20. El collar 708

Fuera de la habitación encontré a Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta.

Aunque viajábamos en un disco de transporte, y el hecho bastaba para alegrarlos, esta vez no parecían de buen humor. Yo conocía muy bien la razón.

—Tenemos órdenes —dijo Mul-Al-Ka— de llevarte adonde está el Rey Sacerdote Misk, a quien matarás.

—Además nos ordenaron —dijo Mul-Ba-Ta— que te ayudáramos a eliminar el cadáver.

—También tenemos instrucciones —dijo Mul-Al-Ka— de alentarte en esta terrible hazaña, y de recordarte los honores y las riquezas que te esperan.

Sonreí y abordé el disco de transporte.

Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta ocuparon sus lugares delante de mí, dándome la espalda. Hubiera sido fácil arrojarlos a la muerte despidiéndolos fuera del disco. El disco se deslizaba silencioso por el túnel, flotando sobre su colchón de gases.

—Me parece —dije—, que ambos cumplieron bien sus órdenes. —Les di varias palmadas en la espalda. —Ahora, díganme qué desean realmente.

—Ojalá pudiéramos, Tarl Cabot —dijo Mul-Al-Ka.

—Pero estamos seguros de que sería impropio —dijo Mul-Ba-Ta.

Viajamos en silencio durante un rato más.

—Observarás —dijo Mul-Al-Ka—, que hemos ocupado posiciones tales que podrías arrojarnos fuera del disco de transporte.

—Sí —dije—, lo he observado.

—Aumenta la velocidad del disco —dijo Mul-Ba-Ta—, y así tu gesto será más eficaz.

—No deseo despedirlos fuera del disco —contesté.

—Oh —exclamó Mul-Al-Ka.

—Nos parecía una buena idea —dijo Mul-Ba-Ta.

—Quizá —comenté—, pero ¿por qué querría mataros?

—Bien, Tarl Cabot —dijo Mul-Ba-Ta—, así podrías huir y ocultarte. Por supuesto, finalmente te hallarían, pero podrías sobrevivir un tiempo más.

—Pero entiendo que me darán honores y riquezas —les recordé.

Durante un rato, ninguno de los dos muls volvió a hablar.

—Mira, Tarl Cabot —dijo de pronto Mul-Al-Ka—, queremos mostrarte algo.

Mul-Al-Ka llevó el disco hacia un túnel lateral, y acelerando todo lo posible pasó frente a varios portales; por último detuvo el artefacto frente a una alta entrada de acero. Admiré su habilidad.

—¿Qué desean mostrarme? —pregunté.

Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta nada dijeron, y descendieron del disco de transporte y abrieron el portal de acero. Los seguí.

—¿Les ordenaron traerme aquí? —pregunté.

—No —dijo Mul-Ba-Ta.

—Entonces, ¿por qué lo hicieron?

—Nos pareció que sería conveniente —explicó Mul-Al-Ka.

—Sí —agregó Mul-Ba-Ta—. Esto se relaciona con los honores y las riquezas y los Reyes Sacerdotes.

La habitación en la cual estábamos se hallaba prácticamente vacía, y por el tamaño y la forma no era muy distinta de aquella en que se había realizado mi procesamiento. Sin embargo, no había pantalla de observación ni discos en la pared.

En la habitación el único objeto era un artefacto pesado, parecido a una esfera, con un conjunto de extensiones aseguradas al techo de la cámara. Debajo, la esfera tenía una abertura ajustable, que ahora alcanzaba un diámetro de unos quince centímetros. Muchos cables partían del globo y luego entraban en un panel del techo. En la propia esfera había distintos instrumentos, llaves, bobinas, discos y luces.

Desde otra cámara nos llegó el grito de una muchacha. Llevé la mano a la espada.

—No —dijo Mul-Al-Ka, apoyando la mano sobre mí muñeca.

Ahora sabía el propósito del artefacto, pero ¿por qué Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta me habían traído aquí?

Se deslizó un panel lateral, y entraron otros dos muls. Empujaban un disco grande, chato y circular. Pusieron el disco directamente bajo la esfera. Sobre el disco estaba montado un estrecho cilindro de plástico transparente. Tenía más o menos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, y podía abrirse sobre un eje vertical, aunque entonces se encontraba totalmente cerrado. En el cilindro, salvo la cabeza sostenida por una abertura circular, estaba una joven vestida con el atavío tradicional, incluso el velo, y con las manos enguantadas que presionaban impotentes sobre la pared interior del cilindro.

Su mirada de terror recayó en nosotros. —¡Sálvenme! —gritó.

—Salud, honorables muls —dijo uno de los dos servidores.

—Salud —dijo Mul-Al-Ka.

—¿Quién es él? —preguntó uno de los asistentes.

—Tarl Cabot, de la ciudad de Ko-ro-ba —dijo Mul-Ba-Ta.

—Nunca oí hablar de eso —dijo el otro servidor.

—Está en la superficie —dijo Mul-Al-Ka—, y es nuestro amigo.

—Está prohibida la amistad entre muls —dijo el primer ayudante.

—Lo sabemos —dijo Mul-Al-Ka—, pero de todos modos iremos a las cámaras de disección.

—Lamento que así sea —dijo el otro ayudante.

Miré asombrado a mis compañeros.

—Por otra parte —dijo Mul-Ba-Ta—, es el deseo de un Rey Sacerdote, y por lo tanto debemos alegrarnos.

—Por supuesto —dijo el primer ayudante.

—¿Cuál fue tu delito? —preguntó el segundo ayudante.

—No lo sabemos —contestó Mul-Al-Ka.

—Eso es muy fastidioso —dijo el primer ayudante.

—Sí —confirmó Mul-Ba-Ta—, pero no es importante.

Entonces, los ayudantes se consagraron a su trabajo. Uno de ellos subió al disco puesto cerca del cilindro de plástico. El otro se aproximó a un panel del costado de la habitación, y después de oprimir algunos botones y mover un dial, comenzó a bajar la esfera en dirección a la cabeza de la joven.

La compadecía cuando ella movió la cabeza y vio el objeto que con un zumbido electrónico descendía lentamente. Emitió un grito histérico y aterrorizado, y se movió en el cilindro golpeando inútilmente con sus pequeños puños enguantados las paredes de fuerte plástico que la confinaban.

El ayudante que estaba cerca del disco retiró la capucha de la joven y los hermosos velos que disimulaban sus rasgos, descubriéndole la cara con el mismo aire indiferente con que uno hubiera podido retirar un pañuelo.

El último grito apenas se oyó porque el ayudante ajustó sobre la cabeza de la joven la pesada esfera, y la aseguró bien. Entonces su compañero ajustó una llave del panel y la esfera pareció cobrar vida, zumbando y chasqueando, mientras se encendían las bobinas y señales luminosas minúsculas surgían y desaparecían.

Me pregunté si la joven sabría que estaban preparando un registro de su cerebro, y que el resultado sería correlacionado con los sensores que protegían las habitaciones de una esclava de cámara.

Mientras la esfera hacía su trabajo, el ayudante que estaba cerca del cilindro desató los cinco cierres que lo aseguraban y lo abrió bruscamente. Con rapidez y eficiencia ató las muñecas a varios soportes montados en el cilindro, y con un pequeño cuchillo curvo rasgó las ropas de la joven y las retiró. Inclinado sobre un panel del disco, tomó tres objetos: el largo y clásico atavío blanco de una esclava de cámara, un collar también de esclava, y un objeto cuya importancia no percibí inmediatamente —una cosa pequeña y chata, que tenía grabada, con la clásica escritura cursiva goreana, la primera letra de la palabra que significa “muchacha esclava”—.

Sobre este último objeto aplicó una llave, y casi inmediatamente una parte del metal se tornó blanca a causa del calor.

Avancé un paso, pero Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta me aferraron, y antes de que pudiera apartarlos de mi camino oí el grito sofocado pero doloroso de la esclava marcada.

Era demasiado tarde.

—¿Tu compañero está bien? —preguntó el ayudante que estaba frente a la pared.

—Sí —dijo Mul-Al-Ka—, está muy bien, gracias.

—Si no está bien —insistió el individuo—, debe ir a la enfermería, que se encargará de destruirlo.

—Está muy bien —dijo Mul-Ba-Ta.

—¿Por qué habló de destrucción? —pregunté a Mul-Al-Ka.

—Se elimina a los muls infectados —dijo Mul-Al-Ka—. Es mejor para el Nido.

Concluida la operación, retiraron la esfera y aseguraron el collar de esclava al cuello de la muchacha, que lloraba desconsoladamente.

—Ahora, eres esclava —dijo el ayudante.

La joven gritó.

—Llévensela —dijo el ayudante que estaba frente al panel de la pared.

Obediente, el segundo ayudante comenzó a empujar el disco con el cilindro y la joven, y salió de la habitación.

Cerré la mano sobre el pomo de mi espada.

—No puedes hacer nada —dijo Mul-Al-Ka.

Quizás tuviera razón. ¿Tendría que matar a los inocentes ayudantes, sencillos muls que ejecutaban las tareas asignadas por los Reyes Sacerdotes? ¿Tendría que matar también a Mul-Al-Ka y a Mul-Ba-Ta? ¿Y qué podía hacer con la joven en el Nido de los Reyes Sacerdotes? ¿Y qué ocurriría con Misk? ¿Se me ofrecería otra oportunidad de salvarlo?

Estaba irritado con Mul-Al-Ka y Mul-Ba-Ta.

—¿Por qué me trajeron aquí? —pregunté.

—¿Acaso no viste su collar? —preguntó Mul-Al-Ka.

—Un collar de esclava —dije.

—Pero el número grabado era muy claro —insistió.

—¿No lo viste? —preguntó Mul-Ba-Ta.

—No —contesté irritado—. No lo vi.

—Era el número “setecientos ocho” —dijo Mul-Al-Ka.

Me sobresalté, pero nada dije. Setecientos ocho era el número del collar de Vika. Ahora se había asignado otra esclava a su cámara. ¿Qué significaba eso?

—Era el número de Vika de Treve —dije.

—Exactamente —confirmó Mul-Al-Ka—, la mujer que Sarm te prometió como parte de las riquezas, por tu papel en su plan para matar a Misk.

—Como ves —explicó Mul-Ba-Ta— se le dio el mismo número a otra esclava.

—¿Qué significa? —pregunté.

—Significa —dijo Mul-Al-Ka— que Vika de Treve ya no existe.

Sentí como si hubiese recibido un martillazo, porque aunque odiaba a Vika de Treve no deseaba su muerte. Comencé a sudar y a temblar.

—Quizás le han dado un collar nuevo —sugerí.

—No —dijo Mul-Al-Ka.

—Entonces, ¿ha muerto?

—De hecho, es como si hubiera muerto —contestó Mul-Ba-Ta.

—¡Qué quieres decir! —exclamé, tomándolo por los hombros y sacudiéndolo.

—Quiero decir —dijo Mul-Al-Ka— que la enviaron a los túneles del Escarabajo de Oro.

—¿Por qué?

—Ya no era útil para los Reyes Sacerdotes —dijo Mul-Ba-Ta.

—¿Porqué? —insistí.

—Creo que hemos dicho bastante —sugirió Mul-Al-Ka.

—En efecto —concluyó Mul-Ba-Ta—. Tal vez no hubiéramos debido decirte tanto.

Apoyé suavemente las manos en los hombros de los dos muls.

—Gracias, amigos míos —dije—. Comprendo lo que acaban de hacer. Me demostraron que Sarm no piensa cumplir sus promesas, y que planeó traicionarme.

—Recuerda —dijo Mul-Al-Ka— que no te dijimos eso.

—Es cierto —observé—, pero me lo demostraron.

—Solamente prometimos a Sarm —dijo Mul-Ba-Ta que no te lo diríamos.

Sonreí a los dos muls, mis amigos.

—Entonces, después que yo haya acabado con Misk, ¿ustedes tienen que matarme? —pregunté.

—No —dijo Mul-Al-Ka—, sencillamente te diremos que Vika de Treve te espera en los túneles del Escarabajo de Oro.

—Es la parte débil del plan de Sarm —dijo Mul-Ba-Ta, porque tú nunca irás a los túneles del Escarabajo de Oro a buscar a una mul hembra.

—Sin embargo, iré —dije.

Los dos muls se miraron con tristeza y menearon la cabeza.

—Sarm es más sabio que nosotros —dijo Mul-Al-Ka.

Sonreí para mis adentros, pues me parecía increíble que sin pensarlo dos veces hubiera decidido ir a rescatar a la indigna y pérfida Vika de Treve.

Sin embargo, no era tan extraño, sobre todo en Gor, donde se aprecia mucho el valor, y salvar la vida de una mujer equivale a conquistarla, pues el varón goreano tiene derecho a esclavizar a la mujer cuya vida salvó; y los ciudadanos de la ciudad de la joven o su familia rara vez le niegan ese privilegio.

—Creí que la odiabas —dijo Mul-Al-Ka.

—La odio —dije.

—¿Es humano proceder así? —preguntó Mul-Ba-Ta.

—Sí —dije—, un hombre debe proteger a una hembra de la especie humana, sin importarle lo que ella pueda hacer.

—¿Es suficiente que sea una hembra de nuestra especie —preguntó Mul-Ba-Ta?

—Sí —contesté.

—¿Incluso si es una hembra mul? —preguntó Mul-Al-Ka.

—Sí —contesté.

—Qué interesante —observó Mul-Ba-Ta—. En ese caso, tendremos que acompañarte, porque también deseamos aprender a ser hombres.

—No —dije—, no tienen que acompañarme.

—Ah —dijo amargamente Mul-Al-Ka—, todavía no crees que seamos verdaderos hombres.

—Lo creo —dije—. Me lo demostraron informándome de las intenciones de Sarm.

—Entonces, ¿podemos acompañarte? —preguntó Mul-Ba-Ta.

—No —dije—, pues creo que podrán ayudarme en otras cosas.

—Nos agradará —dijo Mul-Al-Ka.

—Pero no tendremos mucho tiempo —agregó Mul-Ba-Ta.

—Es cierto —dijo Mul-Al-Ka—, pues pronto tendremos que ir a las cámaras de disección.

Los miré un instante, con una expresión de aguda decepción.

—Vayan, si lo desean —dije—, pero ésa no es una actitud muy humana.

—¿No? —preguntó Mul-Al-Ka, irguiendo la cabeza.

—¿No? —preguntó Mul-Ba-Ta, con súbito interés.

—No —dije—, no lo es.

—¿Estás seguro? —preguntaron ambos.

—Absolutamente seguro —dije—. Sencillamente no es humano presentarse por propia voluntad en las cámaras de disección.

Los dos muls me miraron un largo rato, se miraron entre ellos, volvieron a mirarme de nuevo, y parecieron llegar a cierto acuerdo.

—Muy bien —dijo Mul-Al-Ka—, no iremos.

—No —dijo Mul-Ba-Ta, con bastante firmeza.

—Bien —observé.

—¿Qué harás ahora, Tarl Cabot? —preguntó Mul-Al-Ka.

—Llévenme donde está Misk —pedí.

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