10. Misk, el Rey Sacerdote

Los Reyes Sacerdotes tienen un olor que apenas puede ser percibido por el olfato humano, aunque hay un olor individual que les permite identificarse entre sí.

Lo que había advertido en los corredores y que creía era el olor de los Reyes Sacerdotes, en realidad era el residuo de señales odoríferas que los Reyes Sacerdotes, como ciertos animales sociales de nuestro mundo, utilizan para comunicarse.

El olor levemente acre que yo había percibido es una propiedad común de todas esas señales, del mismo modo que hay una propiedad común en el sonido de una voz humana sin que importe si quien habla es inglés, africano, chino o goreano; un rasgo que la distingue del gruñido de los animales, el silbido de las serpientes o el canto de los pájaros.

Los Reyes Sacerdotes tienen ojos compuestos y multifacéticos, pero no usan mucho esos órganos. Para ellos son algo así como nuestros oídos y nuestra nariz, sensores secundarios que utilizan cuando la información más importante del ambiente no viene por la visión, o en el caso de los Reyes Sacerdotes, por el olor. Por eso, los dos apéndices articulados con vellos dorados, sobre los ojos redondos parecidos a discos, son los órganos sensoriales primarios. Entiendo que esos apéndices son sensibles no sólo a los olores sino que, a causa de una modificación de algunos de los vellos dorados, también pueden transformar las vibraciones sonoras en algo significativo para la experiencia del sujeto. Por lo tanto, si uno lo desea, puede hablarles no sólo a través del olor sino de la audición. Pero parece que la audición no es muy importante para ellos, en vista del pequeño número de vellos modificados con ese fin. La distinción de los dos tipos de experiencia no es muy clara para los propios Reyes Sacerdotes, o por lo menos eso deduje de las conversaciones sostenidas con ellos.

Por ejemplo: ¿un Rey Sacerdote tiene la misma experiencia cualitativa mía cuando ambos percibimos el mismo olor? Me inclino a dudarlo, pues su música, que consiste en rapsodias de olores producidos por instrumentos fabricados con ese fin, y a menudo ejecutados por Reyes Sacerdotes, es intolerable para mi oído, o quizás debiera decir con más propiedad para mi olfato.

La comunicación mediante señales odoríferas en ciertas circunstancias puede ser muy eficiente, y desventajosa en otras. Por ejemplo: el olor que llega a los apéndices sensoriales de un Rey Sacerdote puede proceder desde mucho más lejos que el grito o la llamada de un hombre a otro. Más aún, si no transcurre mucho tiempo, un Rey Sacerdote puede dejar un mensaje en su cámara o en un corredor, y otro puede llegar después e interpretarlo. La desventaja de este modo de comunicación es que los extraños pueden entender el mensaje. Se debe tener cuidado cuando se habla en los túneles de los Reyes Sacerdotes, pues las palabras pueden perdurar después que uno se haya ido... por lo menos hasta que pase bastante tiempo y todo se convierta en un olor confuso y difícilmente identificable.

Si se prevén lapsos más prolongados, hay diferentes modos de registrar un mensaje. El más sencillo y uno de los más fascinantes es una cuerda de lienzo tratada químicamente. El Rey Sacerdote comienza por un extremo que tiene cierto olor, y satura la cuerda con los olores de su mensaje. Esta cuerda retiene mucho tiempo los olores, y cuando otro Rey Sacerdote quiere leer el mensaje, la desenrolla lentamente, explorándola con sus apéndices sensoriales articulados.

Supe que los fonemas del lenguaje de los Reyes Sacerdotes, o mejor dicho lo que en su lenguaje correspondería a nuestros fonemas, suman setenta y tres. Por supuesto, el número puede llegar a ser infinito, como sería el caso del número de fonemas posibles en cualquiera de los idiomas modernos, pero del mismo modo que nosotros tomamos un conjunto de sonidos que son la base de nuestro idioma, ellos aceptan un conjunto de olores como base de su propio lenguaje.

Los morfemas del lenguaje de los Reyes Sacerdotes, esos fragmentos muy pequeños de información inteligible, con raíces y afijos especiales, se asemejan a los morfemas de cualquier idioma, y son muy numerosos.

En su lenguaje, el morfema normal está formado por una secuencia de fonemas. Por ejemplo: en el idioma de los Reyes Sacerdotes, los setenta y tres “fonemas” u olores básicos se usan para formar las unidades significativas del lenguaje, y un solo morfema de los Reyes Sacerdotes puede consistir en un conjunto complejo de olores.

El idioma de los Reyes Sacerdotes parece bastante rico, pero algunas expresiones comunes en el nuestro no tienen su equivalente. Por ejemplo, por extraño que parezca, la palabra “amistad” y otras afines no pueden traducirse al idioma de estos seres. Sin embargo, suelen interpretarla con la expresión “confianza en los semejantes”, una idea que aparentemente representa el mismo papel en su pensamiento. Creo que la confianza y la amistad tienen que ver con la confianza y el afecto directo entre dos o más individuos; en cambio el concepto de “confianza en los semejantes” se relaciona más bien como un sentido comunitario, con la tendencia a apoyarse en las prácticas y las tradiciones de una institución.

Caminé largo rato por los corredores detrás del Rey Sacerdote.

A pesar de su tamaño, se movía con una elegancia delicada y predatoria. Quizás fuera muy liviano para su tamaño, o muy fuerte; o tal vez ambas cosas.

Se desplazaba sobre cuatro patas extremadamente largas y delgadas, cada una con cuatro articulaciones, y llevaba muy altos los apéndices o tentáculos más musculares, y también con cuatro articulaciones; estas últimas estaban casi al mismo nivel que la mandíbula situada frente al cuerpo. Cada uno de estos apéndices tentaculares terminaba en cuatro ganchos más pequeños y delicados, destinados a aprehender. Después me enteraría de que sobre el extremo de las patas delanteras, de donde partían los apéndices más pequeños, había una estructura curva y afilada, parecida a un cuerno, que podía lanzarse hacia adelante; este movimiento sobreviene espontáneamente cuando se invierte el extremo de la pata, un movimiento que al mismo tiempo que desnuda el filo parecido a un cuerno, retrae los cuatro apéndices prensiles hacia la zona protegida.

El Rey Sacerdote se detuvo frente a lo que aparentaba ser una pared impenetrable.

Alzó una pata delantera y tocó algo que estaba a gran altura en la pared, y que yo no podía ver.

Se deslizó un panel y el Rey Sacerdote entró en lo que parecía ser un cuarto cerrado.

Lo seguí, y el panel se cerró.

El suelo pareció descender bajo mis pies; mi mano empuñó la espada. El Rey Sacerdote me miró, y las antenas se estremecieron, en un gesto de curiosidad.

Estaba en un ascensor.

Después de cuatro o cinco minutos, el ascensor se detuvo y descendimos.

—Estos son los túneles de los Reyes Sacerdotes —dijo.

Miré alrededor, y me encontré en una plataforma elevada que dominaba un amplio cañón circular artificial, salpicado de puentes y terrazas. En las profundidades del cañón y sobre las terrazas que se elevaban a los costados había innumerables estructuras; la mayoría con la forma de sólidos geométricos: conos, cilindros, altos cubos, cúpulas, esferas y objetos por el estilo de diferentes tamaños, colores e iluminación, muchos con ventanas y con varios pisos. Algunos se elevaban hasta el nivel de la plataforma en que me encontraba, y otros llegaban aún más alto, alcanzando los lugares más elevados de la vasta cúpula que cubría el cañón como un cielo de piedra.

Permanecí de pie en la plataforma, las manos aferradas a una baranda, abrumado por lo que veía.

La luz de los bulbos de energía insertos en los muros y en la cúpula, como estrellas, iluminaba todo el cañón con luz brillante.

—Esto —dijo el Rey Sacerdote, moviendo las antenas— es el vestíbulo de nuestro dominio.

Desde la plataforma podía ver numerosos túneles en muchos niveles, que partían del cañón quizá para comunicar con otras cavidades monstruosas, atestadas de estructuras.

Me pregunté cuál sería la función de las estructuras. Quizás fueran cuarteles, fábricas y depósitos.

—Observa los bulbos de energía —dijo el Rey Sacerdote—. Están destinados a beneficiar a especies como la tuya. Los Reyes Sacerdotes no los necesitan.

—Entonces, aquí viven otras criaturas, además de los Reyes Sacerdotes —comenté.

—Por supuesto —replicó.

En ese momento, vi horrorizado un gran artrópodo, de unos tres metros de largo y un metro de alto, con muchas patas y el cuerpo formado por varios segmentos, los ojos oscilando sobre pedúnculos.

—Es inofensivo —dijo el Rey Sacerdote.

El artrópodo se detuvo, los ojos viraron hacia nosotros, y después las pinzas golpearon dos veces.

Eché mano a la espada.

Sin volverse, la criatura retrocedió, y las placas del cuerpo emitieron un ruido semejante al de una armadura de plástico.

—Mira lo que has hecho —dijo el Rey Sacerdote—. Le has asustado.

Solté el pomo de la espada, y me enjugué el sudor de la frente.

—Son criaturas tímidas —afirmó el Rey Sacerdote—, y me temo que nunca han podido acostumbrarse a ver individuos como tú.

Las antenas del Rey Sacerdote se estremecieron un poco mientras me miraba.

—Su especie es horriblemente fea —dije.

Me reí, no tanto por lo absurdo de lo que decía, sino porque imaginaba que desde el punto de vista de un Rey Sacerdote sus palabras eran sinceras.

—Es interesante —dijo el Rey Sacerdote—. Lo que acabas de decir no tiene traducción.

—Fue una risa —afirmé.

—¿Qué es una risa? —preguntó el Rey Sacerdote.

—Es algo que muestran los hombres cuando se divierten —afirmé.

La criatura pareció desconcertada.

Me dije que quizá los hombres no reían mucho en los túneles de los Reyes Sacerdotes, y por eso no estaba acostumbrado a esa práctica humana. O tal vez un Rey Sacerdote, sencillamente, no podía comprender el concepto de diversión.

De todos modos pensé que los Reyes Sacerdotes eran inteligentes, y me pareció difícil creer que pudiese existir una raza inteligente sin humor.

—Creo que entiendo —dijo—. ¿Se parece a lo que hacemos cuando nos agitamos y enroscamos las antenas?

—Quizá —dije, tal vez más desconcertado que el Rey Sacerdote.

—Qué estúpido soy —contestó.

Y entonces, con gran asombro de mi parte, se apoyó en los apéndices posteriores, y comenzó a estremecerse, comenzando por el abdomen, prosiguiendo hacia arriba, por el tronco, el tórax y la cabeza, y por último, sus antenas comenzaron a temblar y a enroscarse.

Un momento después, el Rey Sacerdote dejó de moverse y desenroscó las antenas, creo que de mala gana, y de nuevo permaneció inmóvil, sostenido por los apéndices posteriores y me miró.

De pronto, dirigió hacia mí sus antenas.

—Gracias —dijo— por no atacarme en el ascensor.

Me quedé atónito.

—No hay nada que agradecer —contesté.

—No pensé que sería necesaria la anestesia.

—Habría sido tonto atacarte.

—Sí, irracional —convino el Rey Sacerdote—, pero las especies a menudo son irracionales.

—Ahora —agregó—, quizá todavía pueda esperar el momento de gozar de los placeres del Escarabajo de Oro.

No hice ningún comentario.

—Sarm creyó que la anestesia sería necesaria —dijo.

—¿Sarm es un Rey Sacerdote? —pregunté.

—Sí —replicó.

—En tal caso, un Rey Sacerdote puede equivocarse —dije. El asunto me pareció importante, mucho más que el mero hecho de que un Rey Sacerdote pudiese no entender una risa humana.

—Por supuesto.

—¿Pude haberte matado? —pregunté.

—Quizás —respondió.

Contemplé la maravillosa complejidad de estructuras que se desplegaban ante mí.

—Pero no habría importado —dijo el Rey Sacerdote.

—¿No? —pregunté.

—No —dijo—. Sólo importa el Nido.

Mis ojos no se apartaban del dominio que se extendía ante mí. Calculaba su diámetro en unos diez pasangs.

—¿Este es el Nido? —pregunté.

—Es el comienzo del Nido —dijo el Rey Sacerdote.

—¿Cómo te llamas?

—Misk —contestó.

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