Capítulo 27

Era más de mediodía cuando Sano y Hirata regresaran al castillo. Mientras recorrían a caballo los pasajes, el sol brillaba pero volvían a acumularse nubes más allá de las distantes colinas. El tufo estancado del río enrarecía la brisa. El castillo no estaba tan desierto como el día anterior; los funcionarios iban escoltados por soldados mientras atendían a sus asuntos. Sin embargo, se los notaba apagados cuando hacían sus reverencias a Sano al cruzarse con él: el miedo al toque de la muerte seguía presente en el castillo. Avistó al capitán Nakai cerca de un puesto de control. Sus miradas se encontraron y Nakai pareció disponerse a hablar, pero Sano apartó la mirada de su sospechoso original, embarazoso recordatorio del enfoque erróneo que había adoptado su investigación al principio. Cuando él y sus hombres llegaron al complejo, Reiko salió de la mansión a recibirlos.

– ¿Qué ha pasado? -Tenía la cara radiante de alegría al ver a Sano con vida-. ¿Los has encontrado?

Sano vio esfumarse su expresión expectante ante el desánimo de sus caras.

– Tenías razón sobre Yugao y el Fantasma. Pero llegamos demasiado tarde.

Le contó lo sucedido en El Pabellón de Jade.

– ¿Has pasado toda la noche buscándolos?

– Sí. Interrogamos al resto de los clientes de la posada, pero Kobori no habló con nadie el tiempo que estuvo allí y nadie supo decirnos adonde podrían haber ido él y Yugao.

– Los centinelas de tres puertas de barrio cercanas al Pabellón de Jade vieron pasar ayer a una pareja que encajaba con su descripción -añadió Hirata-. Pero no hemos encontrado ningún otro testigo que los recuerde.

– Deben de haberse dado cuenta de que llamaban la atención y ahora van por separado -dijo Sano-. Mis hombres están registrando todos los barrios, empezando a partir del Pabellón de Jade, y advirtiendo a todo jefe de vecindario y centinela de puerta que estén ojo avizor. -Sintió una oleada de agotamiento y lo invadió el desánimo. Esa búsqueda de vastas proporciones era como pretender encontrar dos granos malos de arroz en un millar de sacos-. Hemos venido a casa para sacar más hombres a la calle.

– Bueno -dijo Reiko-, me alegra que hayáis pasado por casa, porque han llegado unos cuantos mensajes urgentes para ti. El caballero Matsudaira ha enviado a sus recaderos tres veces esta mañana. Quiere verte, y se está impacientando.

El ánimo de Sano descendió en picado. Sabía muy bien cómo reaccionaría Matsudaira al enterarse del episodio de esa noche.

– ¿Algo más?

– Ha llegado uno de tus detectives, Hirata-san -dijo Reiko-. Ha encontrado a ese sacerdote que andabais buscando.

Sano estaba tan cansado que tuvo que pararse a pensar antes de recordar el sacerdote al que se refería.

– Ozuno -dijo-. El santón errante que tal vez conozca la técnica secreta del dim-mak.

– ¿Dónde está? -preguntó Hirata a Reiko.

– En el templo de Chion, del distrito de Inaricho.

Dos días atrás, cuando Sano había oído hablar por primera vez del sacerdote, Ozuno se le había antojado crucial para la investigación, pero a esas alturas había perdido importancia.

– Ahora que sabemos quién es el Fantasma, no necesitamos que nos lo diga.

– Todavía podría ser útil -dijo Hirata-. Dos expertos en artes marciales que comparten el secreto del dim-mak, ambos en Edo, por fuerza tienen que conocerse. Ese sacerdote puede ayudarnos a encontrar al Fantasma.

– Tienes razón. Ve al templo de Chion y habla con Ozuno. Yo ampliaré la búsqueda de Yugao y Kobori y luego me las veré con el caballero Matsudaira. -Sano se preparó para lo peor. A lo mejor, si tenía suerte, caía muerto antes de que el primo del sogún pudiera castigarlo.

– Yo todavía pienso que la amiga de Yugao, Tama, sabe más de lo que me contó ayer -comentó Reiko-. Le haré otra visita.


El sector conocido como Inaricho colindaba con el distrito del tempío de Asakusa. Hirata y sus detectives atravesaron calles atestadas de peregrinos religiosos. Las tiendas ofrecían altares budistas, rosarios, palmatorias, estatuas, jarros de flores de loto de metal dorado y tabletas con nombres para funerales. Resonaban los gongs en los modestos templos que habían proliferado en Inaricho. El acento rústico de los peregrinos, las voces de los vendedores ambulantes y el humo de los crematorios coloreaban la luminosa tarde.

– El templo de Chion está por aquí cerca -dijo Hirata.

Pasaban por delante de uno de los muchos cementerios del distrito cuando una visión inusual llamó la atención de Hirata: un anciano avanzaba por la calle cojeando de la pierna derecha y ayudado por un cayado de madera. Tenía el pelo largo, gris y enmarañado, y un rostro adusto muy arrugado y bronceado. Llevaba un gorro negro y redondo, un quimono corto y astroso, pantalones anchos con estampado de símbolos arcanos y calzas de tela. De su cinto pendía una espada corta. En los pies calzaba unas raídas sandalias de paja. A la espalda llevaba un cofre de madera colgado del hombro por un arnés decorado con borlas naranjas.

– Es un yamabushi -dijo Hirata, al reconocer al anciano como un sacerdote de la reducida y exclusiva secta Shugendo que practicaba una arcana mezcla de budismo y sintoísmo con toques de hechicería china. Todos se detuvieron para observar al sacerdote.

– Los templos de su secta están en las montañas de Yoshino. Me pregunto qué hace tan lejos de allí -dijo el detective Arai.

– Debe de estar de peregrinaje -supuso el detective Inoue. Los yamabushi eran conocidos por realizar largos y arduos viajes a antiguos lugares sagrados, donde efectuaban extraños rituales que pasaban por sentarse bajo cascadas frías como el hielo en un intento de alcanzar la iluminación divina. Corría el rumor de que eran espías de los enemigos de los Tokugawa o trasgos disfrazados de humanos.

– ¿Es cierto que los yamabushi tienen poderes místicos? -preguntó Arai mientras el sacerdote se acercaba renqueando-. ¿De verdad pueden expulsar a los demonios, hablar con los animales y apagar fuegos con la pura concentración mental?

Hirata rió.

– Bah, no son más que viejas leyendas. -Aquel yamabushi no era sino un tullido como él, pensó con pesadumbre.

Cinco samuráis salieron pavoneándose de un salón de té delante del cementerio. Llevaban los emblemas de distintos clanes de daimios, e Hirata los reconoció como el tipo de jóvenes disolutos que se escaqueaban de sus deberes para deambular en pandillas por la ciudad buscando jaleo. En sus tiempos de agente de policía había arrestado a muchos como ellos por pelearse en las calles. En ese momento la pandilla avistó al yamabushi. Se abrieron paso entre la multitud de transeúntes y se arremolinaron en torno a él.

– Oye, viejo -le dijo uno.

Otro le cerró el paso.

– ¿Adonde crees que vas?

El yamabushi se detuvo con expresión impasible.

– Dejadme pasar -dijo con voz ronca y extrañamente resonante.

– No nos digas lo que tenemos que hacer -le espetó el primer samurái.

Él y su panda empezaron a zarandear al sacerdote y a burlarse de él. Le arrancaron el arnés del hombro y el cofre cayó al suelo. Los samuráis lo levantaron y lo lanzaron al cementerio. El yamabushi permaneció impertérrito, apoyado en su bastón.

– Marchaos -dijo con calma-. Dejadme en paz.

Su aparente falta de miedo enfureció a la pandilla. Desenvainaron sus espadas. Hirata decidió que ya se habían divertido bastante. En otro tiempo hubiera rescatado al sacerdote y ahuyentado a los gamberros por su cuenta, pero en ese momento le dijo a los detectives:

– Poned paz.

Arai e Inoue desmontaron de un salto, pero antes de llegar a los bravucones, uno de ellos lanzó una estocada al sacerdote. Hirata se encogió al anticipar el sonido del acero cortando carne y hueso, el chorro de sangre. Sin embargo, la espada del matón se estrelló contra el cayado de madera, que el sacerdote alzó con un movimiento tan rápido que Hirata ni siquiera lo distinguió. El matón lanzó un grito de sorpresa, pues el impacto lo mandó dando tumbos hacia atrás. Cayó cerrando el paso a Inoue y Arai, que corrían en ayuda del sacerdote. Hirata se quedó boquiabierto.

– ¡Matadlo! -chillaron los demás gallitos.

Furiosos, atacaron al yamabushi con sus espadas. El bastón del anciano detuvo hasta el último golpe con una precisión que Hirata rara vez había visto, ni siquiera entre los mejores guerreros samuráis. Un torbellino de cuerpos en brusco movimiento y espadazos rodeó al sacerdote mientras los atacantes trataban de derribarlo. El giraba en el centro, con su brazo y su cayado convertidos en un borrón de movimiento, sus rasgos adustos atentos pero distendidos. Sus oponentes intentaron lanzarse contra el bastón. Uno cayó inconsciente de un golpe en la cabeza. Otro salió despedido hacia el cementerio, donde se estrelló contra una lápida y quedó tumbado entre gemidos. Los otros tres decidieron que aquello era demasiado para ellos y huyeron aterrorizados, magullados y ensangrentados.

Hirata, Inoue y Arai contemplaron la escena estupefactos. De los espectadores congregados para presenciar la pelea surgían murmullos de asombro. Elyamabus entró renqueando en el cementerio para recuperar sus posesiones. Hirata bajó trabajosamente de su montura.

– Llevad a esos samuráis heridos a la puerta de vecindario más cercana. Ordenad a los centinelas que llamen a la policía para que los arresten -le dijo a los detectives. Luego se dirigió hacia el sacerdote-. ¿Cómo has hecho eso?

– ¿El qué? -preguntó el anciano mientras se pasaba el arnés por el hombro y se echaba el cofre a la espalda. Ni siquiera tenía la respiración agitada por la pelea. Parecía más molesto por la intromisión de Hirata que por el ataque recibido.

– ¿Cómo has podido derrotar a cinco samuráis en buena forma? -dijo Hirata.

– No los he derrotado yo. -El sacerdote le lanzó un vistazo rápido con el que pareció calibrarlo, grabarlo en su memoria y luego desentenderse de él-. Se han derrotado solos.

Hirata no comprendió la críptica respuesta, pero reparó en que acababa de presenciar la prueba de que ese yamabushi en verdad poseía los poderes místicos de los que se había reído hacía un momento. También cayó en la cuenta de que tal vez fuera el hombre que andaba buscando.

– ¿Eres Ozuno?

El sacerdote se limitó a asentir.

– ¿Y tú eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún -respondió Hirata, y dio su nombre-. Te estaba buscando.

Ozuno no parecía sorprendido, ni siquiera interesado. Daba la misma impresión que otros monjes solitarios y distantes.

– Si no vas a hacer otra cosa que mirarme, proseguiré mi camino.

– Estoy investigando un crimen -dijo Hirata por fin-. Tu nombre salió a colación como alguien que tal vez pudiera ayudarnos. ¿Conoces a Kobori Banzan?

Una emoción se agitó tras la imperturbable mirada de Ozuno.

– Ya no.

– ¿Pero lo conociste?

– Fue mi discípulo.

– ¿Tú le enseñaste el arte del dim-mak?

Ozuno sonrió con desdén.

– Le enseñé a luchar con la espada. El dim-mak es sólo un mito.

– Eso creía yo. Pero recientemente cinco hombres han sido asesinados por el toque de la muerte. -Seis, si Sano era la próxima víctima, pensó Hirata-. He visto pruebas. Tu secreto ha sido desvelado.

El desdén desapareció del rostro de Ozuno, que adoptó la expresión del samurái herido en la batalla que mantiene la compostura a fuerza de voluntad.

– ¿Crees que Kobori es el asesino?

– Sé que lo es.

Ozuno se hincó de rodillas ante una lápida. Por primera vez parecía tan frágil como cualquier anciano. Con todo, pese a su visible agitación, no aparentaba sorpresa ni desconcierto, como si una predicción se hubiera cumplido.

– Tengo que atrapar a Kobori -dijo Hirata-. ¿Sabes dónde está?

– No lo he visto en once años.

– ¿No habéis tenido ningún contacto desde entonces? -Hirata le sintió decepcionado, pero pensó que encontrar a Ozuno había sido un golpe de suerte, aunque no fuera para la investigación.

– Ninguno. Repudié a Kobori hace mucho tiempo.

El nexo entre maestro y discípulo era casi sagrado, e Hirata sabía que el repudio era un acto extremo de censura por parte del maestro y una tremenda deshonra para el pupilo.

– ¿Por qué?

Ozuno se levantó y miró a lo lejos.

– Corren muchas ideas falsas sobre el dim-mak. Una es que se trata de una única técnica. Sin embargo, pertenece a un amplio abanico de artes marciales místicas que incluyen el combate con armas y el lanzamiento de hechizos. -Su estupor al enterarse de que su antiguo discípulo era un criminal buscado había disipado su reserva. Hirata comprendió que le estaba revelando cosas que muy pocos mortales habían oído-. Otra idea falsa es que el dim-mak es una magia maligna inventada para que la usaran asesinos. Esa no era la intención de los antiguos que la desarrollaron. Pretendían que el toque de la muerte se usara de forma honorable, en defensa propia y en la batalla.

– Tenían que haber supuesto que podría usarse para matar con fines ilícitos -objetó Hirata.

– Ciertamente. Por eso sus herederos han conservado el secreto de su conocimiento con tanto celo. Formamos una sociedad secreta cuyo objetivo es preservarlo y transmitirlo a la siguiente generación. Hacemos un voto de silencio que nos prohibe usarlo salvo en casos de extrema emergencia o revelarlo salvo a nuestros discípulos cuidadosamente seleccionados.

– ¿Cómo los seleccionáis? -preguntó Hirata.

– Observamos a los jóvenes samuráis entre los vasallos de los Tokugawa, los séquitos de los daimios y los ronin. Deben poseer un carácter firme además de talento natural para el combate.

– ¿Pero a veces se cometen errores? -dedujo Hirata.

Ozuno asintió apesadumbrado.

– Encontré a Kobori en una escuela de artes marciales de la provincia de Mino. Era el hijo de un clan respetable pero empobrecido. Poseía una habilidad superior para las artes marciales y una déterminación fuera de lo común. Nuestro adiestramiento es extremadamente riguroso, pero Kobori parecía la reencarnación de un antiguo maestro.

– ¿Qué salió mal?

– Yo no era el único que se había fijado en su talento para el combate. Llegó a conocimiento del chambelán Yanagisawa, que también buscaba buenos guerreros entre la clase samurái. Mientras Kobori se estaba entrenando conmigo, le ofrecieron un puesto en el escuadrón de élite de Yanagisawa. Al cabo de poco llegó el incidente que provocó la ruptura entre nosotros.

Un doloroso recuerdo cruzó las facciones de Ozuno.

– Es de sobras conocido que esos soldados de élite eran asesinos que mantenían a Yanagisawa en el poder. ¿Habéis oído hablar de rivales que fueron oportunamente asaltados y asesinados por salteadores de caminos?

– Esa fue siempre la historia oficial -dijo Hirata-, pero todo el mundo sabe que esas muertes fueron asesinatos ordenados por Yanagisawa. Sus soldados de élite eran demasiado listos para dejarse atrapar y nunca cometieron un descuido que los incriminara a ellos o al chambelán.

– Kobori también era listo, y experto en el arte del sigilo. Un día oí que un enemigo de Yanagisawa había caído fulminado sin motivo aparente. Se supuso que había muerto de un ataque repentino. Pero yo tenía otras sospechas. Le pregunté a Kobori si había administrado a aquel hombre el toque de la muerte. El no negó que hubiera usado nuestro arte secreto para cometer un asesinato a sangre fría. En realidad, se jactó de ello. -La expresión de Ozuno se ensombreció de desaprobación-. Me dijo que había aprovechado su saber para un fin práctico y bueno. Le dije que su deber era aprender las técnicas y enseñárselas algún día a un discípulo, nada más. Pero él contestó que eso no tenía sentido. La verdad era que se había dejado seducir por la emoción de matar y el prestigio que le aportaba trabajar para Yanagisawa. Le dije que no podía seguir estudiando conmigo y sirviendo a Yanagisawa al mismo tiempo.

– ¿Y él escogió a Yanagisawa?

Ozuno asintió.

– Dijo que ya no le interesaba nuestra sociedad, ni yo. Ese día lo repudié y lo expulsé de la sociedad secreta.

– ¿Y aquélla fue la última vez que lo viste?

– No. Lo vi una vez más. Nuestra sociedad tiene un método para tratar con los descarriados. Para impedir que hagan mal uso de nuestro saber secreto, o lo difundan, los eliminamos.

– ¿Los matáis, quieres decir?

– Los muertos no cometen maldades ni cuentan secretos -explicó Ozuno-. Al faltar a su voto, Kobori se condenó a muerte él solo. Se lo hice saber a todos. Todos éramos responsables de desembarazarnos de Kobori, pero la principal responsabilidad era mía porque había sido mi pupilo.

– Entonces, ¿por qué sigue vivo?

Ozuno parecía disgustado.

– Le enseñé demasiado bien. Cuando fui por él, luchamos. Me hirió y escapó. -Con un vistazo a su pierna coja, Ozuno prosiguió-. Los demás miembros de la sociedad secreta jamás han conseguido acercársele lo suficiente para matarlo. -Su disgusto se ahondó en mortificación-. Ahora soy responsable de esos nuevos asesinatos que ha cometido. Es un pecado que me perseguirá durante un millar de vidas.

– A lo mejor puedes expiarlo en ésta. -Hirata empezaba a ver una solución a sus propios problemas, que en ese momento encajaba con su caza del asesino-. ¿Puedes explicarme cómo abordar la captura de Kobori una vez lo encontremos?

– Debes llevar contigo a tantos soldados como puedas -dijo Ozuno-. Y prepárate para que muchos de ellos mueran mientras él se resiste al arresto.

Esa solución obvia no satisfacía a Hirata.

– ¿Qué hay de luchar en un duelo contra él?

– Todo el mundo tiene un punto débil. Yo nunca pude encontrar el de Kobori, pero es tu única esperanza de derrotarlo en un combate directo. Sugiero que no lo intentes.

– ¿Me enseñarías alguna de tus técnicas secretas para usarla contra él?

Ozuno lo observó con ceño.

– Imposible. Mi voto me lo impide.

– Se perderán más vidas a menos que me proporciones recursos para protegerme, a mí y a mis tropas. -Hirata quería aprender los secretos que permitían a un hombre cojo y endeble derrotar a cinco samuráis fornidos.

– De acuerdo -cedió Ozuno a regañadientes-. Te mostraré varios puntos vulnerables donde golpear a Kobori si te acercas lo suficiente.

Tomó la manó de Hirata y tocó dos puntos del hueso de su muñeca.

– Aplica una fuerte presión aquí para sacarle el aliento de los pulmones y debilitarlo. -Arremangó a Hirata y le dio un leve pellizco en el antebrazo, entre dos músculos-. Agárralo por aquí y obstruirás su flujo de energía. Eso lo derribará. Entonces podrás asestarle el golpe mortal.

Tocó a Hirata en el lado derecho de la garganta, justo por debajo de la barbilla.

– Un golpe fuerte aquí le detendrá el riego sanguíneo. -Situó el dedo sobre un punto del pecho de Hirata, y luego otro-. Pégale aquí y le pararás el corazón. -Después le abrió las vestiduras y señaló un punto cerca del ombligo-. Una patada fuerte en el núcleo de su espíritu lo matará al instante.

Fascinado, Hirata escuchó con atención. Sin embargo, recordó el ataque de aquellos bandidos cuando se dirigía al depósito de cadáveres y las incontables batallas a espada que había librado. Unas técnicas de combate cuerpo a cuerpo no lo ayudarían en situaciones parecidas.

– ¿Puedes enseñarme algún movimiento con la espada, como los que has empleado contra esos bravucones que te han atacado? -pidió.

– Oh, por supuesto. En unos instantes te transmitiré las habilidades que lleva años dominar -dijo Ozuno, retomando su anterior actitud desabrida. Clavó en Hirata su intensa mirada-. Sospecho que tu ansiedad por aprender mis secretos surge de algún propósito que va más allá de tu búsqueda de Kobori.

– Tienes razón -reconoció Hirata, avergonzado de que Ozuno hubiera leído con tanta facilidad sus intenciones. Se hincó de rodillas entre las tumbas e inclinó la cabeza-. Ozuno-san, me gustaría mucho estudiar artes marciales con vos. ¿Me aceptaríais como pupilo, por favor?

Ozuno emitió un sonido burlón.

– No aceptamos al primero que nos lo pide, así sin más. Ya te he hablado de nuestro sistema para escoger discípulos.

Hirata insistió:

– Vuestro sistema falló cuando escogiste a Kobori. Yo soy un mejor candidato.

– Eso dices tú -replicó Ozuno-. Eres un completo desconocido. No sé nada de ti salvo lo que veo, y lo que veo es que eres brusco e impertinente.

– Tengo buen carácter -dijo Hirata, ansioso por convencer-. El chambelán y el sogún responderán de mí.

– El que alardees de tus méritos es señal de una naturaleza vanidosa-refunfuñó Ozuno-. Además, eres demasiado viejo. Tu personalidad está formada. Siempre escogemos muchachos que podemos moldear de acuerdo con nuestro estilo de vida.

– Pero yo poseo una habilidad y experiencia en el combate que los niños no tienen. Parto con ventaja.

– Más probable es que hayas aprendido tantos errores que haría falta años para reeducarte.

Pero Hirata no cejó: aquélla era su gran oportunidad y no pensaba dejarla pasar.

– Por favor -suplicó, poniéndose en pie con dificultad y agarrando a Ozuno por el brazo-, necesito que me adiestréis. Sois mi única esperanza de poder volver a luchar. A menos que aprenda vuestros secretos, siempre estaré indefenso, seré un blanco fácil para los ataques, el objeto de todas las burlas. -Abrió los brazos para que Ozuno viera mejor la ruina lisiada de su cuerpo. Al borde de las lágrimas, avergonzado por suplicar, añadió-: En estas condiciones no podré cumplir mi deber hacia mi señor y mi sogún. Si no me ayudáis, ¡perderé mi honor además de mi medio de vida!

Ozuno lo contempló con implacable desprecio.

– Quieres conocimiento por los motivos erróneos. Quieres aprender unas técnicas, ganar peleas, satisfacer tu orgullo y obtener recompensas materiales, en vez de honrar y preservar nuestras venerables tradiciones. Tus necesidades no son asunto mío. Desde luego no te cualifican para entrar en nuestra sociedad. -Hizo un gesto de impaciencia con la mano-. Pero esta conversación carece de sentido. Aunque fueras el candidato ideal, no te adiestraría. Juré abandonar la enseñanza cuando Kobori se torció. Nunca volveré a arriesgarme a crear otro asesino amoral.

Aunque el tono del sacerdote daba a entender que su decisión no tenía vuelta atrás, Hirata estaba demasiado desesperado para rendirse.

– Pero el destino me ha traído hasta vos -exclamó-. Estáis hecho para ser mi maestro. ¡Es nuestro destino!

– ¿Destino, eh? -Ozuno se rió con sarcasmo-. En fin, si lo es, supongo que no puedo rehuirlo. Te ofrezco un trato: si nos encontramos otra vez, empezaremos nuestras lecciones.

– De acuerdo -dijo Hirata. Edo era lo bastante pequeño para saber que volvería a ver al sacerdote.

Ozuno sonrió con sorna al adivinarle el pensamiento.

– Pero no si yo te veo primero -dijo, y sin más salió cojeando del cementerio. En la calle, se mezcló con un grupo de peregrinos y desapareció.

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