Capítulo 23

Pasaba del mediodía, y el sol había evaporado la niebla, cuando Reiko salió del poblado hinin tras buscar a Yugao. Nadie había visto allí a la mujer desde su detención. Desanimada pero resuelta, fue al distrito del ocio de Riogoku Hirokoji.

Escoltada por el teniente Asukai y sus demás guardias, avanzó por la bulliciosa y abarrotada avenida. Pensó en el comisario Hoshina y miró hacia atrás para ver si alguien la seguía. Mientras dudaba a quién preguntar primero por Yugao, el viento sacudió las linternas de los tenderetes. Las borlas desprendidas de una armadura durante una pelea trazaban remolinos por el suelo con el polvo. Una masa de nubes de tormenta se extendió por el cielo como tinta sobre papel mojado. Una lluvia cálida se abatió sobre Reiko. Ella, sus escoltas y los centenares de transeúntes corrieron a cobijarse bajo los aleros de los puestos. El viento barría la lluvia en láminas que empaparon la avenida vacía; se formaron charcos. El puesto en el que se habían resguardado Reiko y sus guardias ofrecía juguetes baratos como premio por lanzar bolas por una rampa y colarlas en agujeros. Sólo una persona más había hallado cobijo allí: un hombre, y el mono que llevaba atado con una correa.

El mono lanzó un grito a Reiko. Llevaba armadura, casco y espadas en miniatura. Los guardias rieron. El mono la sorprendió tanto que apenas reparó en el amo hasta que éste dijo:

– Disculpad los malos modales de mi amigo.

En ese momento Reiko vio que era tan llamativo como su acompañante. No era más alto que ella, con una mata de pelo crespo y enmarañado, así como un profuso vello corporal. Unos ojos como cuentas devolvieron la mirada estupefacta de Reiko; unos dientes afilados sonrieron por debajo de su bigote. Para mayor asombro, lo reconoció.

– ¿Eres el Rata? -preguntó.

– El mismo. A vuestro servicio, bella dama.

– Tenemos un conocido mutuo -dijo Reiko-. Se llama Hirata, y es el sosakan-sama del sogún. -Hirata le había contado que el Rata procedía de la norteña isla de Hokkaido, famosa por el hirsuto vello corporal de sus nativos. Mercadeaba con la información que recogía en sus viajes a lo largo y ancho de Japón en busca de nuevos monstruos para su espectáculo en el distrito del ocio del otro lado del río, y era confidente de Hirata.

– Ah, sí -dijo el Rata. Hablaba con un extraño y rústico acento bronco-. Oí que habían herido a Hirata-san en una pelea. ¿Cómo está?

– Mejor -respondió Reiko.

Sus guardias intentaron acariciar al mono, pero este desenvainó su minúscula espada y los atacó. Retrocedieron entre carcajadas. El Rata examinó a Reiko con curiosidad.

– ¿Quién sois? -Ella recordó que debía ser discreta, pero antes de que acertara a inventarse una identidad falsa, él la señaló con un dedo peludo-. No me lo digáis. Tenéis que ser la dama Reiko, la mujer del chambelán.

– ¿Cómo lo has sabido?

– El Rata conoce gente -repuso él con una mirada sagaz.

– Por favor, no le cuentes a nadie que me has visto aquí.

El Rata le guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

– Yo no cuento nada sobre mis amigos, y cualquier amigo de Hirata-san es amigo mío. ¿Qué hace una distinguida dama como vos por aquí?

Reiko se animó.

– Estoy buscando a alguien. A lo mejor puedes ayudarme.

– Me encantaría; y, por ser vos, renunciaré a mis habituales honorarios. ¿De quién se trata?

– De una mujer llamada Yugao. Escapó ayer de la cárcel de Edo. -Reiko la describió-. ¿La has visto?

El Rata sacudió la cabeza.

– Lo siento. Pero mantendré los ojos abiertos. -El mono chilló y blandió su espada hacia los guardias de Reiko, que habían desenvainado las suyas y libraban contra él una batalla de mentirijillas-. ¡Eh, no le hagáis daño! -dijo el Rata, y le preguntó a Reiko-: ¿Por qué encarcelaron a Yugao?

– Mató a su familia. Los apuñaló.

La expresión del hombre se animó de interés.

– Me sorprende no haber oído nada. ¿Dónde pasó?

– En el poblado hinin.

– Ah. -El interés del Rata se esfumó, como si los crímenes entre hinin fueran rutinarios e irrelevantes-. ¿Por qué busca la esposa del chambelán a una paria fugada?

Antes que explicarle la triste historia, Reiko prefirió decir:

– Mi padre me ha pedido que la encontrara. Es el magistrado que la juzgó por los asesinatos.

El Rata enarcó sus pobladas cejas, insinuando que quería más explicaciones. Reiko no añadió nada. El mono atizó al teniente Asukai en la pierna con su espada. El agredido lanzó un grito de dolor y sus camaradas se deshicieron en carcajadas.

– Os lo merecéis, por incordiar a un pobre animalito -gruñó el Rata; luego dijo-: La ley se mueve por caminos extraños, ¿y quién soy yo para cuestionarla? Pero, ya que tengo el privilegio de hablar con la hija del magistrado, tal vez sabréis decirme si esos otros asesinatos llegaron a esclarecerse.

– ¿Qué otros asesinatos? -preguntó Reiko, impaciente porque dejara de llover para continuar con su búsqueda. Su pensamiento derivó hacia Sano, y el miedo la atenazó. ¿Haría efecto el toque de la muerte antes de que pasaran dos días?

– Los que se produjeron aquí, hará unos seis años. Apuñalaron a tres hombres en cuestión de unos meses.

La atención de Reiko volvió de golpe a su interlocutor.

– ¿Qué? ¿Quiénes eran?

– Soldados Tokugawa. Muchos vienen aquí a divertirse cuando están de permiso.

– ¿Cómo sucedió?

– Al parecer, se emborracharon en salones de té y salieron a los callejones a hacer pis. Los encontraron muertos en un charco de sangre.

Una inquietante sensación recorrió a Reiko. Los asesinatos se habían producido cuando Yugao vivía en el distrito, y las víctimas también habían sido apuñaladas.

– ¿Nunca atraparon al asesino?

– No que yo sepa. Lo último que oí fue que la policía decidió que los había matado un bandido errante. En los cuerpos no hallaron sus bolsas de dinero.

Debía de ser una coincidencia que Yugao y los apuñalamientos se ubicaran en la misma zona durante el mismo período. Los bandidos a menudo mataban para robar. Además, ¿cómo podía una joven asesinar a samuráis fuertes y armados? Con todo, Reiko no se fiaba de las coincidencias.

La lluvia amainó, pero el cielo siguió encapotado. La gente salió en tropel de los puestos a la avenida mojada.

– Ha sido un placer hablar con vos -dijo el Rata-. Si me llega alguna noticia de vuestra prisionera fugada, mandaré un mensaje. -Tiró de la correa de su mono y dijo a los guardias-: Se acabó la diversión.

Reiko pasó una hora interrogando a gente en el distrito del ocio, pero nadie había visto a Yugao. Al parecer era demasiado lista para ir a un sitio donde era probable que la policía la buscara. Aun así, podría haberlo hecho por no tener otro lugar adonde ir. Reiko amplió su búsqueda a los barrios vecinos y al final se encontró en una familiar calle de casas de vecindad y comercios. Vio un salón de té que reconoció. La camarera con la que había hablado el día anterior estaba apoyada en el mismo pilar.

– Vaya, mira quién ha vuelto -dijo la moza, y tendió la mano con la palma hacia arriba-. Me debéis dinero. He descubierto dónde está la tal Tama.


Los porteadores de Reiko posaron su palanquín en un enclave del distrito comercial de Nihonbashi. Lloviznaba sobre unas mansiones de dos pisos; pinos y arces rojos crecían en los espaciosos jardines ocultos tras cercas de bambú. Las calles estaban tranquilas y despobladas, alejadas del ajetreo del comercio presente a dos manzanas de distancia.

– Resulta que vino un antiguo cliente y contó que el padre de Tama se había matado con la bebida y que la hija se quedó sin una moneda para comer -le había contado a Reiko la camarera del salón de té-. Fue a trabajar de criada a casa de un prestamista rico.

Las señas que le había dado la camarera habían conducido a Reiko hasta allí. A lo mejor Tama la ayudaba a localizar a Yugao además de arrojar luz sobre los asesinatos. Miró por la ventanilla del palanquín mientras el teniente Asukai desmontaba, se acercaba a la mansión más grande de la calle y llamaba a la puerta. La abrió un criado.

– Quiero ver a Tama -dijo el teniente Asukai-. Hazla salir.

Al poco apareció una mujer. Tama era tan menuda que parecía una niña, aunque Reiko sabía que debía de tener la edad aproximada de Yugao, más de veinte. Llevaba un sencillo quimono añil, y el pelo recogido bajo un pañuelo de tela blanca. Tenía una cara suave y rechoncha, como de muñeca. Al contemplar a Asukai y los demás guardias, el miedo ensanchó sus ojos inocentes. El soldado la condujo hasta el palanquín de Reiko.

– Hola, Tama-san. Me llamo Reiko. Soy hija del magistrado Ueda, y me gustaría hablar contigo. -Abrió la puerta-. Entra y no te mojarás. -Sintió un impulso de proteger a Tama, que parecía demasiado dulce e indefensa para sobrevivir en el mundo.

La chica obedeció dócilmente. Dentro del palanquín, miró alrededor como si se hallara en otro planeta. Reiko pensó que probablemente nunca había subido a uno: las criadas iban a pie. Se arrodilló a un lado de Reiko y escondió las manos en las mangas.

– No tengas miedo -dijo Reiko-. No voy a hacerte daño.

Avergonzada, Tama evitó su mirada.

– Tengo que hacerte algunas preguntas sobre tu amiga Yugao.

Tama se puso rígida. Miró la puerta de reojo, como si quisiera saltar pero no se atreviera.

– No… no conozco a ninguna Yugao -respondió con un susurro apenas audible. Su cara, sincera y transparente, desmentía sus palabras.

– Sé que tú y Yugao erais amigas -dijo Reiko con amabilidad-. ¿La has visto?

Tama sacudió la cabeza y suplicó con los ojos que la dejara en paz. Susurró:

– No. No desde hace tres años, cuando se…

– ¿Mudó al poblado hinin? -Tama asintió y Reiko se preguntó si estaría mintiendo de nuevo. El nerviosismo de la chica hacía difícil dilucidar si ése era el caso, o si tan sólo era tímida con los desconocidos o tenía miedo de que su conexión con una asesina la metiera en problemas-. No te preocupes, no te pasará nada malo -la tranquilizó- . Sólo necesito encontrar a Yugao. Ayer se escapó de la cárcel, y es peligrosa. ¿Tienes idea de adónde puede haber ido?

– ¿La cárcel? -preguntó Tama boquiabierta. Sus ojos se llenaron de asombro y horror-. ¿Yugao estaba en la cárcel?

– Sí. Asesinó a sus padres y su hermana. ¿No lo sabías?

Tama se la quedó mirando con atónito espanto: era evidente que no lo sabía. Reiko supuso que los crímenes en el poblado hinin no recibían publicidad. Tama ocultó la cara entre las manos y rompió a sollozar.

– ¡Oh, no, oh, no, oh, no!

Reiko le apartó las manos con suavidad. Tama tenía los ojos y la cara anegados en lágrimas. Miró a Reiko con desconsuelo.

– No sé dónde está Yugao -exclamó-. ¡Creedme, os lo ruego!

– ¿Se te ocurre dónde puede haber ido? ¿Hay algún lugar al que fuerais las dos de pequeñas?

– ¡No! -Tama arrancó sus manos de las de Reiko y se secó las lágrimas con la manga.

– Intenta hacer memoria. Es posible que Yugao haga daño a alguien más si no la atrapan. -Tama se limitó a llorar y sacudir la cabeza. Reiko la agarró por los hombros-. Si sabes cualquier cosa que pueda ayudarme a encontrarla, tienes que decírmela.

– No sé nada-gimoteó la chica-. Soltadme. Me hacéis daño.

Avergonzada por intimidar a aquella chica inocente e indefensa, Reiko la soltó.

– De acuerdo. Lo siento -dijo. Sin embargo, aunque no pudiera descubrir dónde se hallaba Yugao, a lo mejor todavía podía conseguir que su búsqueda de Tama hubiera valido la pena-. Tengo que preguntarte otra cosa -dijo-. ¿Por qué querría matar Yugao a su familia?

La chica se encogió en una esquina del palanquín, quieta y callada como un pajarillo que espera que el gato se aburra y se vaya si aguarda lo suficiente.

– Dímelo -insistió Reiko, amable pero firme.

La voluntad de Tama cedió y al fin susurró:

– Creo… creo que él la empujó a ello.

– ¿Quién? ¿Te refieres a su padre?

Tama asintió.

– Él… cuando éramos pequeñas… se metía en su cama por las noches.

Reiko sintió una punzada de satisfacción ante esa prueba de su teoría sobre el móvil de Yugao.

– ¿Es lo que te dijo Yugao?

– No. No hizo falta. Lo vi.

– ¿Cómo? ¿Qué sucedió?

Con constantes incitaciones de Reiko, la chica explicó:

– Pasé una noche en casa de Yugao. Teníamos diez años. Cuando nos acostamos, su padre vino a la cama y se metió a su lado.

Reiko se imaginó a la madre, el padre, la hermana, Yugao y Tama tumbados en colchones en la misma habitación, como hacían las familias que ocupaban viviendas pequeñas. Vio al hombre levantarse y cruzar de puntillas la oscuridad hacia Yugao. La asombró enterarse de que cometía incesto incluso en presencia de una amiga y toda su familia. El hombre se merecía ser un paria y no había sido acusado en falso por su socio.

– El creyó que yo dormía -prosiguió Tama-. Cerré los ojos y me quedé quieta. Pero los noté moverse en la cama a mi lado y el temblor cuando se tumbó encima de ella. Y la oí llorar mientras él…

Tama no podía estar equivocada. Las niñas de su clase a menudo ven copular a sus padres, y debió de reconocer que el padre de Yugao había estado haciendo con su hija lo que sólo debiera hacer con su esposa.

– Yugao debía de odiar a su padre por eso -pensó Reiko en voz alta-. Debió de odiarlo todos estos años.

– Pero no lo odiaba. A la mañana siguiente, le dije a Yugao que sabía lo que su padre había hecho. Le dije que lo sentía por ella. Pero ella contestó que no le importaba. -Reiko se quedó desconcertada-. Me dijo que si él la deseaba, no pasaba nada porque ella lo quería y era su deber hacerlo feliz. Y es cierto que parecía amarlo. Lo seguía a todas partes. Se subía a su regazo y lo abrazaba.

«Como si fueran amantes en vez de padre e hija», pensó Reiko con un estremecimiento de repugnancia.

– Y él la quería -prosiguió Tama-. Le hacía muchos regalos: muñecas, caramelos, ropa bonita…

Con ellos había pagado la colaboración, el sufrimiento y el silencio de Yugao.

– Si había alguien a quien odiara Yugao, era a su madre -añadió Tama.

– ¿Por qué?

– Se quejaba de que siempre la reñía. No le parecía bien nada que hiciera Yugao. Una vez la vi pegarle tan fuerte que le hizo sangrar la nariz. No sé por qué era tan mala.

Reiko dedujo que la madre sentía celos de su hija por robarle el afecto de su marido. Al no poder castigar al hombre del que dependía para subsistir, la había tomado con Yugao.

– ¿Cuánto tiempo duró eso?

– Hasta que tuvimos quince años. Entonces creo que el padre paró.

Eso sería tres años antes de que la familia se mudara al poblado hinin. Reiko se preguntó si Yugao habría contenido su furia durante tanto tiempo.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo contó ella?

Tama sacudió la cabeza.

– Un día fui a verla. Estaba llorando. Le pregunté qué pasaba y no quiso decírmelo, pero me fijé en que su hermana pequeña Umeko tenía una muñeca nueva. Y estaba sentada en el regazo de su padre y lo abrazaba como antes hacía Yugao. Él no le hacía ni caso.

Reiko se quedó atónita. El hombre había cometido incesto con sus dos hijas, no sólo con una. Al parecer se había cansado de Yugao y Umeko la había reemplazado como niñita mimada y víctima de su lujuria.

– Yugao cambió -explicó Tama-. Casi nunca hablaba. Estaba enfadada todo el tiempo. Ya no era divertida.

Aunque su padre había dejado de violarla, su abandono debió de llenarla de rabia y pesadumbre. Reiko preguntó:

– ¿Qué pasó después?

– Ella pasaba todo el rato en mi casa. Cuando trabajaba en el salón de té de mi padre, me ayudaba.

Reiko imaginó que Yugao había querido evitar su casa, donde vería al padre que la había rechazado, la madre que la castigaba injustamente y la hermana que debía de inspirarle unos celos insoportables. Tama había sido su refugio. Sin embargo, cuando Yugao y su familia se trasladaron al poblado hinin, había tenido que hacinarse con ellos y había perdido a su amiga; no tenía adonde ir. Las tensiones familiares habían estallado en forma de asesinato.

– A los clientes del salón de té les gustaba -suspiró Tama-. Salía fuera con ellos y…

Su pausa conjuró visiones de Yugao copulando con hombres en un callejón oscuro. Reiko sospechó que la chica buscaba en ellos el amor que ya no recibía de su padre.

– Algunos se enamoraron -dijo Tama-. Querían casarse con ella, pero ella era mala con ellos. Los llamaba idiotas y les decía que la dejaran en paz. Se iba fuera con otros delante de sus narices.

A lo mejor también anhelaba vengarse de su padre, ansia que satisfacía hiriendo a sus pretendientes, pensó Reiko.

– Pero más adelante hubo un hombre. Un samurái… -Tama tomó aliento entre dientes.

– ¿Qué pasa? -preguntó Reiko.

– Daba miedo.

– ¿En qué sentido?

Tama arrugó la frente e hizo memoria.

– Eran sus ojos, tan negros y… hostiles. Cuando me miraba daba la impresión de que pensaba en matarme. Y su voz. No hablaba mucho pero, cuando lo hacía, sonaba como el bufido de un gato.

Tama se estremeció, pese a su perplejidad.

– No sé por qué Yugao quiso tener nada que ver con él. Sabíamos que era peligroso. Un día, otro cliente chocó con él. Él lo tiró al suelo y le puso la espada en el cuello. Nunca he visto a nadie moverse tan rápido. -El estupor y el temor le velaban los ojos-. El hombre suplicó piedad, y el samurái lo soltó. Pero podría haberlo matado.

– A lo mejor Yugao buscaba otro hombre que le hiciera daño -caviló Reiko en voz alta.

– El se comportaba casi como si no la viera. Se sentaba y bebía, y ella se sentaba a su lado y le hablaba, y él nunca respondía; sólo miraba al vacío. Pero se enamoró de él. Esperaba todos los días delante del salón de té a que llegara. Cuando se iba, salía corriendo detrás de él. A veces me pasaba días sin verla, porque andaba con él por alguna parte.

Reiko comprendió que Yugao había transferido su amor no correspondido por su padre al misterioso samurái. Conjeturó que la chica se había mantenido en contacto con él tras su traslado al poblado hinin. En ese caso, tal vez hubiera acudido a él al fugarse de la cárcel.

La recorrió un hormigueo de esperanza al preguntar:

– ¿Quién es ese hombre?

– Se hacía llamar Jin. Es todo lo que sé.

Sin un nombre de clan, sería difícil seguirle el rastro.

– ¿Quién es su señor?

– No lo sé.

Reiko combatió el desengaño. El samurái misterioso era su única pista sobre el paradero de Yugao.

– ¿Qué aspecto tenía?

Tama arrugó la frente en un esfuerzo por recordar.

– Era guapo, supongo.

Tras muchos intentos de sonsacarle una mejor descripción, Reiko se rindió.

– ¿Sabes adonde iban él y Yugao al dejar el salón de té?

La chica sacudió la cabeza y luego reflexionó.

– Yo trabajé en una posada antes de venir aquí. A veces, cuando había una habitación libre, los dejaba pasar para que pudieran estar juntos.

Si Yugao y su amante se habían reunido, a lo mejor habían regresado al lugar que les era familiar.

– ¿Cómo se llama esa posada? ¿Dónde está?

Tama le dio las señas.

– Se llama El Pabellón de Jade. -Se desplazó hacia la puerta-. ¿Puedo irme ya? -preguntó con timidez-. Si paso demasiado tiempo fuera, mi señora se enfadará.

Reiko vaciló y luego asintió.

– Gracias por tu ayuda.

Mientras veía a Tama entrar en la casa, se preguntó si habría oído todo lo que la chica sabía sobre Yugao. Tenía la sensación de que la dócil y dulce Tama se las había ingeniado para mantenerle oculto algo.

El teniente Asukai metió la cabeza por la ventanilla del palanquín.

– He oído lo que os ha contado la chica -dijo-. ¿Queréis que vayamos al Pabellón de Jade?

Esa había sido la primera idea de Reiko pero, si Yugao se encontraba con su misterioso samurái y él era tan peligroso como decía Tama, más le valía prepararse para encontrar problemas. Sus guardias eran buenos para protegerla de bandidos y el ocasional soldado rebelde suelto, pero no quería enfrentarlos a una asesina y una incógnita total.

– Antes reuniremos refuerzos -dijo.

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