Capítulo 5

En un ala del Tribunal de Justicia había habitaciones donde el magistrado y su personal atendían a los ciudadanos que buscaban resolver disputas relacionadas con dinero, propiedades u obligaciones sociales. Allí había mandado a Yugao el magistrado Ueda. Al recorrer el pasillo, Reiko oyó carcajadas masculinas por una puerta abierta. Se asomó al interior.

La habitación era una celda cerrada por tabiques correderos de papel y celosía, acondicionada con un suelo de colchoneta y una mesita baja. Yugao se encontraba entre los dos guardias del séquito de su padre que peor le caían a Reiko. Uno, un hombre fornido de ojos estrábicos, tenía su zarpa en la mejilla de la presa. El otro, atlético y arrogante, la manoseaba por debajo de las faldas de su basto quimono. Yugao se zafó de ellos, pero volvieron a agarrarla. Le tironearon de la ropa y le pellizcaron las nalgas y los pechos. Ella daba tirones de los grilletes que le inmovilizaban las manos mientras les lanzaba patadas con sus pies desnudos. No logró sino que se rieran más fuerte. La chica tenía la cara tensa de ira impotente.

– ¡Basta! -exclamó Reiko. Irrumpió por la puerta y ordenó-: ¡Dejadla en paz!

Ellos se detuvieron, molestos por la interrupción, pero se les demudaron las facciones al reconocer a la hija de su señor.

– Al magistrado no le complacerá enterarse de que os habéis aprovechado de una mujer desvalida en su casa -dijo Reiko con voz cortante-. ¡Marchaos!

Los guardias se fueron con el rabo entre las piernas. Reiko cerró la puerta y se volvió hacia Yugao, que estaba hecha un ovillo, con la cara oculta tras el pelo alborotado y el sayo desprendido del hombro. Reiko la compadeció.

– Venga, deja que te arregle la ropa -dijo.

Al tocar a Yugao, la chica se encogió. Se retiró el pelo de la cara y la miró fijamente.

– ¿Quién sois?

Reiko había esperado que le agradeciera haberla protegido de los guardias, pero en cambio la notó recelosa y hostil. Al verla de cerca por primera vez, reparó en que tenía la tez cenicienta de cansancio y desnutrición, con ojeras bajo los ojos y los labios cortados. Sin duda, el trato abusivo de los carceleros le había enseñado a desconfiar de todo el mundo. Pese a ser sospechosa y tal vez culpable de un grave crimen, Reiko sintió aumentar la simpatía que le inspiraba.

– Soy la hija del magistrado -le dijo-. Me llamo Reiko. Se dedicaron una mirada de mutua curiosidad. Reiko la vio evaluar su quimono de seda naranja con estampado de sauces, su peinado recogido hacia arriba, su cuidado maquillaje blanco y el carmín de los labios, sus dientes ennegrecidos como dictaba la costumbre de moda para las casadas de su clase. Entretanto, Reiko notó el hedor carcelario a orina, pelo grasiento y cuerpo sin lavar de Yugao, y vio en sus ojos rencor y envidia. Se miraron como separadas por un mar, la dama de noble cuna en una orilla, la paria en la otra,.

– ¿Qué queréis? -preguntó ésta.

A Reiko la sorprendieron sus malos modos. A lo mejor nadie le había enseñado educación. Se preguntó de qué estrato social procedía y qué habría hecho para acabar de hinin, pero no parecía buen momento para indagarlo.

– Quiero hablar contigo, si es posible -dijo.

A Yugao se le enturbió la mirada de suspicacia.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el asesinato de tu familia.

– ¿Por qué?

– Al magistrado le cuesta decidirse sobre si debe declararte culpable. Por eso ha aplazado el veredicto. Me ha pedido que investigue los crímenes y descubra si eres culpable o inocente. Yugao arrugó la frente, desconcertada.

– Ya he dicho que fui yo. ¿Acaso no basta con eso?

– Él no lo cree así; y yo tampoco.

– ¿Por qué no?

La conversación recordaba a Reiko la ocasión en que Masahiro había pisado un cardo y ella había tenido que arrancarle las espinas del pie descalzo.

– Necesitamos saber por qué fueron asesinados tus padres y tu hermana -explicó Reiko-. Y tú no lo has explicado.

– Pero… -sacudió la cabeza, presa de la confusión- pero si me arrestaron.

La mujer suponía que su arresto debería haber garantizado un veredicto de culpabilidad, como habría sucedido en circunstancias normales.

– El mero hecho de que te sorprendieran en el escenario del crimen no demuestra que lo cometieras tú -explicó Reiko.

– ¿Y qué? -La pregunta de Yugao estaba teñida de ira.

– Ese es otro motivo por el que mi padre quiere que investigue el crimen. -Reiko estaba cada vez más perpleja por la actitud de aquella mujer-. ¿Por qué estabas tan ansiosa por confesar? ¿Por qué quieres que creamos que mataste a tu familia?

– Porque lo hice -contestó ella, dando a entender que Reiko debía de ser estúpida para no entenderlo.

La hija del magistrado reprimió un suspiro de frustración y una incipiente antipatía hacia la maleducada reclusa.

– De acuerdo -dijo-, supongamos por el momento que apuñalaste a tus padres y tu hermana. ¿Por qué lo hiciste?

Un súbito miedo cruzó los ojos de Yugao; apartó la mirada de Reiko.

– No quiero hablar de eso.

Reiko dedujo que, hubiera matado o no a su familia, el móvil de los asesinatos se hallaba en la raíz de su extraño comportamiento.

– ¿Por qué no? Dado que ya has confesado, ¿qué puede tener de malo explicarte?

– No es asunto vuestro -repuso Yugao, con el perfil pétreo e inflexible.

– ¿Había problemas entre tu padre, tu madre, tu hermana y tú? -insistió Reiko.

Yugao no respondió. Reiko esperó, sabedora de que las personas hablan en ocasiones porque no pueden aguantar el silencio. Sin embargo, Yugao se mantuvo callada, con la boca apretada como para evitar que se le escapara alguna palabra.

– ¿Te peleaste con tu familia esa noche? ¿Te hicieron daño de algún modo?

Más silencio. Reiko se preguntó si Yugao tendría algo raro además de una mala actitud. Parecía lúcida e inteligente, pero a lo mejor sufría alguna deficiencia mental.

– Tal vez no comprendes tu situación. Deja que te lo explique -probó-. El asesinato es un delito grave. Si te declaran culpable, te condenarán a muerte. El verdugo te cortará la cabeza. Ése será tu fin.

Yugao la miró con el rabillo del ojo, deplorando que Reiko la tratara como a una imbécil.

– Ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

– Pero a veces hay circunstancias que justifican matar a alguien -dijo Reiko, aunque le costaba imaginarlas en ese caso-. Si eso es cierto en tu caso, deberías decírmelo. Entonces yo se lo contaré al magistrado y él te perdonará la vida. Te conviene cooperar conmigo.

Yugao profirió una carcajada sardónica.

– Ya he oído eso antes -dijo mientras se volvía de cara a Reiko-. He pasado nueve días en la cárcel de Edo. He escuchado a los carceleros torturar a otros presos. Siempre decían: «Dinos lo que queremos saber y te dejaremos libre.» Algunos pobres infelices se lo creían y desembuchaban. Luego yo oía reírse a los carceleros mientras comentaban cómo lo habían ejecutado. -Sacudió la cabeza y rozó a Reiko con los largos y sucios mechones de sus cabellos-. Pues bien, no pienso tragarme vuestras mentiras. Sé que me ejecutarán diga lo que diga.

– No miento -se obstinó Reiko-. Si tenías un buen motivo para matar a tu familia, o me ayudas a determinar que no fuiste tú, quedarás en libertad. Te lo prometo.

El gesto desdeñoso de Yugao expresó cuan poco valoraba una promesa de Reiko. La cárcel debía de haberle enseñado por las bravas unas lecciones que no olvidaría con buenas palabras. Aun así, Reiko insistió:

– ¿Qué tienes que perder si confías en mí? Yugao se limitó a cerrar la boca con fuerza y endurecer su terca mirada. Reiko a menudo se había jactado de su habilidad para extraer información a la gente, pero Yugao llevaba la resistencia como una tortuga su concha, con sus secretos atesorados debajo. Reiko sentía rabia a la par que curiosidad. Optó por cambiar de táctica.

– La noche de los asesinatos, ¿estabas sola en la casa con tu familia?

Yugao no ofreció respuesta alguna, tan sólo un ceño mientras trataba de averiguar adonde quería ir a parar Reiko.

– ¿O había alguien más? -prosiguió ésta-. ¿Apareció alguien más y mató a tu familia a puñaladas?

– Estoy harta de tantas preguntas -musitó Yugao.

– ¿Intentas proteger a alguien cargando con las culpas? ¿Qué pasó de verdad esa noche?

– ¿Qué más da? ¿Por qué no dejáis de incordiarme?

Reiko empezó a explicarse de nuevo, por si no habían quedado claras sus intenciones.

– El magistrado…

– Ya -interrumpió Yugao con un bufido sarcástico-. El magistrado os ha azuzado contra mí. Y claro, vos habéis cumplido, porque sois una buena hijita que siempre hace lo que le dice su papá.

Su tono insultante parecía una reacción desmesurada a lo que sólo eran unas preguntas sencillas.

– Sólo quiero descubrir la verdad sobre un crimen espantoso -dijo Reiko, controlando su genio-. Quiero asegurarme de que no se castiga a la persona equivocada.

– Oh, ya veo -replicó Yugao con ironía-. Sois una dama rica mimada que se aburre en su mansión. Os entretenéis fisgoneando en los asuntos ajenos.

– No es cierto -dijo Reiko, zaherida por la acusación, no en menor medida porque contenía una pizca de verdad-. Intento asegurarme de que se haga justicia.

– Qué noble -se mofó Yugao-. Supongo que os divierte jugar con una hinin. ¿No tenéis nada mejor que hacer, so gansa boba y despreciable?

– ¡No me hables en ese tono! ¡Muestra algo de respeto! -ordenó Reiko, ya enfurecida. ¡Que una paria osara insultarla a ella, la esposa del chambelán!-. Estoy intentando ayudarte.

– ¿Ayudarme? -Yugao alzó la voz con incredulidad-. No me hagáis reír. Lo que de verdad queréis es que os diga algo que me haga parecer culpable. Así el magistrado podrá dormir tranquilo después de condenarme a muerte. -Una mueca insidiosa le torció los labios-. Pues bien, lo siento por él. Me niego a seguiros el juego.

A Reiko el honor la obligaba a seguir su investigación con independencia del derrotero por el que la llevara, y cualquier información que incriminara a Yugao sería utilizada en su contra. En ese caso, su padre la condenaría con la conciencia tranquila. La chica tal vez estuviera perturbada, pero su lógica era sólida.

– Me creas o no, soy tu última oportunidad de salvar la vida -dijo-. Si eres tan lista como te crees, me hablarás de la noche en que asesinaron a tu familia.

– Bah, dejad de molestarme -le espetó Yugao-. Marchaos.

– No hasta que hayas respondido a mis preguntas. -Reiko dio un paso hacia ella-. ¿Qué sucedió en realidad?

Yugao retrocedió unos pasos.

– ¿Por qué no os vais a casa a escribir poesía o colocar flores como las demás de vuestra calaña?

– ¿Por qué murieron tus padres y tu hermana?

Acorraló a Yugao contra la pared. Se miraron a los ojos mientras su antagonismo caldeaba la celda. Yugao hizo unos movimientos con la boca mientras los ojos le centelleaban de salvaje malicia. Escupió a Reiko directamente a la cara.

La esposa de Sano soltó un grito cuando el salivazo la alcanzó en la mejilla. Se apartó dando tumbos hacia atrás y se secó con la mano la baba tibia que le bajaba por la piel tenía tanto de mancilla como de insulto. Sintió tal arrebato de estupor, indignación y asco que sólo acertó a tartamudear y boquear. Yugao soltó una carcajada burlona.

– Eso os enseñará a no incordiarme -le dijo. Reiko tuvo el impulso de sacar la daga de la manga y enseñarle a Yugao una lección de su propia cosecha. Temerosa de matarla si permanecian juntas un momento más, salió por la puerta hecha una furia.

La voz provocadora de la detenida la siguió por el pasillo:

– ¡Eso, salid corriendo! ¡No volváis a acercaros a mí jamás!


El sol se puso sobre las boscosas colinas del oeste de Edo. Su luz menguante doraba los tejados que se extendían por la llanura debajo del castillo, el río que describía una curva alrededor de la ciudad y las pagodas del distrito de los templos. De varios puntos diseminados se elevaban penachos de humo negro. En el barrio de mercaderes de Nihonbashi, brigadas de bomberos formadas por hombres con capas y cascos de cuero y equipados con hachas corrían por las callejuelas serpenteantes de camino a combatir los incendios provocados por los forajidos, además de los causados por accidentes comunes. Los tenderos andaban ocupados recogiendo de la calle las muestras de género para guardarlas en sus establecimientos. Cerraban y aseguraban las persianas que cubrían sus tiendas. Las amas de casa se asomaban a los balcones y llamaban a sus niños. Jornaleros y artesanos regresaban a casa con paso ligero. Centinelas armados de porras y lanzas montaban guardia ante las puertas que separaban los barrios. En su resaca de los disturbios políticos, la ciudad se recogía temprano, en previsión de los problemas que a menudo traía la noche.

Tres samuráis, vestidos con prendas sencillas y discretas y tocados por sombreros de mimbre, atravesaban a caballo el barrio, que se vaciaba a ojos vista. Por detrás de ellos y a cierta distancia, un campesino empujaba un carro de madera empleado para acarrear los residuos nocturnos de la ciudad a los campos. Otros dos samuráis montados lo seguían. Desde su posición entre los detectives Arai e Inoue en el grupo de cabeza, Hirata volvió la vista para asegurarse de que el carro seguía a la vista. Transportaba el cuerpo del jefe Ejima, que había sacado a escondidas del castillo de Edo, oculto bajo un doble fondo cubierto por un cargamento de heces y orina de las letrinas de palacio. Los guardias de los controles no habían registrado el carro maloliente en busca de tesoros robados. Tampoco habían reconocido al detective Ogata, que impulsaba el vehículo disfrazado de basurero. Los dos samuráis de la cola también eran detectives de Hirata, con la misión de asegurarse de que ningún espía los siguiera. Habían salido del castillo todos por separado y luego se habían reunido en la ciudad. Tales eran las precauciones necesarias para un viaje clandestino al depósito de cadáveres.

Hirata se removió en la silla de montar, tratando en vano de encontrar una postura cómoda, mientras cada paso de su caballo lo atormentaba. Una parte de su mente le susurraba que no debería haber aceptado esa investigación. Sujetó con más fuerza las riendas e intentó concentrarse en su deber hacia Sano, pero lo agobiaban otros problemas aparte del dolor. Apenas seis meses atrás se movía por el mundo con osadía, pero el mundo era un lugar peligroso para un tullido.

En ese momento él y su grupo entraron en Kodemmacho, el suburbio que albergaba la cárcel de Edo y, dentro de ella, el depósito de cadáveres. Unas casuchas destartaladas bordeaban las calles desiertas salvo por un puñado de mendigos y huérfanos ambulantes. Hirata oía broncas en el interior de las chabolas; decaían al paso de su comitiva y luego resurgían. Desde los umbrales lo observaban rostros asustados. El anochecer parecía allí más oscuro, el crepúsculo más rápido. El olor a pozo negro, pescado frito grasiento y basura contaminaba el aire.

Un repentino cosquilleo de sus instintos le advirtió de una amenaza. Calle arriba, un grupo de seis samuráis dobló la esquina; su ropa sucia y ajada y sus rostros sin afeitar los señalaban como ronin. Caminaban con sigilosa premeditación, como una manada de lobos de caza. Al avistar el grupo de Hirata, apretaron el paso hasta correr hacia él. Se oyó un raspar de acero cuando desenvainaron sus espadas. Hirata se dio cuenta de que eran soldados fugitivos del ejército de Yanagisawa. Se le echaron encima con tanta celeridad que apenas tuvo tiempo de desenfundar su arma antes de que uno lo agarrara del tobillo.

– ¡Baja del caballo! -gritó el forajido.

Dos de sus camaradas asaltaron a los detectives Inoue y Arai, para desmontarlos por la fuerza. Hirata sabía que los caballos eran un bien preciado para los bandidos, muchos de los cuales habían perdido el suyo durante la batalla. Podían usarlos como medio de transporte o venderlos por dinero para comprar comida y cobijo. Blandió la espada hacia su atacante, que le dio un brusco tirón del tobillo. Un punzante dolor le surcó la pierna y le arrancó un aullido. Perdió el equilibrio y resbaló del caballo. Soltó la espada y tendió las manos para amortiguar la caída.

Aterrizó sobre la tierra con un golpe seco. Sintió otra sacudida de dolor; gimió y se agarró la pierna mientras un espasmo le agarrotaba los músculos. El bandido soltó una risotada desdeñosa. Asió las riendas del caballo de Hirata, que dio un respingo y relinchó. Hirata buscó como pudo su espada caída y se levantó con esfuerzo. Inoue y Arai seguían a lomos de sus monturas, luchando con los demás bandidos, que lanzaban estocadas, se retiraban y volvían a acometer. Resonaba el entrechocar del acero. Hirata lanzó un débil golpe contra el forajido que intentaba subirse a su caballo. El otro lo paró con facilidad y su contragolpe dio con Hirata en el suelo de nuevo. Arai e Inoue desmontaron de un salto y corrieron a ayudarlo, pero el resto de los forajidos los rodearon y se enzarzaron en duro combate. Hirata blandió de nuevo su acero contra su agresor, que paró el golpe y rió, sin soltar las riendas del caballo. Superado, Hirata se tendió en el suelo y rodó de un lado a otro intentando frenéticamente esquivar la espada de su atacante, que zumbaba y silbaba a su alrededor.

El detective Ogata, que había abandonado el carro de inmundicias, acudió a la carrera en su rescate, daga en mano. Sus dos hombres de la retaguardia se acercaban asimismo al galope, con las espadas en alto. Los bandidos vieron que tenían más oposición de lo que preveían y huyeron calle abajo, dispersándose por los callejones. Los detectives se reunieron alrededor de Hirata.

– ¿Estáis bien? -preguntó Inoue con desasosiego.

Sin aliento y agotado, con el corazón desbocado por lo cerca que había estado de morir, Hirata se incorporó apoyándose en los brazos.

– Sí -respondió con tono brusco-. Gracias.

Lo humillaba no haber podido defenderse ni capturar aquellos bribones como hubiera sido su deber. Inoue y Arai le tendieron la mano para ayudarlo a levantarse, pero él rehusó y se puso en pie con esfuerzo. Evitó las miradas de sus hombres, para no ver compasión en ellas. Enfundó la espada y se subió al caballo.

– Vamos. Tenemos trabajo que hacer. -Y añadió-: No le mencionéis esto al chambelán Sano.

Mientras retomaban la marcha, se preguntó cómo sacaría adelante aquella investigación, o el resto de su vida.

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