Seducir a la musa

¿Cuándo descubrí por primera vez que sexo y creatividad estaban aliados? Fue en 1969 y yo tenía veintisiete años. Había pasado por tres años y medio de psicoanálisis en Alemania, un psicoanálisis centrado en lo que bloqueaba mi escritura y mi matrimonio. Si no me hizo completamente libre, por lo menos me hizo probar el sabor de la libertad.

1969 fue el año en que se descubrió el sexo. (Philip Larkin dice que fue en 1963.) Fue el año del viaje a la Luna, de los astronautas varones pisando una luna femenina y plantando sus botas para dar lo que se llamó «un paso pequeño para un hombre, un salto de gigante para la humanidad».

En la condición femenina no se pensó mucho durante todo ese alboroto fálico, ese empujón fálico. En nosotras, nacidas de una costilla rebelde, no se pensaba mucho, pero los tiempos estaban cambiando. Con los Beatles cautivando por la radio, con los astronautas conquistando el espacio, con los manifestantes de los Derechos Civiles dándole por el culo a la vieja Confederación, con opositores a la guerra de Vietnam en los campus universitarios, no pasaría mucho antes de que el feminismo irguiera su cabeza de medusa.

Después de una estancia en mi propio Tercer Reich, estaba preparada para la protesta. El 26 de agosto de 1970 participé con mis hermanas en una manifestación en Central Park que celebraba los derechos de la mujer y criticaba los errores de la mujer. La esperanza se imponía. Esperábamos nada menos que cambiar el mundo, y al instante.

Para cuando mi primer libro de poemas, Frutas y verduras, salió en 1971, la segunda ola del feminismo estaba rompiendo contra nuestras orillas. La mujeres volvían a ser actualidad, y el sexo volvía a ser actualidad. Pero no durante mucho tiempo.

Yo había vuelto de la gris y lluviosa Alemania a un mundo brillante que casi no reconocía. En las calles de Nueva York: peinados afros, pantalones de campana, chaquetas Nehru, camisetas desteñidas, zapatos de plataforma, joyas Zuni, el olor a marihuana, cintas en el pelo para sujetar cerebros que estallaban… El mundo se había vuelto loco mientras yo estaba en Heidelberg aprendiendo a escribir. Quería enloquecer con él.

La extravagancia en el vestir era algo que conocía por la ropa que le gustaba a mi madre, una ropa que podía convertirse en un disfraz para quienes posaban para sus retratos. Y la insensatez era algo incipiente en mi época del Music amp; Arts. Entonces me vestía de beatnik, pero luego había tomado la decisión de vestirme como una universitaria formal en la facultad. Como mis padres habían sido unos bohemios en los años treinta, mi primera rebelión consistió en ser una estrecha. Me había convertido en una «buena esposa» (que le preparaba arroz hervido a su marido chino-norteamericano). Había reprimido mi rebeldía. [Ahora lo que más quería de todo era ser mala!

Había habido anticipos de mi locura fin de sixties en Heidelberg. Fumé hachís en las fiestas de los estudiantes y me habría gustado no estar casada. Vi a los estudiantes tirar adoquines, imitando a los parisinos, mientras entonaban Ho Ho Ho Chi Min, Ho Ho Ho ChiMin (con acento alemán), al manifestarse por la Hauptstrasse. Pero no era mi cultura, y según los parámetros de Nueva York, Heidelberg era tan provinciana como un pueblo del Medio Oeste.

Los estudiantes alemanes de los años sesenta protestaban contra sus padres nazis; los estudiantes norteamericanos protestaban contra sus padres de la II Guerra Mundial. (¿Quién creyó de verdad que Vietnam era lo mismo que el País del sol naciente?) Se imponía una guerra de generaciones. Importaba poco si tus padres habían sido nazis o no, bastaba con que fueran padres. Y había que aplastar a los padres.

Llamábamos Amerika a nuestro país. ¿Cuál era nuestro país? ¿Woodstock? ¿Haight-Ashbury? ¿La beatlemanía? ¿El ecologista The Whole Earth Catalog? ¿El bosque de Arden, con abalorios del amor? La marihuana era nuestra arma, lo mismo que el pelo largo, lo mismo que el sexo. ¿Que nuestros padres se habían instalado y tenido hijos después de su guerra? Muy bien, pues entonces nosotros nunca nos instalaríamos. Tendríamos sexo, sexo, sexo, ¡y nos negábamos a hacernos mayores! Seguíamos a nuestros líderes; o al menos, a los cantantes solistas que nos gustaban: Allyou needis love, love, love…

En 1969-70 volví a la Universidad de Columbia, esta vez a la School of Arts, para estudiar poesía. También volví a dar clases en el City College, como modesta auxiliar, luego como modesta ayudante, sans seguro de enfermedad, sans seguridad en el trabajo, sans nada. Llegué a querer a mis alumnos. Me vi impulsada a tumbarme con ellos en las calles del West Side para protestar por la matanza de Kent State. Mirando al cielo, nos extendimos sobre el alquitrán de Amsterdam Avenue cerca de la funeraria de Riverside.

Los cadáveres muriéndose porque los enterrasen, y nosotros impidiendo el paso de los coches fúnebres. Nunca olvidaré a los policías dando vueltas a nuestro alrededor y los semáforos poniéndose en verde, luego en rojo, luego en verde, luego en rojo, mientras nosotros seguíamos con aquel silencioso velatorio en el exterior de la funeraria. Hasta la muerte se detenía por nosotros.

Acababa de encontrarme con el mundo feliz de «Matriculación abierta» del City College. Estudiantes brillantes a quien nadie se había molestado nunca en enseñar a leer y escribir, estudiantes no tan brillantes que en definitiva demostraron que nunca aprenderían; nos los mandaron para que los educáramos. Las enseñanzas ocasionales de la universidad enfurecieron a los profesores de plantilla, lo que era raro, porque ellos no tenían que impartirlas. Nos tenían a nosotros para eso.

Unas veces la cosa era divertida, otras veces era imposible. Los mejores ratos los pasaba siempre con mis alumnas mayores: las amas de casa y las oficinistas que venían a los cursos nocturnos. Entendían que Otelo matara a Desdémona en un arrebato de celos, o que lady Macbeth incitara a Macbeth a que se manchara las manos de sangre. Por entonces ya habían visto a muchos Otelo y lady Macbeth. Podían relacionar fácilmente a Shakespeare con la vida en el gueto. Aquellas estudiantes eran supervivientes. Las había atrapado el estudio.

– Miss Mann -decían-, ¿en todas las obras literarias hay tanto sexo?

Los estudiantes burgueses de los cursos diurnos del Bronx ni siquiera se molestaban en preguntar.

En la School of Arts de la Universidad de Colum-bia me sentí inmediatamente atraída por mis dos profesores de poesía: Stanley Kunitz (otro abuelo de la literatura) y Mark Strand (un guapo, mal chico, el único poeta de Norteamérica que se parecía a Clint Eastwood). En clase solía fijarme en Mark -su perfil perfectamente cincelado, sus ojos fríos y cínicos-, y empezaba poemas para él que siempre resultaba que no eran sobre él.

Si él es mi sueño se plegará en mi cuerpo

Su aliento escribe letras de niebla en mis mejillas

Yo me envuelvo en torno a él como la oscuridad

le echo aliento en la boca

y lo hago real

«El hombre debajo de la cama» (descrito en esta estrofa) se convirtió en el coco universal, el vampiro, el merodeador que todas las chicas oyen respirar debajo de su cama, a la espera de que las engatuse, esperan. Mark era ese hombre de la fantasía. También era Gulliver recorriendo Liliput, alejado de todos nosotros, los liliputienses. Le lanzábamos cuerdas frenéticamente a sus enormes piernas.

Quiero entender esa cosa escarpada

que trepa los escalones de tu cuello.

No te consigo entender.

En todas partes adonde miro estás:

un enorme mojón, un volcán

asomando la cabeza entre las nubes,

Gulliver despatarrado sobre Liliput.

Mark daba clase de un modo gélido, casi desdeñoso, como si casi no mereciera la pena molestarse por los estudiantes. Pero hizo que nos interesáramos por Pablo Neruda y Rafael Alberti, y me libró de la rima compulsiva, animándome a que intentara escribir poemas en prosa, y a centrarme en mis imágenes. También me excitaba, lo que me enseñó más sobre poesía que cualquier otra cosa. Iba a casa y escribía poemas al hombre imposible, el hombre de mis sueños: Adonis, padre, abuelo, con Clint Eastwood y el exhibicionista del metro metidos dentro. Lo que tememos también lo deseamos, y lo que deseamos lo tememos. Había una amenaza masculina en esos primeros poemas, pero también el anhelo de un amante desconocido. Allan y yo follábamos, pero hacía mucho que habíamos dejado de ser amantes, si un amante es alguien a quien se desea. Yo escribía poemas y tenía unos deseos locos. Estos poemas del deseo se publicaron en Frutas y verduras y Medias vidas.

Cuanto más deseo sentía, más escribía. El deseo es una emoción esencial para el poeta.

¿Es el deseo espiritual o sexual? ¿Quién dice que no son la misma cosa? Rumi y Kabir y la mayoría de los poetas persas los ven como aspectos de lo mismo; pero entonces, claro, los persas inventaban el amor. Eloísa y Abelardo descubrieron lo cerca que estaban, para tener que lamentarlo infinitamente. Sólo el puritanismo protestante ha construido una pared entre el deseo físico y el deseo de Dios.

En las clases de Mark, deseaba a Dios en un hombre, y en las clases de Stanley a un hombre en Dios. Sentía menos miedo hacia Stanley que hacia Mark. Stanley era próximo, Mark era distante. A los veintisiete años, encontraba la lejanía más sexy. Incluso mi marido de entonces era gélido y distante. Yo no podía imaginar a un amante que no fuera como mi marido, algo que ocurre con más frecuencia de lo que nos molestamos en admitir.

Ese primer año, una vez vuelta de Alemania, no faltaba ni una semana al «Y» de la calle 92. El sabor poético de la sesión semanal atraía toda mi atención. También asistía a festivales de poesía, cafés de poetas y bares de poetas.

Estaba enamorada de la poesía, pensaba que podía vivir del aire. Al estar enamorada de la poesía, creía que podía vivir con Allan.

Cuando Yehuda Amichai, el poeta israelí, vino a Nueva York, leímos poemas juntos en Dr Generosity's, pasamos el sombrero, reunimos 121 dólares, la mayor parte en calderilla. Nos lo dividimos, de acuerdo ambos en que era el dinero mejor ganado por ninguno de los dos. Y todavía lo es.

Dr Generosity's era una cervecería oscura, llena de serrín y cáscaras de cacahuete. Asistían poetas, gente que quería escribir poesía, y tipos tristes. También locos. Las lecturas de poesía siempre estaban bien provistas de locos. Uno de ellos amenazó con pegarme un tiro antes de una de mis lecturas en Filadelfia. Me había escrito una carta de amor que yo no contesté. Le hervía la sangre y prometió vengarse. No puede haber sido una atracción fatal: todavía sigo aquí.

La verdad: en Norteamérica nadie se molesta en matar poetas. Basta con enterrarlos en las universidades. Muertos en vida.

Fue una época de festivales de mujeres poetas. Carolyn Kizer y yo nos pusimos en route hacia uno. íbamos sentadas justo detrás del conductor. Carolyn inició un monólogo maravilloso sobre la vida como poeta. Yo estaba orgullosa de ser su confidente.

– Y entonces despertó, ¡con Norman Mailer sentado encima de su cara! -dijo al final del largo relato.

El autobús casi se sale de la carretera.

Conocí al fogoso y siniestro Ted Hughes después de su lectura en el «Y» de la calle 92. En mi ejemplar de Cuervo escribió: «A una hermosa sorpresa, Erica Poética». Luego llenó la mitad de la página del título con una serpiente fálica enroscada a un nuevo poema sobre Cuervo.

«Un hombre no se expresa en las inscripciones de las lápidas» -dijo el Dr. Johnson. Pero los poetas muchas veces quedan al descubierto en las dedicatorias de sus libros.

Fui a cenar con Ted (y los que estaban con él) y pasamos toda la noche intercambiando miradas. Por entonces, Ted Hughes tenía reputación en los círculos feministas de ser un castigador, o de hecho el diablo encarnado. Eso sólo le hacía más excitante. Me humedecí toda, imaginando al guapo y corpulento autor de Cuervo en la cama. Luego huí en un taxi; luchaba contra mis fantasías. Sylvia Plath y Assia Gutmann aparecían ante mis ojos como espectros de Shakespeare, advirtiéndome. Yo sabía que quería escribir y vivir, no escribir y morir.

¿Por qué era siempre el morir el destino de las mujeres poetas? ¿Nos castigábamos por atrevernos a tomar la pluma? ¿Por qué tratábamos de terminar con la vida por atrevernos a eso? ¿Habíamos internalizado el papel de quien recibe el castigo en el juego? Pues incluso entonces yo no creía que el suicidio de Sylvia Plath fuera algo elegido por alguien que, en definitiva, no fuera ella misma. Con todo, comprendía lo difícil que era ser una mujer poeta en un mundo literario en el que las reglas las establecían los hombres.

En Chicago, en una fiesta de la revista Poetry, tuve un ligue con un joven poeta sureño muy guapo (cuyo nombre no diré por la remota posibilidad de que todavía siga con su mujer). Este poeta escribía sobre su búsqueda de sí mismo, su intenso deseo de amar, las muchas frustraciones de su interminable matrimonio, su inacabable y nunca realizado deseo.

El deseo formaba parte de mí misma. Conque fuimos al apartamento de Lake Shore Drive de uno de los que financiaban el festival de poesía (a todos los poetas nos instalaban en las habitaciones del servicio de aquellas lujosas mansiones), pasamos por delante de los Jasper Johns, los Motherwell, los Rothko, los Frankenthaler, los Nevelson, los Calder, los Rosenquist, los Dine, y cruzamos la cocina hacia la habitación del servicio donde nos pasamos la noche entera haciendo el amor. Al amanecer, despertamos (como debido a una explosión) y dimos un paseo junto al lago Michigan. En cualquier caso no considerábamos que los ricos estuvieran contentos de que estuviéramos en su casa. Y de repente nos sentíamos llenos de culpabilidad con respecto a nuestros cónyuges.

De vuelta a casa, le escribí poemas -o a quienquiera que representara-, y él me escribió poemas -o a quienquiera que representara yo-. Mantuvimos correspondencia durante un tiempo. Todavía nos mandamos libros cariñosamente dedicados.

Esos encuentros en cierto modo impulsaron mis dos primeros volúmenes de poemas. También llevaron inevitablemente a Miedo a volar. «La musa folla» -solía bromear yo. Descolocante pero cierto. En La diosa blanca, Robert Graves dice que la auténtica poesía surge de la relación entre la musa (la diosa blanca) y el poeta. Eso se apoya en el conocimiento erótico de ella, encarnada en una mujer terrenal, por parte del poeta. Graves siguió su teoría con creciente desesperación según envejecía. Por fin, se convirtió en una parodia de su identidad de joven. Henry Miller hizo algo parecido, aunque sólo en el área del «amor». Cuando no estaba siendo un sabio, estaba siendo un viejo macho cabrío: la sabiduría codo a codo con el espectáculo de variedades más chabacano. Muchos poetas viejos encuentran que tienen que poner en marcha la poesía con el «amor». Lo que se produce de modo natural en la juventud es la decepción definitiva de la edad.

La musa, para una mujer poeta, históricamente ha sido un aventurero masculino. Adonis, Orfeo, Ulises. Como una mujer poeta también encuentra la inspiración por medio del plexo solar, la prohibición contra la sexualidad de las mujeres nos ha hecho tanto daño en la creación como en nuestros placeres.

Había muchísimas musas masculinas en aquellos días. Habitualmente yo dejaba que siguieran siendo sagradas al no «conocerlas» carnalmente. Y de las que me follaba, huía enseguida, convirtiéndolas en colegas de pluma.

Buscaba inspiración, no una relación, fueran quienes fueran. Lo único que podía mantener con ellos eran relaciones muy pasajeras. Tenía que volver a casa enseguida y escribirlo todo. Aquélla era, después de todo, la cuestión. Además, no quería que me decepcionara un hombre mortal. Quería una musa masculina que, por definición, sólo aparece en momentos de éxtasis y nunca tiene oportunidad de decepcionar. Es el príncipe que se puede convertir en sapo si le besas, el Ulises que puede volverse cerdo. Si no te quedas mucho, nunca lo sabrás. Y tendrás el poema.

Cada vez que me he decidido a conseguir algo en la vida, me ha supuesto una inmersión total. En aquel tiempo mi elemento era la poesía. Era mi pan y el aire que respiraba: marido, amante, niño. Allan sólo era un compañero a la sombra, un cuervo subido a un árbol.

La poesía todavía sigue siendo mi solaz. De hecho leo los poemas de otros. La poesía me rellena el manantial cuando estoy seca. La poesía me encuentra cuando me pierdo. El trauma temporal de una relación dolorosa, las decepciones profesionales, los dolores de la maternidad, se curan con poesía. Si me rindo a ella, al final me llevará a la próxima novela, anunciando sus temas.

Los recién llegados a las artes creen que se tiene que empezar con inspiración para escribir o pintar o componer. De hecho, sólo se tiene que empezar. La inspiración acude si se continúa. Comprométete a estar sentado solo varias horas al día y te visitará inevitablemente la musa. «Yo escribo cincuenta páginas hasta que oigo el latido fetal», solía decir Henry Miller.

El acto muy mecánico de sentarse a solas, desconectar el teléfono, concederse tiempo para jugar y cometer errores, para no ser inquisitivo con uno mismo, para quitarse a los censores de los hombros, es suficiente para seguir adelante. No está grabado en piedra -me digo-, siempre lo puedes retocar y reescribir más tarde. Ni siquiera lo tienes que publicar si no quieres. Es algo sólo para ti.

Escribo como para un samizdat, no para que se haga público de modo general. Todos mis amigos escritores del Bloque Oriental me dicen que el samizdat les dio un tono más íntimo a sus libros. Consideraban que estaban escribiendo para amigos, no para enemigos. Sentían como si estuvieran escribiendo cartas, cartas a sí mismos

El permiso para fallar, aparte de ciertos objetivos artificiales -escribiré diez páginas a mano, luego pararé-, muchas veces funciona. También se impone a la habitual autoflagelación que acompaña al trabajo del escritor. Si te atreves a jugar, puedes arriesgarlo todo en la página.

Presentar poemas para que otros opinen de ellos era otra cuestión. Mi ansiedad era tan grande que oía risas de burla incluso cuando pensaba en meter unos poemas en un sobre. Lo resolví de modo práctico. En Heidelberg conseguí una caja de plástico y le puse la etiqueta: «POEMAS ENVIADOS». En cada ficha había una fecha, una lista de poemas, la revista a la que los había mandado, y la fecha de aceptación o rechazo. Era simplemente un modo de engañar a mi miedo. Si no conseguía perder el miedo, al menos lo podía meter en una caja de plástico.

– Sabré que soy una poeta espantosa cuando la caja esté llena -me decía. Tenía un libro de poemas publicado antes de que la caja estuviera llena a medias.

¿Carecía de sentido ese desafío a mí misma? Los poetas no están hechos para gustar a los editores, sino para gustarse a sí mismos, como los destinos de Emily Dickinson y Walt Whitman nos recuerdan.

Cuando la caja de plástico esté llena de rechazos, el poeta de verdad dirá simplemente:

– Si lleno una segunda caja, o la tercera, o la cuarta… -pero seguirá enviando poemas, aunque sólo sea para endurecerse la piel.

¿Yo era una escritora de verdad o sólo un perro que buscaba aprobación? Me hice famosa tan joven que casi ni lo pude saber. Sólo me enteré de la verdad más tarde, cuando se interrumpió la aprobación y de todos modos seguí escribiendo.

Antes o después, todos los artistas encuentran el rechazo, incluso los más famosos. Si una insiste la vida entera en su obra, ésta pasa por periodos en los que está en sincronía con las teorías políticas o literarias de su tiempo. Y debe ir más allá, aunque eso signifique el rechazo. La política cambia. Pero el tiempo para trabajar nunca vuelve. A Nabokov le habría asombrado ver su obra impresa en Rusia. Proclamaba que nunca pasaría eso.

El rechazo exterior siempre es mejor que el rechazo interno del yo del escritor. Del propio yo del escritor es de lo que hay que ocuparse. Si una se priva a sí misma de eso, nunca llegará a saber la poca importancia que tiene el rechazo exterior. Pero si una se alía con las fuerzas del rechazo, comete un suicidio creativo. Los hijoputas no sólo te han echado abajo, te habrán matado con tu propia complicidad entusiasta.

Mi manía con la poesía me llevaba a reunir todos los años colecciones de poemas y mandarlas a los concursos que prometían la publicación de un primer libro. Todos los años, de 1967 a 1970, reunía los que consideraba que eran mis poemas mejores, los disponía por temas, les ponía títulos y subtítulos, y los mandaba a la editorial de la Universidad X, a la editorial de la Universidad Y, a la editorial de la Universidad Z, cada una de las cuales tenía una lotería literaria. No sabía cómo entrar en contacto con un editor comercial, y en cualquier caso las editoriales universitarias me parecían más elegantes; influía mi esnobismo de graduada universitaria (miedo al rechazo disfrazado). Ya entonces, los editores de Nueva York estaban dejando de publicar poesía, pero la cosa todavía no había llegado a la fase de solución final.

La primera colección que presenté fue Junto a la Selva Negra. Llena de poemas sobre mi descubrimiento de mi condición de judía en Alemania, contiene cosas que todavía leo conteniendo la respiración: ¿Cómo sabía eso una majadera como yo? La colección siguiente, titulada El tentador debajo del párpado, contenía los mejores de los poemas de Heidelberg, además de unos cuantos nuevos sobre la seducción de la musa, el matrimonio con la poesía, la persecución del amor en forma de fruta o verdura. La tercera colección, Frutas y verduras, llevaba esta tendencia todavía más allá. Estaba llena de poemas irónicos sobre la poeta en la cocina, la poeta como ama de casa, el sexo, el amor, el feminismo, y la condición de mujer flagelada. Más libre que las dos primeras -tanto en forma como en contenido-, la colección todavía (en conjunto) me gusta. Estaba pelando la cebolla de mí misma, y encontrando en esa picante verdura mi propia alma interminablemente desnudada.

Para cuando reuní Frutas y verduras, estaba tremendamente impaciente por publicar. Parecía que sólo un libro de poemas publicados me daría lo que me faltaba. Las revistas de poesía de poca circulación ya no me contentaban. Estaba deseosa de que me leyeran mis contemporáneos. Creía que un volumen de poesía me cambiaría la vida. Tenía ganas de convertirme en una de las legisladoras no reconocidas de la condición femenina, alcanzar el amplio público de los amantes de la poesía que creía que estaba fuera de allí, azotar al mundo con poesía y alzarla ante sus sentidos.

¡Qué enloquecidas me parecen ahora esas pretensiones! Como yo vivía para la poesía, suponía que el mundo hacía lo mismo. Por entonces mi dúo de mentores poéticos se había convertido en un triunvirato. Louis Untermeyer, aquel desafiante e infatigable antólogo, se había unido a Mark Strand y Stanley Kunitz en mi panteón personal. Louis había visto uno de mis poemas en una revista espantosa y me había escrito una carta: «¿Qué está haciendo usted en esa publicación tan mediocre?» Era el equivalente literario de: «¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un sitio como éste?». Poco después, me invitó a cenar en su casa de Connecticut, y nos enamoramos de inmediato, como sólo se enamora una poeta de veintitantos años, alguien que se puede enamorar de un antólogo de ochenta y tantos (y viceversa).

A ésa la siguieron muchas otras cenas literarias: cenas con Arthur Miller e Inge Morath, Howard y Bette Fast, Muriel Rukeyser, Robert Anderson y Teresa Wright, Arvin y Joyce Brown, Martha Clarke, y muchos otros poetas, dramaturgos, novelistas, actores, bailarines y directores de cine.

Debido a Louis y su mujer Bryna, yo creía que Connecticut era una versión a pequeña escala del Monte Olimpo. Gracias a Louis y Bryna, conocí a los Fast, que me presentaron al padre de mi hija. Gracias a Louis y Bryna, volví a revisar una vez mi libro de poemas.

Conque mandé la nueva colección a X, Y y Z. Por un giro del destino, que de hecho resultó ser un importante milagro de la sincronía, también la mandé a Holt, que en aquellos días se llamaba Holt, Rinehart amp; Winston.


Yo había vuelto de Alemania el verano antes de terminar nuestro «viaje obligado» y encontré a mi abuela moribunda. Se extinguía sobre sus sábanas de auténtico lino mirando el soleado West Side por la ventana. Había arreglado sus prendas de vestir para hacerlas más pequeñas, «de modo que tendré algo que ponerme cuando vuelva a salir». Pero nunca volvió a salir. El cáncer de páncreas la mató más deprisa de lo que mató el sida a mi amigo Russell. Pero nosotros negábamos el cáncer de los dos. Ninguno de nosotros pronunciaba la palabra.

Me preguntó débilmente qué estaba haciendo.

– Trabajando en mis poemas -dije yo, vacilando.

Sin vacilarlo en absoluto, me aconsejó:

– Vete a ver a Gracela, Gracie, Grace -Mi abuela siempre triplicaba o quintuplicaba los nombres, llamándome muchas veces «Erica, Claudia, Nana, Edichka, Kittinka».

«Gracela, Gracie, Grace» era la hija de una vieja amiga de mis abuelos, una dama rusa indomable que se llamaba Bessie Golding. Grace y yo descubrimos más tarde que Bessie había sido amante de mi abuelo mientras mi abuela esperaba en Londres que la reclamaran desde el Reino dorado. Lo que sólo le llevó ocho años.

Cuando la abuela llegó a Nueva York, el abuelo encontró inmediatamente un comunista adecuado para que fuera el marido de Bessie. Después de eso, siempre la describió como «una anarquista, seguidora de Emma Goldman, que creía en el amor libre». En resumen, lo opuesto a mi comedida abuela, que creía en las perlas de verdad, los guantes crema con botones de perla, las sábanas de lino auténtico, los manteles de lino auténtico con servilletas bordadas a juego, las mantas con los bordes de terciopelo. También creía en el zumo de naranja recién exprimido, el aceite de hígado de bacalao, los huevos pasados por agua con picatostes, los abrigos ingleses Chesterfield con cuello de terciopelo para las niñas. Pero no en el amor libre. Indudablemente no creía en eso.

Conque fui con mis poemas a ver a Gracela, Gracie, Grace (el producto de Bessie y del comunista adecuado que le había buscado mi abuelo). Tenía las tres versiones consecutivas en una carpeta de cuero negro.

El autobús que cruzaba la ciudad me llevó cerca de Park esquina con la calle 68, donde Grace (que había pasado toda su vida de editora) trabajaba ahora en la revista Foreign Affairs.

Con su imponente fachada de caliza, la limusina de Roy Cohen aparcada en doble fila al otro lado de la calle, el Council on Foreign Relations, que publicaba Foreign Affairs, era un sitio aterrador. Un nido de blancos, anglosajones y protestantes, un aquelarre de calvinistas, un refugio de licenciados por Harvard; existían rumores de que al Council lo manipulaba la CIA. Podía imaginarse que desde allí soltaban a James Bond. Y que había escalinatas secretas, estanterías de libros que giraban para dejar a la vista oubliettes secretas para innombrables y malignos agentes, o tiburones que comían hombres en estanques calientes como meados instalados en el suelo del sótano.

Entré audazmente, ocultando mi timidez con mi habitual bravura de mierda. (Más que temer el tener miedo, me asustaba el parecer asustada, una herencia de mi padre.) Subí la escalinata en graciosa curva hacia el despacho de Grace.

El despacho era una caverna con libros y flores, litografías en color y cuadros. Era un santuario presidido por una encarnación de la gran diosa madre: Grace. En aquellos días, era rechoncha, con el pelo sal y pimienta muy corto, y la ropa suelta que usaban las gordas para disimular su grasa ante sí mismas.

Me dejé caer en un sillón de cuero verde junto a su mesa, crucé las piernas bajo mi minifalda roja plisada, me ajusté mi chaqueta de lino rojo y mi blusa con flores rojas. Al cruzar las piernas con mis sandalias de plataforma, me sentí a la última moda, pero impotente.

– ¿En qué te puedo ayudar? -preguntó Grace, tratando de que me sintiera cómoda. Pero la cosa no era fácil. Miré los blandos ojos pardos de Grace y casi no pude hablar.

– Tu abuela dice que escribes poemas -dijo amablemente Grace.

– Eso parece, pero probablemente no sean nada buenos -mentí yo. Sabía que eran buenos. Se trataba de un modo de protegerme.

– ¿Los puedo ver? -la carpeta negra de cuero estaba húmeda en mis palmas sudorosas.

– ¿De verdad que quieres?

– No te lo pediría si no.

Agarró el libro, abrió la página del título que ahora decía Frutas y verduras, abrió el primer poema, y dijo rápidamente:

– La poesía es muy especial; toda la vida de una persona enmarcada en estos grandes márgenes en blanco.

Luego, se puso a leer en silencio.

Yo estaba toda nerviosa.

Le parecen espantosos -pensé-, está siendo educada para librarse de mí, le hace un favor a mi abuela porque se está muriendo.

Leyó durante unos veinte minutos, abstraída, sin levantar la vista.

Luego declaró:

– Vas a ser la poeta más famosa de tu generación.

Era como si se me hubiera echado encima un océano. Estaba sin respiración.

Pero dije:

– Muchísimas gracias.

– No -dijo-. Lo que quiero decir es que son unos poemas maravillosos. Tienen tu propia voz, tu propio humor, tu propia imaginería. Quiero mandarlo a un amigo de Holt.

– No están terminados. Tengo que revisarlos -dije.

– Puedes revisarlos eternamente para no arriesgarte a publicarlos -dijo Gracie, conociendo mis estratagemas sin conocerme a mí.

Conque me vi obligada a dejarle Frutas y verduras (ya presentado a X, Y y Z) a Gracela, Gracie, Grace. Sin saberlo yo, se lo pasó a Robin Little Kyriakis, de Holt, que se lo pasó a Aaron Asher, el editor.

Pasaron las semanas. Un libro de poemas siempre parece un pétalo de rosa que revolotea en el Gran Cañón, pero éste parecía un pétalo de margarita perdido en un pliegue temporal.

Me quieren, no me quieren, me decía, preparándome para el golpe que seguramente caería.

Unos dos meses después, recibí una carta de X ofreciéndome publicarlo, una carta de Y ofreciéndome publicarlo, una carta de Z diciendo que esperara un poco. (¿Podría presentarlo nuevamente el año siguiente?)

Al día siguiente llegó una carta de Holt, ofreciéndome publicar Frutas y verduras.

¿Estaba contenta? Estaba demasiado aterrada para estar contenta.

Me dominó un intenso pánico, luego culpabilidad, luego vergüenza. Había roto la regla -presentarlo en cuatro sitios-, y ahora estaba expuesta al fraude. ¡Les había mentido a los editores, a las augustas editoriales universitarias. Estaba desolada. Ahora sin duda no me podía proteger nadie. En menos de treinta segundos, había convertido el éxito en fracaso.

Los poetas me odiarán, pensé, dando vueltas sin dormir al lado de Allan. ¡He hecho algo inmoral!

¿Cómo podía saber que de todos modos los poetas me odiarían después de Miedo a volar? ¿Y cómo podía saber que yo no tenía en absoluto control sobre eso?

Fui a cenar con Aaron Asher e inmediatamente me enamoré de él. Ojos azules, humor retorcido, una historia de fábula como editor de Saul Bellow y Philip Roth. Si yo le gustaba a él, yo debía de ser buena. La misma primavera en que apareció Frutas y verduras, Asher publicó a otra escritora desconocida que se llamaba Toni Morrison. Su primera novela, Ojos azules, había sido rechazada en todas partes porque ¿a quién le interesaba una chica negra y fea que se llamaba Pecola y tenía un hijo con su padre? En aquellos días se suponía que los negros no leían y que a los blancos no les apetecía leer cosas sobre los negros. Aaron tenía buen gusto, y quizá algo más importante, agallas.

– Diles que tenías que publicar en Holt porque también piensas escribir novelas -dijo Aaron, haciendo planes para una novela con los poemas como cebo (¡Qué antiguo resulta eso ahora!)-. Diles que soy tu editor para todo.

Emocionada de que mi obra provocara semejante posesividad, seguí agonizante. Traté de escribir cartas de «Gracias pero no» a aquellas editoriales universitarias, pero estaba bloqueada. ¿Una poeta importante con un editor de Nueva York? ¿Una novelista potencial (poetenáat)?

– Ponte a escribir una novela-había dicho Aaron- con la misma voz impetuosa de esos poemas.

Me negué a creer lo que decía. Y continué castigándome por este leve soplo de éxito. Aquello era demasiado para los fracasos de mi madre, para los fracasos de mi abuela. Después de todos los esfuerzos que me había costado subir este primer escalón, no podía pensar en más que en interrumpir mi ascenso y dejarme caer en brazos de mi neurótica familia.

Este esquema me ha perseguido durante toda mi vida de escritora. He dudado, reescrito y vuelto a reescribir libros que debería haber entregado al mundo. ¿La fuente de mi miedo? El enfado de mi familia. Exponerme a sus burlas.

Cuando me trasladé al Oeste después del éxito de Miedo a volar, compré un coche poco caro, un Pacer, en lugar del Rolls-Royce Corniche con el que fantaseaba. ¿En qué estaba pensando? ¿En que un coche barato haría que me quisieran? Quería que me quisieran mucho más de lo que quería un Rolls. Hasta que dejé de preocuparme de esto, no pude trabajar en paz.

Si a una la quieren o no, depende más de los otros que de lo que haga una. El talento no es finito. Hay de sobra para seguir. Las personas con talento saben que pueden utilizar sus logros como inspiración. Pero las almas mezquinas que creen que destrozándote también destrozarán tu obra, prosperarán. Están equivocadas, claro, pero todo eso queda lejos de tu alcance. Una sólo puede seguir trabajando. «Lo demás -como dice T. S. Eliot en Cuatro cuartetos- no es asunto tuyo.»

Finalmente reuní el valor para informar a aquellas pacientes editoriales universitarias de que ya tenía compromiso. Luego firmé con Holt tal como pensaba hacer. Después de haber vendido el libro por mi cuenta, ahora contraté a un agente para que sacara tajada de él. Un agente confería credibilidad. Me gustaba decir «mi agente» a mis parientes y amigos. El adelanto por frutas y verduras fue generoso para tratarse de poesía: 1.200 dólares. El agente se llevó 120 dólares, y la opción sobre una novela titulada Miedo a volar.

Que preste atención el mundo entero. Otra poeta iba a desaparecer tragada por el Gran Cañón.

Pero antes necesitaba un nombre.

Empecé a publicar con mi nombre de soltera, Erica Mann, que, después de todo, siempre había sido mi nombre. Pero cuando mi freudiano marido dijo tenebrosamente:

– La poeta no tiene marido -me sentí dominada por una culpabilidad inútil.

En lugar de contraatacar con un:

– ¡Claro que no! ¡Las poetas están casadas con sus musas! -dejé que me bajara los humos utilizando su apellido.

Para ser justos, él se habría contentado con «Erica Mann Jong». Que justamente era lo que yo temía que me llamaran: «una dama poeta con dos apellidos». Jugué con «E. M. Jong» (para disimular mi sexo de segunda clase), luego con «Erica Orlando», debido a mi novela favorita, luego con «Erica Mann Jong», debido a mi padre y mi marido. Por fin elegí «Erica Jong» porque sonaba enigmático, con pegada, y tenía las mismas cuatro sílabas que mi nombre de soltera.

La decisión de suprimir mi nombre de soltera fue una decisión para desafiar las burlas sexistas, pero en cualquier caso caí en una trampa sexual. A los veintipico años todavía no sabía que hagan lo que hagan las mujeres -usen dos apellidos, supriman su nombre de soltera, insistan en mantener ese nombre de soltera por principio-, obrarán equivocadamente porque su elección no depende de los hombres. En definitiva se burlarán de ellas, como le pasa a Hillary Rodham Clinton; de hecho da lo mismo, pero evoca una secreta fuente de alegría en todos nuestros corazones.

¿Qué hay en un nombre? La decepción de mi padre porque mi apellido no haga brillar directamente el suyo, el desconcierto de mi hija por llevar el apellido de alguien a quien no conoce. (La llamamos Molly Miranda Jong-Fast. Molly para que floreciera, Miranda para que todas las tempestades afectaran su casa, Jong por mi nom deplume, y Fast por su padre y su familia.)

Pero un nombre también proporciona leyenda. Si se adopta con resentimiento para enfrentarse a la magia negra patriarcal, quien lo lleva siempre lo padece.

Mi nombre era una finta, una finta para evitar la desaprobación de Allan, una finta frente a las burlas sexistas sobre «una dama poeta con dos apellidos», una finta para evitar a Erika Mann, la hija escritora de Thomas Mann, que fue quien inspiró mi nombre.

El miedo no es un buen motivo para adoptar un nombre. Un nombre debería considerarse un acto de liberación, de celebración. Un nombre debería ser una invocación mágica a la musa. Un nombre debería ser una bendición para una misma.

Desgraciamente, «Erica Orlando» le habría sugerido a la gente más Disney World y Florida que Virginia Woolf. Y «Erica Porchia», debido a un poeta sudamericano que me gustaba mucho, podría provocar chistes sobre mi peso, dado que quedaba cerca átporky («gorda», «gordinflona»). Pensé en llamarme E. M. J. Parra debido a Nicanor Parra, otro de mis poetas favoritos, pero resultaría desconcertante, puede que incluso a mí misma. Y los nombres que inventaba de noche me sonaban todos ridículos de día: «E. M. Bronté», «E.M. Bloomsbury», «Erick de Jong». Además, eran nombres poco honrados para alguien cuya lucha se resumía en ser honrada.

Si yo era mujer y poeta, sería eso. Seguí con «Erica Jong», y me dio suerte usarlo. Ahora me gustaría hacer lo mismo que Hillary con el Rodham, y puede que lo haga.

Pero «Erica Mann Jong» es, por desgracia, tan patriarcal como «Erica Jong». Y como la hija de Thomas Mann, Erika, estaba viva, la confusión de nombres no me apetecía. Mis padres habían conocido a Thomas Mann y le admiraban. Les gustaba el nombre de su hija y deseaban que me proporcionase creatividad. Erica, en alemán, significa flor blanca, y reina en la vieja Escadinavia, pero para ellos significaba escritora.

Ahora ya estoy acostumbrada al Jong, que rima con Vietcong, dong, ping-pong, Hai Phong, song («canción»), long («largo») y wrong («equivocado»). Recibo cartas de lectores que escriben a «Querida Erika de Jong», «Querida Erica Mann Jong», «Querida Erica Mann Jong Fast Burrows», «Querida escritora asiático-norteamericana», y «Óyelo bien, PERRA JUDÍA, COMUNISTA, PUTA… ¡Hitler debería haber terminado con todos vosotros!»

Conque ¿qué hay en un nombre? Todo y nada. A veces sólo quiero ser Erica, como Colette (que primero firmaba para sí misma «Willy», luego «Colette Willy», luego «Colette Willy de Jouvenel», y terminó convirtiéndose en «Colette»). Pero «Colette», después de todo, era el apellido de su padre. Le servía tanto de nombre como de apellido a alguien que, en caso contrario, hubiera sido Sidonie-Gabrielle Colette Willy de Jouvenel Goudeket.

Para los nombres de las mujeres creo en la propia invención: un nombre que encarne el deseo. Un nombre que debería adoptarse cuando una se dedica a una vida de trabajo.

¿Ya es demasiado tarde para mí? Mi nombre de escritora ya se ha fundido extrañamente con mi esencia. Puede que recupere mi nombre de soltera (que, después de todo, es el nom de théátre de mi padre: Mann). Durante veintitrés años yo fui una desafiante «Mann». Luego me sometí a un matrimonio freudiano.

Puede que cuando esté terminado este libro reaparezca la autora.


Es raro que me llevara tanto tiempo encontrar un nombre, pues en Heidelberg tuve la suerte de contar con ese extraño tipo de psicoanálisis que pone los cimientos de la vida de un escritor.

Mi psicoanálisis con el profesor Herr Doktor Alexander Mitscherlich sólo pudo haber tenido lugar por la intervención de los ángeles del psicoanálisis. Si la cosa funciona, habitualmente se debe a ellos. Revolotean sobre las salas de consulta de tres continentes mandando por los aires a los que se psicoanalizan, como esos vientos barbudos con los carrillos hinchados de los mapas antiguos.

Atascada en Heidelberg con un marido con el que no podía hablar, encontré, gracias a un psiquiatra de Nueva York, a un tal Herr Professor Doktor Alexander Mitscherlich. Dijo que hablaba inglés. Y resultó que ejercía en Heidelberg.

El médico norteamericano era al que yo había consultado sobre mi pánico al matrimonio, mi miedo a que el matrimonio me esclavizase a los deberes conyugales, y que entorpeciera mi trabajo de escritora.

– Absurdo -había dicho este psicoanalista-. Los hombres también trabajan en casa. Cortan el césped, arreglan cosas, sacan la basura. Es una responsabilidad parecida, ¿no le parece?

No me parecía. Pero entonces no tenía recursos feministas para demostrarlo. El problema no tenía nombre todavía. Creía que debía de estar loca.

A diferencia del médico de Nueva York que me lo recomendó, el doctor Mitscherlich no era sexista. No pensaba a base de clichés. Había estado huido de Alemania durante doce años por culpa de los nazis y vivió y ejerció en Suiza y en Inglaterra. Había esperado hasta el final de la guerra. Lo que no evitaba que yo -en mi ignorancia- le llamara nazi cuando estaba en el sofá, cosa que siempre le ponía mortalmente nervioso.

Fue en el mes de octubre de nuestro primer año en Alemania cuando me apeé del tranvía por primera vez delante de su consulta.

Entré en el patio de adoquines de una clínica del siglo XIX con altas paredes amarillas. El doctor Mitscherlich acechaba en su despacho rodeado de libros. Había alfombras orientales en el suelo. Un antiguo sofá para el psicoanálisis me amenazaba y me negué a tumbarme.

– Entonces, siéntese frente a mí -dijo el médico.

Obedecí.

Era un hombre atlético y alto, de unos sesenta años. Una cara alargada, unos ojos intensos gris-azulados, unas gafas gruesas brillando como puros rectángulos, una atención total.

Llevaba bata blanca, una corbata de punto púrpura, zapatos con suela de crepé que rechinaban cuando andaba. Su bata parecía un Engelhempd o «camisa de ángel» (como los alemanes llaman a estas prendas). De hecho, parecía angelizarle. Cuando hablé, sus ojos me pertenecían por completo.

¿Por qué había venido?

Estaba bloqueada con mi escritura, bloqueada con mi matrimonio, sentía nostalgia de Nueva York, y estaba contenta de encontrarme lejos de mi familia. Necesitaba a mi marido. Odiaba a mi marido. Me aburría con mi marido. Quería escribir. No podía escribir. Nunca podía mandar los manuscritos porque los revisaba sin parar. Sabía que no quería terminar bloqueada y resentida para siempre.

Desde la primera sesión, me tomó en serio y tomó en serio mis poemas, incluso antes de tener motivos para hacerlo.

Pronto me tumbé en el sofá, desde el que distinguía los títulos de los libros en inglés, alemán, húngaro, checo, francés, italiano, español. Yo recordaba mis sueños y los relataba. Vagando de los sueños a los recuerdos, a mi vida en Heidelberg, sencillamente «conté el desgraciado Presente para rememorar el Pasado», hasta que antes o después «éste vaciló en el verso donde / mucho antes habían empezado las acusaciones» -según Auden describe el proceso de su poema sobre Freud-. Tenía una espina clavada en la garganta, me aguijoneaba el corazón hasta que dije cuál era el dolor.

El psicoanálisis implica una rendición, y ¿quién se quiere rendir? Nadie. Luchamos hasta que no tenemos otra opción, hasta que el dolor es tan grande que debemos rendirnos. El ego quiere fuerza bruta. El ego prefiere la muerte a la rendición. Pero la vida no deja de reafirmarse. Tropezamos contra las mismas piedras repetidamente hasta que un día, después de un desenmarañamiento trivial, el suelo parece lo suficientemente despejado para que podamos caminar sobre él sin dar traspiés.

Y así iba la cosa, un lunes tras otro lunes, un martes tras otro martes, un miércoles tras otro miércoles, un jueves tras otro jueves, un viernes tras otro viernes. Se hacía más fácil durante un tiempo, luego se volvía más duro. Se hacía aburrido, luego soportable, luego nuevamente imposible. Continuábamos como si avanzáramos por una novela que hemos llegado a odiar. Sólo la disciplina para poder terminarla nos empuja a seguir. Y en un punto cercano al final, la luz vuelve a brillar, como por un triforio.

El triforio que el doctor Mitscherlich tenía en su consulta de Heidelberg sigue siendo, para mí, la mejor imagen de cómo empezó el psicoanálisis a arrojar un poco de luz sobre mi dolor. Se iban sucediendo los días grises, uno tras otro. Llovía sin cesar, como siempre llueve en Alemania. Y un día, de pronto, vi penetrar los rayos del sol.

Al terminar mi primer año de psicoanálisis, el doctor Mitscherlich trasladó su consulta a Frankfurt. Desde mi triste apartamento del Ejército, estaba a un cuarto de hora de coche de la Heidelberg Bahnhof, una hora de tren hasta Frankfurt, veinte minutos de tranvía hasta el Instituto Sigmund Freud.

Pocas veces me perdí una sesión.

Salía de casa a las siete y veinte, llegaba a la estación de Heidelberg a las siete treinta y cinco, aparcaba mi viejo Volkswagen Escarabajo (o «Beatle», como le llamaba yo), tomaba el tren de las siete cincuenta a Frankfurt/Darmstadt, llegaba a la Frankfurt Bahnhof a las ocho cincuenta y dos, esperaba hasta las siete y nueve por el tranvía (hiciera el tiempo que hiciera), luego recorría andando varias manzanas de casas y estaba en la sala de espera del doctor del Instituto a las nueve cuarenta. Mi sesión empezaba a las diez en punto.

Jamás he tenido que hacer cosas tan complicadas y persistir en ellas, excepto en cuestiones amorosas.

Supongo que de eso se trataba.

Había dejado de llamar nazi al doctor M., pues me había enterado de que sus silencios ocultaban su fama de antinazi, escritor, investigador de las condiciones que hicieron surgir el nazismo. Sociedad sin padre, era una expresión suya. Se había hecho famoso por sus estudios sobre las causas ocultas del nazismo. Era una estrella y yo no me había enterado. Más importante aún, él siempre me trató como a una estrella mucho antes de que yo lo fuera. Su creencia en mí fue lo que hizo posible toda mi vida creadora.

Cuatro días a la semana emprendía el mismo viaje de vuelta, corriendo para alcanzar el tren de las doce y pico, y llegando a mi apartamento de Heidelberg hacia la una y media o dos.

Tenía que comprar la comida, me quedaban tres horas para escribir, luego preparar la cena. Por la noche había fiestas con los oficiales y sus Frauen a las que teníamos que asistir. El viaje a Frankfurt nunca me pareció que no mereciera la pena. Sólo en dos ocasiones no me atuve al horario previsto y perdí el tren. En las dos ocasiones estaba en el andén, viendo cómo se alejaba el tren.

El tren se convirtió en mi vida. En él leía, tomaba notas, garabateaba poemas y relatos. El balanceo me tranquilizaba y surgían fantasías eróticas. Tomaba nota de ellas, las convertía en fábulas, las exploraba con el psicoanalista.

Miedo a volar en cierto modo surgió de esos trayectos en tren. En el tren una puede fantasear que el hombre de enfrente se quitará las gafas de cristales tan gruesos, se desnudará y hará apasionadamente el amor contigo en un túnel interminable, y luego desaparecerá como un vampiro con la luz del sol. El tren hace que te balancees atrás y adelante en tus sueños más excitantes, une la humedad de dentro y fuera. He llegado a correrme en los trenes sin tocarme. Sólo es una cuestión de concentración. Ese él (o ella) imposible te penetra. La fantasía se impone. El tiempo se detiene mientras el tren se balancea. De repente tengo el regazo lleno de estrellas.

Al cabo de tres años, me despedí del doctor M., prometiendo escribir. Y lo hice: cartas, poemas, novelas.

Él me había enseñado cómo. Me había enseñado a encontrar el valor para hundirme en mí misma. El inconsciente está lleno de tinieblas, figuras edípicas, leyendas rotas, cuentos a medio contar. Una escala poco fija con los peldaños podridos se hunde en él. Otra escala dorada te puede llevar a las estrellas. Pero antes una debe encontrarse a sí misma en la oscuridad. Si no te conoces a ti misma, ¿cómo vas a poder encontrar nada?

«¿Cómo voy a recibir la semilla de la libertad -se pregunta Thomas Merton- si estoy enamorado de la esclavitud, y cómo voy a abrigar el deseo de Dios si estoy lleno de otro deseo que se le opone? Dios no puede plantar en mí su libertad porque estoy preso y ni siquiera deseo estar libre.»

El viaje psicoanalítico por lo menos me había hecho desear ser libre.

«La única auténtica alegría de la tierra es huir de la prisión del propio y falso yo…» -de nuevo Merton. Describía la búsqueda de la vida contemplativa. Pero la escritura también requiere la vida contemplativa.

Al psicoanálisis se le tacha hoy de elitista, sexista e indulgente. Yo no estoy de acuerdo. ¿Cómo puedes quererte a ti misma en cuanto mujer si te estás enfrentando a una pared con navajas? ¿Y cómo puedes querer a tu hermana si crees que esas navajas están hechas de acero en lugar de con tu propio miedo? En cuanto mujeres, necesitamos conocernos a nosotras mismas más que nunca. Necesitamos las verdades del inconsciente más de lo que las necesitaron nuestras madres y abuelas. El cinismo y la desesperación nos seducen. Tenemos miedo a aceptar el amor. Preferimos «el corrupto lujo de sabernos perdidos» (como lo llama Thomas Merton).

El psicoanálisis puede resquebrajar la desesperación. Puede ser tanto una oración como una meditación. Pero requiere un intenso deseo de cambio.

Cuando me fui de Alemania, ya escribía con facilidad. Todavía me autoflagelaba, pero no hasta el punto de paralizarme. Todavía estaba atrapada en mi desesperación, pero por lo menos sabía que mi desesperación era una lucha por cambiar.

Volví a Estados Unidos con mis manuscritos. Y volví delgada de verdad. Este no había sido el objetivo del psicoanálisis, pero de pronto tenía menos cosas que ocultar.

A los veintisiete años había decidido ser escritora. Pensaba que era vieja comparada con Neruda, que publicó a los diecinueve años; vieja comparada con Edna St Vincent Millay, que escribió Kenascence también a los diecinueve; vieja comparada con Margaret Mead, que ya era mundialmente famosa a los veintisiete. Conque me concedí hasta los treinta años para lograrlo, creyendo que una vez que el libro de poemas se publicara, por una vez, sería feliz. La esperanza era el combustible de mi reactor.

¿Cómo podía saber yo que un escritor que publica raramente es la criatura viva más feliz? «Uñas que crecen hacia dentro», nos llamó Henry Miller. Estamos sentados y empollamos como una gallina durante años, sacándonos poco a poco pelusillas del ombligo, sólo para experimentar el anticlímax, la publicación, que muchas veces confirma nuestros peores miedos, llevando a la letra impresa cosas que sólo nuestros más acérrimos enemigos dirían de nosotros.

Para una mujer, la profesión es doblemente precaria. Antes o después, las mujeres escritoras se encuentran con el problema de que una mujer que esgrime la pluma siempre es alguien marginal.

Las mujeres que escriben se espera que sean las guías a través de los pantanos del amor heterosexual. Se nos permite ser novelistas pop (mimadas por los del dinero que dirigen las empresas), pero despreciadas por la muchedumbre de críticos literarios como husmeadoras de basureros. Se nos permite escribir fábulas carnales que puedan usar como calmantes las otras mujeres, bromuro que las tranquilice con su terrible papel. Cuando no hacemos eso, sino que encima nos dedicamos a la sátira o a la creación de mundos imaginarios perversos, nos echan la culpa, no por nuestros libros sino por nuestra imperfecta condición de mujeres, dado que la condición de mujer, por definición, es un defecto.

¿Y por qué? Pues porque no es la condición masculina.

Pero ¿qué habría sido de mi vida si yo hubiera nacido hombre? Mi marido trata de convencerme de que, dada mi familia, me habrían obligado a dedicarme al negocio de tchotchke y nunca me habría hecho escritora.

– Conseguiste escapar por haber nacido mujer -dice-. Si hubieras sido hijo, habrías pasado la vida vendiendo regalos.

Puede que tenga razón, pero yo veo otra imagen. Me veo con el título que se confiere automáticamente al creador varón: a un hombre que escribe no se le considera automáticamente un usurpador.

Un escritor varón sin duda tiene que encontrar su voz, pero ¿también tiene que convencer primero al mundo de que tiene derecho a encontrar su voz? Una mujer que escriba no sólo tiene que inventar la rueda, además debe plantar al árbol y talarlo, serrarlo en redondo y aprender a hacer que ruede. Luego debe abrirse un camino propio (imponiéndose a los chillidos de los que aconsejan sin que nadie lo pida).

Incluso hoy, cuando por cada tres libros de hombres se hace la crítica a uno de una mujer, se considera inadecuado mencionar los porcentajes. No es caballeroso recordar algo así, pero sin nuestra obstinada falta de caballerosidad seguiríamos siendo una por cada doce.

Siempre me identifiqué con los héroes masculinos de los libros de mi infancia lectora, por lo que finalmente traté de escribir novelas picarescas para mujeres. Al principio lo hice inconscientemente (Miedo a volar, Cómo salvar la propia vida). Después lo hice deliberadamente, burlándome de la propia forma de la picaresca en Fanny, la auténtica historia de las aventuras de Fanny Hackabout-Jones. La pregunta de Virginia Woolf: «¿Qué pasaría si Shakespeare tuviera una hermana?», me llevó a preguntarme: ¿Y si Tom Jones hubiera sido mujer?, y aplicarlo a mi amor por el siglo XVIII, a mi investigación del destino de una mujer del siglo XVIII.

Por entonces ya sabía que estaba adaptando conscientemente una forma heroica masculina a la vida nada heroica de una mujer. En eso residía lo divertido.

A las mujeres se les permiten pocas historias heroicas. Los arquetipos de diosa lunar o de loba sólo se han revivido recientemente. Bajo el patriarcado, las historias de mujeres han terminado inevitablemente en matrimonio o muerte. Todas las demás alternativas se consideraban inadecuadas.

Como escritora novata en Heidelberg, me abrumaban estas limitaciones y decidí escribir mi primera novela desde un punto de vista masculino. Fui tan lejos en ello como me pudo llevar mi imitación de las palabras de Nabokov.

No muy lejos, la verdad. Pues como yo no podía saber lo que sentía físicamente un hombre, me interrumpí, dejando el libro sin terminar.

Hoy a lo mejor podría escribir desde el punto de vista de un hombre. He vivido con suficientes hombres como para saber lo que sienten igual que si yo lo sintiera desde dentro. Pero ahora también sé lo mucho que necesitan las mujeres que se cuenten sus propias historias.

Todo escritor, dijo alguien, es hombre o mujer. Pero para un hombre existe un molde que romper o que seguir; para una mujer hay un vacío que hace señas. Los escritores normalmente construyen sobre los cimientos de otro. Pienso en Biblos, en Split, en Estambul. Los restos de una civilización se convierten en la arquitectura de otra. Las mujeres que escriben siempre han echado mucho en falta esos ricos restos creativos. Condenadas a empezar siempre desde el principio, hemos iniciado los registros de nuestra civilización a trompicones. A nuestras matriarcas las han hecho invisibles, a nuestros mitos los han dejado de lado. Parece como sí siempre estuviéramos oyendo a los escritores varones famosos diciéndonos lo que no somos.

En estos últimos años hemos inventado algunas formas nuevas y desenterrado algunas viejas tradiciones. Pero nuestro permiso para ser creadoras es tan desacostumbrado que tendemos a no ser generosas entre nosotras. Preferimos denunciarnos entre nosotras que denunciar a los gurús que se nos imponen como rivales.

Como feministas, le pedimos a la literatura que haga más de lo que la literatura puede hacer: la revolución, enterrar a los muertos, erigir estatuas a nuestras heroínas favoritas. Ése no parece el medio más adecuado para estimular una literatura que sea reflejo de la vida. La vida es un lío mayor que la política, y menos predecible. La vida es simplemente lo que pasó cerca y a alguien. Al pedirle a la vida que sea tan decididamente política, frustramos nuestra necesidad de soñar, de jugar, de inventar.

En nombre del feminismo, algunas de nosotras hemos prohibido que las mujeres sean creadoras traviesas. Nuestras pioneras -Mary Wollstonecraft, Mary Shelley, Jane Austen, Emily Dickinson, las Brontc, George Sand, Colette, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Doris Lessing- se horrorizarían al vernos suprimir el juego y la libertad de nuestro arte. El juego es la fuente última de la libertad. Si nos convertimos en artistas políticas, deberíamos haber nacido en la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, o la Unión Soviética de Stalin. Feministas por encima de todo, debemos luchar por la libertad de expresión, porque en caso contrario seríamos condenadas al silencio, con la «decencia» como excusa.

Pero yo no sabía casi nada de todo esto cuando en 1971 se publicó Frutas y verduras. Apareció la misma primavera que la edición norteamericana de La mujer eunuco, de Germaine Greer. Con el nuevo estallido del feminismo en el aire, fue cálidamente recibido. Para un libro de poemas, no hay más.

Mi editor organizó una fiesta en un agradable puesto de frutas y verduras, un local que se llamaba Winter's Market, en la Tercera Avenida. Las grandes cajas de fruta llegaban a la acera. Las naranjas y limones brillaban al sol.

Yo llevaba puestos unos hotpants de encaje púrpura y una blusa a juego con bolsillos estratégicamente colocados encima de los pezones. Unas gafas púrpura de abuela y zapatos púrpura. Esperaba parecer inadecuadamente adecuada, como era de rigueur en 1971.

Los poetas y los editores se apiñaban, tomando ensaladas de fruta y soltándose ingeniosidades unos a otros.

Me senté en una caja de naranjas leyendo un poema sobre una cebolla:


Estoy pensando de nuevo en la cebolla, con sus dos bocas en O, como los agujeros muy abiertos de nadie. Al pelar la piel de fuera, de un castaño rosáceo, se revela una esfera verdosa, calva como un planeta muerto, lisa como el cristal, y un olor casi animal. Considero su habilidad para arrancar las lágrimas, su capacidad para examinarse a sí misma, para abrirse, capa a capa, en busca de su corazón que sólo es otra región de su piel, aunque más profunda y verde. Recuerdo a Peer Gynt. Considero su a veces doble corazón…


Los ruidos de la fiesta apagaban mis palabras. Karen Mender, la joven y guapa asistente que había organizado la fiesta, asombrosamente había conseguido que viniera un equipo de las noticias de la noche. (Un día tranquilo en Vietnam, supongo.)

Me grabaron en vídeo sentada en la caja de naranjas, soltando versos inaudibles sobre las cebollas. Se centraron en mis muslos. También en mis sandalias de tacón tan alto.

– Esto sólo podría pasar en Nueva York -dijo el locutor-, la presentación de un libro en un mercado de frutas y verduras.

– ¿Qué piensa usted de la poesía? -le preguntó un periodista al carnicero.

Este mordió un enorme puro y dijo:

– Sinceramente, prefiero la carne.

¿Y eso por qué? -preguntó el periodista, pinchándole.

– La fruta está bien, pero no puede con un buen filete.

La carne siempre tiene la última palabra.

Las noticias de la noche dieron la fiesta dos veces, sin mencionar el título del libro, el nombre del editor o el de la autora.

En cualquier caso, los poemas salieron al mundo, volviendo con buenas noticias. Empecé a recibir cartas, invitaciones, críticas, polaroids de hombres desnudos, cestas de fruta, de cebollas, de berenjenas. Me propusieron lecturas de poemas, me ofrecieron premios de poesía. Revistas de poca circulación que anteriormente me habían despreciado, ahora me invitaban a publicar. Me pidieron que enseñara poesía en mi santuario, el «Y» de la calle 92.

Mis alumnos y yo nos reuníamos en torno a la mesa del comedor del apartamento del West Side que compartía con Allan Jong. Se iniciaban poemas, se reescribían poemas, florecían aventuras amorosas, morían matrimonios. Mis alumnos me enseñaron cosas de la poesía y la vida.

Reuní mis nuevos poemas en un volumen titulado Medias vidas.

– ¿Dónde está la novela? -preguntaba Aaron.

– En marcha -juraba yo. Pero seguía dándole vueltas a El hombre que mataba poetas y sabía que no le podía enseñar eso. (Finalmente me hizo un gran favor al rechazarla, animándome a escribir una novela con la voz que había encontrado en los poemas.)

En julio de 1971, Allan y yo asistimos al Congreso Psicoanalítico de Viena, el primero que se celebraba en Viena desde que Freud había huido de los nazis en 1939. Asistiría Anna Freud, y lo mismo harían Bruno Bettelheim, Erik Erikson y Alexander Mitscherlich.

Apareció un guapo loquero inglés con collares y ropa hindú. Me enamoré de él.

Se iba a convertir en la musa de mi primera novela.

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