Cuando Sano acabó de inspeccionar el hipódromo e interrogar a los testigos presentes, él, Marume y Fukida hablaron con los centinelas y patrullas que se hallaban en las inmediaciones en el momento de la muerte de Ejima. Para cuando regresaron a su mansión, se había hecho de noche. Sano se alegró de ver que había desaparecido la muchedumbre de sus puertas y su antesala: habían desesperado de verlo ese día. Sin embargo, cuando pasó por su despacho para enterarse de lo sucedido en su ausencia, sus asesores lo asediaron con preguntas y problemas urgentes. Se vio engullido de nuevo por el remolino de su cargo, hasta que un criado le llevó dos mensajes: el caballero Matsudaira exigía saber qué lo entretenía tanto, e Hirata había llegado.
Se dirigió a su sala de audiencias y encontró a Hirata de rodillas en el suelo. Lo espantó ver lo enfermo que parecía. Lo asaetearon renovados remordimientos.
– ¿Te apetece un refrigerio? -preguntó. Lamentaba que la habitual cortesía debida a cualquier invitado fuera lo único que pudiera ofrecerle; una disculpa o muestra de compasión sólo hubiera herido su orgullo.
– No, gracias, ya he comido. -Hirata negó tácitamente su evidente malestar al recitar la fórmula de cortesía.
– Bueno, yo no, e insisto en que me hagas compañía -dijo Sano, aunque andaban mal de tiempo. Mandó llamar a una doncella y le dijo-: Tráenos de cenar, y echa unas hierbas medicinales en el té. Me duele la cabeza. -No era verdad, pero a lo mejor la infusión lograba que Hirata se sintiera mejor. La muchacha se marchó-. ¿Qué ha descubierto Ito?
Cuando Hirata se lo contó, se quedó anonadado.
– Asesinado con el dim-mak -se asombró-. ¿Está seguro el doctor?
Hirata describió la contusión en forma de huella, la disección y la sangre del cerebro.
– Bueno, supongo que para todo hay una primera vez -comentó Sano-. Y las novedades de Ito cuadran con lo que he descubierto yo. Todos los testigos dicen que Ejima cayó muerto sin motivo aparente. Los guardias que miraban con sus catalejos durante la carrera no vieron que nada lo golpeara. Nadie disparó un arma cerca del circuito y no se ha encontrado ninguna bala. A Ejima no lo mataron por medios convencionales. -Sano sentía temor a la par que emoción-. Ahora sabemos que lo asesinaron, y cómo. Pero esto complica seriamente el caso.
Hirata asintió.
– Significa que el hipódromo no es necesariamente el escenario del crimen. Podría haber recibido el toque de la muerte horas o días antes de que surtiera efecto.
– Y los sospechosos ya no se limitan a quienes se hallaban cerca de la pista cuando Ejima cayó fulminado -añadió Sano.
Guardaron silencio, escuchando las campanadas de los templos y los ladridos de los perros en la noche, el viento que cobraba fuerza y el zumbido de los insectos en el jardín.
– El asesino anda suelto -dijo Sano. Anticipaba la emoción de la caza, pero también un desafío sin precedentes, un adversario mucho más ducho en artes marciales que él mismo-. Y no tenemos ni idea de quién puede ser.
La doncella sirvió una cena de bolas de arroz, sashimi y verduras encurtidas. Sano reparó en que Hirata apenas probaba bocado, pero dio unos tragos de té y pareció revivir un poco.
– Tenemos dos problemas más apremiantes que atrapar al asesino -le dijo-. Primero, ¿cómo vamos a ocultar que han diseccionado el cuerpo de Ejima?
– Ya me he ocupado de eso -respondió Hirata-. Hice que el asistente del doctor le vendara la cabeza. Luego lo llevé a casa para que mis criados lo vistieran con una túnica de seda blanca y lo tendieran en un ataúd lleno de incienso. Al dejarlo en casa de su familia, les dije que ya estaba preparado para el funeral, para ahorrarles la visión de sus espantosas heridas, y que yo mismo pagaría un funeral por todo lo alto. Dejé que vieran el cuerpo un minuto y luego sellé el ataúd. Se sentían tan agradecidos que no creo que lo abran para examinarlo mejor.
– Bien hecho -dijo Sano, impresionado por el ingenio de Hirata-. Pero yo pagaré el funeral. -Se trataba de un precio pequeño por mantener en secreto la autopsia.
– ¿Cuál es el segundo problema? ¿Cómo contarle al caballero Matsudaira que a Ejima lo asesinaron mediante el dim-mak sin revelarle cómo lo hemos descubierto? -preguntó Hirata.
Sano asintió mientras dejaba a un lado los palillos.
– Tengo una solución. Te la contaré de camino a palacio.
Una luna en cuarto creciente adornaba el cielo añil sobre los picudos tejados del palacio. Las llamas resplandecían en las linternas de piedra repartidas por el complejo de edificios de entramado de madera y los senderos de grava blanca que cruzaban sus lozanos y apacibles jardines. Las ranas croaban en los estanques mientras resonaban los disparos de las prácticas de tiro nocturnas en el campo de entrenamiento de artes marciales. Los guardias de patrulla llevaban el emblema del caballero Matsudaira, reafirmando su posición en el corazón del régimen Tokugawa.
Cuando llegaron Sano, Hirata y los detectives Marume y Fukida preguntando por Matsudaira, los centinelas de las puertas de palacio los dirigieron a las dependencias privadas del sogún. Allí se encontraron en medio de una fiesta. Bellos muchachos vestidos con vistosos ropajes de seda tocaban el samisén, la flauta y los tambores; otros bailaban. El sogún estaba apoltronado entre cojines mientras más mozalbetes parloteaban a su alrededor y lo mantenían servido de vino. Su querencia por los varones jóvenes era del dominio público. El que los prefiriera a su esposa y sus concubinas explicaba por qué no había logrado engendrar un heredero directo. Cerca del sogún se encontraban Matsudaira y dos miembros del Consejo de Ancianos, que incluía a los principales asesores del sogún y era el máximo órgano de gobierno del régimen. Matsudaira estaba de rodillas con los brazos cruzados y expresión torva: desaprobaba esos entretenimientos tan frívolos. Los ancianos tomaban vino y meneaban la cabeza al compás de la música.
– ¿Y bien? -dijo mientras Sano y sus acompañantes se acercaban, se arrodillaban y hacían una reverencia-. ¿Ha sido asesinato?
– Lo ha sido -asintió Sano.
Los viejos arrugaron la frente en señal de preocupación. El sogún desvió su atención de los bailarines y contempló a Sano con cara de alelado; tenía las mejillas coloradas por el vino; con la mano toqueteaba la rodilla del chico sentado a su lado.
Se trataba de Yoritomo, su favorito del momento. Era asombrosamente bello, la viva imagen en joven de su padre, el antiguo chambelán. Aunque el caballero Matsudaira había desterrado a Yanagisawa y su familia, Yoritomo permanecía en Edo porque el sogún había insistido en quedárselo. Corría por sus venas sangre Tokugawa -de parte de la madre, una pariente del sogún- y las malas lenguas decían que era el heredero designado por la dictadura. El encaprichamiento del sogún protegía a Yoritomo de Matsudaira, que quería eliminar a todo aquél relacionado con su rival. Yoritomo sonrió con timidez; sus grandes ojos, de un negro líquido, tan parecidos a los de su padre, se iluminaron de alegría al ver a Sano.
– De modo que yo tenía razón. -Matsudaira se hinchó de satisfacción-. Lo sabía.
– ¿De quién estáis hablando? -preguntó el sogún.
– De Ejima, el jefe de la metsuke. -El caballero apenas contenía su impaciencia-. Ha muerto esta mañana.
– Aah, sí -dijo el sogún con aspecto de recordarlo vagamente.
– Pensaba que Ejima se había caído corriendo en el hipódromo -dijo uno de los ancianos. Era Kato Kinhide, que tenía una cara ancha y curtida, con ranuras por ojos y boca. El otro era Ihara Eigoro. Se habían opuesto a Matsudaira y apoyado a Yanagisawa durante la guerra de las facciones. Ellos y algunos de sus aliados habían sobrevivido a la purga pegándose a Yoritomo, que estaba solo en la corte y dependía de la protección que le ofrecieran los amigos de su padre. Sin embargo, Sano sabía que la protección funcionaba en los dos sentidos: la influencia de Yoritomo ante el sogún escudaba a Kato, Ihara y su camarilla del caballero Matsudaira. Él era su asidero al régimen, la promesa de otra oportunidad de hacerse con su control.
– A Ejima no lo ha matado la caída -explicó Sano.
– Entonces ¿qué ha sido? -preguntó Ihara. Bajo y jorobado, tenía una apariencia algo simiesca. Él y Kato guardaban rencor a Sano porque se había negado a ponerse de su parte durante la guerra de las facciones, y en ese momento trabajaba codo con codo con Matsudaira. Lo envidiaban por haber llegado más alto que ellos en el escalafón.
– Ejima ha sido víctima de un dim-mak -contestó Sano.
– ¿El toque de la muerte? -El caballero lo observó con asombro, al igual que los ancianos y Yoritomo. El sogún pareció confuso sin más. La música y la danza proseguían mientras los mozos bromeaban y reían.
– Cuesta creerlo -dijo Kato, siempre dispuesto a ridiculizar a Sano y despertar dudas sobre su juicio-. El dim-mak es un arte perdida.
– ¿De qué pruebas disponéis? -inquirió Ihara.
– Cuando preparaban a Ejima para el funeral, han reparado en un cardenal que tenía en la cabeza. Presentaba la forma y las marcas de una huella dactilar. -Era la historia que Sano había pergeñado para encubrir la disección ilegal-. De acuerdo con la literatura de las artes marciales, se trata de la señal inconfundible del toque de la muerte.
– Los libros no pueden considerarse una confirmación adecuada -se mofó Kato.
– En ellos siempre puede encontrarse algo que respalde el argumento más inverosímil-añadió Ihara, en apoyo de su compañero.
Sano entendía por qué estaban tan deseosos de refutar que la muerte de Ejima fuera un asesinato.
– Pese a todo, me reafirmo en mi opinión. Pero dejemos que sea su excelencia quien decida la cuestión.
El sogún pareció complacido de que se le consultara, pero arredrado. Se volvió hacia el caballero Matsudaira.
– El chambelán Sano es el experto en crímenes -dijo éste-. Si él dice que ha sido dim-mak, debería bastar con eso.
Sano también comprendía que Matsudaira estaba tan ansioso por confirmar que a Ejima lo habían asesinado que aceptaría un método inusual, creyera en él o no.
– Bueno, entonces, aah, así sea -dijo el sogún, a todas luces contento de que su primo le hubiera ahorrado la necesidad de pensar-. La, aah, causa oficial de la muerte es lo que dice el chambelán Sano.
Matsudaira asintió en señal de aprobación. Kato e Ihara trataron de disimular su contrariedad, y Sano su alivio al ver que el ardid había funcionado y la autopsia permanecía en secreto. Se preguntó cuánto le duraría la suerte.
Yoritomo le dedicó una fugaz sonrisa de felicitación. A lo largo de los últimos seis meses se habían hecho amigos, a pesar de que Sano en un tiempo había sido el rival de su padre. El chico le inspiraba lástima y había descubierto que era un joven decente y considerado que se merecía algo mejor que una vida como juguete sexual del sogún y peón de los compinches de su padre, sobre todo cuando su condición de heredero del régimen distaba mucho de ser segura. A Sano lo maravillaba que de Yanagisawa hubiera salido un niño tan cabal, y se había cargado sobre las espaldas otra responsabilidad más: la de mentor del hijo de su antiguo enemigo.
– ¿Qué hay de las otras tres muertes recientes? -preguntó Matsudaira-. ¿También fueron causadas por dim-mak?
Kato interrumpió:
– ¿Os referís al supervisor de ceremonias de la corte, el comisario de carreteras y el ministro del Tesoro?
– Así es.
– Es imposible que todas esas muertes sean asesinatos -protestó Ihara.
Sano observó que el rumbo de la conversación ponía nerviosos a los dos ancianos.
– Eso ya lo veremos -dijo el caballero en tono ominoso-. ¿Chambelán Sano?
– Si el supervisor Ono, el comisario Sasamura o el ministro del Tesoro Moriwaki fueron asesinados está todavía por esclarecer. -Sano se ganó un gruñido de decepción de Matsudaira y miradas de alivio de los demás.
– Investigaré sus muertes mañana -terció Hirata.
– Por lo menos alguien reconoce la necesidad de investigar antes de llegar a conclusiones precipitadas -dijo Kato a media voz.
El caballero se dirigió a Sano:
– ¿Tenéis alguna idea de quién ha matado a Ejima?
– Aún no. Mañana empezaré a buscar sospechosos.
– A lo mejor no tenéis que buscar muy lejos. -Matsudaira clavó una mirada de insinuación en los ancianos.
Ellos trataron de ocultar su consternación.
– Aunque creáis que alguien, en esta época nuestra, ha dominado la técnica del dim-mak, no pensaréis que pueda tratarse de alguien del régimen -dijo Ihara. Sano sabía que él y Kato habían temido en todo momento que Matsudaira los acusara de matar a sus funcionarios para debilitar su posición.
– Cualquiera que no tenga habilidad o agallas suficientes para cometer un asesinato podría haber contratado a un asesino a quien no le falten -señaló el caballero.
– Lo mismo vale para cualquiera que acuse a otros -replicó Kato-. Hay quien no hace ascos a cometer un crimen con tal de perjudicar a sus enemigos.
Matsudaira adoptó una expresión recelosa porque Kato le había devuelto la acusación.
– A lo mejor deberíamos plantearnos el motivo del propio chambelán Sano para designar las muertes como asesinatos y llevar a cabo una investigación. -Ihara miró de soslayo al objeto de su comentario.
El sogún arrugó la frente, desconcertado y molesto, mientras repartía la atención entre la música, el baile y la conversación. Yoritomo parecía triste porque estaban atacando a Sano. El chambelán sabía que Kato e Ihara temían su amistad con Yoritomo, que socavaba su influencia sobre el joven. Sin Yoritomo y su conexión con el sogún, serían blancos fáciles para Matsudaira. Les convenía más atacar a Sano aunque él hubiera intentado hacer las paces con ellos.
– Mi única meta es descubrir la verdad -afirmó.
– La verdad que os convenga a vos y al caballero Matsudaira -dijo Kato con una mueca de desdén, para luego dirigirse al sogún-. Excelencia, los asesinatos, si asesinatos son, deberían ser investigados por alguien que no tenga un interés personal en el resultado y pueda ser objetivo. Me propongo para presidir un comité que investigue la auténtica verdad del asunto.
– Vos os jugáis tanto como cualquier otro -replicó Matsudaira con desprecio.
– Un comité es una buena idea -dijo Ihara-. Yo formaré parte.
Sano se preguntó si querían tomar las riendas de la investigación porque temían que los destapara como asesinos o que los incriminara si no eran culpables. No podía dejarlos barrer un crimen, y posiblemente cuatro, debajo del tatami, o inculpar al caballero Matsudaira y acabar con él por el camino. Había llegado el momento de hacer valer su rango.
– Me alegra ver que estáis tan dispuestos a investigar el asesinato del jefe Ejima -les dijo a Kato e Ihara-. Siempre es un placer ver tanta dedicación en mis subordinados. -Los ancianos técnicamente eran sus subalternos, aunque su edad y veteranía les concedieran una posición especial-. Si necesito vuestra ayuda, os la pediré. Hasta entonces limitaréis vuestra participación a asesorar a su excelencia dentro del normal cumplimiento de vuestras funciones.
A los ancianos se les tensaron las mandíbulas ante el desaire, pero no podían oponerse en público a una orden directa.
– Siempre os habéis declarado satisfecho con el servicio del chambelán Sano -le dijo el caballero Matsudaira al sogún-. Es el hombre mejor cualificado para investigar. Que siga.
– Bueno, aah, eso parece buena idea -dijo el sogún. Las desavenencias lo irritaban, y habló con un apocado deseo de ver aquélla zanjada.
– El mero hecho de que Sano haya tenido éxito en el pasado no garantiza que no os vaya a fallar ahora, excelencia -objetó Kato con una urgencia nacida del pánico.
– Este caso es demasiado grave para que lo lleve a solas, por mucha experiencia que tenga -añadió Ihara.
Sano los notaba razonar que si Matsudaira se salía con la suya y acababan implicados en la muerte de cuatro altos funcionarios de los Tokugawa, los ejecutarían por traición. Ni siquiera el amparo de Yoritomo los salvaría.
– ¡Basta de tantos consejos! -exclamó de repente el sogún. A lo mejor se barruntaba el contenido entre líneas de la conversación, pensó Sano; quizá sentía necesidad de reafirmar su autoridad-. Yo decidiré quién investiga el asesinato de, aah… -Agitó las manos en ademán de confusión-. Quienquiera que fuera esa gente. ¡Ahora callaos todos y dejadme pensar!
Los músicos dejaron de tocar; los bailarines se detuvieron en mitad del paso; la chachara de los jovenzuelos quedó en el aire. Un silencio incómodo se impuso en la habitación. Matsudaira adoptó una expresión de contrariedad al perder el control de la situación. Los ancianos estaban tan inmóviles como si se hallaran entregados a una profunda meditación para inclinar telepáticamente al sogún en su favor. El dictador se consumía entre su propia inseguridad y su pavor a cometer un error. Sano vio que su destino pendía del capricho de su señor. La investigación del asesinato conllevaba ya mucho más que la búsqueda de un homicida. Estaba en peligro la propia supervivencia de Sano.
Yoritomo se inclinó hacia el sogún y le susurró al oído. Sano arrugó la frente, tan sobresaltado como lo parecían Matsudaira, los ancianos, Hirata y los detectives. El sogún alzó las cejas mientras escuchaba a su joven protegido; asintió.
– He tomado una decisión -dijo al cabo, ya confiado-. Permitiré que el chambelán Sano investigue el asesinato y capture al culpable.
Sano sintió alivio, pero también recelos. Hirata y los detectives le hicieron señas de aprobación con la cabeza. El rostro de Matsudaira expresó una mezcla de satisfacción por haberse salido con la suya y rabia por constatar la influencia que el hijo de su antiguo rival tenía sobre el sogún. Los ancianos intentaron disimular su descontento. Yoritomo miró a Sano con expresión radiante.
– Basta de hablar de, aah, cosas serias -añadió el sogún-. Podéis iros todos. Mantenme informado de los, aah, avances de la investigación. -Hizo una seña a los músicos, bailarines y demás muchachería-. Que siga la fiesta.
En el pasillo, delante de las dependencias privadas del sogún, Matsudaira y los ancianos desfilaron ante Sano.
– Confío en que resolveréis el caso a mi entera satisfacción -dijo el primo del sogún. Su tono, aunque de camaradería, apuntaba a funestas consecuencias para Sano en caso de incumplimiento.
Los ancianos le hicieron una reverencia. Su gesto decía que temían que los incriminara; la hostilidad de sus ojos aclaraba que no sería la última vez que le plantaran cara mientras siguiera aliado con el caballero Matsudaira.
– Haréis bien en recordar cómo llegasteis a donde estáis -dijo Kato. Sano había sido nombrado chambelán porque su espíritu independiente lo había convertido en el único hombre sobre el que podían ponerse de acuerdo Matsudaira y los restos de la facción de Yanagisawa. Kato le estaba diciendo que habían contribuido a elevarlo al poder y que podían derribarlo si les causaba problemas.
Apareció Yoritomo por la puerta. Ihara le dijo:
– ¿Venís con nosotros?
– No. Os veré más tarde. -El joven se detuvo al lado de Sano.
A los ancianos se les agrió la cara.
– No olvidéis quiénes son vuestros amigos de verdad -dijo Ihara.
Los ancianos partieron enfurruñados. Sano y Yoritomo avanzaron juntos por el pasillo. Hirata y los detectives los siguieron a cierta distancia.
– Debo daros las gracias por interceder a mi favor ante el sogún -le dijo Sano.
Yoritomo se ruborizó ante la gratitud de Sano.
– Después de todo lo que habéis hecho por mí, era lo mínimo -dijo.
Parecía tan contento, tan deseoso de aprobación, que a Sano no le gustó tener que decir:
– Pero no deberíais haber metido baza. No podéis permitiros contrariar a Kato o Ihara por mí. Ha sido una imprudencia. No volváis a hacerlo.
– Os ruego me perdonéis. Supongo que he actuado impulsivamente. -Yoritomo agachó la cabeza, mortificado por la crítica-. Sólo pretendía ayudaros.
– Ayudarme no es vuestro deber -repuso Sano con amabilidad y firmeza. ¡Pensar que el padre en su momento había hecho todo lo posible por arruinarlo, y ahora el hijo ponía en peligro su propia seguridad para protegerlo!-. Y deberíais manteneros al margen de la política. Puede ser mortífera.
– Sí… Entiendo lo que queréis decir.
El tono escarmentado del joven dejaba claro que había captado la alusión de Sano a su padre desterrado. Sano sabía que, aunque Yoritomo adoraba y echaba de menos a su padre, no había estado ciego a los fallos de Yanagisawa. Cuando pararon ante la puerta de salida del palacio, contempló a Sano con vehemencia.
– Pero si alguna vez necesitáis que haga algo por vos… -le brillaban los ojos con el amor y la idolatría que había transferido de su padre ausente a Sano- sólo tenéis que pedírmelo.
Su devoción incomodaba a Sano al tiempo que lo conmovía. Lo único que había hecho para ganársela era pasar algún rato charlando con el chico o paseando por el castillo de vez en cuando. Sin embargo, eso era más amabilidad de la que jamás le había ofrecido nadie sin esperar algo a cambio.
– Bueno, confiemos en que no sea necesario.
Yoritomo regresó a la fiesta del sogún. Sano y su comitiva atravesaron los pasadizos oscuros y serpenteantes del castillo en dirección a su complejo. Ardía en deseos de comentar con Reiko su nuevo caso, y sintió una aguda nostalgia por los tiempos en los que investigaban crímenes juntos. Esto no sería igual. Todo había cambiado.