23. Encuentro a Vika

Pensé que había llegado demasiado tarde para salvar a Vika de Treve.

En los profundos túneles oscuros del Escarabajo de Oro, en esos corredores tortuosos excavados en la roca sólida, encontré su cuerpo.

Sostuve la antorcha sobre mi cabeza e iluminé la hedionda caverna donde ella yacía sobre un lecho de musgo sucio.

Estaba cubierta sólo por harapos, los restos de su atuendo otrora tan hermoso ahora desgarrados y manchados por lo que seguramente había sido una fuga terrible a través de esos túneles oscuros y rocosos, corriendo, tropezando y gritando, tratando inútilmente de escapar de las mandíbulas del implacable Escarabajo de Oro.

Me agradó ver que en su cuello ya no llevaba el collar de esclava.

La caverna en que yacía estaba impregnada del hedor del Escarabajo de Oro, al que aún no había encontrado. El contraste con los túneles escrupulosamente limpios del Nido de los Reyes Sacerdotes hacía aún más repulsivos el desorden y la suciedad.

En un rincón había huesos dispersos, y entre ellos astillas de un cráneo humano. Los huesos estaban triturados, y la bestia había devorado la médula.

No tenía modo de determinar cuánto tiempo hacía que Vika estaba muerta, aunque me maldije porque aparentemente su final había sobrevenido pocas horas antes. Su cuerpo estaba rígido, con la apariencia de la muerte reciente, pero no tan frío como yo hubiera esperado.

No se movía, y sus ojos parecían fijos en mí, con todo el horror del último instante en que las mandíbulas del Escarabajo de Oro se habían cerrado sobre ella. Su piel estaba bastante seca, pero no deshidratada.

Como el cuerpo no estaba frío, largo rato busqué el latido del corazón. Le sostuve la muñeca, tratando de hallar el más leve signo de pulso. No pude oír ni latidos ni el pulso.

Aunque había odiado a Vika de Treve, me dolía profundamente su destino. Y ahora que la veía muerta, comprendía que en cierto modo, oscuro, había sentido afecto por ella.

—Lo siento —dije—, lo siento, Vika de Treve.

Aunque era extraño, el cuerpo no tenía heridas graves.

Me pregunté si era posible que ella hubiese muerto de miedo.

Las laceraciones o las magulladuras podían haberse originado en su fuga a través de los túneles. El cuerpo, los brazos y las piernas estaban lastimados y rozados, pero no mostraban desgarros ni fracturas.

Lo único que vi, al principio, fue un pequeño pinchazo en el costado izquierdo; quizá le habían inyectado un veneno.

No obstante, descubrí en su cuerpo cinco grandes protuberancias redondas; pero no imaginaba que pudieran ser la causa de su muerte. Formaban una línea sobre el costado izquierdo, desde el interior del muslo hasta la cintura, y después hasta poco antes del hombro. Las protuberancias, duras, redondas y suaves parecían estar exactamente bajo la piel, y cada una tenía aproximadamente el tamaño de un puño. Pensé que se trataba de una reacción fisiológica ante el veneno que imaginaba le habían inyectado en el sistema.

Ahora, nada podía hacer por ella —salvo quizá buscar al Escarabajo de Oro—.

Me aparté de Vika de Treve, y sosteniendo la antorcha salí de la caverna. En ese instante me pareció oír un alarido silencioso, horrible, pero en realidad no hubo nada de eso. Regresé y acerqué la antorcha, el cuerpo estaba igual que antes, los ojos fijos con la misma expresión de frío horror, de modo que salí de la cámara.

Continué recorriendo los pasajes y los túneles del Escarabajo de Oro, pero no divisé signos de la criatura.

Sostenía la espada en la mano derecha, la antorcha en la izquierda.

Fue una búsqueda prolongada y macabra, a la luz azul de la antorcha, probando primero en un corredor y después en el siguiente.

Mientras recorría las cavernas, mi dolor por Vika de Treve luchaba con mi odio por el Escarabajo de Oro, hasta que me obligué a reprimir los sentimientos y a concentrar la mente en la tarea.

Pero a medida que la antorcha se consumía sin que yo viese signos de la bestia, mis pensamientos retornaban constantemente a la forma inmóvil de Vika, acostada en la caverna del Escarabajo de Oro.

Hacía varias semanas que no la veía, e imaginaba que la habían enviado a los túneles del Escarabajo de Oro varios días antes. ¿Por qué sólo ahora la criatura la había capturado? Y si era cierto que había sido capturada poco antes, ¿cómo había logrado sobrevivir todos esos días en la caverna? Quizá, me dije, al igual que el Gusano del Lodo, se había visto obligada a comer los restos de las víctimas anteriores del escarabajo; pero me parecía difícil creerlo, pues el estado de su cuerpo no indicaba una batalla prolongada y degradante contra el hambre.

¿Y cómo era posible, me preguntaba, que el Escarabajo de Oro no hubiese comenzado a devorar la carne delicada de la orgullosa belleza de Treve?

Comencé a pensar en las cinco extrañas protuberancias que anidaban tan grotescamente en ese hermoso cuerpo, y en lo que Misk me había dicho: que creía que sería demasiado tarde, porque se aproximaba el tiempo de la incubación.

Del fondo de mi corazón brotó un grito de horror, y me volví y corrí enloquecido desandando el camino.

Varias veces tropecé contra salientes rocosos, y me lastimé los hombros y los muslos, pero no disminuí la velocidad de mi carrera hacia la caverna del Escarabajo de Oro. Ni siquiera necesité detenerme para identificar las pequeñas marcas que había dejado en los muros de los corredores con el fin de guiar mis pasos, porque ahora me parecía que conocía cada recodo y cada recoveco de los túneles, como si hubiera tenido un mapa bien detallado, fijo en la memoria.

Irrumpí en la caverna del Escarabajo de Oro y sostuve en alto la antorcha.

—¡Perdóname, Vika de Treve! —grité—. ¡Perdóname!

Me arrodillé al lado del cuerpo de la joven, y hundí la antorcha en un espacio, entre dos piedras del suelo.

En un lugar de su carne, distinguí los ojos relucientes de un organismo pequeño, dorado y del tamaño de una pequeña tortuga, que trataba de salir de su cáscara correosa. Con la espada extraje el huevo y lo aplasté, y destruí a su ocupante con el talón de mi sandalia.

Con cuidado, metódicamente, retiré un segundo huevo. Lo acerqué al oído. En su interior podían oírse arañazos insistentes y horribles, el movimiento de un organismo minúsculo y vivaz. También rompí ese huevo, y no descansé, hasta que destruí lo que había dentro.

Hice lo mismo con los tres huevos siguientes.

Después, tomé la espada y limpié el aceite de un costado del filo, y apliqué el acero reluciente a los labios de la joven de Treve. Cuando lo retiré, grité feliz, al ver un poco de humedad sobre el filo.

La apreté en mis brazos, y la sostuve contra mi pecho.

—Oh, muchacha de Treve —dije—. Vives.

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