Cómo llegué a ser del segundo sexo

¿Qué es lo que hace posible que las mujeres alcancen su objetivo en un mundo donde todavía somos el segundo sexo? Tillie Olsen, esa poeta épica de los silencios femeninos, dice que somos afortunadas si nacemos en familias sin hijos varones. Pero mis hermanas afirman que nunca sintieron la libertad ambivalente para alcanzar su objetivo que sentí yo. Y mi madre, también segunda hermana, tuvo claramente más conflictos que yo.

¿Qué es lo diferente en mi vida? Probablemente sea ésa una de las razones por las que estoy escribiendo este libro. Me refiero a entender las cosas que me impulsaron y las cosas que me contuvieron. ¿Qué hace mi vida diferente a la de mi madre? ¿Y qué la hace parecida?

No recuerdo ninguna época en la que no admitiera que yo haría algo en la vida. No sabía qué. Escribir, pintar, dedicarme a la medicina, todo eso cautivó mi imaginación durante un tiempo. Suponía que sería algo divertido, que ganaría el dinero suficiente, que habría un sitio para mí en el mundo, y solía soltar discursos de aceptación del Premio Nobel ante el espejo a la edad de ocho o nueve años. No sabía el precio que habría que pagar, ni me importaba. La cuestión principal era: suponía que me iban a salir bien las cosas. ¡Había sobrevivido a todo un jardín de infancia lleno de niños cagones! Semejante pretenciosidad probablemente sea el preludio del éxito, y mientras a las chicas se las desanime diariamente para que no tengan pretensiones, tendrán problemas para conseguir lo que se proponen. En mi casa nadie me desanimó, aunque los modelos de mujeres que veía no eran tan libres como los de los hombres (esto es, mi madre con su caballete plegable). En cierto modo siempre supe que habría otras mujeres que me envidiarían u odiarían por esa libertad.

– Todo el mundo piensa que eres encantadora porque eres rubia -solía decir mi hermana Nana-. Pero yo sé lo bruja que eres.

En los años cincuenta, la dicotomía entre rubia y morena era un profundo abismo. Se trataba de Debbie Reynolds contra Elizabeth Taylor. Y la sirena sensual de pelo oscuro siempre estaba condenada a ser una mala chica. Se suponía que la rubia era buena como el oro. Yo no sabía entonces que la oposición entre hermanas de pelo oscuro y claro tenía una vieja tradición literaria. Pero ¡cómo se mantienen esas antiguas categorías! Mi hermana mayor me odiaba por ser rubia y por confiar en mí misma. Una chico-chica disfrazada de Debbie Reynolds, sin sentir ninguna limitación porque tanto mi padre como mi madre estaban en mi interior y me querían, irrumpí en el mundo y quedé asombrada al descubrir que las chicas eran menos iguales en él.

Me di cuenta de ello en la adolescencia. Todavía recuerdo la vez, cuando iba al instituto, en que un chico me preguntó si pensaba ser secretaria y yo contesté:

– ¡Secretaria! Voy a ser médico y además una escritora famosa… ¡comoChéjov!

Se lo demostré (no recuerdo ni siquiera su nombre), ¡negándome a aprender a escribir a máquina! Hasta hoy escribo mis libros a mano, como si fuera punto de cruz o un bordado. Bueno, tengo media docena de ordenadores, pero nunca he aprendido a utilizar ninguno de ellos. Se. vuelven anticuados antes de que aprenda a usarlos. Coqueteo durante un tiempo con ese universo alternativo y luego vuelvo a mi pluma, un símbolo fálico, claro. No me disculpo por tener envidia de pene. ¿Qué mujer ambiciosa no tendría envidia de pene en un mundo donde ese poco fiable cetro confiere autoridad?

A veces me pregunto por qué me llevó tanto darme cuenta de que estaba admitido que yo era del segundo sexo. ¿Qué me aisló cuando mis hermanas no estuvieron aisladas del mismo modo? Siempre me sentí la heredera. Pero ¿heredera de qué? ¿Heredera de las ambiciones en el mundo del espectáculo de mi padre o del arte de mi madre? ¿Heredera del caballete de mi abuelo y del decidido feminismo de mi madre? Haz lo que digo, no lo que hago, me transmitía en cierto modo. Y: a mí me estafaron, pero tú lo puedes conseguir.

De hecho, recuerdo que decía:

– Si consigues fama, conseguirás hombres guapos.

– Yo nunca dije eso -protesta mi madre.

Pero lo dijo.

O por lo menos yo lo oí. (No tuve conciencia de las complicaciones de ese imperativo hasta mucho más tarde.)

Nada de hijos varones. Una familia sin hijos varones. En una familia de sólo hijas, una de las hijas puede convertirse en el hijo. ¿Es ése el pacto con el diablo que hacemos? Lo único que sé es que en cierto modo me convertí en la portadora de la mayoría de las ambiciones de mis padres y de mis abuelos. Y qué carga más pesada era. En cierto modo, yo tenía que ser a la vez pintora, artista de variedades, y ganar mucho dinero. Yo quería ser ese absurdo: un poeta que vendía muchos libros. Quería ser una artista millonaria. Mis ambiciones eran tan imposibles que consideraba un fracaso cualquiera de las cosas que conseguía. Y todavía lo considero.

Pero ¿dónde capté el mensaje de que yo era del segundo sexo? En el colegio. Aprendemos en casa y aprendemos en el colegio. Y de las dos formas de aprendizaje, quizá el colegio sea la más perjudicial. En el colegio buscamos la autoridad del mundo. Buscamos que el colegio nos diga si lo que aprendimos en casa era correcto o equivocado. Y el colegio, muchas veces, demasiadas, refuerza los peores prejuicios de nuestra cultura: una estúpida tendencia a clasificarnos como si la inteligencia fuera cuantificable, una tendencia a hacer estereotipos de los sexos, a ver masculino y femenino como cosas aparte, opuestas, en lugar de ver que son cualidades que poseemos todos; una tendencia a enseñarnos maquinalmente y por medio de exclusiones, en vez de libremente y por medio de expansiones.

Cuando iba al instituto, ya me consideraba feminista y llevaba un ejemplar de El segundo sexo como prueba de ello. No recuerdo si lo leí. No lo necesitaba. Sabía que las mujeres tenían que tragarse un montón de mierda. Sabía que los chicos eran arrogantes y que las mujeres aprendían a aplacarles para sobrevivir. No negaba que hubiera un problema. Sólo ponía en cuestión el modo de resolverlo.

Aunque leía y escribía todo el tiempo, y aunque leer y escribir eran las cosas que más me gustaban, a la mayoría de la gente le decía que iba a ser médico. No sólo se trataba de que me atrajera curar a la gente -todavía me atrae-, sino de que simplemente estaba buscando una profesión en la que a las mujeres no las pisen. Desde mi ventajoso punto de vista de adolescente, la medicina parecía lo adecuado.

Este capítulo no trata de si las mujeres son o no iguales en el mundo de la medicina. Es un capítulo sobre el aprendizaje de que no son iguales, y la mayor parte de ese aprendizaje tiene lugar en la adolescencia.

Los chicos te tiran del cierre posterior del sostén. Una vive aterrorizada de que traspase el támpax. De pronto tu cuerpo se convierte en un estorbo, una fuente de ridículo. Y no se trata únicamente de las molestias que representan todos los cuerpos, sino de la vulnerabilidad concreta del cuerpo de una mujer que puede ponerse a sangrar de modo inesperado y que te señala como una víctima potencial.

Por supuesto que esto no evita que las mujeres todavía sean violadas en todas partes, que a una de cada tres mujeres la maltrate el hombre con el que vive y llama marido o amante. Incluso si el mundo fuera un lugar seguro, la adolescencia significaría vulnerabilidad para las chicas. De repente te conviertes en una presa sexual y de repente te das cuenta de ello. De repente las largas y soleadas tardes en la playa leyendo los relatos de misterio de Nancy Drew se terminan. Entras en un mundo nuevo, un mundo lleno de amenazas.

Cuando yo ingresé en la High School of Music amp; Art, mi familia vivía en la esquina de la calle 81 con Central Park West. Todas las mañanas, a las ocho, tenía que hundirme en el ruidoso metro y trasladarme hasta la esquina de la calle 135 con Covent Avenue. Por lo general el vagón estaba desierto, todo el tráfico iba en sentido opuesto.

Muchas veces veía exhibicionistas en el metro: viejos con la bragueta abierta y enseñando la polla muy orgullosos de sí mismos y susurrándome que me acercara, que me acercara. Unas veces yo miraba. Otras veces me daba miedo mirar. Y otras me largaba al siguiente vagón, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.

– Oh, los exhibicionistas nunca hacen nada. Tienen miedo hasta de su propia sombra -solía decirme mi madre. Lo que era tan consolador como si me dijera que cuando muramos nos meterán bajo tierra y nos convertiremos en tomates. Hasta para una niña con una infancia bastante protegida, resultaba aterrador. En casa no me molestaba nadie, pero para cuando tenía trece años, nadie me podía proteger. La masculinidad estaba allí afuera, una fuerza anárquica, desenfrenada. Las mujeres no se exhiben en el metro. Aprendí que en las mujeres se podía confiar y en los hombres no.

Ahora, cuando mando a mi hija al colegio en un Nueva York que se ha vuelto veinte veces más violento que cuando yo era niña, la mando en un autobús privado. Si la violara alguien, mataría y esperaría que me absolvieran por ello. Aunque mide uno setenta y dos y me saca la cabeza, es una niña vulnerable en el fondo. Todavía la arropo en la cama junto a un osito de felpa. La mando al colegio con inquietud.

– Te rodea un escudo de luz blanca -digo, como una vez dije-: Que la Divinidad te proteja -al lado de la cuna. Me vuelvo hacia la brujería y a la diosa madre en momentos como ésos porque quiero invocar las fuerzas primarias del universo. Necesito a Kali y a Isis, a Inanna y a la Virgen María para que protejan a mi hija.

Una sociedad que no puede proteger a sus chicas jóvenes es una sociedad condenada. La agresión masculina ha existido durante toda la historia, pero siempre se ha canalizado y ritualizado en torneos y búsquedas, se ha contenido. Ahora no. ¿Por qué nos preocupamos tan poco por nuestras hijas?

La respuesta de mi madre a lo de los exhibicionistas era una respuesta de colaboracionista, sea lo que sea lo que ella haya creído. El mundo masculino enseña a las mujeres lo que deben creer de los hombres. Y de las mujeres. Les enseña que éstas no tienen valor. Les enseña su situación social de seres de segunda clase. Pasa por alto el peligro de la violación.

En los años cincuenta y sesenta, cuando yo iba al instituto y a la universidad, todavía no habíamos denunciado públicamente el problema. El feminismo estaba en reposo. El problema, como dijo Betty Friedan, no tenía nombre. El feminismo de la época de Virginia Woolf, de la época de Emma Goldman, de la época de Mary Wollstonecraft, de la época de Aphra Behn, había sido enterrado. En una cultura patriarcal, al feminismo se lo en tierra sin parar. Siempre tiene que redescubrirse como por primera vez.

Incluso en Barnard, una universidad femenina, fundada por feministas e impregnada de la excelencia de las mujeres, no estudiábamos a las mujeres que eran poetas o novelistas. El ambiente estaba lleno de estímulos para las chicas, pero sentíamos como si hubiéramos nacido, lo mismo que Venus, de la espuma. Había modelos de comportamiento masculinos. (¿Cómo podíamos saber que se había eliminado deliberadamente a quienes nos debían servir de modelos?) George Sand y Colette no se editaban. No se enseñaba a las mujeres poetas. Las poetas que descubrí en mis propios días en el instituto, Edna St Vincent Millay y Dorothy Parker, se dejaban a un lado. Estudiábamos para convertirnos en hombres de segunda clase. Estudiábamos a poetas muy orgullosos de su pene -Eliot, Pound, Yeats-, y tratábamos de escribir como ellos. Y lo hacíamos. Nuestros profesores nos adoraban, claro, y nuestras mentes eran rápidas, pero el contexto en el que crecimos era ciegamente sexista. ¿Cómo íbamos a valorar el efecto entontecedor que podía tener sobre nuestras imaginaciones? Tuvimos que liberarnos a nosotras mismas para empezar.

Pero el sexismo no era abierto. Sólo en el último curso, cuando me entrevistaron para una beca Woodrow Wilson, me preguntaron (lo juro):

– ¿Por qué una chica guapa como tú quiere perder el tiempo en una polvorienta biblioteca?

Con bastante sorpresa, me di cuenta de que el mundo entero no era una universidad para mujeres. La sorpresa se hizo más intensa en los cursos de doctorado de la Universidad de Columbia, donde me encontré con el gélido machismo sexista de la academia. Como el abuelo de mi madre, Lionel Trilling -que entonces era el Dios de Columbia- no prestaba atención a las chicas. Miraba a tu derecha, miraba a tu izquierda, una no tenía existencia: carecía de polla.

Me gustaría poder decir que todo eso ha cambiado en treinta años. Pero el número de mujeres que se han doctorado todavía es patéticamente bajo. El motivo sólo puede ser la discriminación: leemos y escribimos mejor a los diez años, pero al comienzo de la adolescencia nos ponen miles de obstáculos en el camino. Nuestras vidas se convierten en (como lo llamó Germaine Greer en su libro sobre las mujeres pintoras) La carrera de obstáculos.

Desde el punto de vista privilegiado de la edad de cincuenta años, el ciclo discriminatorio queda completamente en claro. Esa es la diferencia entre una mujer de cincuenta años y una de veinte. A los veinte años creemos que podemos imponernos al sistema. A los cincuenta sabemos que tenemos motivos para la desesperación. Nos volvemos, como dice Gloria Steinem, más radicales con la edad.

De repente nos damos cuenta de que durante toda nuestra vida nos han preparado para apaciguar y halagar a los hombres, no para enfrentarnos a ellos. En una reunión de la Asociación de Escritores, en una fiesta, en una reunión de negocios, yo sonrío y coqueteo y halago a los demás y parezco encantadora. Puede que quiera decirles la verdad a los hombres que me rodean, pero sé que no la puedo decir. Mi sola presencia siempre ofende a algunos. La sexualidad de lo que escribo, mi incapacidad para rebajarme, mi determinación al enfrentamiento, por lo menos aquí, son cosas que ofenden automáticamente. Van a contrapelo. Sólo hay un hombre al que le cuento toda la verdad -el hombre con el que vivo-, y hasta a veces hay roces y choques, probablemente más de los que yo me doy cuenta.

La verdad es que no les echo la culpa a los hombres individualmente de este sistema. La mayoría lo siguen sin darse cuenta. Y las mujeres lo siguen también sin darse cuenta. Pero cada vez me pregunto más cómo se podrá cambiar. Echo una ojeada alrededor y veo dos bandos armados: el de las mujeres que creen que los hombres y el sexo son el enemigo colectivo, y el de las mujeres que no quieren desafiar la existencia del sexismo, que están contentas por colaborar, mientras consigan sus migajas de poder. Y luego están todos los hombres que se benefician por ser el primer sexo y ni siquiera lo saben. También se sienten vulnerables y perdidos. Se preguntan por qué son tan duras las mujeres con ellos; conque van y follan con una mujer a la que doblan en edad.

Creo que el mundo está tan lleno de hombres que están sinceramente perplejos y se sienten dolidos por la ira de las mujeres, como de mujeres que están perplejas ante el sexismo, que sólo quieren que las quieran y las cuiden, que no consiguen entender por qué esos deseos tan sencillos de repente se tienen que volver tan duros de conseguir. ¿Cómo podemos echarles la culpa a los hombres con los que vivimos de un mundo que ellos no hicieron? No podemos, y sin embargo, a veces, con la mejor buena voluntad del mundo, lo hacemos. El problema del sexismo es tan complicado que estamos frustradas. Estamos hartas de hablar del problema, de escribir sobre el problema, de contaminar nuestras relaciones con el problema. No lo podemos resolver.

El problema del sexismo es enorme para todas las mujeres, pero para las mujeres judías quizá sea peor. El sexismo puede que lo practiquen con más intensidad los intelectuales judíos, que padecen crónicamente el síndrome de Annie Hall. Desde comienzos de este siglo y durante todos los años treinta, la mujer judía estaba asociada con el radicalismo, la reforma, el intelecto, el idealismo. Emma Goldman, la escritora de extrema izquierda, Emma Lazarus, la poeta, Annie Nathan Meyer, una de las fundadoras del Barnard College, Rose Schneiderman, la sindicalista (que popularizó la frase «queremos pan y también rosas» y fue una de las fundadoras del Sindicato Internacional de Fabricantes de ropa para mujeres), eran mucho más representativas de la imagen de la mujer judía que Mrs. Portnoy o Marjorie Morningstar. Cuanto más se integraron los judíos en Estados Unidos, peor trataron los escritores judíos varones a sus madres (por escrito, al menos). Para Henry Roth, en Llámalo sueño (1934), la madre era una heroína superviviente y llena de fuerza. Para Philip Roth, en El lamento de Portnoy (1969), era una harpía castrante con poderes de bruja.

Con las películas de Woody Allen, el estatuto de la mujer judía se deterioró todavía más. De hecho, los creadores judíos varones demuestran la teoría de que los miembros de un grupo minoritario tienden a descargar su agresividad entre ellos más que contra sus opresores. Odian a las mujeres judías tanto como se odian a sí mismos. Más, de hecho. Proyectan todo el asco que sienten contra sí mismos sobre las mujeres judías. El problema es que recordamos de ellos a sus madres tan fuertes. Y ellos preferirían tener a Diane Keaton, o a Mia Farrow, o a Soon-Yi, antes que a nadie que se parezca a su madre. Nuestra fuerza es demasiado cercana, demasiado amenazante, recuerda demasiado a esa mini castración primitiva, cuando la madre judía se mantuvo insensible mientras los hombres judíos cortaban el trocito de cosita de aquella cosita de aquel futuro hombre con polla.

Eso, claro, es lo que los hombres judíos nunca nos perdonarán. Siempre nos lo echarán en cara. Nos echan encima los pecados de los padres. De modo que si nos atrevemos a tomar la pluma, se desquitan cortándonos las manos, un símbolo fálico, por supuesto.

Así, la mujer que es judía y escritora está doblemente marginada, dos veces discriminada. Está discriminada tanto por mujer como por judía. Está discriminada con respecto a los gentiles -que la ven turbulenta, gorda, exigente- y a los judíos -que la ven feroz, la encarnación de la madre diosa sacrificial-. Está discriminada primero por ser mujer, luego por ser una mujer mayor, luego por ser una mujer judía mayor. Esta marginación es, claro, dolorosa, pero en cierto sentido también es una bendición.

Las miembros del club muchas veces tienen miedo a escribir sobre sí mismas. Tienen demasiado que perder. Nosotras, las mujeres escritoras judías mayores, por otra parte, no tenemos nada que perder. Ya estamos en el fondo del pozo. Como se piensa que sólo podemos recaudar fondos y ascender socialmente, ya estamos relegadas al cuidado de los parientes mayores, a asistir a nuestros hombres durante sus crisis de madurez, y a esperar ansiosas los resultados de los exámenes de admisión a la universidad de nuestros adolescentes. No tenemos sitio. No tenemos categoría social. Por alguna extraña razón, en Norteamérica a los judíos ni siquiera se los considera víctimas de la discriminación. De modo que mí generación de mujeres judías ha tenido la dudosa distinción de estar discriminada por los hombres judíos (profesores, jefes, amantes) cuando éramos jóvenes, sólo para ser discriminadas en la edad madura por ser «blancas».

Cuando se publicó mi último libro, una crítico de edad madura me llamó escritora de edad madura. No se cortó y me llamó «escritora judía de edad madura», aunque también ella lo era. Pensé mucho en el uso del calificativo «edad madura» y en por qué me molestaba tanto. Después de eso, hubo toda una temporada en la que se publicaron muchísimos libros sobre lo estupendo que era la edad madura; me pregunté qué se suponía que había de malo en ser «de edad madura». Para mi generación de escritoras, «la edad madura» debe ser un término honroso.

¿Quiénes, a fin de cuentas, fueron nuestros modelos? Sylvia Plath, Anne Sexton, Virginia Woolf, todas las cuales se suicidaron antes o durante la edad madura. ¿Quiénes fueron nuestras heroínas literarias? Charlotte Bronté, que murió durante un embarazo, Mary Wollstonecraft, que murió al dar a luz, Simone de Beauvoir y Emily Dickinson, que renunciaron a tener hijos. Sólo Colette y George Sand, entre ellas, tuvieron amor y arte. Sólo Colette escribió sobre el hacerse vieja con amor. Pero era francesa. A las mujeres francesas se les permite ser viejas. Incluso se les permite tener amantes jóvenes. Y escribir sobre ellos. (Con todo, a Colette no la admitieron en la Académie Francaise.)

Pero la mayor parte de nuestras mentoras literarias nunca llegaron a la edad madura. Deberíamos estar orgullosas, no avergonzadas, por haber llegado a ella. Sin embargo, el estereotipo sexista es tan profundo que incluso una crítica de edad madura llama «de edad madura» a otra mujer, y espera haber dado un palo… ¿a qué? ¿Al feminismo? No, a la colaboración entre mujeres. Pues la mujer que hace crítica de libros conoce el sufrimiento. Pero para conservar el empleo, se espera que ataque a las otras mujeres, en especial a las otras mujeres arrogantes y famosas. Así la cultura nos convierte en capos de nosotras mismas.

Aquellas de nosotras que protestan contra la colaboración serán castigadas de diversos modos: no tendrán buenas críticas, no recibirán ayudas ni premios prestigiosos, ni serán elegidas académicas. Las reglas son a la vez sutiles y llamativas. Si las mujeres que se dedican al periodismo todavía se llaman entre ellas «de edad madura», ¿cómo nos atrevemos a culpar a los hombres de la falta de un mayor progreso del feminismo?

El rebajamiento de las mujeres por parte de las mujeres se enseña en todas partes: la universidad, el trabajo, el periodismo. Las mujeres no nacen sabiendo destrozar a otras mujeres, se les enseña cuidadosamente. Se les enseña que sólo hay sitio para una representante simbólica, para una preferida del profesor, una capo cuyo trabajo será demostrar la inexistencia de la discriminación. La mujer tiene que luchar contra fuerzas superiores. Y ella es la prueba de que alguien lo puede hacer.

Dada mi historia, yo debería haberme convertido en una capo. Fuera a donde fuese, yo era la mujer que destacaba: premios universitarios, becas, notas a pie de página adecuadas, trabajos de investigación, hábil para agradar a los profesores varones mayores. En resumen, era hábil en lo de ser la hija buena. Había sido mi papel en casa. Mí hermana mayor era la rebelde, mi hermana menor la niña protegida. Mi abuelo y mi padre me adoraban, y salí al mundo con mi largo pelo rubio y mi minifalda, esperando encontrarme con mi abuelo y con mi padre en todas partes.

Y, claro, me los encontré. Pero en cierto modo yo sabía que todo lo que usaba para seducir y ser la que destacaba era mentira, una traición a mi madre y a mi abuela. Pensaba en mi talentosa madre -la esposa loca del desván- y su talentosa hermana -la lesbiana loca-. Una salió con hombres y la otra salió con mujeres, y sin embargo las dos fueron igualmente discriminadas porque eran mujeres. Y yo llevaba a estas dos mujeres en el corazón. El mundo no podía oír sus gritos, pero yo podía oírlas. De modo que cuando me ofrecieron desempeñar el papel de mujer que destacaba, me negué. Estudié para convertirme en la voz de la loca del desván. Sabía que su destino podría haber sido fácilmente el mío.

En Barnard me enamoré de Blake, de Byron, de Keats, de Shakespeare, de Chaucer, de Pope, de Boswell, de Fielding, de Twain, de Yeats, de Roethke, de Auden. Me encantaba estar en un sitio donde se valoraban las palabras, donde importaba la poesía, y empecé a dar forma y revisar mis propios poemas. Tuve un profesor de poesía -él mismo poeta- que reconoció que yo era una persona dotada para las palabras, no una persona dotada para la medicina, y me rescató de la facultad de Medicina y la aterradora disección del feto de cerdo.

Me sentí agradecida por sus consejos y seguí sus indicaciones de que aprendiera a escribir sonetos y sextinas antes de probar con el verso «libre». Por lo menos, eso me supuso un aprendizaje del arte de la poesía. Por lo menos, alguien se molestaba en enseñármelo. Siempre le estaré agradecida a Bob Pack por proporcionar rigor al estudio de la poesía.

– Aprende a escribir un soneto al modo de Shakespeare -dijo Bob (entonces yo le llamaba Mr. Pack)-, y después de eso puedes volar.

Recuerdo haberme partido la cabeza encima del diccionario de poesía de mi padre (de sus días de compositor de letras de canciones), aprendiendo lo difícil que es rimar en inglés, y recuerdo que le llevaba mis esfuerzos a Bob toda temblorosa. Mi primer poema que según él era un éxito fue éste, escrito acerca del envío a mi novio de un mechón de mi pelo:


Al mandarte un mechón de mi pelo


Hay una casa blanca de madera cerca de HampsteadHeath y en su jardín todavía canta el ruiseñor. Aunque haya muerto Keats, el pájaro que canta la muerte regresa con melodías, volando con alas tranquilas.


Un mechón de pelo que el amor de la poeta recibió permanece en la habitación donde primero se cortó; una reliquia, su historia semicreída, sus mechones ya descoloridos y su cinta arrugada.


En suelos brillantes, por cuadrados del sol del verano notó acercarse sus pasos, como si el elfo

elfo engañoso, la llamó- no hubiera hecho una travesura consigo misma para divertirse.


Le vi agarrar aquel mechón de pelo y, aunque no me lo ofreció, me sentí privilegiada, allí quieta, y consideré su gesto mi herencia.


El poema me dice cómo era yo a los diecisiete años; una chica enamorada de los gestos poéticos que trataba de relacionar su vida con la vida de los poetas románticos ingleses blancos muertos, y que todavía no había empezado a enfrentarse a las cuestiones que plantea Virginia Woolf en Un cuarto propio:


Es inútil recurrir a los grandes escritores hombres en busca de ayuda, por mucho que una pueda recurir a ellos en busca de placer. Lamb, Browne, Thackeray, Newman, Sterne, Dickens, De Quincey -quienquiera que sea- todavía no han ayudado nunca a una mujer, aunque ésta pueda haber aprendido unos cuantos trucos de ellos y los haya adaptado para su propio uso. El peso, el andar, el discurrir de la mente del hombre son demasiado desemejantes a los suyos para que ella pueda obtener algo substancial de ellos que le sirva. El mono de imitación está demasiado distante para que se pueda copiar. Puede que lo primero que debería descubrir la mujer, al disponerse a llevar la pluma al papel, sea que no hay una frase corriente lista para que la emplee.


En la universidad, yo no encontré que esto fuera así. Puede que estuviera demasiado retrasada en mi búsqueda de la identidad. Imitaba a Shakespeare, Keats y Byron, escribí una novela corta en el estilo de Fielding (mi preparación para la escritura de Fanny Hackabout-Jones), y sentí un agradecimiento extraordinario por ser educada en un claustro donde, durante cuatro benditos años, me podía dedicar a las exploraciones verbales. El asunto del feminismo no se trataba en los años que van de 1959 a 1963. Virginia Woolf, Emma Goldman, Gertrude Stein, Simone de Beauvoir, Colette, Muriel Rukeyser, Edna St Vincent Millay, Dorothy Parker, HD, Antonia White, Jean Rhys, Doris Lessing, Rebecca West, no se enseñaban en Barnard en mi época; ¿cómo íbamos a poder enterarnos de que había una tradición femenina? ¿Cómo se iba a enterar una de que no había nacido de la espuma de las olas? Virginia Woolf acierta:


En efecto, dado que la libertad y la plenitud de expresión son la esencia del arte, esa falta de tradición, esa escasez e insuficiencia de herramientas, deben haber influido enormemente sobre la escritura de las mujeres. Y además, un libro no se hace con frases colocadas una al lado de otra, sino con frases construidas, si la imagen sirve, en forma de arcadas y cúpulas. Y esa forma también la deben conseguirlos hombres a partir de sus propias necesidades y para su propio uso. No hay motivo para pensar que la forma épica o la lírica le convienen más a una mujer de lo que le conviene la forma de la frase. Pero todas las formas más antiguas de la literatura estaban endurecidas y rígidas en el momento en que se convirtió en escritora. Sólo la novela era lo bastante joven para ser dúctil en sus manos; otro motivo, quizá, de que escribiera novelas.


La falta de una tradición de mujer (o, de hecho, la ignorancia deliberada de una tradición que, a pesar de todo, existía) no se trataba en Barnard cuando yo estaba tan felizmente inmersa en el aprendizaje de la tradición masculina, sacando sobresalientes y ganando premios de poesía, considerándome afortunada por ser la preferida de los profesores varones. La falta de interés por el feminismo parece inocencia, al volver la vista atrás. Entonces no me sentía estafada. Más bien sentía que allí había todo un mundo de riquezas que saquear, y que yo era una elegida por habérseme dado esa oportunidad. Mi profesor de poesía era joven, guapo, coqueteaba demasiado para permanecer mucho tiempo en aquel mundo de solteronas de Barnard (en especial, después de que se casó con una de sus alumnas), y sin duda era un cerdo sexista. Pero me cambió la vida, encaminándome hacia las palabras para siempre. Coqueteaba locamente conmigo, pero no folló conmigo. Las tiernas fantasías que me provocaba seguramente alimentaron mis versos. (En estos tiempos se habla mucho de suprimir la sexualidad de la academia, pero el fuego del aprendizaje inevitablemente tiene algo de sexual. Esto no significa que se debería utilizar como un elemento de fuerza contra las chicas adolescentes, o que se debería expresar literariamente. Pero la sexualidad debe estar ahí como un fuego mítico, por mucho que no tenga su realización carnal. ¿O es una llama demasiado sutil para que la cuiden los hombres mortales? ¿No podemos contener nuestra sexualidad sino sublimándola en poemas?)

Otro profesor al que yo adoraba era Jim Clifford, el johnsoniano, compilador de la documentación de Boswell, que tenía el don -raro en la academia- de enseñar literatura como si fuera parte de la vida. Un tipo del Medio Oeste, alto, que empezó de cantante de ópera, tenía un instinto feminista que nos incitaba a leer a Fanny Burney, Mary Astell y Lady Mary Wortley Montagu, y a pensar en lo dura que era la situación de las mujeres en el siglo XVIII: su falta de independencia financiera, el que no votaran, el que no hubiera control de natalidad. Era creencia suya que no se podía entender a las personas, ni cómo pensaban, a menos que se entendieran las instalaciones de fontanería que tenían (o la falta de ellas) y los medicamentos que usaban. Seguramente esto sea cierto para las mujeres por encima de todo. ¿Cómo podemos apreciar su arte si no entendemos qué ropa interior llevaban -ballenas de los corsés, miriñaques-, sus métodos de control de la natalidad o su ausencia, cómo se protegían durante la menstruación, cómo se lavaban y cómo eran sus retretes? La mujer extraordinaria depende de la mujer corriente, escribió Virginia Woolf. Al insistir en lo físico de la vida en Londres durante el siglo XVIII, Jim Clifford nos hacía pensar en la situación de la mujer en aquella época. Fue una gran suerte.

Inspirada por las enseñanzas de Jim Clifford, escribí una epopeya burlesca al estilo de Alexander Pope y luego una novela breve al estilo de Henry Fielding. Aprendí más sobre el siglo XVIII habitando sus retóricos pareados y sus frases latinizantes de lo que nunca aprendí de los libros sobre libros sobre libros que más tarde me exigieron que leyera en los cursos de doctorado. Pues el tono de cada época persiste en sus cadencias verbales. Al habitar su estilo, se habita la época, casi como si una se estuviera probando las enaguas y miriñaques del siglo XVIII.

Maristella de Panizza Lorch -una italiana menuda, madre de tres hijos, que tuvo a la última chica, Donatella (ahora periodista del New York Times), mientras yo era alumna suya de italiano- fue la tercera de este trío de profesores de Barnard, y sin duda la más importante. Helenista y latinista y especialista en literatura italiana del Renacimiento, Maristella se convertiría en modelo mío de toda la vida, y amiga. Me cambió la vida sólo con ser ella misma: erudita apasionada que simultáneamente era una madre apasionada.

En aquellos tiempos la mayoría de las mujeres que eran profesoras en Barnard seguían otra tradición de la excelencia femenina. No estaban casadas (en cualquier caso, a nuestros ojos) y tenían voces graves y el pelo muy corto. Claro que había sexualidad en sus vidas, pero sus alumnas eran las últimas en saberlo. Llevaban ropa hombruna -como Miss Birch o Miss Wathen- o bien togas griegas y sandalias bajas de piel. Me parecían tan lejanas como la luna.

Pero Maristella era alguien en quien yo me podría convertir. Recitando a Dante y atendiendo a Donatella, su misma existencia en Barnard suponía aires de libertad.

Volviendo la vista atrás, parece patético que yo estuviera tan agradecida por tener una profesora como Maristella. ¡Debería haber habido docenas! Pero lo cierto es que las eruditas que fueran además madres eran muy pocas. Me gusta mucho saber que mi hija irá a la universidad en una época en que hay muchas. Tantas que casi es irrelevante.

La adolescencia es una época turbulenta. Súbitamente vulnerables, súbitamente sexuales, volvemos la vista al mundo para que nos diga qué demonios hacer con nuestros cuerpos y mentes, y el mundo parece decir: tienes que elegirlo tú.

La pasión actual por la corrección política no ha hecho que sea mejor. Lejos de contar con más opciones, las mujeres todavía reciben dictados de ortodoxia. Determinadas mujeres escritoras son kosher -Gertrude Stein, Virginia Woolf, Adrienne Rich, Toni Morrison- y otras no lo son. Como si se tratara de arreglar siglos de desatención, algunas escritoras de color y escritoras lesbianas están siendo alabadas tanto si son buenas como si no. Esto difícilmente crea diversidad y orgullo en la herencia femenina. A largo plazo, nadie se sentirá inspirado si se celebra a una mala escritora debido a su orientación sexual y al color de su piel. Pero en la universidad ya no se aplica lo de buena y mala. «Grande» es una palabra prohibida. Al discutir obras literarias sólo son aceptables los relativismos sociales y políticos. Nuestro equivocado populismo norteamericano por fin ha tenido la temeridad de socavar la «gran literatura» afirmando que el propio término es un concepto intolerante. Espero que eso cambie. El feminismo no puede ser una excusa para la ignorancia. La limpieza étnica del curriculum para librarse de los «varones blancos muertos» es un movimiento puramente dispersador que no ha lugar en la lucha contra el sexismo y el racismo. El objetivo válido de crear un curriculum más variado fracasará si se termina privando a las mujeres, a las personas de color y a los pobres, de los goces de lo que se solía llamar «una educación clásica». Sí, en Barnard estábamos «oprimidas», pero por lo menos nos enseñaron la tradición de modo que la pudiéramos parodiar. Y participar de ella. Eso tiene que ser mejor que abandonarla por completo.

En Barnard me volví a inventar a mí misma y me convertí en el estereotipo de la estudiante a la última moda, puede que como rebeldía contra la imagen desastrada de la época del instituto o puede que como rebeldía contra mi época de leotardos negros de la Music amp; Art. Llevaba tacones de diez centímetros que resonaban en los caminos de ladrillo de Columbia (y donde muchas veces se quedaban sin tapa), faldas rectas y estrechas, conjuntos de cachemir con perlas. Cambiaba de esmalte de uñas diariamente. Nunca salía sin estar perfectamente maquillada (ni sin un par de medias nuevas y un frasco de Chanel N.°5 en el bolso).

¿Se suponía que las chicas de Barnard eran empollonas y se arreglaban poco? Yo les enseñaría. Sería una empollona en secreto que parecía la portada de la revista Seventeen.

Conocí a mi novio el primer mes, planeando deliberadamente perder la virginidad tres meses más tarde, y me libré encantada de ella. Michael y yo «nos fuimos fieles» durante cuatro años. Lo encontré adecuado. La monogamia me mantenía pura para el trabajo, la monogamia con alguien que me pasara a máquina los poemas.

Michael era bajo, tenía unos resplandecientes ojos pardos, pelo castaño muy corto, y un gran talento para las palabras. Toda mi vida me han atraído las mismas cualidades en los hombres: decisión, que me hicieran caso, brillantez verbal y virtuosismo musical. También que les gustaran los libros. Michael recitaba a Shakespeare de memoria, y sabía más de literatura clásica, historia medieval y poesía moderna que ninguno de los chicos que había conocido. Era divertido, era listo, estaba lleno de una energía sin domar. Tenía el toque de poeta que siempre he encontrado irresistible.

«Un gran ingenio está cerca de aliarse con la locura / Y tabiques finos hacen que sus fronteras se establezcan» -escribió Dryden. Es la historia de mi vida, o por lo menos de mi vida amorosa.

¿Cómo podía saber yo que un año después de que nos casáramos Michael estaría hospitalizado en Mount Sinai debido a un episodio esquizofrénico y sedado con millares de miligramos de Torazina?

Ya he contado la historia del ataque de locura de Michael -o una versión novelística de él- en Miedo a volar, de modo que, como la mayoría de los escritores, ya no puedo recordar lo que pasó de verdad. Mis recuerdos se han desvanecido dentro de la narración. Sólo recuerdo fragmentos: su desaparición (estaba remando en el lago de Central Park), su reaparición (trató de saltar conmigo por la ventana para demostrar que podíamos volar), su hospitalización (me llamaba Judas y citaba a Dante en italiano para demostrarlo).

Michael había dejado la facultad de derecho y había estado trabajando con un investigador de mercado loco que estaba haciendo un modelo informático de los hábitos de compra de Norteamérica y vendiendo los resultados a las agencias de publicidad. El jefe de Michael se hizo rico pero Michael se volvió loco. ¿Y quién no se habría vuelto loco si noche tras noche tuviera que mirar cómo esos enormes ordenadores de los años sesenta vomitaban datos sobre Tide, Clorox y Ivory Snow y cómo el consumo de detergentes se relacionaba con el grado de estudios y lo que se veía la tele? Michael se despreciaba por el trabajo que hacía. Pero le atrapó un ansia de lucro que superaba sus sueños más enloquecidos. Una pena, pero se vino abajo antes de que llegara el oro a espuertas.

Me convertí en una visitante diaria del ala de psicóticos del Mount Sinai durante el largo y ardiente verano de 1964, cuando Harlem ardía. La ciudad se balanceaba al borde del apocalipsis y así estábamos nosotros. Aturdido, enrabietado, Michael me reñía y trataba de que le ayudase a escapar. Yo me encontraba dividida entre mi lealtad hacia él y mis deseos de seguir estudiando, escribiendo, viviendo.

Sus padres -su madre era una morena menuda con una separación entre los dientes delanteros, tendencia a llevar sandalias de tacón abiertas sin talón, que fumaba tres paquetes al día, y su padre un hombre alto, calvo, perplejo, pero discutidor- llegaron de California y decidieron inmediatamente que la que había vuelto loco a su hijo era yo. Que todo era culpa mía. A fin de cuentas, yo era su mujer. La madre de Michael, una princesa judía de West Hartford, Connecticut, se había casado por debajo de su categoría (como todas las princesas judías) y terminado como la esposa de un oficial de la Armada en San Francisco. Echó la culpa de todos los fracasos de nuestro matrimonio a la aparente riqueza de mis padres. Los padres de Michael se habían esforzado por añadir un porche a la casa y llevar pizza a la mesa. Mis padres los encontraban decididamente déclassés. Los padres de Michael, a su vez, encontraban a mis padres decididamente esnobs. (Y los cuatro estaban en lo cierto, claro.) Ellos cuatro sólo se pusieron de acuerdo en la necesidad de poner fin a nuestro matrimonio.

Lo consiguieron. Cuando la póliza del seguro de enfermedad de Michal caducó, sus padres y mis padres hicieron un trato: volvería a California. Me consideraban su enfermera. Mi padre y yo fuimos en avión a San Francisco con Michael y con un psiquiatra a cuestas. A Michael lo sedaron a fondo con objeto de que le permitieran subir al avión.

¡Un vuelo tremendo! ¡La ciega guiando al drogado! Más tarde, viviendo en Alemania con Allan, traté de describir aquella época en un poema: los estremecedores detalles de estar enamorada de una persona que de repente abandona las convenciones que constituyen lo que el mundo llama «cordura» quedan evocados en «Vuelo a tu casa». La brillantez de Michael se había pasado de rosca y se convirtió en locura. El mundo por el que andábamos estaba pintado por un surrealista. Creíamos que podíamos hundirnos en los charcos de lluvia y hablar con las manzanas. Al principio, yo más bien me sentía atraída por todo eso que repelida. Resultó que también había más que una pizca de locura dentro de mi.


Vuelo a tu casa

1

«Muerdo una manzana y luego me aburro

antes del segundo mordisco», dijiste.

También eras Sansón. Yo te había cortado

el pelo y encerrado bajo llave.

Además tu habitación tenía un micrófono oculto.

Un interno anterior dejó su musa

con las alas desplegadas en el ventanal.

Con el resplandor del último sol del día

veíamos sus pechos enormes y bizcos aparecer

salpicados de diamantes

ante los basureros de Harlem.

Te tragabas las pastillas y maldecías a los internos.

Me llamabas Judas.

Olvidaste que yo era una chica.

2

Tus manos no eran pájaros. Llamarlas

pájaros habría sido demasiado fácil.

Trazaban círculos en torno a tus ideas

y tus ideas eran a veces parábolas.

Aquel domingo de repente despertaste

y te encontraste detrás del espejo,

con las manos agarradas a la mesa del desayuno

a la espera de una señal.

Yo no tenía nada que decirles.

Hablaban con los huevos.


3

Paseamos.

El paraguas automático se te abrió

quedándote encima de la cabeza

como un halo negro.

Pensamos en hundirnos en los charcos de lluvia

como si fueran desagües.

Dijiste que los edificios reflejados

llevaban al infierno.

Los árboles bailaban para nosotros

las personas se hacían a un lado

y desaparecían dentro de sus voces.

Las ciudades de nuestras gafas nos llevaban dentro.

Te mantenías en equilibrio, oyendo caer las monedas,

¡pero la aguja todavía estaba quieta!.

Aquello demostraba que eras Dios.

4

El ascensor se abre y me revela

agarrando violetas africanas.

Horas después me desvanezco

en un abismo cuyas dimensiones

son 23 horas.

Tranquilizado, frágil,

te pavoneas por los pasillos

entre los jóvenes psiquiatras atildados,

las chicas que tejen tapices todo el día,

los deshacen toda la noche,

y la obesidad hace presa en ellas.

Tarareas. Dices que me odias.

Me gustaría darte un meneo.

¿Recuerdas cómo fue?

Estabas junto a la ventana

hablando de volar.

Tus manos volaron a mi cuello.

Cuando aterrizaron encontraron

nuestros brazos sembrados por el suelo

como juguetes rotos.

Los dos estábamos llorando.

5

Sigues fijo. En algún sitio del subsuelo de mi mente

sigues fijo. La fruta hablaba contigo

antes de hablarme a mí. Las manzanas lloraban

cuando las pelabas.

Las mandarinas chapurreaban en japonés.

Clavaste la vista en una ostra

y tragaste a Dios.

Eras el hombre hueco,

con Milton metido en tu pie izquierdo.

6

¡Mi primer marido! ¡Dios santo!

Te has convertido en una abstracción,

algo así como una idea. Ya ni puedo

oír tu voz. Sólo el rizado pelo

negro de tu tripa te hace real.

Les pongo rizos negros a todos los hombres

de los que escribo. Ni siquiera miro atrás.

7

Pensé en ti en Estambul.

Tu rostro bizantino,

labios finos y mejillas hundidas,

los ojos pardos de fanático que se funden.

En Santa Sofía estaban quitándole

el enyesado a la mezquita

para encontrar los mosaicos de debajo.

Las piezas seguían en su sitio.

Habrías sido un santo.

8

Me van mejor los interiores.

Cotilleos, bordes afilados, poemas domésticos;

no tengo nada de suerte con los planos.

Eso se debe a ser mujer

y tenerlo todo dentro.

Adorné la caverna,

colgué pieles de animales y lana,

eran suelos muy blandos,

en los que cuando caías

pensabas que caías sobre mí.

Has tenido un sentido perfecto de las formas

hasta el final,

siempre señalaban el norte.

9

Vuelo a tu casa,

por el amor de Dios, en el vuelo de vuelta a casa

estabas aterrado.

Te agarrabas a mi mano, yo me agarraba

a la mano de mi padre y éste

le robaba pastillas al psiquiatra

que nos acompañaba por ti.

El psiquiatra tenía 26 años y estaba asustado.

Esperaba que yo te mantuviera en calma.

Y así fue el vuelo.

Una mano en otra mano en otra mano volábamos.

Casi nada más llegar a California, el loquero, mi padre y yo ingresamos a Michael en una clínica del sur de California que tenía un cierto aspecto de balneario. En eso consistieron los estudios de posgrado de Michael: Torazina 101. («Hace mutis el marido número uno», como dice mi hija.)

Michael, claro está, me acusó de que era una Judas y le había vendido por veinte monedas de plata. Yo lloré. Mi padre me precedió como a Eurídice saliendo del infierno. A diferencia de Orfeo, mi padre no volvió la vista. Escapé. Un hábil abogado amigo de la familia anuló nuestro matrimonio como si nunca hubiera existido. Nunca volví a ver a Michael. Él me llamó una o dos veces soltando indirectas sobre dinero después de que se publicara Miedo a volar. Recuerdo que me decepcionó. Durante un breve verano, a fin de cuentas, los dos habíamos creído que él era Cristo.

Deberíamos haber vivido juntos durante algún tiempo y no habernos casado. Pero era 1963, y en 1963 una se casaba con el primer chico con el que se acostaba. (Mi hija encuentra divertido esto.) El sexo sólo estaba permitido cuando se estaba enamorado. El amor llevaba, inexorablemente, al matrimonio.

De vuelta en Nueva York, el otoño siguiente fui profesora de inglés en el City College y «me dejaba caer» por los cursos de doctorado de la Universidad de Columbia. Mi mejor amigo de aquel año era el hijo de un verdulero de Blackburn, en Lancashire, que se llamaba Russell Harty. Acababa de dejar la Giggleswick School de Yorkshire, antes había estudiado en Oxford, y estaba haciendo tiempo hasta estar listo para la tele. Más tarde se convirtió en uno de los más famosos presentadores de programas de debate de Inglaterra.

Emocionado por estar en Nueva York y haber dejado Giggleswick, Russell se enamoró de mí y de mi vida de judía bohemia del West Side, que era todo lo que no era mi familia.

– ¿Dónde estudiaste? -pregunté yo.

– En Giggleswick.

– Debes de estar harto de aquello -dije.

– Ya me gustaría -me contestó.

Me atraía Russell, pero él nunca me besó. Me adoraba, claro, y decíamos ingeniosidades en común, pero al final me di cuenta de que le gustaban los chicos.

Estábamos destinados a ser amigos de toda la vida, e incluso a veces anduvimos detrás de los mismos hombres. («Si traes a chicos tan apetitosos como ése a Londres -me dijo una vez, cenando en Langan's-, no respondo de mi conducta.») Russell más tarde se hizo no sólo famoso, sino especialmente conocido. Su acento se hizo más fuerte. Se convirtió en uno de los famosos de Londres a los que la prensa sensacionalista adoraba odiar. Inevitablemente, me entrevistó en la tele.

Pero por entonces su época de calificar exámenes en el City College quedaba muy atrás, como la mía. También estábamos destinados a tener el mismo tipo de fama: famosos por ser famosos, famosos por el sexo, las drogas y el rock and roll, famosos por las malísimas críticas que recibíamos. La mayor ironía de esto era que los dos habíamos empezado muy académicamente. Russell había estudiado en Oxford con Nevill Coghill cuando yo estudiaba en Columbia con James Clifford. Los dos vestimos togas de catedrático.

Murió de sida, claro; uno del grupo de muertos de los comienzos, a primeros de los años ochenta. En aquellos días la gente se limitaba a desaparecer y meses después te enterabas de que había muerto. Me quedé sin muchos amigos de ese modo silencioso: Russell Harty; Tom Victor, el fotógrafo; David Kalstone, el escritor y erudito literario; Paul Woerner, el abogado especialista en cuestiones teatrales. Un día estábamos riéndonos en Nueva York o Londres o Venecia, y al día siguiente parecía que se los había tragado la tierra. Después de un intervalo sin noticias, aparecía una necrológica en el periódico: «Después de una larga enfermedad», decía, sin mención al sida en los primeros tiempos, o al compañero que quedaba para llorarle. Estos amigos parecían enterrarse en un agujero para morir, mucho antes de que el sida y el IHV fueran un diagnóstico aceptable.

Hace poco le hablaba a mi hija Molly de estas muertes al comienzo de la plaga de la que nadie sabía.

– Se limitaban a desaparecer -dije-, avergonzados de estar enfermos, con miedo a que nadie lo entendiera. Algunos volvían a casa de sus padres y nunca volvías a oír de ellos. Otros tenían compañeros que los cuidaban, pero como no formaran parte de tu círculo, no te mantenían informado. Había mucha vergüenza…

– Escribe sobre eso -dijo Molly-, así se enterarán mis amigos. Entonces éramos muy pequeños.

Si cierro los ojos, todavía veo los dientes de conejo de Russell, sus cabellos tirando a pelirrojo, y sus grandes ojos pardos. Todavía le oigo decir:

– Mi madre se pregunta por qué no me casé nunca contigo… y lo terrible es…, bueno, que ya es un poco tarde para decírselo.

Imagino a Russell cotilleando con todos los de la enorme sauna del cielo que constituye el paraíso de los gay. Espero que se lo esté pasando bien con Osear Wilde, Marcel Proust, William Shakespeare, Miguel Ángel Buonarroti y el resto de los boys del coro. Debe de ser un sitio muy animado.


Conque di clase en el City College, donde mis alumnos me amenazaban con que les iba a mandar a Vietnam si les suspendía, y redactaba mi ilegible tesis: «La mujer en la poesía de Alexander Pope», un escrito protofeminista, si es que ha existido alguna vez una cosa así. (En aquellos días las mujeres que hacían tesis doctorales solían ocuparse de los poetas varones del «canon», pero normalmente tratábamos de demostrar que bajo sus pelucas empolvadas ¡eran mujeres de verdad!)

Tuve muchos acompañantes. Era 1965 y yo tenía el pelo rubio, largo y muchas feromonas. Siempre había hombres. Muchos de ellos no me gustaban tanto como Russell, pero aceptaba sin pensar -una buena chica de los años cincuenta, eso era yo- que se necesitaba un hombre, tanto si te gustaba como si no.

Estuve con una serie de cerdos machistas que preparaban el doctorado y creían que las mujeres debían ser sus ayudantes. Luego me enamoré de un músico muy bien plantado, pero por otra parte lejano y gélido, con el que fui a Europa acompañándole a los festivales de música. Cuando quedó claro que se quería largar a Londres a ver a una vieja novia, yo me fui a Italia, país de mis sueños, donde me follé vengativa a un italiano casado (el primero de una larga lista de ese tipo).

– ¡Tómalo como si fuera gelato, nena! -se entusiasmaba en la cama Paolo o Gino o Franco o Sandro. Yo me reía con ganas, creía que me tragaba su piselio.

Ser soltera siempre me ha resultado lioso porque era la chica que no podía decir que no. Me gustaban mucho los hombres y me gustaban hombres muy distintos. Cuando no estaba cerca del tipo del que estaba enamorada, me enamoraba del tipo que tenía cerca, parafraseando a Yip Harburg. El matrimonio era, por lo tanto, un refugio, un modo de concentrarse en el trabajo.

En el otoño de 1965, conocí y quedé tremendamente impresionada por el psicoanalista freudiano chino-norteamericano cuyo apellido todavía llevo. Era guapo, sexy, no verbal («Se comunica como un telegrama -decía mi abuelo-, como si las palabras costaran dinero»), pero tenía un ingrediente básico: el psicoanálisis. Al ser un sacerdote del inconsciente, era el antídoto para la locura de Michael, o eso esperaba yo.

– Siempre has vivido saltando de un extremo al otro -dice mi marido actual.

– ¿Sí?-suelto yo.

Pero sé que tiene razón. Lo único que no sé es qué extremo representa él.

Allan y yo nos conocimos y nos casamos en dos meses. Matrimonio rápido, arrepentimiento inmediato, dice el refrán. Mi impulsividad para casarme con el doctor Jong demuestra lo traumatizada que había quedado por el ataque de locura de Michael. Dudaba de si estaba enamorada, pero el amor no parece que sea lo fundamental del matrimonio. Lo que sabía era que quería alejarme de mi familia. Sabía que aborrecía los cursos de doctorado. Sabía que necesitaba que me psicoanalizasen. Sabía que necesitaba escribir. Y sabía que tenía miedo de hacer esas cosas sola.

La verdad es que me asustaba estar sin un hombre. Me asustaba porque, por motivos que me eran desconocidos, atraía a los hombres como la miel a las moscas y no tenía una red de seguridad nata. Con un melancólico psiquiatra como marido que se suponía que conocía los secretos del inconsciente, supuse que estaría a salvo. Acerté y me equivoqué con respecto a eso. Además, estar casada con Allan en aquel tiempo era como estar en un confinamiento solitario. Y un confinamiento solitario es estupendo para escribir.

Fuimos en barco a Alemania en febrero de 1966. A Allan lo habían alistado a los treinta y dos años y había elegido Alemania para evitar cualquier posibilidad de que lo mandaran a Vietnam. Estaba seguro de que en Vietnam lo matarían por su cara de chino y su uniforme norteamericano. En Alemania pasó tres años colgado de la guerra de Vietnam (a la que se oponía), impidiéndosele la práctica privada (lo que no pudo evitar), y añorando a su psicoanalista (lo que tampoco podía evitar). Pronto nos dimos cuenta de que en esencia no nos íbamos el uno al otro. A mí me encantaba reír y hablar. El prefería no hacerlo. Yo había encontrado un torturador chino. Si el infierno son los otros, como dijo Sartre, entonces yo estaba en el infierno. Y era demasiado orgullosa para admitir que había cometido otro error.

De modo que me encerré en una habitación y escribí. Puede que eso fuera el sentido de todo aquello. Puede que él fuera mi versión del Willy de Colette. Desarrollé una teoría sobre que toda mujer escritora necesitaba un hombre que la encerrase en una habitación lejos de su madre para que pudiera escribir.

Vivíamos a un corto trayecto en tranvía de Heidelberg, en un sitio que se llamaba Holbeinring, donde nuestros vecinos eran oficiales de carrera. Di clases en los cursos para militares destinados en el extranjero de la Universidad de Maryland (donde los soldados me llamaban «señor»), y escribía una columna sobre los festivales de vino y restaurantes en una revista de distribución gratuita que se llamaba Heidelherg diese Woche. Por lo general estaba encerrada en el otro dormitorio que había en nuestro odioso apartamento del ejército y escribía poemas y relatos.

Vivía en un mundo creado por mí misma, que es, por supuesto, lo que debe hacer todo escritor al comienzo. Leía las revistas de poesía -Sewanee Review, Poetry, la Southern Review-, que llegaban con meses de retraso por correo marítimo. Y adoraba el santuario que representaba el New Yorker. Comparaba mis propios poemas primerizos con los que se publicaban. Mi voz era demasiado florida, femenina, decidí, conque intenté emular la voz fría, neutral, que consideraba masculina, y en consecuencia gustar a los encargados de las publicaciones.

Pero fue inútil. No podía impostar la voz y convertirme en una poeta del New Yorker de los años sesenta. Ni siquiera me podía acercar a los poemas que encontraba en la Sewanee Review. Sólo en la universidad había intentado escribir poemas inescrutables y me desesperaba cuando mis poemas resultaban claros, de modo que traté de que Heidelberg me amoldara a lo que creía yo que era el gusto de los tiempos. Sabiendo que ser mujer era infinitamente indeseable, quería encontrar un modo de convertirme en otra cosa, la que fuera. Pero lo que era esa otra cosa, no lo sabía.

Me pregunto cómo habría sido mi poesía si hubiera estudiado a Muriel Rukeyser en Barnard, además de a Wallace Stevens. «Aspira experiencia, expira poesía» -escribe Rukeyser en Teoría del vuelo. Yo estaba luchando contra el mismo miedo de cualquier mujer a dejarse crecer alas, pero no tenía modo de saber que no estaba sola en ello. ¿Hasta qué punto habría sido diferente mi obra si hubiera sabido que formaba parte de una tradición? Pero Rukeyser estaba tan olvidada como Ruth Stone, Edna St Vincent Millay, Anna Wickham, HD, Laura Riding, Marina Tsvetayeva. Todas podrían haber escrito con tinta invisible.

Había un dilema bastante típico para una mujer poeta a mediados de los años sesenta. Al no haber cursos de estudios sobre la mujer en la universidad, ni la Antología de literatura escrita por mujeres de Norton, ni profesores como Showalter, Stimson, Gilbert y Gubar, éramos la generación que tenía que dar nombre al problema y crear los cursos que todavía no existían.

Mientras estaba allí sentada, en el otro dormitorio de cerca de la Selva Negra, tenía que encontrar un modo de ser mujer poeta en una época en que «mujer poeta» era una expresión de burla. Toda la historia de la poesía inglesa -que, por desgracia, yo conocía tan bien- insistía en el hombre como creador y en la mujer como naturaleza. Desde Shakespeare a Wordsworth, Yeats y Graves, los poetas varones araban la Naturaleza femenina con una fruición andrógina. La mujer era la musa, y se supone que las musas son mudas.

«¿Quién medirá el calor y la violencia del corazón de un poeta cuando estén atrapados dentro de un cuerpo de mujer?» -preguntaba Virginia Woolf, tejiendo su relato de la hermana imaginaria de Shakespeare (ahora el nombre de una banda de rock inglesa). ¿Y quién puede medir el daño hecho a generaciones de mujeres que querían ser poetas por semejantes mitologías y paradigmas tan desalentadores?

Un día de 1966 un amigo de mi hermana me mandó desde Nueva York un libro de poemas que se titulaba Ariel. La autora, una mujer que se llamaba Sylvia Plath, ya había muerto, pero los poemas seguían tremendamente vivos. ¡Y qué poemas tan asombrosos eran! Se atrevían a reclamar la vida cotidiana de una mujer como argumento. Se atrevían a abrirse a una rabia que había estado prohibida a mi generación de mujeres. Se atrevían a escribir sobre los sonidos de la cocina, el mal olor de los excrementos de un bebé, la excitación de darse un corte en el pulgar, el sagrado cordero en su jugo de los domingos.

La creadora de estos poemas tan tremendos había muerto cuando yo estudiaba el penúltimo curso en Barnard. El invierno de su muerte, había aparecido una página con poemas suyos en el New Yorker. Yo los leí pero no estaba preparada para apreciarlos. Todavía imitaba a Keats, Pope y Fielding, todavía imitaba a los poetas varones de mi educación de Barnard y Columbia, así que no me di cuenta de lo mucho que necesitaba aquellos poemas.

Cuando el poeta está preparado, aparece la musa.

En Alemania, yo estaba preparada. Los poemas de Plath me desgarraron. Goteaba sangre en sus páginas.

De repente me di cuenta de que podía abandonar mis neutros poemas sobre las fuentes italianas y las tumbas de los poetas ingleses y escribir sobre la vida que se me llevaba los días -la vida de una «esposa al cargo», como señalaba el ejército)-, la vida del mercado, la (cocina, la cama de matrimonio. Podía escribir poemas sobre manzanas y cebollas, poemas en los que los objetos cotidianos de mi vida se convirtieran en puertas hacia mi vida interior de mujer.

Sylvia Plath me llevó a Anne Sexton. To Bedland and Part Way Back se había publicado en 1960, All My Pretty Ones en 1962, y Live or Die precisamente en 1966. Poemas como «Menstruación a los cuarenta años» y «De su clase» de pronto conferían validez a mi lucha por encontrar a la bruja de mi interior, la cantante que sangraba, la cronista de la «roja enfermedad» del amor.

¿Qué originó la agitación que de pronto permitió que se oyera a poetas como Sexton o Plath? ¿Fue el movimiento de los Derechos Civiles, que marcó nuestros años de universidad y nos enseñó lo injusta que era nuestra sociedad? ¿Fue el asesinato de Kennedy, que nos marcó cuando teníamos veintipocos años y nos enseñó a no creer nunca en lo que leíamos en los periódicos? ¿Fue la Guerra de Vietnam, que nos marcó cuando teníamos veinticinco años y nos enseñó a no creer nunca a nuestros líderes? La autoridad era masculina y era profundamente falible.

Betty Friedan publicó La mística de la feminidad el año de mi licenciatura en Barnard. Oí a mi hermana mayor discutir de él con mi madre. Mi hermana estaba excitada; mi madre menos, pues había visto el movimiento feminista de su juventud erradicado como si nunca hubiera existido. Aunque yo todavía estaba atascada en el siglo XVIII pretendiendo que Alexander Pope era una mujer poeta, el feminismo volvía a estar en el aire e inevitablemente lo respiré. Era algo que daba permiso para escribir a partir de la conciencia de una mujer.

Toda mi formación en Columbia había sido una renuncia a semejantes inquietudes y quizá por eso encontré la Universidad de Columbia cada vez más intolerable. Quería escribir mis propios libros, no los libros sobre libros sobre libros sobre libros que estudiaba en mi doctorado. De modo que me casé con Allan como si lo hiciera con un pasaje a Europa y para huir de mis profesores sexistas de Columbia y del Manhattan de mis padres. Necesitaba estar lejos, lo sabía, para intentar escribir la verdad.

La poesía es la vida íntima de una cultura, su sistema nervioso, su modo más profundo de imaginar el mundo. Una cultura que ignora a sus poetas asfixia su sistema nervioso y se vuelve mortalmente enferma. Era lo que entonces pasaba en Norteamérica. (Se podría argumentar que ahora la situación es peor.) Todos aquellos poetas varones tan pulcros del New Yorker de los años sesenta que escribían poemas sobre sus perros y sus amantes estaban ignorando casi todo lo que estaba pasando en el mundo. La realidad aullaba fuera. Alien Ginsberg, Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti estaban indudablemente más cerca de lo que estaba pasando en los años sesenta. Pero en ninguna parte se veía un claro en el bosque para las mujeres poetas, no hasta que llegaron Plath y Sexton, atrayendo nuestra fascinación macabra debido a sus llamativas muertes. Seguíamos sus pasos (con zapatos de tenis, como dijo Dorothy Parker de su propio seguimiento de Edna St Vin-cent Millay en los años veinte). Teníamos que hacernos sitio de algún modo. Y nos lo hicimos.

Mis poemas precedieron a mis narraciones y me mostraron el camino hacia mi propio corazón. Mi narrativa todavía seguía los pasos elitistas y masculinos de Vladimir Nabokov, que era mi novelista favorito cuando estaba en la universidad y luego cuando seguí los cursos de posgrado. Como homenaje a él, intenté escribir una novela (abortada) que se titulaba con toda intención El hombre que asesinaba poetas. Pretendía ser un loco nabokoviano que decide matar a su doble igualmente loco. El libro estaba destinado a no funcionar. Luché con él durante años, sólo para abandonarlo cuando surgió Miedo a volar. Nada de hombres ni de locos, estaba totalmente bloqueada. Inconscientemente admitía que sólo un hombre podía narrar una novela. Pero mi primer marido era el loco, no yo. Entretanto, en los poemas la voz de una mujer empezaba a afirmarse. Describía el mundo como una boca voraz, devoradora. Ser una mujer lista estaba lleno de frustraciones. Ser una mujer que tenía demasiadas feromonas estaba lleno de absurdos.


La profesora

La profesora está frente a la clase.

Habla de Chaucer.

Vero a los alumnos no les apetece Chaucer.

Quieren devorarla a ella.

Le comen las rodillas, los dedos de los pies,

los brazos, los ojos

y escupen

sus palabras.

¿Para qué quieren las palabras?

¡Quieren una auténtica clase!

Está desnuda ante ellos.

Hay salmos escritos en sus muslos.

Cuando anda, los sonetos se parten

en octavas y sextetos.

has estrofas encajan

cuando sus dedos juguetean nerviosos

con la tiza.

Pero las palabras no la visten.

La poesía ya no la puede salvar.

No hay volumen lo bastante grande donde esconderse.

Ni el diccionario Webster no resumido, ni el Oxford.

Los alumnos son estúpidos.

Quieren una clase.

Una vez pudieron haber conseguido vida

agarrándola por el cogote

en una estrofa perfecta.

Vero ahora

necesitan sangre.

Han dejado a Chaucer en paz

y han comido a la profesora.

Ahora la profesora se ha ido.

No queda nada

sino una página impresa.

A la profesora no se la puede ayudar.

Puede que sea parte de sus alumnos.

(No se pregunte cómo)

Cómase este poema.

Vivir en el corazón de Alemania y volverme consciente de mi condición de judía también fue un elemento crítico de este proceso. Me pasaba los días explorando los restos medio borrados del Tercer Reich, examinando detenidamente los descoloridos libros desnaziticados de la biblioteca y hasta encontrando un anfiteatro nazi abandonado en el bosque. Me imaginaba el espectro de una niña judía asesinada el día de su nacimiento. Anne Frank me dominaba. Me daba cuenta de que sólo un ardid de la vida era lo que me había permitido vivir.

Los poemas de Plath y mi propio Holocausto mental se unían para crear mi nuevo sentido de la identidad como judía y como mujer. Mi primer manuscrito de poemas, Junto a la Selva Negra, estaba lleno de imágenes de Heidelberg después del Tercer Reich, el «mundo sin judíos y sin hombres» que era el resultado de los desastres paralelos del Holocausto y la guerra.

Una mujer poeta es un judío acosado, eternamente marginado. Primero se le pide que disimule su sexo, se cambie de nombre, se una a la poesía oficial de la supremacía del hombre. Las personas que padecen discriminación se ponen nombres nuevos, se destiñen la piel, se arreglan la nariz, niegan lo que son con objeto de sobrevivir. Eso era, me di cuenta, lo que yo había hecho en la universidad y en los cursos de posgrado. De repente comprendí que no podía seguir así. Lo que demostró que era el comienzo de mi aprendizaje de la escritura.


La casera de Heidelberg

Porque perdió a su padre

en la Primera Guerra Mundial,

a su marido en la Segunda,

no discutimos

«No hay Gemütlichkeit en Norteamérica».

Estamos ganándonos su corazón

con cigarrillos con filtro.

Soltando el humo, dice:

«No se puede juzgar a un país por sólo doce años.»

Días grises,

el viento se agita en los callejones,

me muevo por una foto de los años treinta,

la prehistoria

antes de mi nacimiento.

Nunca bombardearon esta ciudad.

Las viejas damas todavía llevan zapatos curiosos,

pieles largas, raídas.

Huelen a alcanfor y manzanilla,

antiguas fotografías.

Aquí nunca pasó casi nada.

Unas cuantas joyerías cambiaron de manos.

Una cervecería. Bancos.

Pusieron una esvástica en la universidad,

la quitaron.

Los estudiantes ahora cantan HO CHIMIN y

odian a los norteamericanos por principio.

Papá lleva una gorra de aviador

y nunca envejeció.

Está a la mesa con las pastas del té.

Madre y la abuela eran viudas.

Cuidan de las cosas.

Llueve casi todos los días;

todos los días limpian los cristales.

Cultivan junglas en los recibidores,

trópicos lujuriantes

enmarcados por visillos blancos de encaje.

Miman la tierra con abono, rastrillan las hojas.

Todas las plantas brillan como niños gordos.

Esperan el sol,

viviendo en un mundo sin judíos y sin hombres.

Los alemanes se salieron con la suya, me di cuenta: eliminaron a sus judíos y a sus hombres al mismo tiempo. Y las mujeres continuaron. Solas, amargadas, pero con un perfecto control, barrieron y fregaron los suelos. Amazonas con viejos sombreros y pieles picadas por la polilla, criaron los hijos, cuidaron los jardines, y dieron a luz a la Alemania del futuro, la Alemania que hoy conocemos. Ahora hay otra generación de alemanes. Ahora se incuban problemas otra vez.

Virginia Woolf, que tal vez entendía los problemas de la creatividad de las mujeres mejor que ninguna otra escritora habla de:


la acumulación de vida no registrada… las mujeres en las esquinas de las calles con los brazos en jarras, y los anillos incrustados en sus dedos gruesos e hinchados, hablando con gestos semejantes al movimiento de las palabras de Shakespeare; o de las violeteras y cerilleras y viejas brujas paradas debajo de los umbrales; o de chicas fugadas de casa cuyos rostros, como olas al sol y nubes, señalan la llegada de hombres y mujeres y las luces parpadeantes de los escaparates de las tiendas. Todo lo que habrá que explorar…


Está conjurando esa gran parte de la vida de las mujeres a la que no afectó la relación con los hombres. Esta parte -y es una parte enorme- se admite que no tiene importancia, no es un tema adecuado para la literatura.

Mientras los hombres fijen el destino de la literatura, la cosa continuará igual. Sólo el amor -sea romance o adulterio- se pensará que es adecuado para la literatura.

¿Por qué? Porque los hombres están en su mismo centro y a los hombres no les gusta que les recuerden que hay una parte de la vida de las mujeres de la que ellos no son el centro. En consecuencia, muchas mujeres todavía hacen literatura según el modo en que los hombres consideran importante. De ahí la fijación literaria en «el amor».

¿Qué pasaría si escribiéramos de nuestras propias vidas, sin referencia al sexo de los hombres? ¿Se puede imaginar tamaña herejía? Piénsese en las burlas con que se recibió a Violette le Duc, Monique Wittig, Anaís Nin, May Sarton. Después de que el «amor» se ha terminado para ti, queda mucha vida, dice Colette, estableciendo la herejía principal. También le castigaron por establecerlo -negándole el funeral que merecía (el funeral que cualquier hombre de su estatura habría tenido) y las escarapelas, cintas y medallas-. Dudo que a ella le importara.

Una soledad feliz, la felicidad de dos mujeres que viven juntas como amigas o amantes, la felicidad de una madre y una hija, compartiendo la cama, hablando la noche entera; la felicidad de dos hermanas cuando se han ido sus maridos, o han muerto; la felicidad del trabajo; de la jardinería, del cuidado de los niños; de las compras; de los paseos; de ocuparse de una casa: todo eso son herejías.

La mayor parte de nuestras vidas transcurre en soledad, o con otras mujeres, y sin embargo se nos pide que iluminemos la parte mucho más pequeña de nuestras vidas que compartimos con los hombres. La vida de las mujeres no es toda oscuridad excepto en eso, y encima nos piden que hagamos como si lo fuera y que escribamos del amor, el amor, el amor, hasta que nos aburrimos incluso a nosotras mismas.

Eso es lo que de verdad significa ser el segundo sexo. Todos tus placeres y penas se consideran secundarios con respecto a los que se comparten con el otro sexo.

¿Son tan interesantes de verdad los hombres? Para ellos mismos sí. Sin embargo, últimamente, encuentro a las mujeres mucho más interesantes. He vivido para los hombres tan gran parte de mi vida que al darme cuenta de eso me sobresalté. ¿He estado tan limitada por las convenciones, que yo, la supuesta rebelde, soy tan convencional como cualquiera de las mujeres de mi tiempo? ¿O me he transformado gracias al sexo porque siempre supe que era el modo fundamental de seducir a la musa? Si soy honrada conmigo misma, debo responder a estas preguntas.

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