Capítulo 21

Sano se quedó inmóvil hasta que oyó a Hoshina hablar con sus hombres y a Kozawa, que los acompañaba a la salida. Luego apoyó los codos en el escritorio y se cogió la cabeza entre las manos. Se diría que nada podía empeorar más.

Una puerta camuflada por un mural pintado se abrió deslizándose con un sonido leve y furtivo. Sano alzó la vista y vio a Reiko plantada en el pasadizo que conducía a sus dependencias privadas. Con expresión solemne, se acercó a su marido con paso cauto.

– He oído al comisario Hoshina. -Al llegar ante Sano, juntó las manos en gesto de penitencia-. Lamento haberte causado tantos problemas.

Sano no podía evitar arrepentirse de haberle consentido ir al poblado hinin, pero no podía culparla por haber hecho el caldo gordo a Hoshina sin querer. Parecía tan hundida que no tenía coraje para enfadarse con ella. Además, él le había dado pleno consentimiento para su investigación.

– No importa. -Se puso en pie y le cogió las manos-. No es culpa tuya.

– Pero me avisaste de que lo que hiciera podía dejarte en mal lugar -objetó Reiko, todavía alterada-. Yo no te creí, y debería haberlo hecho. Ojalá nunca hubiera oído hablar de Yugao.

Lo mismo pensaba Sano, pero dijo:

– Tu comportamiento ha sido sólo un factor más en mis problemas. Sin ti, Hoshina habría encontrado otra arma que usar contra mí.

– Ha mencionado a Masahiro. Sonaba como una amenaza. ¿De verdad haría daño a nuestro hijo? -Reiko era la viva imagen del miedo.

– No mientras yo viva -la tranquilizó Sano.

No le dijo lo que podía pasar si lo desterraban. La familia de un samurái derrotado se consideraba un peligro para el vencedor. Reiko probablemente sobreviviría porque Hoshina no vería como un peligro a una mujer; pero un hijo podía crecer para vengar las injusticias cometidas contra su padre. Hoshina jamás dejaría que Masahiro viviera tanto. Aun así, la muerte no era el único destino que Sano temía para Masahiro. Los hombres poderosos utilizaban y maltrataban, sexualmente y de otras maneras, a los niños sin protector. El hijo de Yanagisawa, Yoritomo, había tenido suerte al convertirse en propiedad exclusiva del sogún tras la pérdida de su padre. Sano no soportaba pensar, y mucho menos contarle a Reiko, los padecimientos que Hoshina causaría a Masahiro. Sólo podía hacer cuanto estuviera en su mano por salir vencedor y confiar en que ella no proporcionara a Hoshina más munición.

– ¿Cómo ha ido hoy tu investigación? -preguntó-. ¿Está casi terminada?

Reiko oyó en la voz de Sano la esperanza de que su investigación terminase antes de poder causar más daños. Sabía que su marido temía por la seguridad de ella, Masahiro, sus familias, sus amigos y los vasallos que dependían de ellos. Todos sufrirían si Sano era exiliado, al igual que los ciudadanos de Japón, si el egoísta, corrupto y temerario Hoshina se convertía en el brazo derecho del sogún. Reiko seguía horrorizada por las consecuencias de su afán por descubrir la verdad y servir a la justicia, y estaba ansiosa por tranquilizar a Sano.

– He descubierto lo suficiente para convencerme de que Yugao es culpable -explicó-. Mi padre la declarará culpable y la condenará mañana. No tengo previsto indagar más por la ciudad.

– Me alegro de oírlo -dijo Sano.

Parecía tan aliviado que Reiko no pudo decirle que opinaba que descubrir el móvil de Yugao era lo bastante importante para justificar la prolongación de sus pesquisas. El no confiaría en su intuición, no en un momento como ése. Y no estaba segura de que dejar sin resolver los secretos de Yugao fuera mayor peligro que el que suponía Hoshina. En adelante tenía que erigirse en un modelo impecable de comportamiento. Si quería descubrir la verdad sobre Yugao, debía esperar a que los problemas de Sano amainasen.

– Bueno -dijo su marido, soltándole las manos-, he de volver al trabajo.

Un bostezo involuntario le abrió tanto la boca que le crujió la mandíbula. Reiko observó con inquietud que tenía los ojos vidriosos de cansancio.

– Ven a descansar un poco primero.

– No tengo tiempo. Además de empezar de cero mi investigación, tengo que idear un modo de desbaratar el complot de Hoshina.

– Pero anoche no dormiste nada. Tienes que conservar las fuerzas. Por lo menos echa una cabezadita -le instó Reiko-. Después podrás pensar más claro.

Sano, vaciló antes de responder:

– A lo mejor tienes razón.

Luego permitió que lo llevara al dormitorio.


Sano abrió los ojos de golpe al despertar de un profundo sueño a una conciencia instantánea. Yacía de lado en la cama. La habitación estaba a oscuras salvo por el leve resplandor de la luna a través de la ventana. En el silencio de la casa oyó el canto de los grillos y el croar de las ranas en el jardín. Apenas distinguía a Reiko durmiendo bajo la colcha a su lado. Su respiración rítmica y pausada siseaba quedamente. Se dio cuenta de que su cabezadita había durado mucho más de lo previsto. La casa entera se había acostado; debía de ser cerca de medianoche. Sin embargo, en pleno abatimiento por las horas perdidas para el trabajo, un extraño hormigueo lo dejó helado. Sus instintos samuráis emitían una advertencia.

Había alguien en la habitación.

Se quedó completamente inmóvil, fingiendo dormir, temeroso de moverse. Detectó un leve olor humano desconocido y oyó un aliento que no procedía de él o su esposa. Notó en la piel unas corrientes de aire apenas perceptibles. Se arremolinaban en torno a una forma sólida que acechaba a su espalda. De ella emanaba un calor viviente. Visualizó a un hombre inclinado sobre él. Y supo que el intruso tenía malas intenciones.

Esos pensamientos y sensaciones ocuparon un mero instante. En un solo movimiento veloz, se volvió, agarró la espada que guardaba al lado de la cama y lanzó un mandoble. El intruso se apartó de un salto justo a tiempo de evitar el filo. Sano oyó un golpetazo cuando el desconocido cayó al suelo, y luego un frenético arrastrarse a través del dormitorio. Reiko se incorporó de súbito a su lado.

– ¿Qué es ese ruido? -exclamó.

Sano ya salía disparado de la cama, con la espada en alto y el camisón enredándosele en las piernas.

– ¡Hay un intruso! -gritó-. ¡Llama a los guardias!

Sano bloqueó la puerta. El intruso cargó contra el panel corredero que formaba una pared de la habitación. Lo atravesó limpiamente, rasgando el papel y astillando la celosía. Salió dando tumbos al pasillo. Sano oyó que Reiko pedía ayuda a voces mientras saltaba por el agujero irregular perforado por el intruso. Habían dejado abiertas las puertas exteriores del otro lado del pasillo para que entrara aire fresco. Sano salió precipitadamente a la galería que daba al jardín. La oscuridad era tan densa bajo sus muchos árboles que no distinguió nada. Sin embargo, oyó un crujido de pasos veloces en los senderos de grava y un roce entre los arbustos.

Dos guardias con linternas aparecieron a su lado. Señaló en la dirección del sonido.

– ¡Por ahí!

Los guardias se abalanzaron por los escalones con Sano pegado a sus talones. Barrieron el jardín con sus linternas. Más allá de las rocas y los arriates de flores, Sano divisó un movimiento en la oscuridad próxima a un ala lejana de la mansión.

– ¡Allí!

Él y sus hombres salieron corriendo, pero perdieron de vista al intruso. Entonces Sano oyó un rumor que ascendía por encima del nivel del suelo. Alzó la vista sin dejar de correr y vio formarse un bulto oscuro sobre el alero inclinado del edificio.

– ¡Está en el tejado! -gritó.

El bulto se convirtió en una forma humana que desapareció con celeridad mientras Sano llegaba al edifico. Los guardias soltaron las linternas, se encaramaron al pasamanos de la galería, treparon por los pilares y subieron al tejado. Sano se guardó la espada en la faja y los siguió. El enorme techo se extendía ante él como un mar de tejas que conectaba las diversas alas de la casa, con las redondeadas crestas de sus olas congeladas y relucientes al claro de luna. Vio deslizarse al intruso, rápido y con paso seguro, por encima de los aleros y caballetes. Los guardias, en su persecución, resbalaban, tropezaban y se caían. Sano avanzaba en pos de ellos pesadamente. Los cantos rugosos de las tejas se le clavaban en los pies. El intruso coronó un tejado en la distancia.

Por delante de Sano se elevaba una atalaya del muro que rodeaba el complejo. Los centinelas se asomaron por las ventanas con las linternas en alto para ver a qué se debía el escándalo. Sano señaló y gritó:

– ¡Hay un intruso en el tejado! ¡Atrapadlo!

Los centinelas dispararon flechas por las ventanas. La noche se llenó del silbido de los proyectiles y su tableteo al estrellarse contra las tejas. Sano oteó frenéticamente los tejados, pero no vio señal del intruso. Los guardias se unieron a él, jadeantes y sin aliento.

– Ha huido -dijo uno.

– Debe de haber salido del complejo saltando el muro -añadió el otro.

– Por lo menos no le ha hecho daño a nadie, ¿o sí? -preguntó el primero, que era el capitán de la patrulla nocturna de Sano.

Una idea petrificó a Sano cuando recordó su despertar en la oscuridad con el intruso cerca. Un pavor frío le invadió el corazón.

– Quiero a ese intruso. Llamad al oficial al mando de la defensa del castillo. Decidle que quiero a todos los guardias despiertos y buscando, ahora mismo.

– Lo atraparemos -le aseguró el capitán de la patrulla nocturna mientras salía disparado a cumplir las órdenes-. No podrá salir del castillo.

Sin embargo, una noche entera de búsqueda, a cargo de cientos de soldados que exploraron hasta el último rincón del castillo, fue incapaz de dar con el intruso. Sano, que había esperado en el cuartel de la guardia, volvió a su casa con paso cansino al amanecer. Reiko lo esperaba a la puerta de la mansión. Su expresión de animada anticipación desapareció al leer el rostro de Sano.

– ¿Ha escapado? -preguntó.

– Como por arte de magia. -El pavor que se había multiplicado dentro de Sano durante la larga noche lo poseía como un espíritu maligno. Si hablaba de ello, el autocontrol que había mantenido delante de sus hombres se resquebrajaría y perdería la compostura. Pasó por delante de Reiko a toda prisa y entró en la casa-. No sé cómo lo ha hecho, pero a estas alturas podría estar en cualquier parte de la ciudad.

– ¿Quién crees que es? -dijo Reiko, siguiéndolo.

– No puedo ponerle nombre -respondió Sano mientras cruzaba a zancadas el pasillo que llevaba a sus aposentos privados-, pero ¿quién iba a acercarse a escondidas y atacar a un alto cargo del nuevo régimen del caballero Matsudaira?

– ¿El asesino que mató al jefe de la metsuke y esos otros hombres? -dijo Reiko, sin aliento por la sorpresa además de por el esfuerzo de seguir el paso de Sano-. ¿Crees que pretendía matarte?

– Lo sé. -Aun en ese momento sentía la mortífera determinación del asesino como un veneno en la sangre. Rogó que el recuerdo fuera lo único que le había dejado el criminal.

– ¿Significa que es alguien de dentro del régimen?

– Tal vez. Eso explicaría cómo ha entrado en el castillo.

– ¿Por qué caminas tan rápido? -preguntó Reiko mientras se cruzaban a toda prisa con los criados que pululaban por el pasillo.

Sano irrumpió en su dormitorio.

– Enciende todas las linternas -le dijo a Reiko.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó ella, desconcertada.

– ¡Por una vez en tu vida, haz lo que te digo sin discutir! -se impacientó Sano.

Reiko se quedó boquiabierta, pero obedeció. Las linternas inundaron la habitación de luz cálida y humeante. Sano abrió de par en par el armario, sacó un espejo y se miró la cara tensa y angustiada. Dejó el espejo y se desnudó. Extendió los brazos, girándolos mientras escudriñaba hasta el último detalle de su piel, de los hombros a los dedos. Luego se examinó el torso, las piernas y los pies.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Reiko.

Sano se puso de espaldas a ella e inquirió:

– ¿Me ves alguna marca?

– ¿Una marca? -Le pasó las manos por la piel-. No -respondió, más perpleja todavía-. ¿Qué…?

Pero claro, era demasiado pronto para que la señal se viera. Al volverse hacia Reiko, Sano vio la comprensión horrorizada en sus ojos. Su mujer se llevó la mano a la garganta.

– Dioses misericordiosos -susurró-. ¿Te ha tocado?

Se miraron a los ojos, paralizados por el terror a que se convirtiera en la sexta víctima del dim-mak.

– No lo sé, pero creo que sí. Creo que eso es lo que me despertó.

– ¡No! -Reiko lo agarró de las manos, desesperada-. Tienes que estar equivocado. No sientes nada raro, ¿verdad?

Sano sacudió la cabeza.

– Pero no creo que los demás lo sintieran, tampoco. -Visualizó al intruso inclinado sobre él mientras dormía, estirando una mano sigilosa hacia él. Sentía en todo el cuerpo el hormigueo de la sensación del toque fatal. ¿Era su imaginación o la realidad?-. No sabían que les pasaba nada malo, hasta que…

Con la voz entrecortada, Reiko dijo:

– ¡Voy a llamar a un médico!

– No serviría de nada. Si he recibido un toque de la muerte, el daño ya está hecho. Ningún tratamiento podría salvarme.

Los ojos de Reiko se poblaron de lágrimas.

– ¿Qué vamos a hacer?

Que el destino pudiera empeorar tan de repente, en un simple instante, resultaba incomprensible. Si el asesino lo había tocado, podía ser su fin aun antes de que Matsudaira lo castigara por no atrapar al asesino o Hoshina acabara con él. La idea de ver su vida segada de cuajo, de dejar a su amada esposa e hijo, lo destrozaba. Tenía poco consuelo que ofrecer a Reiko.

– No hay nada que podamos hacer ahora -dijo-, salvo esperar dos días y ver qué pasa.

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