21. Encuentro a Misk

Fui con los dos muls y descendimos a una cámara abovedada, húmeda y alta, que no tenía bulbos de energía. Los costados de la cámara estaban formados por una sustancia áspera, en la que muchas rocas de diferentes formas y tamaños constituían un conglomerado.

Mul-Al-Ka tenía una antorcha, y con ella iluminaba buena parte de la cámara.

—Es un sector muy viejo del Nido —dijo Mul-Al-Ka.

—¿Dónde está Misk? —pregunté.

—Por aquí —dijo Mul-Ba-Ta—, pues así lo dijo Sarm.

Me pareció que la cámara estaba vacía. Impaciente, manipulé la cadena del traductor que los dos muls me habían conseguido en el trayecto hasta la prisión donde se encontraba Misk. No estaba seguro de que hubieran permitido a Misk conservar su traductor, y deseaba comunicarme con él.

Alcé los ojos, y durante un instante permanecí inmóvil, y al fin toqué el brazo de Mul-Ba-Ta.

—Allí arriba —murmuré.

Mul-Al-Ka elevó todo lo posible la antorcha.

Colgando del techo de la cámara había numerosas formas oscuras y alargadas, al parecer Reyes Sacerdotes con el abdomen hinchado grotescamente. No se movían.

—Misk —dije acercando los labios al traductor.

Casi instantáneamente reconocí el olor de mi amigo.

Pero no hubo respuesta.

—No está aquí —dijo Mul-Al-Ka.

—Quizá no —afirmó Mul-Ba-Ta—, pues si él hubiese contestado, tu traductor habría recogido la respuesta.

—Busquemos —propuso Mul-Al-Ka.

—Dame la antorcha —dije.

Tomé la antorcha y recorrí los límites de la habitación. Cerca de la puerta vi una serie de barras cortas que salían de la pared y que podían usarse como escala. Me puse la antorcha entre los dientes y me preparé para trepar.

De pronto me detuve, las manos apoyadas en una de las barras.

—¿Qué pasa? —preguntó Mul-Al-Ka.

—Escucha —dije.

Llegó a nuestros oídos el canto fúnebre y muy lejano de voces humanas, como un coro de muchos hombres que se acercaban poco a poco.

—Quizá vengan hacia aquí —dijo Mul-Al-Ka.

—Será mejor que nos ocultemos —propuso Mul-Ba-Ta.

Dejé las barras y conduje a los dos muls hacia el fondo de la sala. Les ordené que se ocultasen lo mejor posible. Apagué la antorcha y me agazapé detrás de una pila de restos. Así, juntos, vigilamos la puerta.

El canto sonó más fuerte.

Las palabras eran en goreano arcaico, y para mí era muy difícil entenderlas. En la superficie suelen hablarlo únicamente los miembros de la Casta de los Iniciados, que las emplean en sus variados y complejos ritos. Por lo que pude entender, era una especie de himno a los Reyes Sacerdotes, y mencionaba la fiesta de Tola y el Gur. El estribillo era más o menos éste:

Hemos venido a buscar el Gur.

En la Fiesta de Tola hemos venido a buscar el Gur.

Alegrémonos porque en la Fiesta de Tola venimos por el Gur.

Se abrieron de par en par las puertas de la habitación, y vimos dos largas líneas de hombres que marchaban llevando cada uno una antorcha en una mano y en la otra lo que parecía un odre vacío de cuero dorado.

Mul-Al-Ka contuvo una exclamación.

—Mira, Tarl Cabot —murmuró Mul-Ba-Ta.

—Sí —dije, y le ordené que guardase silencio—. Veo.

Los hombres que formaban la procesión parecían humanos. Estaban afeitados y revestidos de plástico, como todos los muls del Nido, pero tenían el torso más pequeño y redondo que el de un ser humano, los brazos y las piernas parecían demasiado largos comparados con el tamaño del tronco, y las manos y los pies eran sumamente anchos. Los pies no tenían dedos, y exhibían una forma parecida a un disco, con rebordes carnosos y acolchados que les permitían caminar en silencio; también las palmas de las anchas manos eran una suerte de disco carnoso, que resplandecía a la luz azul de las antorchas. Pero sobre todo, me llamó la atención la forma y el tamaño de los ojos, porque eran muy grandes; tendrían siete u ocho centímetros de ancho, y eran redondos, oscuros y brillantes, como los ojos de un animal nocturno.

A medida que aumentaba el número de individuos que entraba en la sala, cada uno con su antorcha, pude ver más claramente lo que había allí. Podía distinguir las siluetas de los Reyes Sacerdotes colgados cabeza abajo del techo, los grandes abdómenes hinchados empequeñeciendo el tórax y la cabeza.

Entonces pude ver, asombrado, que las extrañas criaturas que habían entrado despreciaban las barras que estaban cerca de la puerta, y comenzaban a subir sencillamente caminando por las paredes casi en forma vertical, hasta llegar a los Reyes Sacerdotes; y después lo hacían por el techo, cabeza abajo. Donde ponían el pie, dejaban un disco brillante de sudor, un líquido seguramente producido por los rebordes carnosos que les servían de pies. Mientras las criaturas que estaban abajo continuaban su himno fúnebre, los que habían trepado por las paredes y el techo, siempre sosteniendo sus antorchas, comenzaron a llenar los recipientes extrayendo una sustancia de la boca de los Reyes Sacerdotes.

Parecía haber un número muy elevado de muls, y los Reyes Sacerdotes colgados llegaban aproximadamente, al centenar. La extraña procesión entre el techo y el suelo continuó más de una hora. Mientras tanto los muls continuaron entonando su himno fúnebre.

Supuse que el exudado, o lo que fuere que los muls extraían de los Reyes Sacerdotes era el Gur; y ahora comprendí qué significaba retener el Gur.

Finalmente, el último de los extraños muls descendió al suelo.

Durante todo este episodio ninguno de ellos nos miró siquiera, tan absortos estaban en su tarea. Cuando no se ocupaban de recolectar Gur, los ojos redondos y oscuros se elevaban hacia los Reyes Sacerdotes, pendiendo del techo, a gran altura.

Por último, vi cómo un Rey Sacerdote se movía en el techo, y comenzaba a descender por la pared. Su abdomen ahora desprovisto de Gur, tenía proporciones normales, y caminó majestuosamente hacia la puerta, moviéndose con los pasos delicados que eran habituales en ellos. Una vez que llegó al suelo, varios muls lo flanquearon. Comenzaron a salir de la sala, cantando y sosteniendo las antorchas. Llevaban los recipientes colmados con una sustancia lechosa. Detrás del primer Rey Sacerdote siguió otro y después otro, hasta que todos menos uno habían abandonado el lugar. A la luz de las últimas antorchas que salieron de la cámara pude ver que quedaba un Rey Sacerdote. Aunque había entregado todo su Gur, todavía estaba aferrado al techo. Una fuerte cadena, unida a una argolla del techo, aseguraba una gruesa faja de metal que aferraba su estrecho tronco, entre el tórax y el abdomen.

Era Misk.

Me apoderé de una antorcha, la encendí y caminé hacia el centro de la cámara. La alcé todo lo posible.

—Bienvenido Tarl Cabot —dijo una voz que brotó de mi traductor—. Estoy preparado para morir.

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