12. Dos muls

El disco ovalado aminoró la velocidad y se detuvo sobre un círculo de mármol que tendría un ancho aproximado de medio pasang, y que estaba en el fondo del amplío e iluminado cañón artificial.

Me encontré en una especie de plaza, rodeado por la arquitectura fantástica del Nido de los Reyes Sacerdotes. La plaza estaba ocupada, no sólo por los Reyes Sacerdotes, sino aún más por distintas criaturas de diferentes formas y naturaleza. Entre ellas había hombres y mujeres, descalzos y con las cabezas afeitadas, ataviados con una túnica corta de color púrpura que reflejaba las diferentes luces de la plaza, como si estuviese fabricada con un plástico brillante.

Me hice a un lado cuando una criatura chata, parecida a un gusano, aferrada por varias patas a un pequeño disco de transporte, pasó a gran velocidad.

—Debemos darnos prisa —dijo Sarm.

—Veo a seres humanos —dije a Misk—. ¿Son esclavos?

—Sí —respondió Misk.

—No llevan collar.

—En el Nido no es necesario distinguir a los esclavos de los libres —explicó Misk—, porque en el Nido todos los humanos son esclavos.

—¿Por qué están afeitados y vestidos así? —pregunté.

—Es más higiénico —dijo Misk.

—Salgamos de la plaza —insistió Sarm.

Después sabría que su agitación respondía principalmente al temor de contaminarse con la suciedad de ese lugar público. Allí había seres humanos.

—¿Por qué los esclavos visten de púrpura? —pregunté a Misk—. Es el color de las vestiduras de un Ubar.

—Porque es un gran honor ser esclavo de los Reyes Sacerdotes —contestó.

—¿Ustedes se proponen —pregunté— que yo me afeite y vista del mismo modo?

Llevé la mano al puño de la espada.

—Quizás no —observó Sarm—. Tal vez decidamos destruirte inmediatamente. Debo verificar las cuerdas olorosas.

—No será destruido inmediatamente —intervino Misk—, ni se le afeitará y vestirá como esclavo.

—¿Por qué no? —preguntó Sarm.

—Es el deseo de la Madre —informó Misk.

—¿Qué tiene que ver ella con esto? —preguntó Sarm.

—Mucho —dijo Misk.

Sarm pareció desconcertado. —¿Lo trajeron a los túneles con cierto fin?

—Vine por propia voluntad —dije.

—No seas absurdo —me dijo Misk.

—¿Con qué propósito le trajeron a los túneles? —preguntó Sarm.

—El propósito lo conoce la Madre.

—Yo soy el Primogénito —dijo Sarm.

—Ella es la Madre.

—Muy bien —admitió Sarm, y se apartó.

Percibí que no se sentía muy complacido.

En ese momento una joven humana se acercó, y con los ojos muy abiertos describió un círculo alrededor, sin apartar la mirada de mi persona. Aunque tenía la cabeza afeitada era bonita, y la breve túnica de plástico que usaba no ocultaba sus encantos.

Me pareció que Sarm se estremecía de repulsión.

—Deprisa —dijo—, y lo seguimos mientras atravesaba la plaza rápidamente.

—Tu espada —dijo Misk, y extendió hacia mí una de sus patas delanteras.

—Jamás —dije—, y retrocedí.

—Por favor —insistió Misk.

De mala gana, me desprendí el cinturón con la espada y entregué el arma a Misk.

Sarm pareció satisfecho con mi actitud. Se volvió hacia las paredes que estaban detrás y que estaban cubiertas por miles de pequeñas perfilas iluminadas. Tiró de varias, y me pareció que estaban unidas a finas cuerdas, las que él pasó entre sus antenas. Consagró quizá un ahn a esta actividad, y después, exasperado, se volvió para mirarme.

Yo me paseaba de un extremo al otro de la larga habitación, nervioso porque no sentía la espada de acero sobre mi muslo.

—Las cuerdas olorosas guardan silencio —dijo Sarm.

—Por supuesto —observó Misk.

—¿Qué se hará con esta criatura? —preguntó Sarm.

—Por el momento —explicó Misk—, la Madre desea que se le permita vivir como un matok.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Hablas mucho para ser miembro de las órdenes inferiores —dijo Sarm.

—¿Qué es un matok? —pregunté.

—Una criatura que está en el Nido pero no pertenece a él —dijo Misk.

—¿Como el artrópodo?

—Exactamente.

—Si se hiciera mi voluntad —afirmó Sarm—, le enviarían al Vivero o a las cámaras de disección.

—Pero no es el deseo de la Madre —insistió Misk—. Por lo tanto, no es el deseo del Nido.

Finalmente, Sarm se volvió para mirarme. —De todos modos —aclaró—, hablaré de todo esto con la Madre.

—Por supuesto —dijo Misk.

Sarm me miró. Creo que no me había perdonado por el susto que le había dado en la plataforma, cerca del ascensor.

—Es peligroso. Hay que destruirlo.

—Tal vez —repitió Misk.

Sarm se apartó de mí, y con el apéndice izquierdo oprimió un botón escondido en el tablero frente al cual estaba.

Apenas lo tocó, se deslizó un panel y dos hombres muy apuestos, de formas absolutamente simétricas, con las cabezas afeitadas y vestidos con la túnica púrpura de los esclavos, entraron en la habitación y se postraron ante el estrado.

A una señal de Sarm, se incorporaron bruscamente y se dispusieron a los lados del estrado, las piernas abiertas, las cabezas levantadas, los brazos cruzados.

—Mira a esos dos —dijo Sarm.

Aparentemente, ninguno de los dos hombres que había entrado en el cuarto me había visto.

Ahora me acerqué a ellos.

—Yo soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —les dije.

Les ofrecí mi mano.

Si la vieron, no hicieron el más mínimo esfuerzo para aceptarla.

Imaginé que debían ser gemelos idénticos. Tenían la cabeza bien formada, y el cuerpo fuerte y ancho así como una apostura que sugería serenidad y fuerza.

Ambos eran un poco más bajos que yo, pero quizás un poco más anchos.

—Podéis hablar —dijo Sarm.

—Yo soy Mul-Al-Ka —dijo uno—, digno esclavo de los gloriosos Reyes Sacerdotes.

—Yo soy Mul-Ba-Ta —dijo el otro—, digno esclavo de los Reyes Sacerdotes.

—En el Nido —explicó Misk—, la expresión “mul” se usa para designar a un esclavo humano.

Asentí. No necesitaba que me explicaran el resto. Las expresiones “Al-Ka” y “Ba-Ta” son las dos primeras letras del alfabeto goreano. De hecho, esos hombres no tenían nombre. Eran simplemente el esclavo A y el esclavo B.

—Entiendo —dije— que tienen más de veintiocho esclavos humanos. El alfabeto goreano tiene veintiocho caracteres.

Mi intención había sido herirlos con la observación, pero Sarm no se ofendió.

—Los restantes están numerados —dijo—. Cuando uno muere o lo destruimos, asignamos a otro su número.

—Alguno de los números bajos —afirmó Misk— fueron asignados millares de veces.

—¿Por qué estos esclavos no tienen número? —pregunté.

—Son especiales —dijo Misk.

Los examiné atentamente. Parecían ejemplares espléndidos de la humanidad. Quizá Misk había querido decir que eran representantes excelentes del tipo humano.

—¿Eres capaz de adivinar —preguntó Sarm— cuál fue sintetizado?

Casi me sobresaltó.

Las antenas de Sarm mostraron su regocijo.

—Sí —aclaró Sarm—. Uno fue sintetizado, a partir de la síntesis de las moléculas de proteína, y fue formado molécula por molécula. Es un ser humano artificial. No tiene mucho interés científico, pero sí un valor considerable como curiosidad. Lo fabricó durante un período de más de dos siglos nada menos que Kusk, el Rey Sacerdote, como distracción en sus horas de ocio, mientras descansaba de los trabajos más serios de investigación biológica.

Me estremecí.

—¿Y el otro? —pregunté.

—Tampoco él —dijo Sarm— carece de interés, y es otro fruto de los caprichos profesionales de Kusk, uno de los seres más grandes de nuestro Nido.

—¿También está sintetizado? —pregunté.

—No —explicó Sarm—, es el producto de la manipulación genética, el control artificial y la modificación de los elementos hereditarios de los gametos.

—Uno de los aspectos más interesantes del asunto —dijo Sarm— es la unión. Es la prueba de fuego de la habilidad del manipulador.

—Kusk —afirmó Misk— es uno de los seres más grandes del Nido.

—¿Cuál de estos esclavos —pregunté— fue sintetizado?

—¿No lo adivinas? —preguntó Sarm.

—No.

Las antenas de Sarm se estremecieron y se enroscaron. El cuerpo se le agitó, con los signos que, según sabía ahora, eran resultados de la diversión.

—No te lo diré —afirmó.

—Está haciéndose tarde —dijo Misk—, y es necesario procesar al matok si queremos que continúe en el Nido.

Me pregunté qué querría decir Misk con la palabra “procesar”, pero la actitud de Sarm me irritó, y lo mismo puedo decir de los dos individuos tan graves y apuestos, que se habían alineado delante del estrado.

—¿Por qué dice eso? —pregunté a Sarm.

—¿No es evidente? —contestó.

—No —dije.

—Están formados simétricamente —dijo Sarm—. Más aún, son inteligentes, fuertes, y gozan de buena salud. Y además viven de hongos y agua, y se lavan doce veces por día.

Me eché a reír. —¡Por los Reyes Sacerdotes! —rugí. Pero ninguna de las dos criaturas pareció conmovida por mi juramento, que habría arrancado lágrimas a los ojos de un miembro de la Casta de los Iniciados.

—¿Por qué enroscas tus antenas? —preguntó Sarm.

—¿Te parecen perfectos estos seres humanos? —pregunté, señalando a los dos esclavos.

—Por supuesto —afirmó Sarm.

—Por supuesto —dijo Misk.

—¡Perfectos esclavos! —afirmé.

—Naturalmente, el ser humano más perfecto es el esclavo más perfecto —argumentó Sarm.

—El ser humano más perfecto —dije— es libre.

Los dos esclavos me miraron asombrados.

—No desean ser libres —observó Misk. Se dirigió a los esclavos. —Muls, ¿cuál es la alegría más grande que habéis sentido? —preguntó.

—Ser esclavos de los Reyes Sacerdotes —dijeron.

—¿Ves? —preguntó Misk.

—Sí —dije—, ahora veo que no son hombres.

Las antenas de Sarm se movieron irritadas.

—¿Por qué —los desafié— no invitan a ese Kusk a sintetizar a un Rey Sacerdote?

Sarm pareció estremecerse de cólera. Pero Misk no se movió.

—Sería inmoral —dijo.

Sarm se volvió hacia Misk. —¿La Madre objetaría si quebrase los brazos y las piernas del matok?

—Sí —dijo Misk.

—¿La Madre objetaría si dañase sus órganos? —preguntó Sarm.

—Sin duda —respondió Misk.

—Pero es necesario castigarlo.

—Sí —convino Misk—, sin duda, habrá que disciplinarlo.

—Muy bien —dijo Sarm, y dirigió sus antenas hacía los dos esclavos de cabeza afeitada. —Castigad al matok —ordenó Sarm—, pero no le rompáis los huesos ni le hiráis los órganos.

Apenas pronunció esas palabras, los dos esclavos se arrojaron sobre mí para aferrarme.

Al instante salté hacia ellos, tomándolos por sorpresa y sumando mi impulso al que ellos ya traían. Con el brazo izquierdo aparté a uno y descargué el puño sobre el rostro del segundo. Se le dobló la cabeza y cayó de rodillas. Antes de que el primero pudiese recuperar el equilibrio, había saltado sobre él y aferrándolo lo alcé sobre la cabeza y le arrojé de espaldas al suelo de piedra de la espaciosa cámara. Si hubiese sido un combate a muerte, en ese mismo instante lo hubiese acabado saltando sobre él, hundiéndole los talones en el estómago para desgarrarle el diafragma. Pero no deseaba matarlo, y en realidad tampoco herirlo gravemente. Consiguió rodar sobre el estómago. Entonces habría podido romperle el cuello con el talón. Pensé que esos esclavos no estaban bien adiestrados para administrar disciplina. Aparentemente no sabían luchar. Ahora, el hombre estaba de rodillas, jadeante, sosteniéndose con la palma de la mano derecha apoyada en el suelo. Si era diestro, eso parecía absurdo; además no hacía nada para proteger su cuello.

Miré a Sarm y a Misk, que observaban con su calma habitual.

—No los lastimes más —dijo Misk.

—No lo haré.

—Quizá el matok esté en lo cierto —dijo Misk a Sarm—. Tal vez no son seres humanos perfectos.

—Tal vez —reconoció Sarm.

Entonces, el esclavo que había conservado la conciencia alzó una mano hacia los Reyes Sacerdotes. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Por favor —rogó—, vayamos a las cámaras de disección.

Yo escuchaba atónito.

El otro esclavo había recuperado el conocimiento, y de rodillas se unió a su compañero. —Por favor —exclamó—, vayamos a las cámaras de disección.

—Creen que han fallado a los Reyes Sacerdotes, y desean morir.

Sarm miró a los dos esclavos. —Soy bondadoso —dijo—, y se aproxima la Fiesta de Tola. Alzó la pata delantera con un movimiento suave y tolerante, casi como si impartiera una bendición. Podéis ir a las cámaras de disección.

Sorprendido, vi que la gratitud transfiguraba los rostros de los dos esclavos, y que ayudándose se disponían a salir de la habitación.

—¡Alto! —grité.

Los dos esclavos se detuvieron y me miraron.

—No pueden enviarlos a la muerte —dije a Sarm y a Misk.

Sarm pareció desconcertado. Las antenas de Misk se movieron inquietas.

Busqué una objeción plausible. —No dudo que Kusk se sentiría desagradado si destruyeran a sus criaturas —dije.

—El matok está en lo cierto —dijo Misk.

—Es verdad —dijo Sarm.

Sarm se volvió hacia los dos esclavos. —No podéis ir a las cámaras de disección —afirmó.

Ahora, los dos esclavos inclinaron la cabeza, en actitud de obediencia, y cruzaron los brazos. Ninguno mostró gratitud por haberse salvado, ni demostró resentimiento porque yo había impedido la ejecución.

—Debes entender, Tarl Cabot de Ko-ro-ba —dijo Misk, que aparentemente había percibido mi desconcierto—, que la mayor alegría de los muls es amar y servir a los Reyes Sacerdotes. Si un Rey Sacerdote desea que mueran, ellos mueren alegremente; si el Rey Sacerdote desea que vivan, eso los complace igualmente.

Advertí que ninguno de los dos esclavos parecía especialmente complacido.

—Mira —continuó Misk—, estos muls han sido creados para amar y servir a los Reyes Sacerdotes.

—Los crearon así —dije.

—Exactamente —confirmó Misk.

—Y sin embargo, ustedes dicen que son humanos.

—Por supuesto —intervino Sarm.

Y entonces, con gran sorpresa por mi parte, uno de los esclavos me miró y dijo:

—Somos humanos.

Me aproximé y le extendí mi mano. —Espero no haberte lastimado —dije.

Aceptó mi mano y la retuvo torpemente, porque en realidad no sabía cómo estrecharla.

—Yo también soy humano —dijo el otro, mirándome en los ojos.

Extendió la mano con el dorso hacia arriba. La tomé, lo obligué a girarla y la estreché.

—Tengo sentimientos —dijo el primer hombre.

—Yo también los tengo —dijo el segundo.

—Todos los tenemos —observé.

—Por supuesto —dijo el primer hombre——, porque somos humanos.

Los miré muy atentamente. —¿Cuál de ustedes —pregunté— ha sido sintetizado?

—No lo sabemos —dijo el primero.

—No —confirmó el segundo—. Nunca nos dijeron eso.

Los dos Reyes Sacerdotes habían contemplado interesados ese breve diálogo, pero ahora la voz de Sarm brotó por el traductor:

—Está haciéndose tarde —dijo—, que procesen al matok.

—Sígueme —dijo el primer hombre y se volvió; yo fui tras él, y el segundo hombre me siguió.

Загрузка...