El sol emergió del alba a través del cielo gris como una gota de sangre en un océano de mercurio. Las campanas de los templos resonaron de una colina a otra; Edo despertaba. Por el puente de Nihonbashi desfilaba un torrente de vecinos de camino al trabajo y viajeros cargados de fardos y armados con bastones. A lo largo de las orillas del canal, los pescadores descargaban sus capturas. Las gaviotas graznaban y se posaban en bandadas. Entre la muchedumbre que entraba en el mercado del pescado deambulaba un vendedor de noticias.
– ¡El Fantasma y su dama han sido derrotados! -anunciaba-. ¡Leed aquí la fascinante historia!
Los clientes le cogían las gacetas y las monedas cambiaban de manos. Cerca del pie del puente, un enjambre de curiosos se congregaba en el lugar donde se exhibía a los criminales ejecutados como escarmiento para los ciudadanos. Ese día había dos cabezas cortadas sujetas a sendos postes. Una pertenecía a una mujer; su larga melena morena se mecía con la brisa fresca y húmeda. La otra presentaba la coronilla tonsurada y el moño de un samurái. Las caras estaban marchitas, picoteadas por los pájaros y medio podridas tras varios días de exposición a los elementos, con las bocas abiertas y las cuencas oculares vacías. Las moscas zumbaban a su alrededor; los gusanos se retorcían en infectos orificios. Se distinguía el hueso pelado en las narices, las mejillas y las frentes. La tierra al pie de los postes estaba manchada de sangre seca. Unos carteles clavados en los postes identificaban a los criminales.
El de la mujer rezaba: «Yugao, asesina. Herida al resistirse a su detención. Sobrevivió para ser ejecutada»; el del hombre: «Kobori, asesino. Muerto en encarnizado enfrentamiento con las autoridades.»
Los niños correteaban alrededor de las cabezas, riendo y burlándose de ellas. Uno lanzó una piedra que rebotó contra la del hombre. Se alejaron a toda prisa.
En el castillo de Edo, los funcionarios salían por la puerta principal a pie, a caballo o en sus palanquines. Se dispersaban en abanico por el distrito administrativo de Hibiya, para cumplir con su trabajo, seguros de que el Fantasma ya no constituía ninguna amenaza y no se hallaban en mayor peligro del habitual. El viento que barría las calles transportaba las cenizas de las piras funerarias, un recordatorio de los caídos durante el enfrentamiento con Kobori. Las colgaduras negras de la puerta del castillo rendían tributo a su valor.
Dentro del complejo del chambelán, Masahiro estaba en el jardín. Llevaba ropas blancas; los dedos de sus pies desnudos asomaban entre la hierba. En una funda atada a su faja colgaba una espadita de madera. Tenía gesto solemne y concentrado. De repente esbozó una mueca de fiereza. Desenvainó la espada, emitió un rugido y arremetió contra un enemigo invisible.
– Eso ha estado muy bien -dijo Sano mientras Masahiro lo miraba pendiente de su aprobación-. Ahora prueba con esto.
Vestido a su vez con prendas blancas, desenvainó su propia espada de prácticas, de madera, e hizo una demostración de varios movimientos. Masahiro lo imitó con más exuberancia que gracia, pero Sano se enorgulleció de los primeros pasos de su hijo hacia el dominio de las artes marciales. Disfrutaba con los vistosos lirios violetas que florecían en torno al estanque, la dulce fragancia del jazmín, el frescor de la mañana y la voz de Reiko hablando con los sirvientes dentro de la casa. Se recreaba en el mero hecho de estar vivo.
Habían pasado cuatro días desde que derrotara a Kobori, y seis desde que éste se colara en su habitación. Cada noche, al acostarse había temido no ver un nuevo amanecer. Y durante el día había esperado la explosión interna de energía que le parara el corazón y apagara su conciencia. Había visto a Reiko observarlo con angustia, esperando a que cayera fulminado. Y aun así no había muerto, aunque hubiera sufrido heridas a manos del Fantasma.
Para cuando llegó a casa después del enfrentamiento, tenía tanto dolor que se desmayó a las puertas. A la mañana siguiente estaba cubierto de cardenales y tan rígido y dolorido que no podía moverse. La orina le salió colorada de sangre. Reiko lo alimentó dándole cucharadas de caldo, porque le dolía masticar. Lo mismo que respirar. Un médico lo trató con pociones y masajes medicinales; un sacerdote entonó oraciones por su recuperación. Los urgentes llamamientos del caballero Matsudaira y el sogún quedaron sin respuesta. Sano había abandonado el gobierno mientras yacía en lo que consideraba su lecho de muerte…
… hasta que empezó a recobrarse. El día anterior había logrado levantarse de la cama y tomar alimentos sólidos. Ese día ya podía moverse sin que el dolor fuera atroz. Los cardenales se estaban desvaneciendo. No había una constancia inequívoca de que el Fantasma le hubiera asestado el toque de la muerte, y cada vez se asentaba más la convicción de que las últimas palabras de Kobori habían sido un embuste destinado a aterrorizarlo, un malévolo intento de venganza. Tras el calvario vivido, celebraba cada momento como un regalo frágil y único. Mientras impartía a Masahiro su primera lección de espada, dio gracias a los dioses porque el lazo entre padre e hijo permaneciera intacto. Lo llenaba de gozo pensar que viviría para orientar a su niño en su camino hacia la madurez, para protegerlo y verlo crecer hasta convertirse en un samurái honorable, labrarse una reputación y tener sus propios hijos.
Sin embargo, ese momento de paz y felicidad perfectas no podía durar. Tenía deberes de suma importancia.
– Por hoy es suficiente, Masahiro -dijo.
Envainaron las espadas.
– ¿Mañana otra vez? -preguntó el niño.
– Sí -respondió Sano-, mañana.
Una muchedumbre se congregaba delante de un pequeño santuario encajonado en una calle de cesterías de Ginza. Por la puerta torii salieron los detectives Arai e Inoue, tirando de dos samuráis rebeldes que se habían escondido dentro. Hirata los seguía a caballo con más detectives, cargados con armas de fuego, munición y bombas incendiarias que los fugitivos habían almacenado para atentados contra el régimen del caballero Matsudaira. Mientras pasaba por delante de la multitud de curiosos, Hirata reflexionó sobre la drástica diferencia que podían suponer unos pocos días.
La situación había vuelto a la normalidad una vez muerto Kobori. La posición de Sano estaba a salvo, al igual que la del propio Hirata.
Aun así, para él no había cambiado gran cosa. Seguía prisionero de su maltrecho cuerpo. Seguía sentado al margen mientras otros hombres actuaban, como había sucedido en el enfrentamiento contra Kobori. Su recuerdo de esa noche estaba enturbiado por la vergüenza de su impotencia. Su vida parecía destinada a proseguir de ese modo, porque no había vuelto a ver a Ozuno, aunque había dedicado todos sus momentos libres a buscar al anciano sacerdote. Ozuno era una oportunidad que el destino le había ofrecido fugazmente, para luego llevársela.
Sin embargo, no quería entregarse a la autocompasión y las lamentaciones. Conservaba su posición, su familia y su buen nombre. Todavía tenía sueños en los que podía luchar y siempre triunfaba, además de sus recuerdos de batallas ganadas. Hirata se tenía por afortunado.
Mientras se alejaba con sus hombres y sus prisioneros, vio una figura familiar cojeando hacia él. ¡Ozuno! Se le iluminó la cara con jubiloso asombro. Bajó de su caballo con dificultades y salió al paso del sacerdote.
– ¡Hola! -exclamó.
– ¿Qué? Oh, eres tú -refunfuñó Ozuno.
A Hirata se le antojó cómica su cara de contrariedad. Se rió, tan contento de encontrarlo que no le importó que el sentimiento no fuera mutuo.
– Os he estado buscando por todas partes. Pensaba que habíais abandonado la ciudad. ¿No es asombroso que nos hayamos cruzado por casualidad?
– Aveces encontramos lo que queremos cuando no lo buscamos, -dijo Ozuno, y añadió insidiosamente-: Y a veces topamos con lo que no queremos por mucho que intentemos evitarlo.
A Hirata no le importó el dardo del anciano, tan feliz se sentía.
– Algunos tenemos más suerte que otros, sin más.
Ozuno asintió a regañadientes.
– He oído que el chambelán Sano ha capturado a mi pupilo renegado. Tengo una gran deuda con él por borrar a Kobori del mundo.
– Y él tiene una gran deuda con vos por vuestro consejo -repuso Hirata-. Lo ayudó a derrotar a Kobori.
– Me alegro de haber sido de utilidad. -El malhumor crónico de Ozuno remitió un poco, aunque no mucho.
– ¿Recordáis lo que dijisteis la última vez que nos vimos? ¿Que si volvíamos a encontrarnos os convertiríais en mi maestro?
El viejo esbozó una mueca.
– Sí, sí que lo dije. Después de vivir ochenta años, debería haber aprendido a tener la boca cerrada.
– Bueno, aquí estamos -dijo Hirata, abriendo los brazos de par en par como si pretendiera abrazar al sacerdote, la calle entera y ese día bendito-. He aquí la prueba de que es nuestro destino que me enseñéis las artes marciales místicas.
– Y quién soy yo para desoír una prueba del destino. -Ozuno puso los ojos en blanco-. Los dioses deben de estar gastándome una broma pesada.
Ahora que su sueño estaba al alcance de su mano, la esperanza confería fuerzas a Hirata. Atisbo un vasto manantial de poder del que pronto podría beber.
– ¿Cuándo empezamos mis lecciones?
– No podemos saber cuánto tiempo nos queda en esta tierra -sentenció Ozuno-. Lo único que tenemos seguro es el momento presente. Deberíamos empezarlas en el acto.
Pero ahora que Hirata había alcanzado su anhelo, sentía menos prisa por reclamarlo.
– A mí me iría mejor en un par de días. Tengo trabajo que terminar. Cuando haya acabado, podéis mudaros a mi mansión del castillo de Edo y…
Ozuna lo atajó con un gesto de la mano.
– Ahora eres mi pupilo y yo soy tu maestro. Yo decido cuándo y dónde te entreno. Ven conmigo, antes de que cambie de idea. -Atravesó a Hirata con la mirada-. ¿O te lo has pensado mejor?
Hirata experimentó un cambio interno, como si fuerzas cósmicas estuvieran redefiniendo su vida. La lealtad debida a Sano y el sogún todavía lo gobernaban, pero se había puesto a las órdenes de Ozuno. Hasta ese instante no había pensado en los conflictos de intereses o los desafíos físicos y espirituales que podía conllevar incorporarse a la sociedad secreta de elegidos. Aun así, no era más libre de escoger su destino que Ozuno.
Miró a los dos detectives que se habían detenido para esperarlo y dijo:
– Seguid sin mí. -Se volvió hacia Ozuno, que lo contemplaba con ceño, como si hubiera pasado la primera prueba por los pelos-. Estoy listo. Vámonos.
Dentro del castillo de Edo, una procesión de samuráis avanzaba lentamente por una avenida bordeada de cedros. Todos llevaban vistosas armaduras ceremoniales. Cada uno portaba ceremoniosamente una caja grande envuelta en papel blanco. El sogún encabezaba la comitiva. El caballero Matsudaira caminaba a su derecha, Sano a su izquierda. Por delante de ellos avanzaban diez sacerdotes sintoístas ataviados con vestiduras blancas y gorros negros. Algunos llevaban antorchas encendidas; otros, tambores y campanas. Entraron en un amplio espacio recién despejado en el parque del castillo y cubierto de grava blanca. El cielo encapotado estaba surcado de nubes; la mañana era tenue y fresca como el ocaso. Unos leves temblores sacudían la tierra. La procesión descendía por un camino de losas hacia el nuevo santuario que el sogún había ordenado construir.
Durante su convalecencia Sano había oído hachazos día y noche, procedentes de los numerosos leñadores que talaban los árboles. En ese momento contempló el santuario que honraba el recuerdo de los caídos en el combate contra Kobori. Era un edificio de madera cuyo tejado curvado se tendía en voladizo sobre los escalones que subían a él desde una plataforma elevada de piedra. Una reja cubría la entrada a la cámara que los espíritus de los muertos podían habitar una vez invocados. Junto al santuario había linternas de piedra; delante de él, una mesa baja con una bandeja de conos de incienso al lado de una cuba metálica. El edificio no era grande, pero la elaborada talla de sus soportes y molduras revelaba que no se había escatimado en gastos o esfuerzo para su construcción. Muchos artesanos debían de haber trabajado sin tregua para tenerlo terminado ese día, que los astrólogos de la corte habían calificado de momento propicio para esa ceremonia conmemorativa.
Los sacerdotes encendieron las linternas de piedra y luego el incienso de la cuba. Se elevó un humo fragante. Entonaron oraciones, golpearon los tambores en una cadencia lenta y sonora y tañeron las campanas mientras el sogún se acercaba al santuario. Se detuvo ante la mesa, donde depositó su caja, que contenía cuarenta y nueve pasteles hechos de harina de trigo rellena de pasta de alubias endulzadas: ofrendas a los muertos, simbólicas del número de huesos de un soldado caído. Agachó la cabeza un momento sobre sus manos unidas y dejó caer un cono de incienso en la cuba. El caballero Matsudaira se adelantó y repitió el ritual. Luego le tocó el turno a Sano. Mientras presentaba sus respetos mudos a los hombres caídos en el cumplimiento del deber, sintió un torrente de emociones.
Su alivio por encontrarse vivo estaba teñido de vergüenza. No parecía justo que hubiese sobrevivido cuando tantos habían fallecido, que él estuviera allí en carne y hueso y sus soldados sólo en espíritu. El dolor lo afligía porque la muerte de ellos había precedido a su victoria. Se unió al sogún y al caballero Matsudaira junto al santuario y observó realizar la ceremonia al resto de los hombres de la procesión. Había setenta y cuatro, uno en representación de cada soldado abatido por el Fantasma. Incluían al Consejo de Ancianos, otros funcionarios destacados y parientes varones de los difuntos. Sin embargo, los treinta hombres heridos de gravedad y lisiados -entre ellos el capitán Nakai, todavía paralizado a pesar del tratamiento de los mejores médicos- no estaban representados. La culpa zahirió a Sano, más angustiosa que el dolor de la paliza recibida de Kobori.
La ceremonia llegó a un final lento y solemne. La música cesó y los sacerdotes partieron. Los miembros de la procesión se entretuvieron alrededor del santuario, formando grupitos y conversando en voz baja. El general Isogai se acercó a Sano.
– Felicidades por vuestra victoria.
– Gracias -dijo Sano.
– Debo disculparme por el comportamiento deshonroso de mis soldados. -La mortificación atenuaba la habitual jovialidad del general-. En cuando capture a los desertores, serán obligados a hacerse el seppuku.
– A lo mejor es un castigo demasiado severo, sobre todo dadas las inusuales circunstancias -observó Sano-. Eran soldados buenos y valientes. El Fantasma les hizo perder la cabeza. -El había perdonado a Marume y Fukida por abandonarlo. También les había prohibido cometer el suicidio ritual aunque le suplicaron expiar así su deshonra-. No quiero que se pierdan más vidas por su culpa. Y necesitamos a esos hombres.
El general Isogai, testarudo, no parecía muy convencido.
– Tengo que mantener la disciplina. El seppuku es el castigo habitual por la deserción. Las excepciones debilitarían la moral del Ejército. No puede consentirse. Pero ¿si me ordenáis que perdone la vida a los desertores…?
Sano se lo planteó un mero instante antes de responder a regañadientes:
– No. -Aunque tenía el poder de disponer lo que deseara, estaba tan condicionado por el código de honor samurái como el general Isogai. Faltar a él no sólo violaría sus principios, sino que lo expondría a ataques-. Haced lo que deba hacerse. -Aun así, la inminente muerte de los desertores lo apesadumbraba tanto como la de las víctimas de Kobori.
Cuando el general se alejó, Yoritomo se acercó a Sano.
– Por favor, permitidme que os exprese lo mucho que me alegra que hayáis derrotado al Fantasma. -Le resplandecían los ojos de admiración.
El sogún se les unió.
– Aah, Sano-san. Nos has salvado del Fantasma. Ahora me siento más tranquilo. -Suspiró y se abanicó. Luego se le abrieron los ojos de horror al mirar a Sano más de cerca-. Cielos, qué mal aspecto tienes. ¡Con todos esos moretones en la cara! Sólo con verlos me pongo enfermo. Te ordeno que, aah, lleves maquillajes para taparlos.
Sano había pensado que ya no podría sorprenderlo nada que dijera el sogún.
– Muy bien, excelencia.
– Vamos, Yoritomo. -El sogún se alejó como si las lesiones de Sano fueran contagiosas. Yoritomo le dedicó una mirada de disculpa.
A continuación se acercó el caballero Matsudaira.
– Honorable chambelán. Me alegro de veros en plena forma.
– Yo también me alegro de veros. -«En plena forma», añadió Sano en silencio. Durante los cuatro días que había estado ausente de la corte, el primo del sogún parecía haber consolidado su posición.
Matsudaira alzó las cejas y asintió satisfecho como si le hubiera leído el pensamiento. Parecía más tranquilo, más seguro, ahora que su nuevo régimen no se hallaba bajo la amenaza de un magnicida.
– Ciertos problemas son menos agobiantes que hace unos días. -Miró de reojo a los ancianos Kato e Ihara, que charlaban con varios de sus compinches. Ellos le devolvieron la mirada con rencor-. Si ciertos individuos desean atacarme, tendrán que hacerlo en persona en lugar de confiar en Kobori. Además, me he ganado unos aliados nuevos, a la vez que ellos han perdido mucho terreno, porque habéis eliminado a su Fantasma. Buen trabajo, Sano-san.
Sano hizo una reverencia para agradecer la alabanza, aunque la encontrara de mal gusto. Setenta y cuatro hombres habían muerto, y él casi había sacrificado la vida, pero lo único que le importaba a Matsudaira era que el final del Fantasma había apuntalado su régimen.
– Pero no os dejéis llevar por la complacencia -le advirtió el primo del sogún-. Os siguen quedando muchas oportunidades de dar un paso en falso, y sobran hombres ansiosos por ocupar vuestro puesto.
Antes de alejarse, su mirada dirigió la atención de Sano hacia la otra punta del santuario. El comisario de policía Hoshina deambulaba entre un grupo de gente que rodeaba al sogún. La ira inflamó sus facciones cuando se encaminó hacia Sano. Antes de que llegara, Sano se vio rodeado de funcionarios que lo saludaron, se interesaron por su salud y le dieron la bienvenida de regreso a la corte. Algunos eran hombres de los que Hoshina había reclutado para sus innobles fines. Sano notaba lo ansiosos que estaban por compensar su espantada al verlo peligrar, su preocupación porque ahora les echara en cara su deslealtad. Era evidente que la campaña de Hoshina contra él había fracasado.
El comisario se abrió paso a codazos entre la multitud. Se detuvo junto a Sano y murmuró:
– Por esta vez habéis ganado. Pero todavía no he acabado con vos. -Luego se alejó hecho una furia.
Sano sintió que el mundo se asentaba en su familiar y precario equilibrio. Los temblores de tierra vibraban bajo sus pies. Se imaginó grietas que se ramificaban en el subsuelo, hacia su casa, donde había reparado en que Reiko parecía inquieta y distante. No le había confiado qué le pasaba y él había percibido que no quería agobiarlo con sus problemas durante la convalecencia, pero sabía que estaba contrariada por el modo en que había concluido su investigación. Sintió una necesidad repentina de hablar con ella, antes de que su torbellino de tareas lo reclamara.
– Disculpadme -dijo a los funcionarios.
Hizo una seña a los detectives Marume y Fukida, que le despejaron el camino hacia la puerta.
Unos nubarrones se acumulaban sobre los pinos que daban sombra a un cementerio del distrito del templo de Zojo. Hileras de pilares de piedra señalaban las tumbas adornadas con retratos de los difuntos y ofrendas de flores y comida. El cementerio estaba desierto salvo por un pequeño grupo reunido en torno a un claro de tierra desnuda.
Reiko, el teniente Asukai y sus demás escoltas observaban a un trabajador que cavaba una nueva tumba. Su pala removía la tierra oscura y húmeda por la estación de lluvias, que se había adelantado ese año. El fresco aroma de la tierra y los pinos no lograba aliviar el dolor que consumía a Reiko.
Retumbó un trueno en la distancia. El sepulturero finalizó su trabajo. Reiko se agachó y levantó una vasija negra de cerámica que se hallaba al lado de la tumba y contenía las cenizas de Tama. La depositó con delicadeza en la fosa. Se hincó de rodillas, agachó la cabeza y murmuró una plegaria por el espíritu de la chica.
– Que renazcas a una vida mejor que la que has dejado.
Sus escoltas esperaban silencios y taciturnos. Reiko susurró a la tumba:
– Lo siento. Perdóname, por favor.
Se levantó y el sepulturero rellenó el agujero y aplanó la tierra. El teniente Asukai colocó el pilar conmemorativo de piedra con el nombre de Tama. Reiko depositó ante él el pastel de arroz, la jarra de sake y el ramillete de flores que había llevado. Empezó a llover. Asukai abrió un paraguas sobre la cabeza de su señora y se lo entregó. Reiko vaciló un momento, reacia a marcharse. Nunca había esperado llorar tanto por alguien que hubiera conocido tan brevemente. Qué extraño que la muerte de una práctica desconocida pudiera cambiarle la vida a alguien.
Oyó cascos de caballos delante del cementerio. Al alzar la cabeza vio que Sano entraba por la puerta, seguido de Marume y Fukida. Su marido se colocó a su lado ante la tumba mientras los detectives se unían a los escoltas de Reiko bajo los pinos. La lluvia arreció hasta empapar la tumba y las ofrendas. Reiko obtenía magro consuelo de Sano, apretado contra ella bajo el escaso cobijo seco de su paraguas.
– Las criadas me han dicho que te encontraría aquí. -Sano la observó con preocupación-. ¿Qué pasa?
– Acabo de enterrar las cenizas de Tama. No había nadie más para hacerlo -explicó Reiko-. Fui a la casa donde trabajaba para preguntar si tenía algún pariente. Sus patrones me dijeron que no. Y no les interesaba lo que pasara con su cuerpo. De modo que celebré un funeral por ella el día después de su muerte. No asistió nadie excepto mi padre. -Reiko sentía pena por Tama, que había estado tan sola en el mundo, y por el magistrado Ueda, que tenía sus propios remordimientos por el desenlace del caso-. Y no había nadie para ofrecerle una tumba como corresponde, sólo yo.
Sano asintió en señal de aprobación.
– Has hecho bien.
– No es suficiente. -A Reiko la reconcomía el sentimiento de culpa-. Intentaste advertirme de que el poder es peligroso. Me dijiste que lo que hacemos con él puede parecer bueno en su momento pero luego tener malas consecuencias. Pues bien, tenías razón. Abusé de mi poder y perjudiqué trágicamente a una niña inocente.
– Fue la propia Tama la que dejó entrever que sabía demasiado sobre Yugao -señaló Sano-. Si se hubiera callado, Yugao le habría permitido regresar a la ciudad, antes de que yo llegara con mis hombres.
– No podía esperarse que Tama supiera lo que debía o no debía decir -replicó Reiko-. No era más que una simple campesina, mientras que yo debería haber previsto todos los riesgos.
– No podías saber lo que pasaría. El incendio que sacó a Yugao de la cárcel fue una circunstancia imprevisible.
Reiko le agradecía que no la cargara con más recriminaciones por haber desoído sus consejos, pero ella no podía absolverse.
– Me advertiste que podía suceder algo inesperado. Y no te hice caso.
– De tu investigación salieron también muchas cosas buenas -le recordó Sano-. Si no hubieses retrasado la ejecución de Yugao, y ella no hubiera escapado de la cárcel, puede que todavía estuviera buscando a Kobori. Él podría seguir asesinando gente.
– A lo mejor, pero ¿cómo saberlo? De lo único que estoy segura es de que, si no hubiera mantenido a Yugao con vida, ella no habría matado a Tama.
– Hiciste lo posible por salvarla. Arriesgaste tu propia vida.
– Fracasé. Yo estoy viva y Tama está muerta. -En ese momento Reiko reconoció el problema que más la angustiaba-. Y no acepté la investigación sólo porque quisiera descubrir la verdad o servir a la justicia. Tenía ganas de aventura. La encontré, sí, pero Tama pagó un precio muy alto.
La expresión de Sano se ensombreció; Reiko vio que sus palabras le habían tocado una fibra sensible.
– No eres la única que siempre ha tenido motivos personales egoístas. Cuando el caballero Matsudaira me ordenó atrapar al asesino, me alegré de alejarme de mis aburridas ocupaciones. Tenía tantas ganas de aventuras como tú.
– Pero tú cumplías órdenes -puntualizó Reiko, capaz de justificar el comportamiento de Sano pero no el propio-. Querías salvar vidas y castigar a un asesino.
– Cierto, pero también quería salvar mi posición, que podría haber perdido en caso de fallar. Mi honor estaba en juego. Y no eres la única cuya investigación se desbarató. -El dolor acentuó las magulladas facciones de Sano-. Yo conduje a muchos hombres a lo que se demostró una misión suicida.
– Eso es otra cosa -protestó Reiko-. Esos soldados eran samuráis. Librar esa batalla era su deber.
– Están igual de muertos que Tama. Y yo estoy vivo.
Recapacitaron, unidos por el aleccionador hecho de que habían sobrevivido mientras que muchos habían caído, de que sus vidas tenían tanto de carga como de bendición de los dioses. La lluvia caía a raudales, difuminando las tumbas; el cementerio empezaba a encharcarse.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó Reiko.
– Podemos compensar lo que pasó.
La expiación se antojaba imposible, mas la idea de afanarse en pos de ella poseía cierto atractivo desolador para Reiko.
– Dejaré de investigar crímenes -prometió-. Me pondré bajo arresto domiciliario para no volver a perjudicar a nadie más. -Sin embargo, su empeño languideció en el momento mismo en, que lo pronunciaba. ¡Enterrar su habilidad, su experiencia y su ardor, junto con las cenizas de Tama! Tal vez era un precio pequeño.
– Yo no tengo a mi alcance el lujo de retirarme del mundo -dijo Sano con pesar-. Todavía tengo deberes que cumplir. No puedo dejar de usar mi poder. No puedo dejar de hacer juicios aunque tal vez se demuestren erróneos. -Hizo una pausa, absorto en sus pensamientos-. Y todavía quiero una oportunidad de hacer el bien, de usar mi poder y posición para servir al honor. -La determinación y la esperanza le reforzaron la voz-. Por lo menos eso no ha cambiado.
Tampoco había cambiado para Reiko.
– Pero si actuamos, ¿cómo podemos estar seguros de que las cosas no volverán a salir mal?
– No podemos. El poder no nos exime de la mala suerte y los errores, evidentemente. Lo único que sabemos es que nuestro poder hace que las consecuencias de nuestras acciones sean más extremas. -Sano parecía titubeante, como si estuviera articulando las ideas sobre la marcha-. Sin embargo, un exceso de cautela es tan malo como no tener la suficiente, y la inacción puede ser peor que la acción. Si no hubiera perseguido a Kobori, él podría haber seguido matando, el régimen del caballero Matsudaira podría haberse debilitado y Japón podría haberse visto envuelto en una guerra civil. Si tú no hubieses conocido a Yugao, es posible que yo nunca lo hubiera atrapado. Los acontecimientos pueden relacionarse de modos misteriosos. No puedo evitar pensar que el destino quiso que las cosas fuesen como fueron y no de otra manera. No puedo evitar creer que sobrevivimos por un motivo.
Reiko era escéptica, pero anhelaba creerlo también.
– ¿Qué motivo?
– No lo sé. A lo mejor, si estamos a la altura de los desafíos que se nos crucen en el futuro, ellos nos conducirán a nuestro destino.
Reiko sonrió con nostalgia.
– Siempre imaginé que mi destino me sería revelado por apariciones celestiales o estrafalarias visiones.
Sano soltó una risita.
– Dudo que podamos elegir cómo se nos manifiesta el destino. Es posible que los dioses no nos consideren dignos de un dramatismo tan espectacular.
Su buen humor reconfortó a Reiko. Empezó a creer que había salvado la vida por un motivo y que dispondría de la oportunidad de hacerlo mejor la próxima vez. Confió en que, cuando llegaran los desafíos, ella y Sano estarían preparados para afrontarlos.
Sano paseó una mirada por el mojado y triste cementerio.
– De algún modo no creo que vayamos a encontrar nuestro destino aquí. Deberíamos ir volviendo al castillo de Edo.
Ella asintió. Juntos, se alejaron de la tumba de Tama. La lluvia seguía arreciando y los empapaba bajo la escasa protección de un paraguas. Aun así, una tenue luminosidad se encendió en el cielo lejano aunque retumbara el trueno y temblara la tierra.