Capítulo 29

Una anciana, ataviada con un sucio y raído quimono y un maltrecho sombrero de mimbre, barría el callejón que separaba dos hileras de mansiones en el distrito comercial de Nihonbashi. Con el cuerpo encorvado bajo el peso de décadas de trabajo agotador, avanzaba pasito a pasito. Su escoba recogía las mondas de verdura caídas de los contenedores de basura y los residuos depositados por el viento. Arrastraba sus sandalias de paja por los charcos formados por el goteo de la ropa tendida en los hilos colgados de balcón a balcón y los escapes de aguas residuales. Los criados entraban y salian por la puerta de atrás de las mansiones, pero no le prestaban atención. Los barrenderos eran poco menos que invisibles para quienes ocupaban un peldaño superior de la escala social.

Reiko echó un vistazo desde debajo del sombrero que le ocultaba la cara, por si veía a Tama. Llevaba dos horas limpiando ese callejón, de un lado para otro, barriendo la misma suciedad que luego volvía a esparcir con la pala, pero Tama todavía no había regresado del mercado. El cielo perdía el color y el callejón se inundaba de sombras con la proximidad del crepúsculo.

Tras la entrevista con la gobernanta, estaba convencida no sólo de que Tama escondía a la pareja, sino también de que la chica tarde o temprano tendría que llevarles más comida. Sin duda, Yugao no había querido que ella hablase con Tama por miedo a que ésta revelase su relación con Kobori. Había apostado varios guardias cerca de la mansión, para luego camuflarse como una barrendera y regresar a pie al callejón, donde sus restantes escoltas la vigilaban a cierta distancia. Los guardias fingían no conocerla, pero de vez en cuando sacudían con disimulo la cabeza para indicarle que Tama todavía no se había presentado.

Ya le dolía la espalda de estar encorvada. Estaba cansada de olores inmundos y conocía de memoria hasta la última peladura de rábano y miga que había recogido. Un perro vagabundo entró en el callejón, olisqueó los contenedores de basura, bajó el trasero y defecó. Reiko arrugó la nariz ante el hedor mientras pasaba renqueando a su lado y rogó que Tama apareciera pronto. En el callejón se oía a las doncellas preparando la cena y parloteando entre ellas. La sobrevoló un humo impregnado de sabroso aroma a ajo y salsa de soja. El hambre le hizo crujir el estómago. Había llegado a un extremo del callejón y se daba la vuelta para iniciar otra monótona pasada, cuando vio a Tama caminando hacia ella desde la otra punta, seguida por un porteador cargado con un balde de madera tapado. Reiko se animó de inmediato. Cuando Tama y el porteador pasaron por su lado, matuvo la cabeza gacha, barriendo con denuedo, y pensó que quizá le quedara aún una larga espera hasta que Tama la condujera hasta los fugitivos.

Sin embargo, la puerta no tardó en abrirse y la chica salió furtivamente. Llevaba puesta una capa y sostenía un fardo atado por las esquinas. Se apresuró callejón abajo, tras echar una rápida mirada a la casa que acababa de abandonar. Pasó por delante de Reiko sin fijarse en ella.

Reiko se echó la escoba al hombro, recogió la pala y siguió a la muchacha. Fuera del callejón, el distrito estaba lleno de vecinos que se apresuraban a volver a casa antes de que oscureciera del todo. Los mercaderes cerraban las puertas correderas de sus establecimientos. Por las calles pasaban patrullas nocturnas de soldados. Reiko se abrió paso a toda prisa entre la muchedumbre, afanándose por no perder de vista la rápida y menuda figura de Tama. Echó un vistazo alrededor en busca de sus escoltas.

– Estamos aquí detrás -murmuró el teniente Asukai.

Siguieron los pasos de Tama a través del mercado. Los vendedores regateaban con los últimos clientes o recogían las hortalizas no vendidas. Cuando Reiko dejaba atrás los últimos puestos, oyó una voz masculina:

– ¡Oye, tú, barrendera!

Una mano la agarró del brazo. Pertenecía a un vendedor enorme y fornido.

– Limpia este desastre -le ordenó, señalando unos restos de coles marchitas en el suelo.

– ¡Suéltame! -Reiko le lanzó un escobazo.

El hombre se agachó, la soltó y bufó.

– ¡Serás…! ¿Quién te crees que eres?

Se abalanzó hacia ella, pero en ese momento el teniente Asukai lo agarró y lo empotró contra un puesto que vendía frascos de rábanos en vinagre. El vendedor se cayó y arrastró con él medio tenderete. Reiko soltó la escoba y la pala y salió corriendo. El teniente la alcanzó.

– ¿Por dónde ha ido? -gritó Reiko, presa del pánico.

Al otro lado del mercado, otro de sus guardias le hizo un gesto y señaló. Reiko vio a Tama avanzando rápidamente por un pasillo entre puestos. Ella y sus escoltas retomaron la persecución. Los condujo fuera de Nihonbashi, hasta los lindes septentrionales de la ciudad. Allí las casas estaban más separadas, intercaladas con árboles y pequeñas granjas. Un ocaso teñido de oro se aposentaba con suavidad sobre el apacible paisaje. El tráfico viario consistía en soldados que patrullaban entre campesinos cargados de leña o empujando carretas. Reiko agrandó la distancia que la separaba de Tama, por miedo a que la chica los viera a ella o sus escoltas.

Aun así, Tama no volvió la vista ni una vez; parecía más decidida a llegar a su destino que temerosa de que la siguieran. Avanzaba a paso ligero por el camino, que ascendía por la gradual pendiente del terreno. Las granjas dieron paso a un bosque. Los pájaros trinaban en los árboles que tendían sus copas sobre el camino, creando profundos tramos de oscuridad que la menguante luz del sol no penetraba. La figura de Tama era tan imprecisa como una sombra que se desplazara con rapidez por delante de Reiko. El camino estaba desierto. El aire se enfrió con el aumento de la altitud y la cercanía de la noche. Reiko sintió que el calor del esfuerzo abandonaba su cuerpo; se estremeció bajo la fina ropa. Oyó los resoplidos y trompicones de Tama en su ascenso, y amortiguó el sonido de su trabajosa respiración y sus pasos inseguros. El ocasional chasquido de una ramita o el roce de una hoja le confirmaban que sus escoltas la seguían, aunque al mirar por encima del hombro apenas eran visibles en la penumbra. Por encima, entre el bosque, sobresalían de la colina algunas casas muy separadas, pero Reiko ni vio ni oyó señal alguna de vida humana. Por debajo, en la ciudad, retumbó un gong. Unos perros o lobos aullaron en algún lugar cercano.

De repente Tama desapareció. Reiko corrió, temiendo haberla perdido. Entonces vio un sendero que se apartaba del camino, cortaba por el bosque y serpenteaba colina arriba. Oyó a Tama jadear y tropezar en la distancia. El teniente Asukai y los cuatro guardias tomaron con ella el sendero. Se iba empinando y, aunque el paso del hombre lo había alisado, las ramas caídas los entorpecían. Allí la oscuridad era casi completa, y avanzaron con cautela, pero Tama hacía tanto ruido; que Reiko dudaba que pudiera oírlos. Salieron del bosque a un espacio abierto iluminado por el tenue resplandor del cielo. Reiko vio que la senda bordeaba un valle. Unas pendientes cubiertas de arbustos descendían abruptamente hacia el fondo, donde un arroyo borboteaba sobre las rocas. Reiko y sus guardias vieron a Tama apresurándose por el sendero, que seguía el arco que el valle hendía a través del terreno. En ese momento avistaron el destino de la chica.

Se trataba de una mansión de tres niveles, sobre un terreno despejado de árboles. El primer nivel tenía una galería que recorría toda la fachada y sobresalía por encima del valle y el arroyo. Los tejados de juncos se elevaban en múltiples picos irregulares. La mansión no era enorme, pero debía de haber sido difícil y cara de construir. De día proporcionaría una vista maravillosa de Edo desde los balcones de los niveles superiores de atrás. La luz de una ventana iluminaba la galería, Tama se afanó por una escalera que remontaba la pendiente hacia la mansión. Sus pisadas sobre las tablas resonaron quedamente.

– ¿Qué hacemos? -le susurró el teniente Asukai.

– Acerquémonos más. Tenemos que descubrir si Yugao y el Fantasma están dentro. -Reiko tenía que asegurarse antes de avisar a Sano.

Ella y los guardias siguieron con prisa los pasos de Tama, manteniéndose pegados a los árboles que bordeaban la senda. Se escondieron en la maleza al pie de la escalera. Tama cruzó la galería, soltó su hato y llamó a la puerta con los nudillos. Alguien la entreabrió. Desde su posición Reiko veía la galería en toda su extensión y distinguía a Tama sin problemas, pero como la fachada de la casa era paralela a su línea de visión, no podía divisar la figura del umbral.

– Ya iba siendo hora de que llegaras -dijo la voz de Yugao-. Me muero de hambre. ¿Qué me has traído para comer?

Reiko sintió un estallido de júbilo. Elevó una muda oración de agradecimiento.

Yugao asomó por la puerta. Tama retrocedió ante ella. La luz de la casa iluminaba con claridad a las dos mujeres.

– ¿Está dentro? -preguntó Tama con tono fatigado y nervioso.

– ¿Quién? -Yugao se acuclilló y empezó a desatar el paquete.

– Ese samurái. Jin.

Yugao se detuvo, con el perfil afilado como una espada. Pasó un momento antes de que se levantara y le dijera a Tama a la cara:

– Sí. Está dentro. ¿Y qué?

Reiko contuvo un suspiro de euforia. Había encontrado al Fantasma.

– ¿Por qué no me dijiste que estaba contigo? -exclamó Tama, al parecer sintiéndose herida y traicionada.

– No me pareció importante -dijo Yugao, pero una nota de cautela asomó a su voz-. ¿Qué importancia tiene?

– Ya sabes que se supone que no debo dejar que nadie entre en esta casa. Te dije que si mis señores se enteraban me pegarían una paliza. Accedí a que te quedaras aquí tú sola, y eso ya es bastante peligroso. Pero que metas a escondidas a ese hombre espantoso en… -Un sollozo interrumpió sus palabras-. Perderé mi trabajo. ¡Me echarán a la calle sin ningún sitio a donde ir!

– No te preocupes -dijo Yugao-. Nadie lo sabrá. Dijiste que tus señores nunca vienen a esta casa hasta el verano. Nos habremos ido mucho antes. Necesito que nos ayudes sólo un poco más.

Tendió la mano hacia Tama en gesto de súplica, pero ésta retrocedió.

– Él no es tu único engaño. Me dijiste que habías escapado de tu casa y necesitabas un sitio donde vivir. ¡No me contaste que habías huido de la cárcel!

La mano de Yugao se paralizó. La bajó poco a poco.

– Me pareció mejor no decírtelo. Así, si la policía me sorprendía contigo, no te culparían por ayudar a una presa fugada porque no sabías que eso es lo que soy.

Mentía, Reiko estaba segura, a pesar de su tono razonable. Para protegerse ella y a su amante, se había aprovechado deliberada y desvergonzadamente de Tama y le había mentido.

Tama lloraba, al borde de la histeria; Reiko vio que ella tampoco creía a Yugao.

– ¿Y también por eso no me contaste que habías asesinado a tus padres y tu hermana? -gimió.

– Yo no los maté -respondió Yugao con firmeza-. Me acusaron falsamente.

Una súbita punzada de revelación recorrió a Reiko. De nuevo supo que Yugao mentía. Por fin estaba segura de que la chica había cometido los crímenes.

Tama miró a su amiga con lloroso desconcierto.

– Pero te arrestaron. Y si no los mataste tú, entonces ¿quién fue?

– El alcaide de la cárcel -dijo Yugao-. Entró en casa mientras dormíamos. Apuñaló a mi padre, luego a mi madre y a Umeko. Yo lo vi. Entonces oyó ruidos fuera y tuvo que salir corriendo para que no lo atraparan, de lo contrario me habría matado también a mí.

A Reiko la fascinaba cómo las falsedades de Yugao mostraban la verdad con mayor claridad que sus confesiones. Tal vez nunca descubriera el móvil de los crímenes, pero sabía que era la asesina que había afirmado ser en todo momento.

– Me arrestaron porque estaba allí -prosiguió-. La policía no se molestó en investigar porque soy una hinin. Les iba bien colgarme los crímenes. Pero soy inocente. -En ese momento adoptó un tono implorante; se llevó la mano al corazón y luego la tendió hacia Tama-. Me conoces desde que éramos pequeñas. Sabes que nunca haría una cosa así. No pude decírtelo antes porque estaba demasiado alterada. Eres mi mejor amiga. ¿No me crees?

Reiko se reía en silencio del numerito que estaba montando Yugao, pero Tama la estrechó entre los brazos y lloró.

– Pues claro que sí. ¡Oh, Yugao, cuánto siento todo lo que has tenido que pasar! -Se abrazaron. Tama estaba de espaldas a Reiko. La chica no podía verle la cara a Yugao, pero Reiko distinguió su expresión maliciosa y suficiente-. Siento haber sido tan desconfiada -farfulló Tama-. Tendría que haber sabido que tú nunca harías daño a tus padres o tu hermana, por mal que te trataran. Cuando la hija del magistrado me dijo que los habías matado, no tendría que haberla creído.

– ¿La hija del magistrado? -repuso Yugao con sorpresa y consternación. Se apartó de Tama-. ¿Fue la dama Reiko la que te contó lo de los asesinatos?

– Sí. Vino a verme ayer. Me preguntó si sabía dónde estabas.

– ¿Le contaste que me habías visto? -inquirió Yugao alzando la voz.

– No. -Tama, de nuevo asustada y nerviosa, añadió-: Le dije que hacía años que no nos veíamos.

Yugao dio un paso más hacia Tama, que al retroceder topó con el pasamanos de la galería.

– ¿Qué más le contaste?

– Nada. -Pero a Tama le temblaba la voz. Era una pésima mentirosa.

Yugao la agarró por los antebrazos, miró hacia abajo, hacia el valle, y Reiko percibió sus pensamientos con tanta nitidez como si los hubiera enunciado. Tama era demasiado débil e impresionable para aguantar cualquier interrogatorio sobre Yugao. En consecuencia, suponía un peligro para ellos, por mucho que la necesitaran para proporcionarles comida y cobijo. Un empujón por encima del pasamanos y Tama jamás podría conducir hasta ellos a sus enemigos.

«¡Huye! -tuvo ganas de gritarle Reiko-. ¡Te va a matar!» Mas avisar a Tama descubriría su presencia. No podía permitir que Yugao supiera que había descubierto su escondrijo y concederles así una oportunidad de escapar.

Yugao vaciló, pero al final soltó a su amiga. Una vez más Reiko supo lo que pensaba: la caída podría no matarla, tal vez los arbustos de la pendiente la salvarían. Y en ese caso Tama saldría corriendo, quizá hasta la denunciase a la policía. Y entonces, ¿adónde irían Yugao y Kobori? Reiko suspiró de alivio.

– Será mejor que entres -dijo la prófuga.

Una boqueada de alarma se tragó el suspiro inicial de Reiko. Tama dijo:

– No puedo. Tengo que regresar a casa.

– Sólo un momento -insistió Yugao.

Un momento en el que podría acallar a Tama para siempre. «¡Corre! -la exhortó Reiko en silencio-. ¡Si entras ahí no saldrás viva!»

– Si mi señora descubre que he salido sin permiso me castigará -argüyó Tama mientras retrocedía hacia los peldaños. Reiko notó que tenía miedo del amante de Yugao, y tal vez también de su propia amiga.

Yugao la cogió de la mano.

– Quédate, por favor. Necesito un poco de compañía. Por lo menos siéntate a descansar antes de la caminata de vuelta a la ciudad.

– De acuerdo -cedió Tama a regañadientes.

Dejó que Yugao la condujera a la puerta. La prófuga recogió el hato de comida y luego entraron en la casa. Reiko oyó cerrarse la puerta.

El valle quedó en silencio salvo por el menguante coro de trinos y el viento que agitaba las ramas. El cielo había cobrado ya un tono cobalto oscuro, tachonado de estrellas y adornado por la luna como una perla con cicatrices. Reiko se sentía enferma por haber puesto en peligro a la dulce y crédula Tama. Se volvió hacia sus escoltas.

– Tenemos que volver a la ciudad -dijo. Cinco soldados inexpertos y ella no eran bastantes para capturar a Yugao y el Fantasma-. Debemos traer a mi marido y sus tropas.

Rehicieron a toda prisa la senda a lo largo del valle y se lanzaron colina abajo por el bosque, ya tan oscuro que no distinguían el terreno accidentado que pisaban. Sin embargo, al salir al camino, Reiko vio un resplandor subiendo en su dirección. Oyó unos pasos sigilosos.

– Alguien viene -susurró.

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