Cuatro

Ayer me reservé el día entero para escribir. Y cuando digo escribir así, a secas, sin adjetivos, me estoy refiriendo a los textos míos, personales: cuentos, novelas, este libro. Como también soy periodista, escribo muchas otras cosas; en realidad, me paso el día amarrada a la pantalla del ordenador, como galeota encadenada al remo. Pero el periodismo pertenece a mi ser social, al contrario de la narrativa, que es una actividad íntima y esencial. Cuando hago periodismo, por lo tanto, estoy trabajando. Nunca hubiera dicho: «Ayer me reservé el día entero para escribir» si hubiera tenido en mente hacer una entrevista o un artículo.

El caso es que ayer pensaba dedicar el día a La loca de la casa, y me relamía de sólo imaginar el montón de horas que iba a poder emplear en ello. Me senté al ordenador a eso de las diez de la mañana, sin citas para la hora del almuerzo, sin citas para la hora de la cena, sin tener que hacer ningún recado ni ir a ningún sitio, en lo alto de una jornada larga y limpia, perfecta para dedicarla a la escritura. Encendí la pantalla. Me acomodé bien en la silla. De pronto se me ocurrió que hacía por lo menos un par de meses que no contestaba las cartas recibidas en mi página web, y abrí la carpeta en donde las guardo para echarles un ojo. Eran muchas, muchísimas. Empecé a responderlas. Pasaron las horas. Me detuve apenas veinte minutos para comer algo. Retomé la tarea. Terminé de contestar el correo a eso de las ocho de la noche, reventada, con dolor de cabeza y el cuello agarrotado de tanto teclear. Telefoneé a Carmen García Mallo, una de mis mejores amigas, con el ánimo sombrío y furibundo:

– Hoy quería escribir, tenía todo el día para escribir, y lo he tirado por la borda contestando e-mails.

– ¿Por qué?

– No sé. A veces evitas ponerte a trabajar. Es una cosa extraña.

– ¿Por pereza?

– No, no.

– ¿Por qué?

– Por miedo.

No se lo supe explicar, pero anoche, en la indefensión extrema de la noche, en la claridad alucinada de la noche, mientras daba vueltas en la cama, comprendí exactamente lo que quería decir. Por miedo a todo lo que dejas sin escribir una vez que pasas a la acción. Por miedo a concretar la idea, a encarcelarla, a deteriorarla, a mutilarla. Mientras se mantienen en el rutilante limbo de lo imaginario, mientras son sólo ideas y proyectos, tus libros son absolutamente maravillosos, los mejores libros que jamás nadie ha escrito. Y es luego, cuando vas clavándolos en la realidad palabra a palabra, como Nabokov clavaba a sus pobres mariposas sobre el corcho, cuando los conviertes en cosas inevitablemente muertas, en insectos crucificados, por más que los recubra un triste polvo de oro.

Hay días en los que esa derrota de la realidad te importa menos. De hecho, hay días en los que te sientes tan inspirada, tan repleta de palabras y de imágenes, que escribes con una sensación total de ingravidez, escribes como quien sobrevuela el horizonte, sorprendiéndote a ti misma con lo escrito: ¿pero yo sabía esto? ¿Cómo he sido capaz de redactar este párrafo? A veces sucede que estás escribiendo muy por encima de tu capacidad, estás escribiendo mejor de lo que sabes escribir. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro. Escribir, en esos extraños raptos de ligereza, es como bailar con alguien un vals muy complicado y bailarlo perfecto. Giras y giras en brazos de tu pareja, trenzando intrincados y hermosísimos pasos con los pies alados; y resuena la música de las palabras en tus oídos, y el mundo alrededor es un chisporroteo de arañas de cristal y candelabros de plata, de sedas relucientes y zapatos lustrosos, el mundo es una vorágine de brillos y tu baile está rozando la más completa belleza, una vuelta y otra y continúas sin romper el compás, es prodigioso, con lo mucho que temes perder el ritmo, pisar a tu pareja, ser una vez más torpe y humana; pero logras seguir un paso más, y otro y tal vez otro, volando entre los brazos de tu propia escritura.

He dicho que en los momentos de gracia procuras sobre todo no pensar porque, en efecto, el pensamiento racional y la conciencia del yo destrozan la creatividad, que es una fuerza que debe fluir tan libre como el agua y abrir sus propios caminos, sin que en ello intervengan ni el conocimiento ni la voluntad. En su interesante discurso de ingreso en la Academia de la Lengua, la historiadora Carmen Iglesias contó una pequeña fábula que refleja a la perfección ese carácter inconsciente y autónomo que posee el impulso creativo. Una cucaracha mala y envidiosa, irritada porque el ciempiés tenía muchas más patas que ella, le dijo un día al miriápodo con lisonja malévola: «Qué maravillosa gracia posees al caminar, qué increíble coordinación, no sé cómo consigues moverte tan sinuosa y fácilmente con todas esas patas que tienes, ¿me podrías explicar cómo lo haces?». El ciempiés, halagado, se estudió a sí mismo y luego le detalló de buena gana el procedimiento: «Es muy fácil; no hay más que mover hacia delante las cincuenta patas del costado derecho mientras que mueves hacia atrás, sincronizadamente, las cincuenta patas del costado izquierdo, y viceversa». La cucaracha fingió admirarse: «¡Qué formidable! ¿Podrías hacerme una demostración?». Y el ciempiés no fue capaz de moverse nunca más.

El arte está alumbrado por esa misma gracia ciega que hacía caminar al pobre insecto. Es un don al que Rudyard Kipling llama su daimon, su demonio, aunque se trata de uno de esos demonios grecorromanos o védicos que son genios tutelares, espíritus intermediarios de los humanos con el más allá; y aconseja a los jóvenes escritores: «Cuando vuestro daimon lleve el timón, no tratéis de pensar conscientemente. Id a la deriva, esperad y obedeced». Como es evidente, también Kipling bailaba el vals furiosamente de cuando en cuando.

Y eso es lo que te da miedo, eso es lo que te aterra: ponerte a escribir y no poder encontrarte con tu daimon, que esté dormido, que se haya ido de viaje, que esté enfadado contigo, que no tenga ganas de sacarte a bailar. Temes no volverte a mover, como el ciempiés. En ocasiones trabajas durante días y días, durante semanas, quizá durante meses, en la aridez de la escritura como oficio, sin conseguir ni siquiera un pequeño zapateado, sin poder estremecerte ni una sola vez por la presencia intuida de lo hermoso. En esas épocas amargas te tienes que arrastrar jornada tras jornada hasta el ordenador, te llevas a ti misma agarrada por el pescuezo como quien transporta a un gatito fuera de casa; y es en esos momentos cuando sientes que te estás ganando el cielo de la obra terminada, porque desde luego estás atravesando el purgatorio.

Con todo, el miedo mayor no es al propio malestar, ni al agobio de pasarte día tras día sin poder disfrutar de tu trabajo. Lo que de verdad te espanta es el resultado de ese trabajo, esto es, escribir palabras pero palabras malas, textos inferiores a tu propia capacidad. Temes machacar tu idea redactándola de una manera mediocre. Por supuesto que luego puedes y debes reescribirla, y enmendar los fallos más evidentes e incluso tirar partes enteras de una novela y volver a empezar. Pero una vez que has acotado tu idea con palabras la has manchado, la has hecho descender a la tosca realidad, y es muy difícil volver a tener la misma libertad creativa que antes, cuando todo volaba por los aires. Una idea escrita es una idea herida y esclavizada a una cierta forma material; por eso da tanto miedo sentarse a trabajar, porque es algo de algún modo irreversible.

Una de las experiencias más hermosas que jamás he vivido ocurrió en la Costa Oeste de Canadá, cerca de Victoria. Fue a principios de un mes de septiembre, hará más de diez años. Un par de alemanes, Pablo y yo nos subimos a una pequeña Zodiac con capacidad para seis personas y salimos al Pacífico a otear ballenas. Es una actividad turística que se ha hecho famosa en esas aguas, y al parecer últimamente el mar está tan atiborrado de gente que los cetáceos apenas si se arriman a la costa. Por entonces, sin embargo, estábamos solos. Navegamos durante cierto tiempo hasta colocarnos entre unos islotes; allí el encargado apagó el motor y nos quedamos quietos, mecidos como bebés por un mar manso. Era una mañana tibia y luminosa, los islotes brillaban de verdor en el horizonte y el silencio se posaba sobre nuestros hombros como un velo, magnificado por el lamido del agua contra la Zodiac o el pasajero chillido de una gaviota. Estuvimos así, sin movernos y sin decir palabra, durante más de quince interminables minutos. Y, de pronto, sin ningún aviso, sucedió. Un estampido aterrador agitó el mar a nuestro lado: era un chorro de agua, el chorro de una ballena, poderoso, enorme, espumeante, una tromba que nos empapó y que hizo hervir el Pacífico a nuestro alrededor. Y el ruido, ese sonido increíble, ese bramido primordial, una respiración oceánica, el aliento del mundo. Esa sensación fue la primera: ensordecedora, cegadora; e inmediatamente después emergió la ballena. Era una humpback, una corcovada, una de las más grandes; y empezó a salir a la superficie a nuestro mismo lado, apenas a dos metros de la borda, porque los cetáceos son seres curiosos y quieren investigar a los extraños. Y así, primero emergió el morro, que enseguida volvió a meter debajo del agua; y luego fue deslizándose todo lo demás, en una onda inmensa, en un colosal arco de carne sobre la superficie, carne y más carne, brillante y oscura, gomosa y al mismo tiempo pétrea, y en un momento determinado pasó el ojo, un ojo redondo e inteligente que se clavó en nosotros, una mirada intensa desde el abismo; y después de ese ojo conmovedor aún siguió pasando mucha ballena, un musculoso muro erizado de crustáceos y de barbudas algas, y al final, cuando ya estábamos sin aliento ante la enormidad del animal, alzó en todo lo alto la gigantesca cola y la hundió con elegante lentitud en vertical; y en todo este desplazamiento de su tremendo cuerpo no levantó ni la más pequeña ola, no produjo la menor salpicadura, no hizo ningún ruido más allá del suave siseo de su carne monumental acariciando el agua. Cuando desapareció, inmediatamente después de haberse sumergido, fue como si nunca hubiera estado.

El peruano Julio Ramón Ribeyro dice que en ocasiones el escritor tiene la sensación de que se le han perdido sus mejores obras: «Leyendo hace poco a Cervantes pasó por mí un soplo que no tuve tiempo de captar (¿por qué? Alguien me interrumpió, sonó el teléfono, no sé) desgraciadamente, pues recuerdo que me sentí impulsado a comenzar algo… Luego todo se disolvió. Guardamos todos un libro, tal vez un gran libro, pero que en el tumulto de nuestra vida interior rara vez emerge o lo hace tan rápidamente que no tenemos tiempo de arponearlo». Me gusta esta frase porque siempre he pensado que, en efecto, la visión de la obra tiene mucho que ver con la visión entrecortada, hipnotizante y casi aniquilante, por lo hermosa, de aquella ballena del Pacífico. Con la escritura es lo mismo: a menudo intuyes que al otro lado de la punta de tus dedos está el secreto del universo, una catarata de palabras perfectas, la obra esencial que da sentido a todo. Te encuentras en el umbral mismo de la creación, y en tu cabeza se te disparan tramas admirables, novelas inmensas, ballenas grandiosas que sólo te enseñan el relámpago de su lomo mojado, mejor dicho, sólo fragmentos de ese lomo, retazos de esa ballena, pizcas de belleza que te dejan intuir la belleza insoportable del animal entero; pero luego, antes de que hayas tenido tiempo de hacer nada, antes de haber sido capaz de calcular su volumen y su forma, antes de haber podido comprender el sentido de su mirada taladradora, la prodigiosa bestia se sumerge y el mundo queda quieto y sordo y tan vacío.

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