27. En la cámara de la Madre

Continuaba la Fiesta de Tola.

Pero ya había quedado atrás la cuarta comida.

Habían transcurrido casi ocho ahns goreanos, es decir unas diez horas terrestres desde que yo me había separado de Misk y de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta, temprano por la mañana.

Antes de alejarme mucho del Vivero ya tenía idea de la orientación general del Nido, y mientras avanzaba impaciente vi un disco de transporte estacionado, por así decirlo, balanceándose sobre su colchón de gas, frente a uno de los altos portales de acero del Salón de los Comisarios.

Por supuesto, el disco no estaba vigilado, porque en la vida tan reglamentada del Nido el robo era desconocido, si se exceptuaba el hurto ocasional de un puñado de sal.

Ascendí al disco y poco después me deslizaba rápidamente por el corredor. Habría recorrido a lo sumo un pasang o cosa así, cuando detuve el disco frente a otro portal del Salón de Comisarios. Atravesé el portal, y pocos momentos después salí vestido con el atavío púrpura de un mul.

El empleado, que atendiendo a mi pedido imputó el gasto a Sarm, me informó que muy pronto debería imprimir en la nueva túnica los olores correspondientes a mi identidad, mis antecedentes, etcétera. Le aseguré que no olvidaría el asunto, y partí después de recibir sus felicitaciones porque ahora me había convertido en mul, y había abandonado la condición inferior de matok.

Arrojé la túnica de plástico rojo que había usado hasta ese momento, en el primer gabinete de residuos que encontré; de allí iría a parar hasta los distantes incineradores que funcionaban en algún lugar bajo el Nido.

Salté de nuevo al disco de transporte, y enfilé hacia el compartimento de Misk; dediqué unos minutos a reponer energías con los recipientes de hongos, y bebí un largo trago de agua del jarro invertido de mi cajón. Mientras comía los hongos y descansaba sentado en el cajón, consideré mi acción futura. Debía tratar de hallar a Misk. Probablemente moriría con él, o moriría en el intento de vengarlo.

Me pregunté qué sería de Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta. Como yo, habían desobedecido a Sarm, y ahora eran proscritos en el Nido. Abrigaba la esperanza de que pudieran ocultarse y tuviesen alimento suficiente para vivir. No les asignaba muchas posibilidades. De todos modos, si podía hacerse algo para evitar las cámaras de disección, más valía intentarlo.

Recordé la figura del joven Rey Sacerdote que estaba en la cámara secreta, bajo el compartimento de Misk. Creía que el mejor modo de servir a Misk quizá fuera abandonarlo a su suerte, y tratar de proteger al joven varón; pero en realidad, todas esas cosas me interesaban poco. Desconocía la ubicación del huevo femenino, y aunque hubiera sabido a qué atenerme no habría podido protegerlo.

Por otra parte la raza de los Reyes Sacerdotes no me importaba demasiado, sobre todo cuando recordaba cómo los odiaba, y el sentimiento de rechazo que me inspiraba su tendencia a dirigir muchos aspectos importantes de la vida de los hombres en ese mundo. ¿Acaso no habían destruido mi ciudad? ¿No habían dispersado a su pueblo? ¿No habían destruido a muchos hombres con la Muerte Llameante y los habían llevado a las Montañas Sardar en los Viajes de Adquisición? ¿No nos consideraban animales inferiores, muy apropiados para servir a sus excelencias? No, me dije, más vale que los Reyes Sacerdotes mueran. Pero Misk era diferente, porque se trataba de mi amigo. Entre nosotros existía la Confianza del Nido, y por lo tanto, en mi condición de guerrero y hombre, estaba dispuesto a dar la vida por él.

Salí del compartimento de Misk, me instalé en el disco de transporte y me desplacé por el túnel, en silencio, buscando el lugar donde, según sabía, estaba la Cámara de la Madre.

Poco después, llegué a una barricada formada por gruesas barras de acero, que separaban los sectores del Nido abiertos a los muls de aquellos a los que se les prohibía entrar.

Montaba guardia un Rey Sacerdote, cuyas antenas se agitaron extrañadas cuando detuve el disco a cuatro o cinco metros de distancia. Tenía en la cabeza una guirnalda de hojas verdes, como la de Sarm; y además, a semejanza de éste también, del cuello pendía, además del traductor, el collar ceremonial de minúsculas herramientas de metal.

Necesité un momento para comprender la extrañeza del Rey Sacerdote.

Mi túnica no tenía señales olorosas, y durante un momento él había creído que el disco de transporte se desplazaba sin conductor.

Sus reacciones eran casi las mismas que las que un ser humano puede tener cuando en la habitación oye algo, pero no alcanza a ver de qué se trata.

Finalmente, sus antenas se desviaron hacia mí, pero sin duda el Rey Sacerdote estaba fastidiado porque no recibía las intensas señales olorosas que necesitaba para identificarme. El único Rey Sacerdote del Nido que hubiera podido reconocerme inmediatamente, y quizá desde lejos, era Misk, que sabía que yo no era un mul sino un amigo.

—Eres sin duda el Noble Guardia de la Cámara, adonde debo acudir para que apliquen señales olorosas a mi túnica —dije amablemente.

—No —contestó—, guardo la entrada a los túneles de la Madre y tú no puedes entrar.

Bien, me dije, al fin lo encontré.

—¿Dónde puedo marcar mi túnica? —pregunté.

—Regresa al lugar de donde viniste, y pregunta —dijo el Rey Sacerdote.

—¡Gracias, Noble Guardia! —exclamé. Obligué al disco de transporte a virar en redondo.

Poco después entré por un túnel lateral, y comencé a buscar un conducto de ventilación.

Después de recorrer algunos metros, encontré uno que me pareció apropiado. Detuve el disco a medio pasang de distancia, y lo dejé cerca, de un portal abierto, por donde entraban y salían muchos muls con cubos de plástico y enormes palas de madera.

Volví caminando al tubo, retiré la reja que lo cubría, me deslicé en su interior y poco después avanzaba rápidamente por el sistema de ventilación, en dirección a la Cámara de la Madre.

De tanto en tanto miraba por las aberturas laterales; por una de ellas pude ver que ya me hallaba detrás de la barricada de acero con su Rey Sacerdote de guardia.

No se oía nada que indicara la celebración de la Fiesta de Tola, pero no tuve mayor dificultad para encontrar la escena de la celebración, pues pronto hallé un conducto saturado de aromas extraños y penetrantes, los mismos que según me había señalado Misk eran considerados muy atractivos por los Reyes Sacerdotes.

Seguí la dirección de dichos olores, y pronto me encontré espiando el interior de una inmensa cámara. El techo estaba a sólo treinta metros más o menos, pero el largo y el ancho eran considerables, y el lugar estaba ocupado por muchos Reyes Sacerdotes, adornados con guirnaldas verdes que les colgaban del cuello, y collares relucientes que representaban minúsculas herramientas de plata.

En el Nido habría un millar de Reyes Sacerdotes e imaginé que formaban casi toda la población del mismo; quizá faltaran los que obligadamente tenían que montar guardia en algunos lugares clave.

Los Reyes Sacerdotes se mantenían inmóviles, formando un enorme círculo y distribuidos en sucesivas hileras que se extendían concéntricas, como rodeando el escenario de un anfiteatro. A un costado, había cuatro Reyes Sacerdotes, que manipulaban las perillas de un gran artefacto productor de olores. En cada lado del artefacto habría como un centenar de perillas, y los cuatro ejecutantes maniobraban el artefacto con considerable virtuosismo, y tocaban diferentes perillas en una complicada sucesión de movimientos.

Las antenas de los mil Reyes Sacerdotes parecían casi inmóviles, tan atentos estaban a la belleza de su música. Me adelanté y vi, sobre una plataforma elevada en un extremo de la sala, a la Madre.

Durante un momento no supe si estaba viva o muerta.

Sin duda, pertenecía a la especie de los Reyes Sacerdotes, y ahora carecía de alas, pero el rasgo más notable era el fantástico volumen del abdomen. La cabeza era un poco más grande que la de un Rey Sacerdote común, y lo mismo podía decirse del tórax, pero el tronco estaba unido a un abdomen lleno de huevos, y esa parte apenas era menor que un autobús urbano. Pero ahora, ese abdomen monstruoso, medio fláccido y arrugado, ya no mostraba la superficie flexible y tensa que sin duda había tenido antes, y parecía un saco vacío de cuero color castaño muy antiguo y manchado.

Pese a que el abdomen estaba hueco, las patas no podían sostener el peso, y la Madre yacía sobre el estrado, las patas traseras plegadas bajo el cuerpo.

La coloración no era la propia a un Rey Sacerdote normal, sino más oscura, más pardusca, y aquí y allá se veían manchas oscuras que descoloraban el tórax y el abdomen.

Las antenas no estaban alertas, y parecían muy rígidas, invertidas sobre su cabeza.

Los ojos, mortecinos y oscuros.

Tenía frente a mí a una criatura muy antigua: la Madre del Nido.

Era difícil imaginarla, muchas generaciones antes, con alas doradas, volando por los aires, en el cielo azul de Gor.

No vi al macho, al Padre del Nido, e imaginé que había muerto, o había vivido poco después del apareamiento. Me pregunté si él la habría ayudado, o si por sí sola ella había descendido a tierra para desprenderse de las alas y hundirse bajo las montañas, e iniciar el trabajo solitario de la Madre, es decir la creación del Nuevo Nido.

También me pregunté por qué no habían tenido más hembras.

Si Sarm las había destruido, ¿cómo era posible que la Madre no se hubiese enterado y ordenado que destruyesen a su hijo? ¿O era ella quien deseaba que no hubiese otras?

Pero si eso era cierto, ¿cómo podía haber sido cómplice de los planes de Misk para perpetuar la raza de los Reyes Sacerdotes?

Mientras los músicos continuaban produciendo sus ritmos rapsódicos de aromas, un Rey Sacerdote por vez, uno tras otro, avanzaba lentamente y se aproximaba a la plataforma de la Madre.

Allí, de un gran cuenco dorado de un metro y medio de profundidad y un diámetro quizá de seis o siete metros, depositado sobre un pesado trípode, extraía un poco de cierto líquido blancuzco, sin duda el Gur, y se lo ponían en su boca.

Después, se aproximaba a la Madre y con movimientos muy lentos inclinaba la cabeza y la tocaba con sus antenas. La Madre a su vez acercaba la suya, y entonces, con movimientos muy precisos pero leves, él depositaba una minúscula gota del precioso fluido en la boca de la Madre. Luego se retiraba y regresaba a su lugar, donde adoptaba la misma postura inmóvil que había observado antes.

Había dado Gur a la Madre.

Entonces no lo sabía, pero después aprendí que el Gur es un producto secretado inicialmente por grandes artrópodos grises de forma hemisférica, animales domesticados que por las mañanas van a pastorear en lugares donde crecen plantas especiales, cultivadas con el exclusivo propósito de alimentarlos, y de noche retornan a los establos donde los ordeñan los muls. El Gur especial usado en la Fiesta de Tola se conserva durante semanas en los estómagos sociales de Reyes Sacerdotes elegidos especialmente. Esa costumbre implicaba la frase que yo había oído varias veces: “Retener el Gur”.

En vista del número de Reyes Sacerdotes y del tiempo que cada uno necesitaba para dar Gur a la Madre, supuse que la ceremonia había comenzado varias horas antes.

Ya me había familiarizado con la asombrosa paciencia que caracterizaba a los Reyes Sacerdotes, y no me sorprendió la inmovilidad casi total de los que esperaban su turno. Pero ahora comprendí, mientras observaba el temblor leve y casi absorto de las antenas que respondían a la música olorosa, que esta no era una mera demostración de paciencia, sino un momento de exaltación, una concentración de todas las fuerzas del Nido, la rememoración de sus orígenes comunes y su historia compartida, la conciencia de su propio ser, los únicos que podían denominarse Reyes Sacerdotes en todo el universo.

Sarm había dicho que el Nido era eterno.

Pero en la plataforma a la que se acercaban esas criaturas doradas yacía la Madre, quizá ciega, casi insensible, el enorme y débil ser al que todos reverenciaban: una pobre criatura, pardusca, arrugada, el cuerpo enorme al fin agostado y vacío.

Pensé que se aproximaba la muerte de los Reyes Sacerdotes.

Traté de distinguir a Sarm y a Misk en las filas de doradas criaturas.

Una hora después, cuando me pareció que la ceremonia se aproximaba a su fin, los divisé casi al mismo tiempo.

Las filas de Reyes Sacerdotes se separaron para formar un corredor en mitad de la cámara, y por ese camino descendieron juntos Sarm y Misk.

Quizás fuera la culminación de la Fiesta de Tola, la entrega de Gur por los principales Reyes Sacerdotes, el Primogénito y el Quintogénito, Sarm y Misk.

Por supuesto, Misk no tenía la corona de hojas verdes ni colgaba de su cuello la cadena de minúsculas herramientas.

Si Sarm se sentía desconcertado de ver a Misk, a quien creía muerto, en todo caso no mostró signos de inquietud. Los dos Reyes Sacerdotes se aproximaron a la Madre, y observé que Misk se acercaba, adelantaba la boca al gran cuenco dorado sobre el trípode, y después se aproximaba a la Madre.

Entregó su Gur, con idéntica suavidad que habían demostrado quienes lo habían precedido, y después retrocedió.

Ahora Sarm, el Primogénito, se aproximó a la Madre y también él hundió las mandíbulas en el cuenco dorado y se acercó a la criatura inmóvil y apoyó suavemente las antenas sobre la cabeza de la Madre, y de nuevo ella se movió apenas, pero esta vez pareció que después de un primer contacto retraía las antenas.

Sarm acercó sus mandíbulas a la boca de la Madre, pero ella no alzó la cabeza.

Al contrario, desvió la cara. La música de olores se interrumpió bruscamente, y las filas de Reyes Sacerdotes se agitaron, como si un viento invisible hubiese pasado sobre las criaturas que ocupaban la cámara.

Eran muy evidentes los signos de consternación en las filas de Reyes Sacerdotes, el sobresalto que se manifestaba en las antenas, el movimiento de los apéndices, la tensión súbita de la cabeza y el cuerpo, las antenas dirigidas hacia la Plataforma de la Madre.

De nuevo Sarm acercó sus mandíbulas a la cara de la Madre, y nuevamente ella se apartó.

Había rehusado aceptar el Gur. Misk estaba cerca, el cuerpo completamente inmóvil.

Sarm retrocedió unos pasos. Parecía aturdido. Se hubiera dicho que toda su estructura larga, delgada y áurea, estaba estremeciéndose.

Entonces, sin la más mínima delicadeza, con inusitada tosquedad trató de acercarse otra vez a la Madre. Pero, antes siquiera de que él se acercase, ella de nuevo apartó la cabeza, esa cabeza antigua, pardusca y descolorida.

De nuevo Sarm se retiró.

Luego, con movimientos lentos Sarm se volvió hacia Misk.

Ahora ya no temblaba ni estaba conmovido; en cambio su cuerpo se irguió hasta alcanzar la altura máxima.

Ante la Plataforma de la Madre, enfrentando a Misk, tal vez medio metro más alto, Sarm se alzó en lo que parecía una terrorífica quietud.

Durante un momento las antenas de los dos Reyes Sacerdotes casi se tocaron, y después, las de Sarm se aplastaron contra la cabeza, y otro tanto hicieron las de Misk.

Casi simultáneamente emergieron las afiladas proyecciones de las patas delanteras.

Con movimientos lentos, los Reyes Sacerdotes comenzaron a describir círculos, en un rito quizá más antiguo que la propia Fiesta de Tola.

Con una velocidad que todavía ahora me parece casi inconcebible, Sarm se arrojó sobre Misk, y después de un momento de confusión los apéndices posteriores de ambas criaturas se entrelazaban, y los dos cuerpos iniciaban un lento movimiento de vaivén.

Conocía la extraordinaria fuerza de los Reyes Sacerdotes y comprendía perfectamente las tensiones y presiones que alentaban en los cuerpos de esas criaturas enlazadas, cada una de las cuales intentaba derribar a la otra para acabar con ella de una vez.

Sarm se desprendió, y de nuevo comenzó a describir un círculo. Mientras tanto Misk se volvió lentamente, contemplándolo, las antenas pegadas al cuerpo.

De pronto, Sarm atacó a Misk y descargó sobre él una de las proyecciones afiladas de las patas delanteras, y retrocedió de un salto, incluso antes de que yo alcanzara a ver la herida empapada de una sustancia verde en el costado izquierdo de uno de los grandes discos luminosos de la cabeza de Misk.

De nuevo Sarm cargó, y otra vez se formó una herida larga y humedecida con un líquido verde sobre el costado de la enorme cabeza dorada de Misk; nuevamente Sarm, que se movía con una velocidad increíble, se apartó antes de que Misk pudiese tocarlo.

Sarm atacó por tercera vez, y ahora se formó una herida en el costado derecho del tórax de Misk, cerca de uno de los nódulos cerebrales.

Misk parecía aturdido y sus movimientos eran lentos. Inclinó la cabeza, y pareció que las antenas se movían vacilantes, y se ofrecían al ataque de su adversario.

La secreción verde que fluía de las heridas de Misk se convertía en una costra sólida y verdosa que le cubría el cuerpo y le rodeaba las heridas.

Pensé que a pesar de su aparente debilidad, Misk en realidad había perdido muy escaso fluido corporal.

Cautelosamente, Sarm observó las antenas debilitadas y vacilantes de Misk. Después, pareció que una de las patas de Misk cedía bajo el peso del cuerpo y se doblaba a un costado. Supuse que en el frenesí de la batalla no había conseguido ver la herida en la pierna. Y supuse que Sarm opinó lo mismo.

Por cuarta vez Sarm se arrojó sobre su enemigo, la proyección afilada alzada para herir; pero esta vez Misk se enderezó repentinamente, apoyándose en la misma pierna que en apariencia ya no lo sostenía, y aplastó las antenas al costado de la cabeza un instante antes de recibir el golpe del filo de Sarm. Cuando Sarm al fin descargó la proyección afilada, encontró que su apéndice estaba aferrado por los tentáculos del extremo de la pata delantera de Misk.

Sarm tembló, y atacó con la segunda pata delantera, pero Misk la aferró con sus tentáculos, y de nuevo comenzaron a hamacarse y balancearse, porque Misk, que carecía de la velocidad de Sarm, había decidido que le convenía más la lucha cuerpo a cuerpo.

De pronto, con terrible fuerza, las mandíbulas de Misk se cerraron y describieron un movimiento primero a derecha y después a izquierda. Sarm cayó de espaldas, y cuando tocó el suelo, y las mandíbulas de Misk rozaron el grueso tubo que separaba la cabeza del tórax de éste —que en un humano hubiera representado el cuello— las mandíbulas de Sarm comenzaron a cerrarse.

En ese instante, vi las proyecciones afiladas desaparecer de los extremos de las patas delanteras de Sarm, éste plegó las patas delanteras contra el cuerpo y cesó su resistencia, e incluso movió la cabeza para ofrecer mejor el tubo que unía el tórax con la cabeza.

Las mandíbulas de Misk no continuaron cerrándose, y él permaneció inmóvil, como indeciso.

Podía matar a Sarm.

Por el traductor que colgaba del cuello de Sarm llegó una voz y una desesperada señal olorosa emitida por el Primogénito. El significado era muy claro: “Soy un Rey Sacerdote”.

Misk retiró las mandíbulas del cuello de Sarm, y retrocedió un paso.

No podía matar a un Rey Sacerdote.

Misk se apartó lentamente de Sarm, y con pasos lentos se aproximó a la Madre, ante la cual compareció, con grandes manchas de fluido verdoso coagulado que le cubrían las heridas del cuerpo.

Si le habló o ella lo hizo, en todo caso yo no pude percibir las señales.

Quizás, sencillamente, se miraron.

Yo tenía los ojos fijos en Sarm, que con movimientos lentos y apoyándose en los cuatro apéndices posteriores comenzaba a incorporarse. Vi horrorizado cómo se quitaba del cuello el traductor, y esgrimiéndolo como una maza corría hacia Misk y lo golpeaba perversamente, a traición.

Las patas de Misk cedieron lentamente, y el cuerpo se desplomó.

Ahora Sarm estaba detrás de Misk, y frente a la madre.

Percibí una señal de la Madre, y el sonido era apenas audible. Dijo:

—No.

Pero Sarm miró alrededor, contempló las hileras doradas de Reyes Sacerdotes inmóviles que lo miraban. Después, satisfecho, abrió las grandes mandíbulas y avanzó lentamente hacia Misk.

En ese instante, retiré de un puntapié la reja del tubo de ventilación, y emitiendo el grito de guerra de Ko-ro-ba salté a la Plataforma de la Madre, y un instante después estaba entre Sarm y Misk, blandiendo la espada.

—¡Alto, Rey Sacerdote! —grité.

Jamás un humano había pisado la cámara, y yo no sabía si estaba cometiendo sacrilegio; pero no me importaba, porque mi amigo corría peligro.

Un sentimiento de horror estremeció las filas de los Reyes Sacerdotes reunidos, quienes agitaron nerviosamente las antenas, y sus cuerpos dorados se estremecieron de cólera. No dudo que centenares conectaron al mismo tiempo sus traductores, porque en mi aparato comenzaron a resonar las amenazas y protestas:

—Tiene que morir. Mátenlo. Maten al mul.

Pero de pronto la propia Madre emitió nuevamente su negativa, y por todas partes surgió la sencilla expresión:

—No.

No era el mensaje de los Reyes Sacerdotes, sino el de la Madre que yacía pardusca y arrugada tras de mí:

—No.

Las hileras de Reyes Sacerdotes parecieron agitarse durante un instante presas de la confusión y la angustia; y por extraño que parezca, se mantenían tan inmóviles como siempre, como si fueran estatuas doradas, mirándome.

Del traductor de Sarm llegó un mensaje:

—Morirá —dijo.

—No —insistió la Madre.

—Sí —dijo Sarm—, morirá.

—No —dijo la Madre, y el mensaje brotó nuevamente del traductor de Sarm.

—Soy el Primogénito.

—Soy la Madre.

—Hago lo que quiero —afirmó Sarm.

Miró alrededor, y contempló las hileras de Reyes Sacerdotes silenciosos e inmóviles, y nadie se opuso. Ahora, hasta la propia Madre guardaba silencio.

—Hago lo que quiero —repitió el traductor de Sarm. Sus antenas se volvieron hacia mí, como si intentara reconocerme. Examinaron mi túnica, pero no encontraron marcas olorosas.

—Usa tus ojos —le dije.

Los discos dorados de la gran cabeza globular parecieron parpadear y se fijaron en mí.

—¿Quién eres?

—Soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba.

Las proyecciones afiladas de Sarm emergieron malignamente, y así permanecieron.

Había visto actuar a Sarm, y sabía que su velocidad era increíble. Confiaba en que lograría ver a tiempo la dirección de su ataque. Pensé que apuntaría a mi cabeza o a mi cuello, porque eran los lugares que tenía más cerca.

—¿Cómo es posible —preguntó Sarm— que te hayas atrevido a venir aquí?

—Hago lo que quiero —dije.

Sarm se irguió. No había retraído las proyecciones afiladas

—Parece que uno de nosotros debe morir —afirmó Sarm.

—Quizás.

—¿Y el Escarabajo de Oro? —preguntó Sarm.

—Lo maté —dije— Ven, luchemos.

Sarm retrocedió un paso.

—No está bien —dijo repitiendo lo que siempre había oído decir a Misk—: es un grave delito matar al Escarabajo de Oro.

—Está muerto —dije—. Vamos, luchemos.

Sarm retrocedió otro paso.

Se volvió hacia uno de los Reyes Sacerdotes. —Traedme un tubo de plata.

—¿Un tubo de plata para matar a un mul? —preguntó el Rey Sacerdote.

—Fue sólo una broma —explicó Sarm al Rey Sacerdote, que en lugar de contestar se limitó a mirarlo.

Sarm volvió a hablarme.

—Es un grave delito amenazar a un Rey Sacerdote —dijo—. Te mataré enseguida, porque de lo contrario tendré que enviar a un millar de muls a las cámaras de disección.

—Si estás muerto —pregunté— ¿cómo los enviarás a las cámaras de disección?

—Es delito matar a un Rey Sacerdote —insistió Sarm.

—Pero tú quisiste matar a Misk.

—Es traidor al Nido —arguyó Sarm.

—Sarm —repliqué— es el traidor al Nido, porque este Nido morirá, y él no permitió que se fundase otro.

—El Nido es inmortal —afirmó Sarm.

—No —intervino la Madre.

De pronto, con velocidad incalculable, la proyección afilada de Sarm cayó sobre mi cabeza. Apenas la vi llegar, pero un instante antes había visto que le temblaba una fibra del hombro, y comprendí que había transmitido la señal de atacar.

Cuando el filo de Sarm estaba todavía a menos de un metro de mi cuello encontró el acero centelleante de una espada goreana que antes ya había estado en el sitio de Ar, que había enfrentado y vencido al acero de Pa-Kur.

Un chorro horrible de fluido verdoso me bañó la cara y salté a un costado; con el mismo movimiento sacudí la cabeza y con el dorso de la mano me froté los ojos.

Un instante después estaba otra vez en guardia, pero vi que ahora Sarm se hallaba a diez o más metros de distancia y se revolvía lentamente en lo que sin duda era una primitiva danza de agonía. Alcancé a percibir los intensos y extraños olores del dolor.

A un costado yacía la proyección afilada, al pie de uno de los estrados de piedra donde se alineaban los Reyes Sacerdotes.

Varios Reyes Sacerdotes, que estaban detrás de Sarm, comenzaron a avanzar.

Alcé el filo de la espada, dispuesto a morir con honor. Pero detrás de mí percibí algo.

Mirando por encima del hombro, vi la figura dorada de Misk, que se había incorporado.

Apoyó en mi hombro una pata delantera. Miró a Sarm y a sus aliados y las grandes mandíbulas laterales se abrieron y cerraron una vez.

Los Reyes Sacerdotes partidarios de Sarm se detuvieron. El mensaje de Misk a Sarm brotó por el mismo traductor de Sarm:

—Desobedeciste a la Madre —dijo Misk.

Sarm no contestó.

—Tu Gur ha sido rechazado —dijo Misk—. Vete.

—Traeremos tubos de plata —amenazó Sarm.

—Vete —repitió Misk.

De pronto, una voz muy extraña resonó en todos los traductores de la sala, y pronunció estas palabras:

—Lo recuerdo... nunca lo olvidé... en el cielo... en el cielo... tenía alas como una lluvia de oro.

No pude entender el sentido de las palabras, pero Misk sin prestar atención a Sarm y a sus secuaces, o a los restantes Reyes Sacerdotes, corrió hacia la Plataforma de la Madre.

Otro Rey Sacerdote y después otro, se acercaron, y yo los acompañé hasta la plataforma.

—Como lluvia de oro —repitió la Madre. La anciana criatura yacente en la plataforma, pardusca y arrugada, alzó las antenas y miró la cámara, y contempló a sus hijos. —Sí —dijo—, él tenía alas como lluvia de oro.

—La Madre se muere —dijo Misk.

Los Reyes Sacerdotes reunidos en la sala repitieron incrédulos el mensaje.

—No puede ser —dijo uno.

—El Nido es eterno —dijo otro.

Las débiles antenas temblaron. —Hablaré —dijo— con quien salvó a mi hijo.

Me pareció extraño que ella hablase así de ese poderoso ser dorado que era Misk.

Me acerqué a la antigua criatura.

—Yo soy —dije.

—¿Eres un mul? —preguntó.

—No, soy libre —dije.

En ese momento dos Reyes Sacerdotes que llevaban jeringas pasaron entre sus hermanos y trataron de aproximarse a la plataforma.

Cuando quisieron inyectar en el antiguo cuerpo alguno más de los muchos líquidos que sin duda le habían aplicado mil veces, ella meneó las antenas y lo impidió.

—No —dijo.

Uno de los Reyes Sacerdotes se dispuso a inyectar el suero a pesar de la negativa, pero Misk se lo impidió con su pata delantera.

El otro Rey Sacerdote que había llegado con una jeringa examinó las antenas y los ojos pardos y apagados.

Indicó a su compañero que no insistiese. —A lo sumo, sólo retrasará el fin —dijo.

Oí detrás la voz de uno de los Reyes Sacerdotes que repetía: El Nido es eterno.

Misk depositó un traductor sobre la plataforma, junto a la criatura moribunda.

—Sólo él —dijo la Madre.

Misk apartó a los médicos y depositó el traductor sobre la plataforma. Acerqué el oído al artefacto.

Alcancé a escuchar el mensaje, que dicho con voz muy débil no llegaba a los restantes traductores de la sala.

—Fui perversa —dijo la Madre—. Quería ser la única Madre de los Reyes Sacerdotes y escuché a mi Primogénito, que quiso ser el único Primogénito de una Madre de Reyes Sacerdotes.

El cuerpo anciano se estremeció, no sé si a causa del dolor o la pena.

—Ahora —dijo—, muero, y la raza de los Reyes Sacerdotes no debe morir conmigo.

Apenas alcanzaba a oír las palabras del traductor.

—Hace mucho —continuó—, mi hijo Misk robó el huevo de un varón, y lo ocultó para evitar que lo encuentren Sarm y otros que no desean que haya otro Nido.

—Lo sé —dije en voz baja.

—No hace mucho, quizá no más de cuatro de tus siglos, me dijo lo que había hecho y sus razones para hacerlo. Medité lo que él había dicho, y finalmente... uniéndome al Segundogénito que después sucumbió a los placeres del Escarabajo de Oro, separé un huevo femenino y lo oculté de Sarm, fuera del Nido.

—¿Dónde está ese huevo? —pregunté.

Pareció que no entendía mi pregunta, y su cuerpo pardo comenzó a sufrir temblores espasmódicos, y temí que allí mismo terminara su vida.

Uno de los médicos se acercó y clavó su jeringa de modo que el contenido llegase a los fluidos del tórax. Un momento después, los temblores se calmaron.

De nuevo oí la voz que brotaba del traductor. —Dos humanos retiraron del Nido ese huevo —dijo ella—, hombres libres... como tú... y lo ocultaron.

—¿Dónde?

—Esos hombres volvieron a sus ciudades sin revelar a nadie la verdad, como se les había ordenado. Afrontaron peligros y privaciones, e hicieron bien su trabajo.

—¿Dónde está el huevo? —insistí.

—Pero sus ciudades se declararon la guerra —dijo la voz anciana—, y en la batalla esos hombres se mataron, y con ellos se perdió el secreto. Tu especie es muy extraña —dijo la Madre—. Medio larl medio Rey Sacerdote.

—No —dije—, medio larl, medio hombre.

Durante un momento no dijo nada, y después volvió a oírse la voz.

—Tú eres Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —dijo.

—Sí.

—Me agradas.

Las viejas antenas se inclinaron hacia mí y yo las sostuve suavemente en las manos.

—Dame Gur —dijo.

Sorprendido, me aparté de ella y me acerqué al gran cuenco dorado, extraje unas gotas del precioso líquido sobre la palma de la mano, y regresé a ella.

Intentó alzar la cabeza, pero no pudo hacerlo. Las grandes mandíbulas se separaron lentamente, mostrando la lengua larga y suave.

—Quieres saber del huevo —dijo.

—Si deseas decírmelo.

—¿Lo destruirás?

—No lo sé.

—Dame Gur.

Metí la mano entre las antiguas mandíbulas suavemente, y con la palma le toqué la lengua, de modo que ella pudiese saborear la sustancia adherida.

—Acude a los Pueblos del Carro, Tarl de Ko-ro-ba —dijo—. Acude a los Pueblos del Carro.

—Pero, ¿dónde están?

Ante mis ojos horrorizados el cuerpo de la antigua Madre comenzó a temblar; yo retrocedí varios pasos mientras ella se incorporaba y alcanzaba la altura propia de un Rey Sacerdote, y sus antenas se extendían y enroscaban, tratando de sentir algo. Y de pronto, agobiada por el delirio y el sentimiento de poder, sentí que ella era la Madre de una gran raza, muy bella y fuerte y espléndida.

Y de los mil traductores distribuidos en la sala brotó el último mensaje de la Madre a sus hijos.

—Lo veo, lo veo, y sus alas son como lluvias doradas —dijo.

Después, lentamente, la enorme forma se desplomó sobre la plataforma y el cuerpo dejó de temblar; las antenas yacieron inertes sobre la piedra.

Misk se acercó y la rozó suavemente con las antenas.

Se volvió hacia los Reyes Sacerdotes.

—La Madre ha muerto —dijo.

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