyn? ¿Siguieron juntos? ¿Quizá se enamoraron? ¿Tuvieron unos hijos enormes y algo gibosos? ¿Y cómo le habrá ido a mi rubia tremenda de los ojos verdes, la que despachaba copas e interpretaba canciones en aquel tugurio sevillano? La gigantona y el jorobadito seguro que están muertos: ha transcurrido demasiado tiempo. Pero mi rubia debe de estar rondando los sesenta. Me pregunto si el haber extraído de ellos una de sus existencias imaginarias les terminó afectando de algún modo; y no hablo de que se reconozcan en los libros, sino de una especie de efecto colateral. A lo peor el chispazo vital que encendió al personaje supone alguna pérdida de su sustancia íntima. Solamente una vez he introducido una criatura real en una de mis obras de una manera literal, usando incluso su propio nombre; se trató de mi perro Bicho, que hizo una aparición estelar en El nido de los sueños, una novela corta para niños. Al mes de publicarse el libro, Bicho murió insospechada y prematuramente de un infarto, como si no pudieran coexistir en el tiempo y en el espacio ambas versiones del mismo animal.

No creo en la magia, no soy supersticiosa y no pretendo decir que una puede utilizar la escritura de una novela para hacerle vudú a un enemigo. Pero sí creo en el misterio, esto es, creo que la vida es un misterio descomunal del que apenas si rascamos la cascarilla, pese a nuestras ínfulas de grandes cerebros. En realidad no sabemos casi nada; y la pequeña luz de nuestros conocimientos está rodeada (o más bien sitiada, como diría Conrad) por un tumulto de agitadas tinieblas. También creo, y sigo con Conrad, en la línea de sombra que separa la luz de la oscuridad; en márgenes confusos y fronteras inciertas. En cosas inexplicables que nos parecen mágicas sólo porque somos unos ignorantes. La novela se mueve en una zona turbia y resbaladiza; en torno a una novela siempre suceden las cosas más extrañas. Como, por ejemplo, las coincidencias.

Aunque cada autor tiene su ritmo, la redacción de una novela es un proceso muy lento; yo suelo tardar tres o cuatro años. De ese tiempo, la mitad lo empleo en desarrollar la historia dentro de mi cabeza, tomando notas a mano en una infinidad de cuadernillos. Cuando ya creo tener la novela entera, y conozco hasta el número de capítulos y de qué va a tratar cada uno de ellos, llega el momento de sentarse frente al ordenador y comenzar la escritura en sí. Y en el trayecto de esa segunda etapa la historia vuelve a cambiar de modo considerable. Las novelas evolucionan constantemente. Son organismos vivos.

Durante el largo periodo de ejecución vives a medias entre tu existencia real y la imaginaria, entre tu cotidianeidad y la novela; pero, a medida que avanzas en el trabajo, la esfera de lo narrativo se va apropiando de un mayor espacio. Hasta que llega un día, cuando la novela ya está muy adelantada, en el que las paredes que separan ambos mundos parecen empezar a fundirse. Yo lo llamo la etapa del embudo, porque es como si colocaras un embudo encima de la novela, de manera que todo lo que ocurre en tu vida cotidiana empieza a caer sobre lo que escribes en una explosión de coincidencias. Aunque, bien mirado, puede que suceda justo lo contrario; en realidad, el fenómeno se parece más a una inundación: la novela crece y crece hasta anegar el territorio de lo real.

Por ejemplo: estaba escribiendo El corazón del tártaro, cuyo título se refiere al infierno grecorromano, al centro del Hades, allí donde brilla oscura la laguna Estigia y ladra desesperado el Can Cerbero; había alcanzado ya la recta final de la novela, los últimos e intensos meses del embudo, y un día fui al dentista y, en la sala de espera, hojeé aburridamente una de esas horrorosas revistas médicas llenas de publicidad de los laboratorios farmacéuticos. Pues bien, en mitad del ejemplar, destacando entre los anuncios de remedios contra las hemorroides, me topé, precisamente, con un reportaje a doble página sobre el Tártaro, lleno de citas de los autores clásicos.

Este tipo de cosas suceden todo el rato. Si tu personaje tiene una cicatriz en la cara, de repente no haces más que encontrarte hombres con las mejillas tajadas; si estás escribiendo sobre un alpinista, en el cumpleaños de una amiga conoces a un señor que acaba de coronar el Annapurna. Desborda de tal manera la novela sus límites de papel, o se empeña tanto la realidad en copiar a la fantasía, que no me parecería nada raro ponerme a redactar una escena sobre una estampida en la jungla, y levantar la cabeza del teclado y ver pasar por delante de la ventana un elefante al trote.

Este frenesí de coincidencias no es el único misterio que rodea la escritura. Hay muchos enigmas más de este tenor, pero una de las peculiaridades más curiosas es la dictadura de los fantasmas. Los fantasmas de un escritor son aquellos personajes o detalles o situaciones que persiguen al autor, como perros de presa, a lo largo de todos sus libros. Son imágenes que para el novelista tienen un profundo contenido simbólico, un significado que normalmente no entiende, porque los fantasmas son arteros, además de obcecados, y se ocultan con tan buena maña entre los pliegues del subconsciente que el escritor a menudo ni siquiera es capaz de saber que los tiene; y así, puede suceder, por ejemplo, que un autor suela meter en sus libros personajes cojos, pero que no se haya dado cuenta de que lo hace. En su celebérrimo párrafo de García Márquez, historia de un deicidio sobre el origen de la narrativa, el gran Vargas Llosa dice que la voluntad de crear nace de la insatisfacción frente a la vida: «Este hombre, esta mujer en un momento dado se encontraron incapacitados para admitir la vida tal y como la entendían en su tiempo, su sociedad, su clase o su familia, y se descubrieron en discrepancia con el mundo». A las causas o razones que enajenan al escritor de su entorno les llama «los demonios del novelista». Y añade esta frase estupenda: «El proceso de creación narrativa es la transformación del demonio en tema». Los fantasmas forman parte de esos demonios; son los diablillos más subterráneos, los más enmascarados, los más revoltosos. Los fantasmas son como parásitos de la imaginación.

Siempre he sentido una debilidad especial por los enanos. Por los deformes de cabeza achatada; y por los perfectos liliputienses mínimos. Me siento identificada con ellos de una manera extraña; me conmueven, me gustan, les aprecio. Colecciono frases sobre enanos, como la famosa de Augusto Monterroso: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista»; y fotos de enanos, como el emocionante retrato de Lucía Zarate, una liliputiense del siglo XIX que era exhibida por los circos, y cuyo rostro herido por la pena fue otra de las semillas de Bella y oscura. También recopilo anécdotas de enanos, como esta historia supuestamente cierta que me contó el genial periodista mexicano Pedro Miguel: un tipo se separó y cedió el domicilio familiar a su ex mujer. Necesitaba un lugar donde meterse y, por economía, se marchó a un pueblo próximo a la ciudad y alquiló una casa. Era una construcción de una planta que había pertenecido antes a un enano y, en el interior, todo conservaba las dimensiones mínimas: techos bajos, dinteles rompefrentes, lavabos a la altura de las rodillas. Y el hombre decía: «Encima que estoy recién separado y tan deprimido, tengo que andar agachadito…».

Hará unos diez años, después de escribir Bella y oscura, descubrí que mis textos estaban llenos de enanos. No pude por menos que advertirlo porque la protagonista de esa novela es una liliputiense llamada Airelai, uno de los personajes que más quiero de todos cuantos he imaginado. Asombrada de no haber notado antes esa asiduidad de los pequeños, me puse a reflexionar sobre el porqué de esa manía. Mi laboriosa razón propuso varias explicaciones razonables, como, por ejemplo, el hecho de que el enano es un ser crepuscular y fronterizo a medio camino entre la niñez y la adultez, una indeterminación temporal que, por lo visto, simboliza mucho para mí. Con estas y otras juiciosas consideraciones archivé el asunto, en el convencimiento de que, una vez descubierto el fantasma, y tras haberlo instalado en el nivel consciente, ya no volvería a imaginar ningún enano más, porque ya hemos dicho que la creación necesita salir de lo más hondo, fluir sin razón y sin trabas desde lo informe. «La escritura viene de la trastienda del artista», dice Martin Amis.

Pasaron lentamente cuatro años y durante todo ese tiempo estuve ideando y construyendo la siguiente novela, La hija del caníbal. Terminé al fin la obra, entregué el original, corregí galeradas, presenté el libro y empecé con la promoción, y a los dos o tres meses de la publicación un buen día, para mi total pasmo, me di cuenta de que lo había vuelto a hacer. De que había vuelto a meter un enano. Lucía, la protagonista de la novela, es una mentirosa compulsiva. Empieza el libro describiéndose a sí misma como una mujer guapa y alta con los ojos grises; pero un par de capítulos más adelante dice que ha mentido, que no es una belleza, sino del montón; que no tiene los ojos grises, sino amarronados y de lo más comunes; y que no es exactamente alta, sino más bien baja; bueno, muy bajita. Tan extremadamente baja, en realidad, que tiene que vestirse en el departamento de niños de los grandes almacenes. Me había pasado cuatro años construyendo ese personaje sin advertir que, una vez más, los enanos se habían encaramado al papel protagonista. Esto puede dar una idea de la impetuosidad de los fantasmas, de su carácter tiránico e indomable. Hacen lo que quieren. Te mangonean.

En mi siguiente y por ahora última novela, El corazón del tártaro, y amedrentada por el empeño liliputiense, decidí mencionar un enano conscientemente, para ver si de ese modo conjuraba su aparición subrepticia. Y así, al final de la novela cité a Perry, uno de los asesinos reales de A sangre fría, el maravilloso libro de Truman Capote. Perry, que había sufrido un accidente en su adolescencia, tenía las piernas muy cortitas: cuando se sentaba, le colgaban en el aire sin rozar el suelo. Era una especie de enano, en realidad un sucedáneo traumático de la enanez.

Y de nuevo estuve largos años escribiendo el libro, de nuevo corregí galeradas, de nuevo pasé por la barahúnda de publicarlo. Llevaba un mes de promoción cuando acudí a un programa de radio. «Ya he encontrado tu enano en este libro», me espetó la periodista Consuelo Berlanga, con la que había hablado sobre el tema de los fantasmas en la novela anterior. «Sí, claro», contesté; «he mencionado a Perry de manera consciente y a propósito». Y entonces la lúcida Consuelo me dejó turulata: «¿De qué Perry me hablas? Tu enana es Martillo». Y tenía razón; Martillo es un personaje secundario, una adolescente suburbial diminuta y enteca que parece una niña, pero que no lo es; que vive en la ilegalidad como si fuera adulta, pero que aún no ha crecido. Es una enana perfecta y yo tampoco había sido consciente de su naturaleza.

En otoño de 2000, acudí a la ciudad alemana de Colonia para participar en un festival literario. Una noche estaba en mi habitación estrecha y limpia (todos los hoteles económicos de Alemania tienen unas habitaciones tan estrechas y tan limpias como celdas de monje), tumbada vestida sobre la cama y haciendo aburridamente zapping en la televisión, porque no comprendo palabra de alemán y todos los canales eran germanos, cuando me sucedió algo extraordinario. En la segunda cadena estaban poniendo un documental; era un buen documental, eso resultaba evidente por la impecable factura de su imagen. Trataba, o eso me pareció entender, de los circos en Alemania durante los años treinta, bajo el nazismo. Maravillosas filmaciones en blanco y negro y abundante material fotográfico mostraban el ambiente circense, con mujeres barbudas, gigantes cabezones, enanos vestidos de payasos; seres muy alejados del terrible ideal físico de la raza aria y por consiguiente todos ellos, presumiblemente, carne de matadero para Hitler.

Y de pronto la vi.

Me vi.

Era una liliputiense perfecta, rubia, muy coqueta, una indudable estrella del espectáculo, porque hablaban mucho de ella y porque aparecía en infinidad de fotos y de películas, con su melena lisa y atildada, su corona o diadema en la cabeza, sus pulcros trajecitos de ecuyere circense, el cuerpo de satén bien ajustado, la faldita corta y atiesada a los lados, como un tutu de bailarina. Tenía un tipo muy bien proporcionado, fino, como de niña, y una cara de rasgos regulares. Hubiera podido pasar por una cría de no ser porque tenía algo definitivamente dislocado en el semblante, la edad sin edad del liliputiense, esa inquietante expresión de vieja en el rostro pueril, la sonrisa siempre demasiado tensa, los ojos desencajados bajo sus cejas negras de falsa rubia. Tenía un aspecto muy triste con su disfraz de fiesta. Daba un poco de angustia. Daba un poco de miedo.

Y esa enana era yo. El reconocimiento fue instantáneo, un rayo de luz que me quemó los ojos. Tengo una foto de mis cuatro o cinco años en la que soy exactamente igual que la liliputiense alemana. Fue una breve época en la que a mi madre (a quien quiero muchísimo, pese a ello) le dio por aclararme el pelo y dejarme rubia; de manera que yo llevaba la misma melena que la enana, también atirantada hacia atrás o con diadema, y con las mismas pupilas negras y cejas retintas. Asimismo vestía trajecitos cortos de cancán y vuelos, semejantes en todo a los de ella. Pero lo más espectacular es la expresión, esa sonrisa forzada algo siniestra, esa cara de vieja agazapada tras el rostro infantil, esos ojos sombríos. No soy yo, soy ella.

Siempre me espantó esa foto mía. «¡Pero si estás muy mona!», dice mi madre (y por eso la quiero tanto, entre otras razones: por ese ciego amor inquebrantable). Pero yo no entendía a la extraña cría del retrato, no la reconocía, no la podía asumir. Supongo que en la negrura de mi mirada asomaba ya, sin que nadie lo supiera, la enfermedad: padecí tuberculosis de los cinco a los nueve años. Pero no era eso lo que me angustiaba de la instantánea, era algo más, algo indefinible, como el vago eco de un dolor que sabes que has sufrido y que no consigues recordar. Sin embargo, ahora que sé que es una enana, me he reconciliado totalmente con la niña de la foto. Incluso la he puesto, enmarcada, encima de mi mesa de despacho, aquí delante. He intentado localizar el documental infructuosamente: quería sacar una instantánea de ella, de la otra, para ponerla junto a la mía; y hacerme traducir el programa, por si dicen qué fue de esa conmovedora liliputiense en el infierno nazi; si acabó en la cámara de gas como tantas otras criaturas «no perfectas», o si la utilizaron para sus espantosos experimentos médicos, una posibilidad aún más aterradora que por desgracia entra de lleno en lo posible. Quién sabe qué tragedia ha vivido, hemos vivido. Después de todo, resulta que la frase de Monterroso posee un significado literal: «Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a simple vista». Es verdad. Tiene razón. A mí me sucedió justamente eso en un hotel de Colonia.

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