Diecisiete

La novela, ya se sabe, es un género fundamentalmente urbano. Las ciudades son verborreicas, están llenas de explicaciones, de instrucciones administrativas, de narraciones, mientras que en el campo impera el silencio; por eso me parece que el laconismo sustancial de la poesía está más relacionado con el medio rural, y de ahí que la lírica haya entrado en crisis en la sociedad occidental, cada vez más ciudadana.

La novela, al igual que la ciudad, posee un afán innato de orden y estructura. El urbanizador diseña cuadrículas de calles rectas, pone nombres y placas, dibuja planos y clava señales en las esquinas, esforzándose por controlar la realidad; y el narrador intenta atisbar el dibujo final del laberinto y ordenar el caos, dando a las historias una apariencia más o menos inteligible, con su comienzo y su final, con sus causas y sus consecuencias, aunque todos sepamos que en realidad la vida es incomprensible, absurda y ciega. Es cierto que la novela ha cambiado muchísimo: es un género vivo y por consiguiente en perpetua evolución. Hoy no tiene sentido escribir uno de esos formidables novelones del XIX: son demasiado firmes, demasiado convencionales para la sensibilidad actual. El siglo XX demolió la certidumbre de lo real; científicos y filósofos, desde Freud a Einstein, desde Heisenberg a Husserl, nos explicaron que no nos podíamos fiar de lo que veíamos o sentíamos y que ni siquiera eran seguros los pilares elementales de nuestra percepción, como el tiempo, el espacio o el propio yo. Para que la novela funcione hoy en día, para que nos la creamos, tiene que reflejar esa incertidumbre y esa discontinuidad, y por consiguiente la novela actual propone un orden menos férreo que la del XIX. Pero aun así, sigue ordenando el mundo; sigue acotando entre sus páginas la realidad, los personajes, los destinos. Sigue haciendo aprehensible la enormidad confusa, de la misma manera que el plano de una ciudad pretende domesticar la superficie de las cosas. Esa cualidad de flor de asfalto que tiene la narrativa es lo que la ha convertido en el género literario preferido de la época contemporánea, por más que cada dos días surja alguien proclamando sesudamente la muerte de la novela (qué pelmazos).

Con esa obsesión por ordenar, en fin, tan propia del ser humano en general y de lo narrativo en particular, a casi todo el mundo parece habérsele ocurrido alguna vez una manera de clasificar a los escritores. Los profesores de Literatura y demás eruditos universitarios han inventado montones de etiquetas, en general, con perdón, aburridísimas. Pero a los escritores también nos pirra hacer nuestras clasificaciones, que seguramente son más arbitrarias pero que suelen ser más entretenidas. Por ejemplo, Italo Calvino divide a los autores entre escritores de la llama y del cristal. Los primeros construyen su obra desde las emociones; los segundos, desde la racionalidad. El húngaro Stephen Vizinczey dice que hay dos clases básicas de literatura: «Una ayuda a comprender, la otra ayuda a olvidar; la primera ayuda a ser una persona y un ciudadano libre, la otra ayuda a la gente a manipular a los demás. Una es como la astronomía, otra como la astrología» (este párrafo me recuerda aquella frase que Kafka dijo con veinte años: «Si el libro que leemos no nos despierta, como un puño que golpeara el cráneo, ¿para qué lo leemos?»).

De nuevo Calvino, que era muy prolífico en estas cosas: los escritores pueden dividirse entre aquellos que usan la levedad de la palabra y aquellos que usan el peso de la palabra (Cervantes pertenecería al sector liviano). Ya he citado la estupenda comparación zoológica de Isaiah Berlin, que divide a los autores entre zorros y erizos, entre itinerantes y enroscados sobre sí mismos. Juan José Millás propone otra ingeniosa clasificación animal y dice que los escritores pueden ser insectos o mamíferos. Para ser exactos, son las obras las que entran en estas categorías, y aunque los autores pertenezcan mayoritariamente a uno u otro registro, también pueden escribir ocasionalmente un libro del otro tipo; como, por ejemplo, Tolstoi, que era todo él un grandísimo elefante, pero que redactó La muerte de Iván Ilich, un pequeño y hermoso libro-insecto. Y a estas alturas supongo que ya va quedando claro a qué se refiere Millás con sus órdenes animales; son mamíferas aquellas novelas enormes, pesadas, potentes, con errores evolutivos que no sirven para nada (colas atrofiadas, absurdas muelas del juicio y cosas así) pero en conjunto grandiosas y magníficas; mientras que los insectos son aquellas creaciones exactas, perfectas, menudas, engañosamente sencillas, esenciales, en donde no sobra ni falta nunca nada. Y ofrece dos ejemplos: La metamorfosis de Kafka, que es evidentemente un escarabajo, y el Ulises de Joyce, que Millás elige como mamífero emblemático y que para mí es más bien un reptil, un cocodrilo rastrero que apenas si consigue levantarse sobre sus cuatro patas, porque es una novela que sólo me interesa, y no demasiado, como artefacto modernista.

Existen cientos de clasificaciones más, tantas que sería imposible enumerarlas todas. Yo también me he inventado mis propias categorías; una de ellas, por ejemplo, es la que divide a los escritores entre memoriosos y amnésicos. Los primeros son aquellos que están haciendo un constante alarde de su memoria; probablemente son seres nostálgicos de su pasado, es decir, de su infancia, que es el pasado primordial y originario; sea como fuere, los memoriosos comparten un estilo literario más bien descriptivo, reminiscente, lleno de muebles, objetos y escenarios cargados de significado para el autor y dibujados hasta el más mínimo detalle, porque se refieren a cosas reales pétreamente instaladas en el recuerdo: sillas taraceadas, jarrones venecianos, meriendas veraniegas en apacibles parques.

Los autores amnésicos, en cambio, no quieren o no pueden recordar; seguramente huyen de su propia infancia y su memoria es como una pizarra mal borrada, llena de chafarrinones incomprensibles; en sus libros hay pocas descripciones detallistas y suelen tener un estilo más seco, más cortante. Se concentran más en lo atmosférico, en las sensaciones, en la acción y la reacción, en lo metafórico y emblemático. Un autor obviamente memorioso es el gran Tolstoi (es un escritor tan monumental que puede servir como ejemplo de muchas cosas); un autor amnésico es el maravilloso Conrad de El corazón de las tinieblas, una novela que, pese a reproducir casi punto por punto una experiencia real del escritor, no tiene nada que ver con lo rememorativo y lo autobiográfico: cuando Conrad habla de la selva no está describiendo la selva del Congo Belga, sino La Selva como categoría absoluta, y ni siquiera eso, porque esa jungla enigmática y horriblemente ubérrima representa la oscuridad del mundo, la irracionalidad, el mal fascinante, la locura.

A mí me encantan ambos autores, pero si un día un efrit bondadoso me concediera el don del genio literario, escogería mil veces antes escribir como Conrad que como Tolstoi, probablemente porque me siento mucho más cerca de su manera de contemplar el mundo. Yo también soy una amnésica perdida; de lo que se deduce, supongo, que yo también estoy huyendo de mi infancia. Sea por esta razón, o porque simplemente tengo deterioradas las neuronas, lo cierto es que mi memoria es catastrófica, hasta el punto de que llego a asustarme de mis olvidos. Libros leídos, personas y situaciones que he conocido, películas vistas, datos que algún día aprendí, todo se confunde y se enreda por ahí dentro. De hecho, cuando transcurre cierto tiempo, pongamos veinte años, de algo que recuerdo, a veces me resulta difícil distinguir si lo he vivido, o lo he soñado, o lo he imaginado, o tal vez lo he escrito (lo cual indica, por otra parte, la fuerza de la fantasía: la vida imaginaria también es vida).

En Matar a Victor Hugo, el primer volumen de sus memorias, el periodista y poeta Iván Tubau cuenta que la muerte de Franco le pilló en el festival de cine de Benalmádena. El también periodista Juan Ignacio Francia aporreó la puerta de su habitación a las seis y media de la mañana; venía a comunicarle el fallecimiento del general y a reclamar la botella de champán que los amigos habían metido en la nevera de Tubau en previsión del acontecimiento. En el libro, Francia le dice al somnoliento Iván:

– Vamos a la playa a celebrarlo. Con Rosa Montero, que ya está lista. Y los dos sevillanos. Quedamos en recogerles en su apartamento, un poco más abajo en la ladera, ¿no? En tu dos caballos o en el Mehari de Rosa. Yo creo que cinco cabremos mejor en el Mehari.

Y Tubau continúa diciendo: «Nos fuimos a la playa los cinco en el Mehari de Rosa, nos fumamos unos porros, bebimos el champán, nos hicimos fotos con la cámara de uno de los sevillanos. Nunca volvimos a verlos. Ni vimos las fotos. Tal vez sea mejor así, pero a veces me pica la curiosidad. Creo que en una de las fotos Rosa y yo, o Ignacio y yo -en cualquiera de las hipótesis yo, mea culpa- levantamos el índice y el corazón haciendo la V de la victoria. Todavía me abochorno cada vez que lo pienso».

Estoy segura de que Iván Tubau está en lo cierto cuando cuenta todo esto (sin duda este hombre pertenece al género memorioso, qué tío), pero cuando lo leí me quedé horrorizada, porque yo no recordaba absolutamente nada. Sé que en el momento de la muerte de Franco yo estaba cubriendo el festival de Benalmádena para la revista Fotogramas; sé que el festival se interrumpió por duelo oficial un par de días; me acuerdo perfectamente de Juan Ignacio e Iván, dos tipos estupendos a los que por entonces veía bastante, y guardo incluso la vaga memoria de una feliz comida al sol con los amigos, en la terraza de algún chiringuito, devorando pescaditos fritos y disfrutando de una sensación de libertad y alivio, de emocionada y burbujeante expectativa. Pero de aquel viaje a la playa no queda el menor rastro en mi cabeza; no tengo ni idea de quiénes podían ser esos dos sevillanos ni era consciente de que me hubieran hecho fotos ese día. Y, sin embargo, y para mayor escalofrío, era una fecha única, una ocasión histórica. Estoy segura de que, mientras brindaba con champán junto al plácido mar, me decía a mí misma: «Esto no voy a olvidarlo jamás». Así se van perdiendo los días y la vida, en el despeñadero de la desmemoria. La muerte no sólo te espera al final del camino, sino que también te come por detrás.

En fin, como dice la famosa frase, «quienes se acuerdan de los años setenta es que no los han vivido». Creo que yo los viví bastante a fondo y quizá por eso los recuerdo tan mal. Aparte de esto, en ocasiones también recurro a una teoría personal probablemente peregrina pero consoladora: pienso que tal vez la imaginación compita contra la memoria para apoderarse del territorio cerebral. Puede que uno no tenga cabeza suficiente para ser al mismo tiempo memorioso y fantasioso. La loca de la casa, inquilina hacendosa, limpia los salones de recuerdos para estar más ancha.

Hace poco se me despertó un frenesí rememorativo. De pronto sentí la imperiosa necesidad de volver a ver la casa de mi infancia, ese piso modesto y alquilado en el que viví con mi familia desde los cinco años hasta los veintiuno, edad a la que me emancipé. Poco después, mis padres y Martina se mudaron. Otra gente llegó y vivió allí; yo no había vuelto a ver la casa en veinticinco años. Pero ahora necesitaba regresar; aunque el lugar estuviera muy cambiado, las paredes seguirían existiendo, así como el estrecho patio que yo contemplaba por la ventana de mi cuarto; y tal vez algún pedacito de mi antiguo yo flotara todavía por allí como el ectoplasma de un fantasma. De manera que escribí una carta dirigida a los «actuales inquilinos», porque lo ignoraba todo sobre los ocupantes; y explicaba que había vivido allí y que por favor me dejaran visitarles. Pocos días después recibí por e-mail la respuesta generosa y amable de los dueños del piso, José Ramón y Esperanza, y concerté una cita para acercarme a verles. Yo no sé qué esperaba encontrar: tal vez mi memoria perdida de redomada amnésica, tal vez mi ignorancia infantil o el oscuro silencio de la familia. Quedamos a mediodía; el portal estaba igual, incluso con las mismas cenefas pintadas en las paredes, pero el ascensor era nuevo: ya en mis tiempos era un cacharro viejo y a menudo roto. Subí en la pequeña caja del elevador, metálica y de color verde quirófano, y en efecto me sentí como si estuviera entrando en un hospital y me fueran a practicar alguna intervención menor: extirpar una reminiscencia, suturar un recuerdo. El piso, un séptimo y último, conservaba la estructura original, pero como es natural no tenía nada que ver con la casa de mi infancia. El suelo, antes de baldosas, era parquet; las viejas ventanas de madera habían sido sustituidas por marcos metálicos. El baño y la cocina eran bonitos y modernos, cuando en mi niñez habían sido tétricos y oscuros. Era una casa luminosa y feliz, la casa de otros, la vida de otros, el pasado de otros. José Ramón y Esperanza, una pareja de mi edad con dos hijas veinteañeras, fueron afectuosos, comprensivos, encantadores. Esperanza, con fina intuición, llegó a decir: «Deberíamos dejarla sola». Es verdad que yo les sentía como intrusos; esa casa era mía, porque era la casa de mi niñez. Daba igual que yo sólo hubiera vivido allí durante dieciséis años y ellos durante veinticinco; o que ellos la hubieran comprado y reformado, mientras que nosotros sólo la alquilamos. Cualquier consideración racional me parecía absurda: esa casa era MÍA. Y, al mismo tiempo, ¿qué le habían hecho estos advenedizos, dónde estaba mi viejo hogar, dónde estaba yo, qué nos había ocurrido? Intenté volver a meterme en mis antiguos ojos de niña para ver el mundo desde allí, pero no pude. El pasado no existe, por mucho que diga Marcel Proust. A punto ya de irme, después de haberme tomado unas cervezas con ellos y de haber charlado en esa sala ajena, Esperanza me dijo que, por debajo del parquet, se mantenían intactas las viejas baldosas. ¡El suelo original, con su cenefa geométrica bordeando las paredes! Ese dibujo había formado parte de muchos de mis juegos infantiles, había aparecido en una escena de mi novela Te trataré como a una reina y había sido el origen de otro libro, Temblor. Quedé impresionada e inmediatamente mi imaginación me escenificó una fantasía: yo regresando de noche de modo subrepticio y arrancando las tablas de madera hasta sacar a la luz lo único que quedaba de mi niñez: unas feas losetas de terrazo barato. Y esa ensoñación fue un verdadero alivio.

La novela es un artefacto temporal, como la misma vida. Ésta es otra de las características que unen la narrativa a la ciudad: ya se sabe que el concepto moderno del tiempo nació más o menos en el siglo XII con los primeros núcleos urbanos. La novela es una red para cazar el tiempo, como las redes que llevaba Nabokov para cazar mariposas; aunque, por desgracia, tanto los lepidópteros como los fragmentos de temporalidad mueren enseguida cuando son atrapados.

Algunos autores son verdaderamente geniales a la hora de capturar el frágil aleteo de lo temporal. Recuerdo, por ejemplo, esa obra maestra que es Espejo roto, de Mercé Rodoreda. La novela abarca sesenta o setenta años de la vida de una familia de la burguesía catalana; en el primer tercio del libro, uno de los personajes, todavía joven e inocente, contempla la calle a través de una ventana y advierte, de pasada, una pequeña imperfección en el cristal, una burbuja que deforma el vidrio, la mancha de azafrán que hace que esa ventana adquiera realidad. Muchos años y muchas páginas más tarde, el mismo personaje, tan envejecido como envilecido, vuelve a contemplar el mundo a través de otra ventana. Pero hete aquí que ese cristal también tiene una tara, también muestra una pequeña burbuja, que al protagonista le recuerda algo, aunque no sabe qué. ¿Dónde había visto él con anterioridad algo semejante? Se estruja la cabeza pero no consigue atraparlo, aunque la pompa de aire le inquieta y le estremece, le rememora paraísos perdidos, promesas traicionadas, felicidades rotas. Es un mensajero del pasado y viene cargado de dolor y de melancolía. Y lo más grande, lo más maravilloso, el truco admirable de esa delicada prestidigitadora que fue Rodoreda, es que el lector siente lo mismo que su personaje; también él rememora vagamente otra burbuja cristalina aparecida con anterioridad en la novela y, aunque no recuerda cuándo ni por qué, siente que estaba relacionada con un tiempo de dicha que ahora ha terminado. En consecuencia, también el lector experimenta la nostalgia infinita, la amarga tristeza de la pérdida.

Todos los escritores ambicionamos atrapar el tiempo, remansarlo siquiera unos momentos en una pequeña presa de castor construida con palabras; a veces te parece estar a punto de lograrlo; a veces el tiempo forma a tu alrededor un remolino y te permite contemplar un ancho y vertiginoso paisaje a través de los años. Recuerdo que sentí algo parecido, por ejemplo, leyendo Ermitaño en París, ese libro autobiográfico de Italo Calvino. Como ya he dicho, el volumen incluye el diario que Calvino escribió en 1959, a los treinta y dos años, durante su primer viaje a Estados Unidos. El viaje formaba parte de un programa cultural norteamericano titulado Young Creative Writers que se encargaba de llevar a Estados Unidos a los «jóvenes escritores creativos» de Europa. Los otros agraciados con la beca aquel año habían sido Claude Ollier, francés, treinta y siete años, representante del insoportable nouveau roman; Fernando Arrabal, español, veintisiete años, «bajito, con cara de niño, flequillo y barba en forma de collar», y Hugo Claus, belga flamenco, treinta y dos años. Además, había otro autor invitado, Günter Grass, alemán, treinta y dos años, pero no pasó el reconocimiento médico porque tenía tuberculosis y en aquel entonces no podía entrar nadie en Estados Unidos con el bacilo de Koch.

En su diario, Calvino describe a sus compañeros, a los que nadie o casi nadie conocía en esa época. De Ollier apenas dice nada, lo cual no me extraña. De Arrabal (me asombra comprobar que este hombre ha sido joven) anota que «es extremadamente agresivo, bromista de manera obsesiva y lúgubre y no se cansa de bombardearme a preguntas sobre cómo es posible que me interese la política y también sobre qué puede hacer con las mujeres». Y de Hugo Claus dice que «empezó a publicar a los diecinueve y desde entonces ha escrito una cantidad enorme de cosas, y para la nueva generación es el más famoso escritor, dramaturgo y poeta del área lingüística flamenco-holandesa. Él mismo dice que muchas de esas cosas no valen nada, pero es cualquier cosa menos estúpido y antipático, un hombretón rubio con una bellísima mujer actriz de revista».

Resulta muy curioso encontrarse con estas apariciones juveniles de personas a las que luego has tratado, tantos años más tarde. Con el tiempo, Arrabal se ha ido haciendo más pequeñito y más barbudo y ha establecido relaciones con la Virgen; en cuanto a Hugo Claus, sigue siendo un figurón, un perpetuo candidato al Premio Nobel. Le conocí hace algunos años, compartí una comida y algún acto literario con él, y ahora es un simpático y enérgico septuagenario de pelo blanco que sospecho que ha debido de coleccionar varias mujeres bellas. Pero lo más fascinante es que, durante la travesía en barco que les llevaba a Estados Unidos, se produjo el lanzamiento del primer sputnik; y Calvino cuenta de pasada que, a las cuatro horas del suceso, Hugo Claus ya había escrito una poesía sobre el satélite «que inmediatamente salió en primera plana en un diario belga». Pues bien, esa pequeña referencia fue para mí como la magdalena proustiana o la burbuja vítrea de Mercé Rodoreda: inmediatamente centré el periodo temporal y me introduje a mí misma en la memoria ajena. Porque uno de los más bellos recuerdos de mi infancia está datado entonces, en las Navidades de 1959. Yo tenía ocho años y aún estaba convaleciente de la tuberculosis, pero aquel día salí a la calle, envuelta en una bufanda y bien abrigada, porque era Nochebuena y cenábamos en casa de mi abuela. Subía por Reina Victoria de la mano de mi madre, con mi padre al lado y mi hermana Martina, cuando de repente nos detuvimos y nos pusimos a contemplar el cielo. Es decir, toda la calle se detuvo y miró para arriba. Era noche cerrada, una noche escarchada, quieta y cristalina, y el cielo estaba abarrotado de estrellas. De pronto, la mano de un hombre se levantó y un dedo señaló, y luego se levantaron otras manos, tal vez la de mi padre, tal vez incluso la mía; y todos los dedos señalaban lo mismo, una estrella más brillante que atravesaba el cielo, una estrellita redonda que corría y corría, sólo que no se trataba de una estrella sino de un satélite artificial, de algo maravilloso y monumental que los humanos habíamos hecho; y en ese mismo momento, mientras yo me derretía de embeleso contemplando esa magia y soñaba con viajar algún día en un sputnik, el joven Hugo Claus, al que luego de viejo conocería, escribía un poema sobre la estrella errante, y el joven Calvino, que ya ha muerto, escribía sobre el poema que Claus escribía, y el joven Günter Grass, tuberculoso como yo y deprimido por haber perdido su beca, seguramente contemplaba el satélite con ojos admirados, sin saber aún que algún día haría una gran novela sobre un enano (justamente un enano), y que ganaría el Nobel, y que llegaría por lo menos a los setenta y cinco años, que es la edad que ahora tiene, mientras escribo esto. Pero aquella noche de 1959 yo lo ignoraba todo, aquella noche simplemente miraba absorta el cielo junto con mis padres y mi hermana y otros dos millones de madrileños; y las estrellas derramaban sobre nosotros una luz probablemente fantasmal, la luz de estrellas muertas hace trillones de años y que aún nos llegaba palpitando a través del negro y frío espacio; esa misma luz que quizá seguirá pasando por aquí dentro de mucho tiempo, cuando nuestro Sol se haya apagado y la Tierra no sea sino un yerto pedrusco. Y esa luz impasible e imposible, que a su vez algún día también se extinguirá, llevará prendido, como un soplo, el reflejo infinitamente inapreciable de mi mirada.

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