Capítulo 32

– No puedes matarme -dijo Reiko al tiempo que se apartaba del contacto de la hoja contra su cuello y veía la intención asesina en los ojos de Yugao-. Me necesitas para protegerte. -Aunque la muchacha estaba lo bastante loca para matarla de todas formas, intentaba disuadirla-. Los soldados llegarán en cualquier momento. Sin mí viva, estás muerta.

Yugao rió, temeraria y eufórica.

– Yo no los oigo llegar, ¿y vos? Él acabará con todos ellos. No os necesitamos.

Reiko oyó carreras que se alejaban corriendo de la casa: los soldados desertaban. ¿Y Sano? Aunque no estuviera muerto, aunque Hirata le contara que ella estaba allí dentro, ¿podría derrotar al Fantasma y rescatarla? La desesperanza la abrumaba.

– Me necesitas para salir de Edo. Se ha montado un gran dispositivo para impedir vuestra huida. Si voy contigo, mi marido y mi padre querrán salvarme. Podrás negociar con ellos: tu libertad a cambio de mi vida.

Yugao sacudió la cabeza.

– El puede moverse como el viento. Cuando vamos juntos es como si fuéramos invisibles. -Su mirada se desvió para atender a la acción del exterior. Los temblores nerviosos de su cuerpo sacudían el cuchillo contra la piel de Reiko-. Nos escurriremos entre los dedos mismos de vuestro ejército. No seríais más que un lastre.

Reiko veía acercarse la muerte inexorablemente. El cuello se le tensaba bajo el cuchillo. Con todo, al menos tal vez lograría atar un cabo suelto de su investigación.

– Si voy a morir, antes respóndeme a una pregunta. ¿Por qué mataste a tu familia?

Vio admiración mezclada con sorna en los ojos de Yugao.

– No os rendís nunca, ¿verdad?

– Después de todo el trabajo que he hecho por ti, lo mínimo que puedes ofrecer a cambio es satisfacer mi curiosidad. -Además, cuanto más tiempo hablaran, más oportunidades tendría Reiko de salvarse.

Yugao reflexionó y luego se encogió de hombros.

– De acuerdo. -Reiko notó que anhelaba la satisfacción de mostrar lo errada que había estado acerca de sus motivos-. Supongo que ahora no importa que os lo cuente.


La luz de la luna se colaba en el interior de la casa apenas lo suficiente para mostrarle a Sano un pasadizo que se extendía hacia un vacío negro. Pegó la espalda a una pared, tanteando por delante con la mano izquierda mientras la derecha aferraba la espada. Engullido por la penumbra, la vista lo abandonó, pero el resto de sus sentidos se agudizaron. Oía hasta el menor crujido del suelo bajo su peso; sus pies notaban las estrechas rendijas entre tablones. Sus dedos seguían el dibujo de un panel de celosía. Captó un dejo de sudor masculino en el olor mohoso del espacio cerrado y viciado.

Kobori había pasado por allí hacía muy poco. Había dejado su rastro.

Sano proyectó su mente hacia fuera, en busca de su enemigo, mientras avanzaba palmo a palmo. Percibió habitaciones vacías tras el panel y al otro lado del pasillo, sintió que el Fantasma lo esperaba no muy lejos. Si podía oler a Kobori, Kobori podía olerlo a él. Su corazón latía con tanta fuerza que debía de oírlo. Y era probable que Kobori hubiera memorizado tan bien hasta el último rincón de la casa que pudiese orientarse en la más completa oscuridad. A Sano se le tensaban los músculos en anticipación de un ataque repentino. Aún podía desistir y escapar de aquella trampa, pero el valor se imponía al sentido común. Siguió avanzando.

Echó un vistazo hacia atrás, hacia el vago y borroso contorno de la entrada iluminada por la luna. Parecía a un mundo de distancia aunque sólo hubiera recorrido treinta pasos. Al deslizar el pie hacia delante, el suelo desapareció bajo él. Tanteó con el dedo gordo, que tocó la contrahuella y el siguiente peldaño de una escalera que descendía hacia el nivel inferior de la casa. Se agarró a la barandilla mientras bajaba, poco a poco y con cautela. Al llegar abajo siguió adelante por otro pasillo. La absoluta oscuridad era como un tejido viviente que le insuflara bocanadas de moho y polvo en los pulmones. Tenía la espeluznante sensación de que la frontera entre él y el espacio que lo rodeaba se estaba disolviendo. Sintió el impulso de tocarse el cuerpo para asegurarse de que todavía existía.

– Adelante, honorable chambelán -susurró el Fantasma-. Ya casi estáis.

La mano de Sano notó que la pared terminaba. Había llegado a una esquina. La dobló centímetro a centímetro. Varios pasos más allá se encontró con una entrada, tras la cual se adivinaba una habitación. El pasillo lo llevó por delante de más habitaciones, alrededor de más recodos. Se imaginó vagando por un laberinto en cuyo centro esperaba Kobori, presto a abalanzarse. Su percepción aguzada rozaba lo sobrenatural. El olor del rastro del Fantasma era tan fuerte que podía saborearlo. Notó un desplazamiento de peso en algún punto del suelo: Kobori se hallaba en el mismo nivel de la casa.

El suelo chirrió una vez, luego dos más.

Sano se quedó inmóvil, escuchando la subrepticia aproximación de los pasos del Fantasma, tratando de dilucidar desde qué dirección.

– Aquí vengo -susurró Kobori.

Sano se volvió hacia la voz y sostuvo la espada en alto con las dos manos. Mientras esperaba, se sintió a la vez invisible y expuesto, aterrorizado por la confrontación a la par que sediento de ella.

Los pasos se acercaban desde todas las direcciones, como si el Fantasma se hubiese multiplicado en un ejército. ¿Había creado Kobori esa ilusión, o eran imaginaciones de Sano? Nunca se había sentido tan solo, confundido o vulnerable. Ni su alto rango ni su legión de subordinados podían protegerlo. Allí no importaba que tuviera poder sobre la práctica totalidad de los ciudadanos de Japón. El Fantasma lo había reducido a la condición del samurái sin señor, luchando por sobrevivir con sus propios medios, que en otro tiempo había sido. Su mujer, su hijo y sus logros se antojaban tan remotos como si los hubiera soñado. Lo único que tenía en ese momento, como entonces, eran sus espadas.

Su enemigo pretendía que se sintiera así para quebrantar su confianza, y la sensación de vulnerabilidad y aislamiento de Sano se intensificó contra su voluntad. Los pasos del Fantasma aceleraron a medida que se acercaban. Con ciego apresuramiento, Sano atravesó a trompicones una puerta. De repente los pasos cesaron. Sintió un aire cálido a sus espaldas.

Era el calor corporal del Fantasma.

El pánico se apoderó de él. Antes de que acertara a reaccionar, sintió un golpecito en la espalda, por debajo de su hombro derecho. Soltó la espada, que cayó al suelo. Mientras se doblaba con los dientes apretados por el dolor, lo agarraron por detrás. Le manosearon el cuerpo. Lanzó un golpe con el brazo izquierdo, pero sólo encontró vacío. El brazo derecho le colgaba inútil y dolorido. Sintió un tirón en la cintura y luego oyó unos pasos rápidos que se alejaban.

Kobori había atacado y ahora retrocedía, como una serpiente.

Solo en la oscuridad, Sano cayó de rodillas, trastornado y jadeante a causa del repentino y violento ataque. El dolor del brazo se perdió en una pesada insensibilidad, como si le hubieran cortado la circulación. Kobori había alcanzado algún punto vital que le había incapacitado el brazo. Buscó a tientas por el suelo, desesperado por encontrar su espada, pero sus manos barrieron una superficie vacía. Se palpó la cintura en busca de su espada corta, pero ésta también había desaparecido. Kobori le había arrebatado sus dos armas. Oyó sus carcajadas, que crepitaron como ñamas.

– Veamos lo bien que podéis combatirme sin vuestras espadas -susurró Kobori.


– Mi padre era verdugo -dijo Yugao.

Relajó la presión del cuchillo sobre la garganta de Reiko, que respiró con cautela y destensó los músculos.

– Llegaba a casa y se ponía a hablar de cuánta gente había matado y lo que habían hecho para merecer ese final -prosiguió Yugao-. Nos contaba cómo se comportaban cuando los llevaban al campo de ejecución. Nos describía cómo era cortarles la cabeza.

Reiko concentró su mirada en su cara, con la esperanza de retener la atención de Yugao.

– Después de la guerra, ejecutaron a muchos samuráis del ejército de Yanagisawa. Eran sus camaradas. -La furia en nombre de su amante le centelleaba en los ojos-. Mi padre mató a muchos. Se jactaba de ello porque habían sido hombres importantes y él era un hinin, pero ellos estaban muertos y él vivo. Cada vez que mataba a uno, hacía una muesca en la pared.

Reiko recordó las marcas que había visto en la chabola. Desplazó poco a poco su brazo derecho hacia el costado, buscando el cuchillo que llevaba a la espalda.

– No podía permitirle que siguiera matándolos -dijo Yugao-. Aquella noche me harté de oírlo fanfarronear. No lo soportaba. O sea que lo apuñalé. Era lo menos que podía hacer por mi amado.

Por fin Reiko entendía que hubiera mantenido en secreto el móvil: para evitar mencionar a Kobori y revelar sus crímenes. Sin embargo, también intuía que las afrentas del pasado y el presente se habían combinado para colmar el vaso de Yugao. Hacía tiempo que la chica albergaba un odio enconado hacia su padre por violarla y luego rechazarla. Podría haberlo soportado por siempre o haberlo apuñalado en otro momento, pero sus ofensas contra los camaradas de Kobori habían supuesto el motivo que necesitaba su mente inestable para asesinar a su padre.

– ¿Por qué mataste a tu madre y tu hermana? -preguntó Reiko.

Una desdeñosa sonrisa torció los labios de Yugao.

– Mientras lo estaba apuñalando, se limitaron a acurrucarse en un rincón y llorar. -Arrugó el entrecejo-. Podrían haberme detenido. Si él les hubiera importado, lo habrían hecho. Esas miserables cobardes merecían morir.

A lo mejor Yugao había querido que la detuviesen, especuló Reiko. A lo mejor todavía amaba a su padre a pesar de todo. En ese caso, las había castigado por su incapacidad para salvarlo de ella, además de por las pasadas injusticias que le habían infligido. Sólo quedaba una cuestión por dilucidar.

– ¿Por qué confesaste? -preguntó.

– Lo hice por él. Y quería que él lo supiera. No esperaba volver a verlo, pero se enteraría de lo que yo había hecho. El entendería por qué. Sabría que había muerto por él y estaría agradecido.

Reiko estaba anonadada por la magnitud de su enajenación.

– Entonces ¿por qué huiste de la cárcel? -Reiko tenía el brazo doblado tras el cuerpo, los dedos en la empuñadura del cuchillo.

– El incendio fue una señal. Decía que mi destino era reunirme con él en lugar de morir por él. -Arrugó la frente, súbitamente suspicaz-. ¿Qué hacéis?

– Sólo me rasco la espalda-mintió Reiko.

– Poned las manos donde pueda verlas.

Reiko obedeció, renunciando a toda esperanza de atacar a Yugao por sorpresa. Ideó una nueva táctica.

– Mataste por Kobori. Estabas dispuesta a sacrificar tu vida por él. ¿Qué ha hecho él por ti?

Yugao la miró como si fuese la pregunta más estúpida del mundo.

– Él me ama.

– ¿Te lo ha dicho?

– No hace falta. Lo sé.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me hace el amor.

– Quieres decir que obtiene de ti su placer. Eso no quiere decir que signifiques nada para él más allá de lo físico.

– Acudió a mí después de la guerra. No le importó que fuera una hinin. -Por primera vez Yugao sonaba ansiosa por demostrar que ella significaba tanto para él como él para ella-. Quería estar conmigo.

Reiko pensó en el varapalo que había recibido la facción de Yanagisawa durante la guerra, y habló siguiendo una corazonada:

– ¿Estaba herido?

– Sí.

– De modo que estaba herido y no tenía adónde ir. Y apuesto a que, en cuanto estuvo recuperado, se fue. ¿No es así?

La expresión angustiada de Yugao reveló que Reiko había acertado.

– Tuvo que irse. Tenía cosas importantes que hacer.

– Más importantes que tú. Dime, cuando escapaste de la cárcel, ¿se alegró de verte?

– Tiene problemas que lo preocupan -espetó Yugao.

– Y tú te convertiste en uno de ellos -dedujo Reiko-. Sabía que podías ser su ruina. Y tenía razón. Has traído la ley hasta él. Te dejará tirada en cuanto pueda.

– No me importa -replicó Yugao, pero sus ojos resplandecían de lágrimas y tristeza; se le quebró la voz a medida que la abandonaba su arrogancia-. El es todo lo que tengo.

Por fin Reiko penetraba en Yugao, hasta el espíritu oculto tras su duro caparazón, La pérdida y las privaciones habían trazado el camino de su vida. Había perdido su inocencia, además del amor de su madre, por culpa de la depravación de su padre. Había perdido su hogar, su vida acomodada como hija de mercader y su lugar en la sociedad. Había perdido el afecto de su padre por culpa de su hermana. Tras asesinar a su familia, había perdido su parentela y su libertad. Ahora se aferraba desesperadamente a lo único que no había perdido todavía.

– ¡No consentiré que me alejéis de él! -gritó.

Reiko la compadeció al verla contener las lágrimas con un parpadeo. Su habitual escudo de hostilidad endureció sus facciones.

– Estoy harta de escucharos. -Tenía la voz ronca pero firme. En sus ojos ardía un odio que había empeorado porque Reiko la había obligado a abrirse-. Va siendo hora de acallaros para siempre.


Desarmado, ciego e indefenso, Sano se dio cuenta de que si las cosas seguían así, no tenía ninguna posibilidad. Debía hacerse con el control de la situación. Lo primero era salir de la trampa del Fantasma. Gateó por el suelo hasta encontrar una pared de paneles de madera. La palpó de un lado a otro y hacia arriba hasta que su mano topó con una hendidura. Metió los dedos y tiró. El panel se deslizó hacia un lado.

– ¿Qué estáis haciendo? -Kobori sabía que Sano intentaba tomar la iniciativa, y eso no le gustaba nada.

Tras el panel había otro, hecho de papel enmarcado por parteluces. Lo recorrían unas vetas de luz, suficientes para que Sano distinguiera que se encontraba solo en una habitación sin muebles. Descorrió el panel. Al otro lado había toscos tablones clavados en una puerta. La luna entraba por las rendijas que los separaban. Habían cegado la casa para protegerla de los ladrones. Sano tiró de los tablones con la mano izquierda; la derecha, junto con todo el brazo, seguía enturneada e inútil. Al ver que los tablones no cedían, empezó a aporrearlos.

– No podéis escapar de mí -susurró Kobori.

Su voz se acercaba, acompañada por pasos resonantes. Desesperado, Sano miró en derredor y distinguió una endeble escalera hecha con listones y postes de madera que se elevaba desde un rincón. Se abalanzó hacia ella.

– ¿Adonde vais? -La voz de Kobori sonó seca y áspera.

Sano llegó al final de la escalera, que terminaba en una plataforma de madera contra el techo. Hizo fuerza hacia arriba y se abrió una trampilla. Kobori había olvidado sellar esa salida o había pensado que Sano no la encontraría. Metió la cabeza por la abertura y la sacó a la brisa nocturna, fresca y pura.

– ¡Quieto! -ordenó Kobori con rudeza, elevando la voz-. ¡Regresad!

Con un esfuerzo torpe que casi le desgarra los músculos, Sano se izó al tejado. Se plantó en su desigual e inclinada superficie de juncos y se frotó el brazo y la mano derechos para reanimarlos. El tejado tenía unos doscientos pasos de largo y la mitad de ancho, con jorobas sobre sus hastiales. Por encima se cernía el nivel superior de la casa, su balcón y la elevada ladera cubierta de bosque. Por debajo se extendía la techumbre del nivel inferior, el valle y las colinas que descendían hacia las escasas y tenues luces de Edo. La luna estaba baja, pero al menos allí vería venir al Fantasma.

– Anoche intentaste matarme en mi propia casa -dijo Sano por el hueco de la trampilla-. Si todavía quieres hacerlo, sube aquí.

– Si queréis atraparme, volved dentro -replicó Kobori.

Aquel punto muerto aminoró el paso del tiempo hasta casi detenerlo. Sano flexionó el brazo y la mano. Sintió un cosquilleo a medida que desaparecía el entumecimiento. Entonces cayó en la cuenta de por qué el Fantasma mataba encubiertamente. No era sólo porque conociera los secretos del dim-mak.

– ¿Qué pasa, tienes miedo de enfrentarte conmigo cara a cara? -gritó.

Ningún samurái podía soportar que se pusiera en entredicho su coraje. Kobori respondió:

– No temo a nada, y mucho menos a vos. Sois vos quien tiene miedo de mí. -Su voz surgía por la trampilla como un humo ponzoñoso-. Os escondéis tras las murallas de vuestro castillo y vuestros soldados. Sin ellos, os encogéis como una mujer aterrorizada por un ratón.

– Eres tú el que se esconde en la oscuridad porque tiene terror de mostrarse -replicó Sano-. Te acercas a hurtadillas a tus víctimas para que no puedan defenderse. ¡Eres un cobarde!

Se produjo un silencio; aun así, Sano casi podía sentir calentarse el tejado bajo sus pies, como encendido por la ira de Kobori. Ningún samurái podía tolerar un insulto semejante. Kobori tenía que salir y defender su coraje y honor. Sin embargo, Sano no era tan iluso para creer que el Fantasma se asomaría por la trampilla para que él lo atrapara. Oteó el tejado en derredor, escudriñando los caballetes, a la espera de un ataque por sorpresa. Echó un vistazo al tejado de debajo. Su instinto de supervivencia le decía que corriese cuando todavía tenía otra oportunidad. Sin embargo, estaban en juego su propio coraje y honor.

Al volverse para mirar hacia arriba, una sombra se desprendió del balcón superior y se abalanzó sobre él. No tuvo tiempo de esquivarla. Kobori aterrizó sobre él y los dos cayeron con estrépito. Kobori no era un hombre muy grande, pero parecía duro y pesado como el acero, todo hueso y tendones. Inmovilizó a Sano con una llave implacable. Rodaron tejado abajo. Mientras lo hacían, Sano vio la cara de Kobori, los dientes expuestos en una sonrisa salvaje y los ojos centelleantes. Trató de clavar los talones en algún punto para evitar la caída por la pendiente, pero no pudo contrarrestar la inercia. Ambos se precipitaron por el borde del tejado.

Cayeron al vacío, pero la cubierta de un balcón interrumpió su caída. Chocaron con una fuerza que sacudió a Sano y luego volvieron a caer hacia el tejado del nivel inferior.


Sujetando el cuchillo con las dos manos, Yugao inhaló hondo. Blandió la hoja de un lado a otro por encima de Reiko. Tenía las facciones desencajadas en un rictus salvaje. Aterrada, Reiko se encogió y levantó los brazos para protegerse.

Se oyó un golpe pesado y estruendoso en el tejado, por encima de ellas. Del techo se desprendió una lluvia de polvo y trozos de yeso. Yugao vaciló, con el cuchillo todavía en alto y la expresión feroz fija en la cara. Más golpes, acompañados de ruido de pelea, sacudieron la casa. Yugao miró hacia el techo, distraída por lo que parecía un combate en el tejado.

En ese momento Reiko se lanzó hacia los muslos de Yugao y le dio un violento empujón. La chica salió despedida hacia atrás a trompicones, desconcertada. Trastabilló con su falda, perdió el equilibrio y cayó de lado.

– ¡Zorra traicionera! -bramó.

Reiko se incorporó en su rincón a la vez que sacaba el puñal de la espalda con un rápido movimiento. Yugao se puso en pie ayudándose con las manos. Aullando de furia, arremetió contra Reiko, que renunció a la esperanza de capturarla. Bastante tendría con salir viva de esa casa. Corrió hacia la puerta, pero Yugao le cortó el paso de un brinco y empezó a lanzarle furiosas cuchilladas. Reiko las esquivó, saltando a un lado y agachando la cabeza, mientras el puñal hendía surcos enloquecidos en el aire y la rasguñaba, destrozándole la ropa. Los jirones de tela silbaban con las maniobras de la propia Reiko con el cuchillo, para parar los golpes de Yugao. La chica se movía tan rápido que alrededor de Reiko parecían zumbar cien puñales.

– ¡Podrías haberlo impedido! -chilló Yugao. Atacaba con una energía tan frenética que cada choque de sus hojas estaba a punto de arrancarle a Reiko la suya de la mano-. Pero fingiste que no lo veías. Le dejaste hacerlo. ¡Me trataste como si fuera culpa mía!

Con un corte atravesó la manga de Reiko, que sintió un latigazo de dolor en el antebrazo. Se tambaleó. Yugao era un tornado de brazos, cabello y groseras maldiciones. Su cuchillo le pasó silbando junto a la oreja y Reiko notó que un hilo de sangre caliente le bajaba por el cuello.

– ¡Era mío! -aulló Yugao-. ¡Tú me lo robaste!

Enloquecida, persiguió a su enemiga por la habitación. En su cabeza Reiko vio las imágenes ensangrentadas de la choza. Yugao revivía la noche de los asesinatos. Creía que Reiko era su madre y su hermana.

– Me dejasteis matarlo. ¡Ahora vais a morir!

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