La vida picaresca

Para cualquier escritora, la más inefable de todas las verdades sobre sí misma es la historia interior, la historia que escribe sin saber por qué, la historia automática, instintiva, con la que el inconsciente la alimenta intravenosamente. Mi historia es picaresca.

Averigüé esto después de haber escrito seis novelas, todas ellas novelas de un camino u otro (el camino a Viena y vuelta, a California y vuelta, al Londres del siglo XVIII y vuelta, al divorcio y vuelta, etcétera). En cada una de ellas, una atribulada heroína que sonríe triunfa sobre la adversidad después de encontrar muchos problemas y enredos, hijoputas y malos chicos, en el camino de la vida.

Nacida en una familia ruso-judía melancólica, hiperintelectual, fóbica, paranoica, yo necesitaba un relato semejante. Y un final semejante. Y lo mismo mis lectores.

En la edad madura, me aferraba a la memoria porque necesitaba entenderme a mí misma antes de que fuera demasiado tarde. ¿Y qué mejor modo de entenderse a una misma que contemplar los mitos con los que has vivido?

Mi generación creció con un mito impuesto: el mito de al final vivieron felices; lo que siempre implica a un hombre: un príncipe que viene algún día. Si nosotras escribimos de este mito o de su opuesto -no hay príncipe, y aunque lo haya, nunca llega, y aunque llegue, nunca lo encuentras-, todavía seguimos considerando nuestras vidas en términos de este mito. Pro-príncipe o anti-príncipe, los términos del debate estaban definidos, y no por nosotras. Tratábamos de escribir sobre otros mitos -un día mi princesa vendrá o yo soy mi propia princesa-, pero todos se derivaban del mismo. El armazón del argumento era el mismo. Estábamos reaccionando, no creando. No habíamos expandido los términos en los que considerábamos nuestras vidas.

¿Hay sólo un relato? ¿El príncipe viene o no viene? ¿La princesa reemplaza al príncipe? ¿La soledad reemplaza a los dos?

¿No podemos encontrar un relato que no tenga nada que ver con eso, un relato en el que ni la relación ni la renuncia a la relación sea lo único que importa?

Aparentemente no. Nuestros escritores y filósofos desbrozan ese terreno y surgen con nuevas versiones, no con mitos nuevos.

Ni siquiera las que hacen hipótesis sobre las mujeres mayores añaden nuevas sugerencias a este viejo tema. Gail Sheehy dijo: «una todavía puede atraer a los hombres después de la menopausia». Germaine Greer dijo: «En cualquier caso, ¿a quién le apetece?». Pero la relación seguía siendo el asunto. Hasta Gloria Steinem admitió que no podía vivir sólo para el Movimiento. Y Betty Friedan dijo que aunque la vejez era estupenda, ella no renunciaba a bailar. A las mujeres que han renunciado a los hombres, en cualquier caso, siempre les han gustado más las mujeres, o encontraban más cariño en ellas, sin darse cuenta de que, después de los cincuenta años, hay más cariño en todas partes; y hasta las relaciones con los hombres, si puedes encontrar una, son mejores.

Puede que, al dejar que mi inconsciente me dictara un modelo picaresco, yo estuviera buscando una vida de mujer tan heroica y esplendorosa como la vida de un héroe a la antigua usanza (ni siquiera los hombres llevan ese tipo de vida hoy), pero mis heroínas también se atascaban en las relaciones. Isadora se entera de la vida después de que la abandone un hijoputa sin corazón; Fanny se entera del heroísmo al rescatar a su hija; y Leila deja de beber al hacer que deje de beber su novio imposible.

¿Dónde está la mujer que empieza desde el principio por ella misma, que no se limita a reaccionar, que vive su vida en razón de un ideal al margen de la relación? ¿Podemos llegar a imaginar a una mujer así? Y si la imagináramos, ¿se identificarían las lectoras con ella?

El verano pasado me encontré reviviendo mi vida picaresca, pero esta vez con una diferencia.

Mi hija y yo habíamos alquilado, sin haberla visto, una casa en una colina con olivos y cipreses, en la Toscana, cerca de Lucca. Iríamos a fines de julio, después de quince días en que di clases en Salzburgo y varios días en Venecia, Milán y Portofino. Dos de las amigas de Molly se nos unirían, luego Margaret, entonces mi mejor amiga. Mi marido llegaría más tarde, y finalmente otros amigos.

Habíamos alquilado la casa cerca de Lucca, no Venecia (donde yo había pasado varios años), porque nuestros amigos Ken y Barbara Follett habían alquilado una allí el año anterior y nos habían invitado a pasar un tiempo en su gran villa. Nunca se movían en agosto sin sus hijos, ahijados, sobrinos, cuñadas y cuñados, e hijos de amigos. También les acompañaban personas como Neil y Glenys Kinnock, dispuestos a tomar pasta y vino, y a montar polémicas,

Adorábamos la suavidad del paisaje campestre y el hecho de que el lugar todavía no era un museo en ruinas como Venecia. También nos gustaba el hecho de que Molly, mi hija única, estaba con una multitud de chicos y chicas. Queríamos a Ken y Barbara, que no sólo son listos y con talento, sino extremadamente amables y leales.

Con calor, y por una carretera polvorienta, en una furgoneta Opel alquilada a la que le fallaba el cambio y tenía unos frenos así así, Molly y yo habíamos hecho el camino hacia Lucca. Habíamos pasado un par de días con los Follett en su alquilado esplendor de un pueblo cercano. Habíamos recogido a Margaret y todo su equipaje en el aeropuerto de Pisa, y ahora nos dirigíamos a nuestra granja toscana con expectativas mayores que las expectativas de matrimonio de Miss Havisham. (Hoy seguramente se llamaría Ms. Havisham y estaría en un programa de desintoxicación en doce etapas para curarse de la codependencia.)

Desde la hermosa ciudad amurallada, nos dirigimos al norte por una vieja carretera y nos pusimos a contar aldeas y viñedos, bodegas de vino y granjas.

Doblamos a la derecha por una carretera que bajaba haciendo curvas junto a un río seco (un insignificante afluente del Arno o el Po, que se llamaba Serchio), e iniciamos la subida por una carretera de barro llena de rodadas, y pronto nos metimos en una zanja. La furgoneta Opel se detuvo, arrancó de nuevo, se paró definitivamente con un ruido seco. Las tres nos apeamos, la sacamos de la zanja y nos volvimos a poner en marcha, sólo para meternos en la siguiente zanja, y en la siguiente.

Un bombero tremendamente gordo, que todavía llevaba sus botas de goma y el casco, salió corriendo de un porche y se puso a gritar con su acento toscano puro:

Questa macchina non va su quella strada.

Detrás de él, apareció la señora Bombero con la bambina, que soltaba aullidos porque la habían despertado.

Coronamos la cuesta, nos atascamos otra vez, nos apeamos del vehículo y nos fijamos en un precipicio que se abría entre los olivos, debajo de nosotros.

Quedé aterrada. Bajé marcha atrás la cuesta, choqué con una piedra. Luego me volví a meter en la ya muy conocida zanja.

El bombero, su mujer y la niña se reían.

Pero Molly insistía.

– Voy a subir la cuesta para ver lo que hay, mamá -dijo, apeándose del vehículo. Vi sus anchos hombros y su melena pelirroja desaparecer al doblar la curva de la pedregosa carretera. Desde que tuvo dos centímetros más que yo, era difícil darle órdenes.

– ¡Molly! -grité.

– ¡Tranquila, mamá! -me respondió ella, gritando, como una heroína picaresca.

Poco después bajaba la cuesta en un Land-Rover conducido por un robusto caballero, el dueño de la casa. Molly sonreía. El hombre parecía perplejo.

– Qué raro -dijo-. Nadie tiene problemas con esta cuesta. Vamos, suban.

– En la agencia donde me alquilaron la casa no dijeron que necesitábamos un jeep -dije yo, sombríamente. Ya tenía ideas de llenar documentos de protesta, pero ¿quién se atreve a presentar una demanda en Italia? Te llevaría el resto de la vida. Salté dentro del Land-Rover y subimos la cuesta llena de baches y zanjas hasta el castillo del inglés de la cima.

Era una resplandeciente granja toscana con una vista celestial, all italiana. La contemplé admirada. Entonces nuestro casero bajó a rescatar a Margaret y nuestro equipaje.

– Bienvenidas -dijo la señora de la casa, cuando Molly y yo subimos con dificultad los tres tramos de escalones de pizarra hacia la casa.

Su marido pronto volvió con nuestra furgoneta alquilada, con Margaret dentro.

– Hasta con este coche, resulta fácil -dice.

– Antes no se quejó nunca nadie de la carretera -dice la mujer, con aspecto de doña Atareada con un traje de baño elástico con un dibujo de rosas. Tenía papada y una tripa tremenda que ninguna de las que más defienden la menopausia aprobaría, y mucho menos Lotte Berk y sus anórexicas a la última del East Side. Pero se sentía cómoda consigo misma.

Me dirijo a la casa para tomar posesión de lo que había alquilado con mi pasta.

– No entre -dice la señora-. En mi cocina no entre hasta que la muchacha haya pasado la fregona.

Su marido me detuvo con un vaso de vino blanco y agua con gas, y nos sentamos y mantuvimos una agradable conversación sobre que la agencia inmobiliaria nos había estafado a las dos partes, cobrándome a mí de más (seis meses por adelantado) y no pagándoles más a ellos, pero esperaban que de todos modos nos gustara la casa.

– Muy hermosa -dije yo, y era verdad.

El señor y la señora no podrían haber sido más amables mientras nos pasamos dos horas sentados al sol, con Margaret hablando de la Reina, la Reina Madre, Lady Di, presumiendo de que era miembro de las Hijas de Escocia, describiendo con detalle la casa de una de sus tías que vivía en la región de los brezos y los tojos de las Highlands, y hablando de que su tío escocés había muerto, y de cuándo lo enterraron y dónde y de lo que tomaron después con el te.

La conversación llena muchos vacíos de la vida.

Finalmente, brindamos por el sol de Toscana, y animadas por sus uvas, estuvimos listas para examinar la casa.

– La construimos sobre una en ruinas -dijo el marido.

Y, en efecto, todavía se podía ver la crisálida de donde había surgido la mariposa. El refugio de un pastor se había convertido en el bastión de lo británico, completo con antena parabólica, MTV, CNN, estantes con vídeos y mapas de carreteras, pero pocos libros, a no ser de cocina y de reparaciones domésticas (y el estante habitual de best sellen olvidados, dejados por anteriores inquilinos). Había libros de gente famosa que lo cuenta todo, libros escritos por generales y directores generales de sanidad, novelas de estrellas de cine en decadencia, de antiguos ministros y de evangelistas televisivos (algunos todavía en activo). Pero la casa seguía más o menos igual que cuando John Mortimer la alquiló un año para escribir un libro sobre la Toscana.

– Te dije que deberías haber estudiado Alquileres durante las vacaciones de verano -soltó mi marido por teléfono desde Nueva York.

– ¿Quién es capaz de leer en Nueva York? -contraataqué yo-. Para eso hay que venir a la Toscana.

A su debido tiempo nos admitieron en el mirador más alto, con sus asombrosas vistas de todos los alrededores de la casa. Cipreses bajaban por la ladera, oscuros y como lanzas ante los frondosos castaños y los plateados olivos. Fucsias y glicinas crecían por todas partes. Las golondrinas volaban de copa en copa ante una gran extensión de un puro cielo azul. ¿Quién no se habría trasladado allí desde Londres? Era el sueño de Italia de un poeta inglés.

Las camas tenían colchones apelmazados y las almohadas estaban aparentemente hechas del mármol de Carrara local. Había cuatro dormitorios dobles, no siete como nos habían prometido, y el término «doble» era una exageración. En la casa podían dormir quince personas sólo si eran unas personas muy arriesgadas y si algunas de ellas dormían en la terraza, en la pérgola o en la piscina.

No importaba. Nos íbamos a quedar. Las amigas de Molly estaban en camino. Yo ya había pagado el total, y la pareja de ingleses necesitaba pasar el invierno con mis soldi.

– ¿No te encanta esta casa, mamá? -dice Molly, a quien de verdad le encantaba-. Es acogedora y no da miedo -dice. Recordaba el sitio que llamábamos Palazzo Erica, en Venecia, aquel piano nobile casi en ruinas, con su túnel secreto al palazzo de Piero.

El Palazzo Erica tenía una cosa fundamental que lo hacía recomendable, la cercanía del de Piero, y el diminuto estudio de la rosaleda rodeada por una cerca donde podíamos encontrarnos mientras la familia estaba oculta en el piso de arriba. Con una adolescente a remolque, nunca me volvería a arriesgar. De pronto mi adolescente me había convertido en una matrona, y no sabía si me gustaba o me molestaba. Los niños no quieren algo, lo quieren todo: el corazón, el alma, los genitales, la MTV, la CNN. (Y encima, por lo general se lo queremos dar.)

– Leí un artículo en una revista, mamá, que dice que siempre hay que hacer cambios en la disposición de los muebles de una casa alquilada. Para darle tu propia personalidad, ya sabes.

Molly se pone a quitar tapetes de debajo de cada planta, cada arreglo de flores secas, guardando todos los tapetes en los cajones del aparador.

Luego dispone unas manzanas en un estante como había visto en una revista de decoración. Después empuja la enorme y espantosa mesa del comedor hacia la pared para que me sirva de mesa de trabajo.

– Puedes escribir aquí, mamá, ¡lo sé! -dice, de pronto convertida en aliada mía, no mi saboteadora. Ella tiene asuntos de los que ocuparse: una villa llena de chicos ingleses y sudafricanos en Vorno, amigas que vienen, su padrastro que le prometió enseñarle a conducir en Italia. («Si una puede conducir en Italia, puede conducir en cualquier parte», dice orgullosamente a una amiga suya por teléfono.) Quiere que su madre escriba ya y deje de meterse en sus cosas. Se ha hecho una especialista en utilizar mis fechas topes de entrega como un modo de librarse de mí, y sin embargo contar conmigo cuando me necesita. La hija de una escritora está llena de infinitos recursos, sin duda es la mejor creación de la escritora.

Ahora Molly es la heroína picaresca, y yo soy Sancho Panza.

Está arreglando la casa para sus amigas, probándose trajes de baño para ponerse en la piscina con los chicos, pensando en el chico que conoció el año pasado en Lucca. ¿Tendrá una vida que no se centre en las relaciones? Lo dudo. Se siente alegre o triste dependiendo de las relaciones apasionadas, tiene fantasías con respecto a los chicos, quiere una casa acogedora a la que llevar a sus enamorados.

Pero recorre la carretera como cualquier heroína picaresca y puede encontrar sin vacilar aeropuertos y autostrade. Recorre los supermercados italianos en menos de una hora. Va con frecuencia a la otra villa, donde están los chicos.

Ahora ha emprendido un viaje picaresco, pero el objetivo de su búsqueda es contar con una casa nueva. Se ha llevado todos mis defectos y los ha convertido en virtudes: yo me siento perdida, ella no. Yo soy apasionada y romántica, mientras ella es pragmática y cínica; yo he vivido para escribir, mientras ella vive para vivir. Me gusta mucho más ella que yo misma.

Unos cuantos días después, he alquilado un jeep, dominado la carretera, acostumbrado a las camas, provisto a la casa de alimentos, recogido a la primera de las amigas de Molly, y estoy sentada viendo alzarse la luna llena, por detrás de los oscuros cipreses. Las hojas de los olivos se estremecen a la luz de la luna. La gata negra que dicen que es medio salvaje y tiene el rabo cortado me salta al regazo, me da un golpecito en la tripa con su hocico puntiagudo, luego apoya la cabeza para que se la acaricie, y se pone a ronronear.

Yo estoy sentada en la mesa de fuera con un cuaderno y una pluma. La luna llena parece que trata de librarse de los cipressi, y pronto se alza por encima de sus puntas y hace un lento y plateado arco en el cielo. Yo sigo sentada, embelesada, con los grillos cantando en mí oídos, mientras la luna se dirige a la colina de enfrente. Miro el reloj y noto que han pasado tres horas. No he escrito ni una línea. En Italia el tiempo siempre gasta este tipo de bromas. La carretera llena de baches y zanjas, las piedras…, quedan olvidadas cuando la luna guía mi ojo por la eternidad.

Enamorada nuevamente del paisaje, disfrutando del verde oscuro, el verde plateado, y los diferentes púrpuras de las uvas y las fresas, comprendo por qué Italia ha atraído siempre a los poetas. La muerte no es un precio demasiado alto que pagar por esta belleza. Me acuesto con la luna llena brillando en mi ventana y todos los hombres a los que he querido en mi carnet de baile soñado, invitándoles a que visiten mi cama. Echo de menos a mi marido, pero sé que es importante que pasemos unas semanas separados todos los veranos. Es un modo de recordar quiénes somos el uno sin el otro. Nos permite tener nuestras propias vidas y fantasías que no siempre coinciden.

A la mañana siguiente, estoy esperando que llegue de Nueva York mi mejor amiga. De pronto llega una llamada asustada desde el aeropuerto de Roma.

– He perdido el avión a Pisa y he alquilado un coche para ir a Lucca. El único problema es que estoy tan débil que no creo que lo pueda conseguir.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Estoy sangrando -dice ella, preocupada. Y luego sigue una explosión de estática y nos interrumpen los sádicos que se ocupan (o no se ocupan en absoluto) de la compañía de teléfonos italiana. Paseo en torno a la piscina esperando que el teléfono vuelva a sonar. Saco el teléfono junto a la piscina y lo miro fijamente, esperando que así sonará. Tomo el sol, riego los geranios. Paseo y pienso. Desde que murió el marido de Gerri, me he sentido responsable de ella, aunque no tenga modo de ponerme en contacto con ella si no vuelve a llamar. La imagino conduciendo por la autostrada bajo el sol achicharrante, aunque se sienta demasiado débil para conducir. Seguro que ha alquilado un coche barato sin aire acondicionado. Aunque estuviera enferma, nadie la convencería de que alquilara una limusina con conductor; Gerri presume de su autosuficiencia. El coche que ha alquilado seguro que tiene los frenos defectuosos y el cambio de velocidades en el salpicadero.

Y luego alzo la vista hacia las colinas de Toscana con sus oscuros cipressi y se apodera de mí una sensación de paz.

Y respiro profundamente y me pongo a tomar notas en el cuaderno de todo lo que recuerdo de mis años de amistad con Gerri.


Nos consideramos una a otra grandes amigas. Es como si tuviéramos doce años, pero extrañamente no los tenemos. Compartimos las enfermedades, los bultos en el pecho, los miedos neuróticos sobre los hijos; los miedos auténticos sobre los hijos. Nos contamos secretos tremendos sobre nuestros maridos, ex maridos, maridos muertos. Sabemos el tamaño de su polla y cuánto dinero ganan y si son/eran divertidos o aburridos en la cama y si roncan/roncaban, van/iban de putas, y si nos recuerdan/recordaban a nuestros abuelos, padres, tíos o hermanos que llevan largo tiempo muertos/todavía están vivos.

Yo no tengo hermanos. Ella tuvo dos. Uno, divertido y guapo, murió de sida. Y la eligieron a ella para que le ayudara a morir. Su hermano mayor todavía vive. Gerri es la hija mediana, como yo.

Pero yo tuve dos hermanas que muchas veces me envidiaban, y ella siempre fue mi hermana preferida, que sabía que yo también tenía problemas. Había con todo cierta rivalidad, pero raramente salía a relucir. No es que nos gritáramos y peleáramos y nos dijéramos cosas terribles una a la otra. En diecisiete años, se llegan a decir cosas espantosas. Pero la otra siempre surge detrás de los gritos. No soy capaz de decir cómo sabemos eso. No siempre lo puedo hacer con mis hermanas de verdad. Aunque últimamente, empujadas por nuestro sentido de la mortalidad propio de la edad madura, estamos tendiendo puentes nuevos unas hacia otras.

Gerri y yo nos conocimos un domingo por la tarde de los años setenta. Yo llevaba un traje de baño color marfil hecho de ganchillo, con más agujeros que mallas, y ella llevaba un traje de baño de competición, probablemente Speedo. (Es aficionada a los deportes, y yo no. Es incapaz de creer que la mire con expresión de desconocimiento cuando menciona a jugadores famosos. Toda su familia es muy aficionada a los deportes. Cuando no están lanzando pelotas o viendo lanzar pelotas a otras personas, realizan inversiones: un mundo que me desconcierta tanto como los deportes.)

Cuando conocí a Gerri, las primeras cosas en las que me fijé fueron sus enormes ojos brillantes verdigrises, su rizado pelo castaño rojizo que le rodeaba la cara como un halo de cobre, sus pómulos altos, su gran boca que parecía una apetecible ciruela.

En muchas cosas éramos opuestas. Ella tenía tres hijos, y yo entonces no tenía ninguno. Gerri siempre había querido ser madre y quedó muy sorprendida cuando la maternidad dejó de ser una ocupación a tiempo completo. Yo nunca había querido ser madre, pero creí que era estupendo, como ella decía. Tenía facilidad de palabra y era lista, pero no sentía la necesidad de poner las cosas por escrito. Era una atleta y yo una persona sedentaria. Casi no podía creer que fuera judía. Esquiaba como una blanca, anglosajona y protestante.

Muy pronto descubrimos que casi teníamos la misma edad, que las dos habíamos seguido los mismos cursos de verano en Florencia, que a las dos nos encantaba Italia, los chistes verdes y tomar vodka con zumo de naranja las noches de verano junto a la piscina. Nadábamos en piscinas de vodka como el nadador de John Cheever. Vivíamos en la misma calle de Connecticut (donde yo pasaba todo el tiempo en aquella época). Por entonces, ella sólo iba a Connecticut los fines de semana.

Yo vivía con Jon y nuestra relación iba por entonces maravillosamente. Todavía no hablábamos de casarnos. Escribíamos el día entero en casa, hacíamos yoga, y nos ocupábamos de nuestros dos perros y uno del otro. Gerri estaba casada con David, un fortachón atractivo con unos músculos como el David de Miguel Ángel, ojos verdes (uno de ellos estrábico), y tenía tres hijos fabulosos: una chica atlética (y poética) que se llamaba Jen, y dos divertidos chicos que se llamaban Andy y Bob. Eran los chicos mejores que había conocido nunca: revoltosos, encantadores, listos.

Nos adoptamos una a la otra de inmediato.

Como consideraba que mi amiga era una especialista en maternidad, le pregunté si debería tener un hijo. (Por supuesto que ya conocía la respuesta. En caso contrario, nunca pedimos consejo.)

Ella dijo sin dudar:

– Nunca lo lamentarás.

De modo que fue la madrina de Molly signifique eso lo que signifique. (Creo que significa que es alguien en quien se puede confiar.)

Cuando yo estaba embarazada de Molly, al verano siguiente, Gerri me ayudó a hacer que mi embarazo fuera una prolongada celebración. Recuerdo días junto a la piscina, con nuestras familias alrededor, y noches en mi jacuzzi, cuando los cuatro lanzábamos miradas de reojo a los cuerpos desnudos de los otros y decidíamos que nuestra amistad era más importante.

Cuando nació Molly, Gerri y yo nos sentimos todavía más unidas. Entendí lo que le había pasado en lo que ella consideraba que eran los mejores días de su vida. Por entonces yo sentía terror por tener que cuidar a una recién nacida. Trataba de imaginar que yo era Gerri, pero no lo era. No siempre podía ofrecer esa gran concentración que exigen los niños, pero por lo menos tenía un modelo de alguien que sí lo había hecho.

Mi propia mente estaba crónicamente dividida. Cuando le cantaba a mi niña, oía los cantos de sirena de mi libro. Cuando estaba enfrascada en mi libro, echaba de menos a mi hija.

Desde el comienzo, Gerri y yo respetamos los talentos que nos gustaban de la otra. A ella le gustaban los libros y le hubiera gustado hacerlos. Yo le leía capítulos de Fanny y ella me animaba a seguir. Más tarde, invirtió el dinero que me proporcionó para realizar la versión musical. Siempre que mi obra estaba en peligro, Gerri estaba allí para salvarla.

Me gustaban los niños y adopté a los suyos.

Me divorcié; ella nunca lo hizo. Cumplió cincuenta años la primera. Perdió a un hermano primero, a su padre primero. Me atendió durante el divorcio. Yo la atendía durante sus aflicciones, llorando con ella durante años, después de que sus demás amigas creyeran que ya no lloraba.

Pasé temporadas terribles con algunos hombres y ella siempre estaba allí. Después de la muerte de su marido, era la única persona, aparte de Molly y Ken, que podía interrumpirme cuando estaba escribiendo.

Gerri sentía que la muerte la acechaba. Yo sentía que me acechaban los problemas y la soledad. A veces la soledad, al menos en parte, era cuestión mía, pero no podía decir lo mismo de la suya. Yo necesitaba la soledad tanto como ella la aborrecía y temía. A veces yo me libraba de los hombres para poder escribir. Pero ella se aferró a su matrimonio, haciendo que fuera bien aunque tenía muchas posibilidades de ir mal.

Compartimos psicoanalista, una elegante madre sustitutoria llena de intuiciones; tenía los pies pequeños y llevaba unos vestidos sueltos como si fuera una pitonisa de Delfos. Era la suma sacerdotisa de la autoestima y del matrimonio. También sentía aversión a decirles adiós a sus pacientes.

Con su cuerpo de Botero y sus pequeñas piernas y pies, su hermosa y serena cara, lloraba cuando le contabas historias tristes sobre tu vida, conocías a un hombre especial, o conseguías algo.

– Estoy tan orgullosa de ti -decía. Era la madre bondadosa que nadie creyó que tendría. Era perfecta en todo pero te dejaba en paz.

¿Quién, en cualquier caso, puede ser por completo la madre que se necesita? Y con tu propio hijo, te encuentras haciendo aquellas cosas terribles que hicieron tus padres. A veces me encuentro gritándole a Molly con la voz de mi madre.

– Pareces la abuela -dice ella-. Eso es maltratar a los niños. Me marcho.

¿De verdad le dije que debería estarme agradecida porque estudia y los niños de Bosnia no pueden ir al colegio? ¿De verdad le dije que Benetton, Gap y Calvin Klein no eran destinos espirituales? ¿De verdad le dije que cuando yo tenía quince años no me dejaron comprar maquillaje? ¿De verdad le dije que era una consentida?

Aparentemente lo decía. La expresión «maltrato a los niños» no existía en mi época. Tampoco «violación por parte de un conocido», «superviviente a un incesto» y «políticamente correcto». ¿Cómo nos las arreglamos con «olvido freudiano», «hacérselo» y «fijación materna»? ¿Cómo me las arreglé para que mi madre dejara de gritarme alguna vez sin la expresión «maltrato a los niños»?

Gerri y yo teníamos unas madres parecidas: otra cosa que nos unía. Las dos eran unas criaturas cariñosas, pero impredecibles, de genio fuerte. Las dos podían desaparecer de repente. Y volver igual de repente. Las dos tuvimos que aprender a vivir con ellas. Como las dos éramos las hijas del medio, tuvimos que encontrar un puesto dentro de la constelación familiar siendo los payasos de la familia. Y ninguna de las dos ha olvidado el papel de «Ridi, Pagliacrlo». Y las dos nos reímos para disimular las penas.

¿Y qué es la risa, en cualquier caso? Un cambio del ángulo de visión. Por eso se quiere a una amiga: por su capacidad para cambiarte el ángulo de visión, hacer que te sientas bien cuando te sientes mal, recordarte que eres fuerte cuando te sientes débil. Y para decir la verdad, pero sin malicia. La sinceridad cariñosa es el secreto de la amistad.

Nuestra amistad empezó durante los largos y verdes veranos de Connecticut y floreció como una planta sana. Yo me consideraba sólo una madre pasable (a pesar del hecho de que gané algo que se llamaba el Premio a la Mejor Madre del Año, que concedía la Federación de Floristas, en 1982). Pero Gerri era una de las grandes madres de todos los tiempos. Me llenaba de asombro el ver cómo le hablaba a un niño pequeño. Al principio yo era tetrapléjica con Molly. Tenía miedo de que la clave del misterio de la maternidad me estuviera negada para siempre. Molly era una bebé robusta, pero yo siempre estaba segura de que se iba a atragantar con un trozo de pan o de que se iba a dar un golpe fatal. Hacia los once meses, volcó su pollera y cayó por una escalera dándose un golpe en la cabeza. Dominada por el pánico, llamé al pediatra.

– ¿Tiene pérdidas de memoria? -preguntó el pediatra.

Olvidando que Molly tenía menos de un año, me dispuse a hacerle preguntas. ¿Recordaba el trauma de nacimiento o padecía muerte cerebral? Lloraba más. Luego se animó y empezó a reír.

– ¿Cómo me puedo enterar de si tiene pérdidas de memoria? -pregunté al médico.

– Haciendo que cuente al revés.

– No sabe contar ni al derecho.

– Oh, ¿de quién se trata?

– De Molly… Molly-Jong-Fast.

– Ah, sí, la pelirroja. Estoy seguro de que se encuentra perfectamente.

¿Cómo podía yo ser madre y escribir? Siempre estaba segura de que no podría. En el mismo momento en que dejara de mirar a la niña, ésta moriría. Y en el mismo momento en que dejara de mirar el libro, éste moriría. Viví de ese modo la primera década de la vida de mi hija, tanto casada como divorciada. Siempre estaba segura de que me castigarían por escribir y no cuidar bien de mí hija. Cuando Jon inició su enloquecida demanda por la custodia de la niña, me dominó el pánico.

Veo la misma fantasía sobre lo que se recibe a cambio en muchas novelas de mujeres. Normalmente tiene que ver con el sexo. En Agosto es un mes maligno, la heroína de Edna O'Brien va al sur de Francia a pasar sus primeras vacaciones en años y de pronto su hijo muere. El hijo está de vacaciones con su padre, pero en las fantasías femeninas la responsabilidad es sólo de la madre. En La buena madre, de Sue Miller, emerge un arquetipo parecido. La heroína busca el placer y en consecuencia pierde a su hija. El mito está hundido profundamente en nuestras psiques. No podemos llamarlo simplemente paranoico porque somos la generación para la que muchas veces resulta verdad. Nos castigaron por nuestra independencia y éxito con demandas por la custodia de los hijos.

Medio creía que cosas normales -como diagnosticarle la temperatura a un bebé- me superaban. Sólo me habían puesto en la tierra para escribir, no para vivir, pensaba yo. El mayor regalo que me hizo Gerri fue darme el valor de plantarle cara a la vida.

Gerri se crió en New Jersey, después de todo, de modo que sabía cosas que una niña que se había criado en Manhattan nunca llegaría a saber, como conducir un coche a los dieciséis años, comprar al por mayor, y ser una madre de verdad.

– Escribir es fácil comparado con cuidar a un niño el día entero -le decía yo a Gerri, quien no pensaba lo mismo.

Poco después de conocernos, ella alquiló un pequeño despacho e iba allí todos los días con la esperanza de hacerse escritora. Yo quedé embarazada de Molly. Era el tributo de una a la otra.

Gerri nunca se convirtió en mi competidora, ni yo en la suya. Fui una madre aficionada con una sola hija, que nunca dejó de escribir un mes entero por culpa de ella. Y ya era un poco tarde para tener tres hijos. Para mí, entonces, Gerri era una carretera que yo no había tomado; era la madre tierra lo mismo que lo era mi hermana mayor. Era la prueba de que muchas mujeres divertidas, cultas, inteligentes, pueden elegir el centrar su vida en la maternidad.

Su vida equilibraba la mía. De ella aprendí que el feminismo tenía que incluir a mujeres como ella. De ella aprendí que sólo porque una mujer elija ser ama de casa, eso no significa que quiera que en el Congreso sólo haya hombres, o sólo haya hombres en el Tribunal Supremo. Mi abuela me lo podría haber enseñado, pero mi abuelo no me había enseñado a prestarle atención.

A mediados de los años setenta, cuando Gerri y yo nos hicimos amigas, el movimiento de las mujeres se encontraba en plena crisis con respecto a eso. El impetuoso entusiasmo de finales de los sesenta y primeros setenta se había esfumado de modo inevitable y había llegado el momento de que el movimiento incluyera a la mujer media con hijos, en lugar de rechazarla. El fracaso de Betty Friedan y Gloria Steinem para establecer una alianza era un síntoma del problema. Las mujeres que habían desechado la vida familiar despreciaban a las mujeres que habían abrazado la vida familiar. El impulso por tener hijos es tan fuerte que sólo se renuncia a él con grandes esfuerzos.

Mi mejor amiga se dio cuenta de todo esto mucho antes que yo.

– ¿Cómo me voy a identificar con un movimiento que dice que no tengo que tener hijos o que tengo que ser lesbiana para ser feminista?

– Estás exagerando el problema -le contestaba yo-. También formas parte de sus miembros posibles.

Pero ella se sentía excluida. Y lo mismo les pasaba a muchas mujeres. Me las encontraba en todas partes: unas feministas apasionadas que querían a los hombres y a sus hijos. Hasta que reconociéramos abiertamente los errores que había cometido el feminismo antes de la Década de la Flagelación, no conseguiríamos impedir que la flagelación se produjera otra vez.

En cuanto mujeres, todavía necesitamos práctica para establecer alianzas con otras mujeres. Todavía tendemos a ver a las demás mujeres como competidoras que se deben eliminar. Todavía actuamos como en Eva al desnudo. Las mujeres más jóvenes maquinan para reemplazar a las mayores; las mujeres mayores encuentran difícil elogiar a las más jóvenes. A los hombres les ayudan a tener éxito mentores masculinos, mientras que nosotras nos dedicamos a rebajar a las miembros de nuestro propio sexo. Ni siquiera nos permitimos admitir este sabotaje porque oficialmente no existe. Y cuanto más silencio guardamos con respecto a él, más prolonga su acción sobre nosotras.


La muerte de David. ¿Cómo me enteré de la muerte de David?

Fue en marzo, ese mes gris y húmedo con el que llega mi cumpleaños, semana santa, pascua. Normalmente en marzo, cuando los días se alargan y son más luminosos y se acerca mi cumpleaños, me siento renacer. Pero ese marzo concreto iba a tener un cielo invernal que no se iba. A mediados de mes, hablaba por teléfono con mi viejo amigo Arvin Brown, discutiendo el reparto para una representación del musical sobre mi Fanny Hackabout, cuando de repente sonó otra llamada.

– ¿Puedes esperar un momento? -preguntó Arvin.

– Claro -luego esperé durante lo que pareció mucho tiempo.

Volvió la voz de Arvin, completamente cambiada.

– Acabo de enterarme de una cosa terrible -dijo, con un tono grave, vacilante-, y ni siquiera sé si es verdad.

– ¿Qué?

– David se ha matado.

– ¿Cómo? ¿Dónde? -pregunté yo.

– Es lo único que sé -dijo Arvin.

Le dije que le volvería a llamar y llamé a Gerri a Colorado.

– ¿Qué ha pasado?

– David ha muerto -dijo, como desde un punto del cielo donde los teléfonos callan.

– David estaba…, cuando un alud… Dios santo… -dijo. Había una fatalidad en su voz, como si siempre hubiera esperado que pasase esto.

– ¡Dios santo! -exclamó Arvin cuando le volví a llamar-. ¡Dios santo! -dijo otra vez, como esperando que le dijeran que no era verdad.

Arvin era el mejor amigo de David y sabiéndolo, unos conocidos que tenían a otro amigo en la misma estación de esquí, le habían llamado para darle la terrible noticia. La noticia cruzaba el país por medio de la fibra óptica.

Una tragedia se difunde entre un grupo de amigos como un veneno echado en el depósito de agua. En cierto modo, todo el mundo lo sabe. El depósito está envenenado. Las llamadas llegan desde todas partes, primero informando, luego verificando la información, luego compartiendo el dolor. Todos tiemblan con el viento de la mortalidad. Es el momento del gran escalofrío. El hermoso David está muerto.

Todos teníamos más o menos la misma edad que David. Nunca creíamos que viviríamos más que él. David era sólido como una roca, decidido, con un cuerpo perfecto. David debería de habernos enterrado a todos. Ahora ya no tenía ni cuerpo.

Era desconcertante, increíble. El hecho no se abría paso del todo en la mente de nadie.

Día a día, el rompecabezas empezó a encajar. Pero seguía estando más allá de nuestra comprensión. Las casualidades se iban ensartando.

David realizó un último descenso por la ladera de nieve virgen. Estaba demasiado cansado para cargar con la mochila, de modo que se la pasó a otro esquiador, que seguía vivo. El suelo vibró, pero no se oyó nada. El guía gritó: ¡Desprendimiento!, pero los primeros esquiadores no advirtieron la nieve que bajaba a ciento cincuenta kilómetros por hora con el peso del cemento sin secar.

De algún modo, el guía se las arregló para evitar la avalancha, pero a David le alcanzó el impacto de la nieve, que le aplastó contra un árbol. Quedó boca abajo, enredado entre las ramas, con su transmisor emitiendo una señal débil. Murieron nueve personas. David fue el único que no quedó decapitado o mutilado. A los cuerpos de la mayoría de las víctimas sólo pudieron volver a reunirlos gracias a la ropa de esquiar que llevaban puesta.

Lo que una vez fue David, volvió a casa, o al menos a la funeraria de Frank E. Campbell. El mensaje era: La carne es una ilusión. Lo único real es el espíritu.

– Fue muy cruel -dijo mi destrozada amiga-. El guía sabía avanzar en la nieve, pero los clientes no sabían. Su cara parecía decir ¡Mierda! Tenía la espalda rota, la caja torácica aplastada, la aorta reventada. Al tocarle el pecho parecía blando, su pecho fuerte y hermoso. Debe de haber muerto al chocar. Ni siquiera se enteró de lo que le arrastraba -solloza en mis brazos como si todas las lágrimas del mundo fueran suyas. Y lo son.

– Por lo menos murió instantáneamente -digo yo, notando que era jodidamente inútil decirlo-. No sufrió.

– Lo sabía -dice ella-. Lo sabía.

El funeral tiene lugar en el sitio donde enterramos a su hermano menor y a su padre.

Andábamos como sonámbulas.

Me ocupo de la poesía y de la ropa interior para esta triste ocasión. Mando a Jenny que se compre un sostén negro. No tiene ninguno, porque es casi una niña.

– Echo de menos a mi padre -dice, afligida.

Discutimos sobre lo que vamos a llevar puesto en el funeral y luego yo vuelvo a casa. Me encierro en mi cuarto de trabajo de Nueva York, desenchufo el teléfono, y trato de conseguir que mis anárquicos sentimientos se condensen en un poema.


El color de la nieve

Para David Karetsky

(14 de abril de 1940 – 12 de marzo de 1991)

Muerto en una avalancha

Al dejar los esquís

en la blanca nieve,

cantaba el viento,

la ventisca del tiempo

cruzaba ante tus ojos,

es un poco

como que esté nevando

en la casa de Connecticut

un día en que el mundo

desaparece

y sólo el perro blanco

te sigue afuera

bajo la alargada sombra azul

de la montaña.

Estamos allí a medio camino,

prefiriendo no

pensar en ello.

Rajaste la montaña

primero,

en un resplandor luminoso,

que nos recuerda

que nos aferremos a nuestra vida,

para vivir con el viento

silbando en los oídos,

y la luz deslumbrante

en las puntas de los esquís

y las personas que queremos

esperando en el albergue de abajo

garabateando versos

en papel del color

de la nieve,

que saben que no

hay nada que aferrar

sino sólo el viento que canta

y estas líneas de lux

brillando

en la nieve reciente.

Al final del acto en la funeraria Frank E. Campbell, después de que hablaran los chicos y Gerri y otros miembros de la familia, yo leí ese poema; «el poema de David», lo llamo yo para mí misma. La multitud llegaba hasta la calle. Los encargados de la funeraria no tenían suficientes sillas preparadas. Hasta los famosos -a veces los famosos en especial- cuentan con pocos que asistan a su funeral que no sean curiosos. Cuando su momento de éxito ha pasado, no acude nadie, ni siquiera un amigo. Pero David tenía amigos que ninguno de nosotros conocíamos. Había chicos a los que había dado clase, adultos a los que ayudó, amigos de hacía mucho tiempo, compañeros de la universidad y conocidos de muchos años atrás. Aparecieron todos para decir por qué estaban allí.

Mi amiga dijo unas hermosas palabras que ninguno de nosotros recuerda. Ella y sus hijos se mantuvieron con los brazos echados por encima de los hombros, balanceándose levemente. Todo el mundo trataba de encontrar algo de humor en la profunda oscuridad, pero todos sabíamos que nosotros seríamos los siguientes.

Fue esta muerte la que me hizo tomar conciencia de que yo era mortal.

Sabía que David se había querido llevar a sus hijos a su última excursión y que Gerri se lo había impedido. Sabía que también había querido que fuera ella y que Gerri se negó. Ya había estado allí anteriormente, y notó la muerte en el aire. Lo único que puedo pensar es que David no quería envejecer. Un ciego presentimiento había detenido a Gerri y ahora ella conocía la culpabilidad de estar sola.

Sólo he visto la parte externa del dolor, de modo que resulta difícil imitar el dolor con palabras. Me fijé en la resistencia de Gerri a dejarle ir; como si dejarle ir le matara para siempre, como si ella fuera la guardiana sagrada de su recuerdo y si dejaba de centrarse en él durante un solo segundo, se escaparía.

Emily Bronté sabía de esto. Nos llega a todos con el dolor. Queremos olvidar para seguir viviendo, pero tenemos miedo de que el olvido haga que el muerto muera otra vez. Y esta muerte será la definitiva.

Fría la tierra, y la profunda nieve apilada sobre ti,

Lejos, removida muy lejos, fría, ¡en la aterradora tumba!

¿He olvidado, mi único amor, el amarte,

Separados al fin por la oleada que lo separa todo del Tiempo?

Las primeras noches, Gerri y los niños durmieron juntos, como perritos o gatitos. Luego todos se enfrentaron a su propio dolor, cada uno de diferente modo.

Llegó la ropa, luego los esquís, luego los «efectos personales». Había que ocuparse de cuestiones legales: dinero, montones de documentos inútiles. Mi amiga titubeó entre todo ello, sin querer vivir. A veces por la mañana estaba bien, pero las noches eran malas. El sueño también le hubiera vuelto a matar. No podía abandonarse al sueño por miedo a perder a David, cuya débil relación con la vida era su recuerdo.

Lo que más recuerdo era que todo el mundo quería animarla, enterrar al muerto, que se volviera a casar. Pero ella necesitaba llorarle. Su necesidad resultaba más dolorosa por el rechazo de la muerte que impregna nuestra cultura. Gerri tenía que gritar y rebelarse y mesarse el pelo. Tanto los de Nueva York como los de Aspen encontraban que eso era inadecuado.

«Sacúdete el polvo y sigue», dice la voz colectiva de la sabiduría colectiva. «¿No te has estado lamentando demasiado tiempo?» Implícita en esa cuestión estaba la idea de que cualquier compañero es reemplazable. Consíguete otro; igual que una «se consigue» un perro nuevo. Pero ni siquiera un perro puede «ser reemplazado» hasta que se le haya llorado lo suficiente. Al cachorro nuevo nunca se le quiere hasta que se haya llorado bastante al antiguo para arrastrarle al mar con las lágrimas. El cachorro nuevo espera con los ojos húmedos hasta que se haga esto. Sólo entonces se le puede abrazar de todo corazón.

La gente me susurraba que dos años eran suficientes. Cómo se atrevían a juzgar el dolor de otra persona es algo que yo no podía entender. Puede que no se permitieran que les afectara la ausencia de nadie, o tal vez creían que una debe rechazar los sentimientos para estar a la última. Era como operarse los ojos y la barbilla, como mantenerse en forma; las emociones no queridas eran como la carne no querida.

Nunca me he quedado viuda, pero sé lo destrozada que quedé cuando se marchó Jon. Me sentí igual que si me quedara viuda. Ahogada por fluidos y sentimientos que nunca había dejado que me dominaran, al principio no quería que me consolaran. Ni siquiera los sementales me distraían, ni los viejos amigos, ni Will. El sexo fue anodino temporalmente, pero tenía que seguir viva hasta que me cicatrizara la herida. Llevó siete años. Y me volví a casar, exactamente siete años más tarde.


De pronto llama Barbara Follet. (He estado tomando estas notas en mi diario y, cuando miro el reloj, veo que han pasado cinco horas.)

– Me voy corriendo a Lucca a buscar a Gerri. Ha perdido tu número de teléfono y sólo tenía el mío. Ha perdido la dirección de tu casa.

– ¿Cómo está? -pregunto.

– Débil por culpa de la gripe y la cistitis, al parecer, pero se pondrá bien, creo. Necesito el número del médico.

Se lo doy y vuelvo a quedar sentada inmóvil junto al teléfono. Pienso que es raro que ya no espere pegada al teléfono a que me llamen hombres, sino a que mis amigas se ayuden unas a otras.

Un timbrazo, una Gerri muy acelerada.

– Estoy en el vestíbulo del hotel de Lucca. Barbara acaba de darme tu número de teléfono. Lo había dejado junto a las direcciones en el mostrador de donde alquilé el coche en Roma. Estaba aterrada. Luego encontré el número de los Follet en un trozo de papel.

– No des explicaciones. Barbara va camino de ahí para llevarte al médico.

Como una hora después llega una caravana de coches, removiendo las piedras de nuestra carretera.

El primero es un taxi (con Barbara y Gerri dentro), luego un nieto de los Follet conduciendo el coche de Gerri, luego el guarda de los Follet conduciendo el coche de Ken Follet, con matrícula de Londres.

Deslumbrada por el sol y la visión, Gerri se desploma en mis brazos. La conduzco a la cama, llevando mucha agua, una infusión de poleo y sus medicamentos. Parece débil y cansada. Margaret y yo metemos su ropa manchada de sangre en un barreño de agua fría.

– La lavaré -digo yo.

– Por el amor de Dios, no hagas eso -dice ella.

– Sólo es sangre -digo-. ¿Cómo puede darnos miedo la sangre después de todos estos años de menstruación y maternidad?

Ella cierra sus ojos agotados.

– Trata de dormir-digo.

Y se desmaya.

Más tarde sale la luna, un poco más llena esta noche. Me quedo sentada mirándola mientras las otras cinco mujeres de la casa duermen.

¿Qué me apetece hacer con esta vieja luna? Quiero que me libere, Ya no quiero esta vida picaresca impuesta por la sangre de las mujeres, por la atracción de las mareas, por la atracción de la luna. Quiero sexo para dejarme ir. Y quiero encontrar ese sitio de mi interior que une a los hombres y los convierte en el centro de todas las aventuras.

Ahora estoy preparada para personificar a Erica Orlando (y no me refiero a Disney World). Estoy preparada para convertirme en una criatura andrógina que salta de siglo en siglo, con un guardarropa lleno de enaguas, y vestida con miriñaque, redingotes y chales, pamelas y gorritos, pelucas y postizos. Estoy preparada para recorrer el camino sin que se me reconozca como ser sexuado, cantando detrás de un velo, una careta, un capuchón, lo mismo que aquellas estatuas ambiguas del jardín de mi amiga veneciana. Sería liberador no tener sexo, como la muerte; desplegar las características masculinas o femeninas según le convenga a quien voy a seducir de inmediato.

No es que ya no me gusten los hombres, pero quiero experimentar cómo es que no me afecte el sexo para saber de verdad lo que es el amor, el amor que lo reúne todo en sus brazos al final de la jornada.

En los últimos días he estado releyendo un libro que adoraba cuando tenía veinte años y pico: Henderson, el rey de la lluvia, de Saul Bellow. De nuevo, una aventura picaresca. Y una aventura en la que el héroe, debido a que su corazón late diciendo ¡Lo quiero! ¡Lo quiero!, va a África por motivos que ni él conoce. Allí conoce a varias tribus de hombres que le hacen pasar por un conjunto de pruebas espirituales por medio de las que redime su propia alma. Al final de su historia, atribuye al amor el que le haya proporcionado cualquiera de los progresos espirituales que ha hecho en su vida. Y por amor parece referirse al amor de las mujeres y los niños. Antes de ir a África no ha tenido amigos que fueran hombres. En África los hombres le enseñan a confiar en los otros hombres. Su vida con los hombres -desde su padre en adelante- por lo general ha sido un campo de batalla. Y las mujeres han sido amor. Las mujeres le han proporcionado la mitad que le faltaba.

Puede que Henderson, el rey de la lluvia, pueda atribuir la gracia de su vida al amor, pero, para las mujeres, el amor sexual es una cuestión más peligrosa. Siglos de muerte al dar a luz, la muerte de niños, los millares de promesas rotas de los hombres, nos han enseñado que no podemos confiar en el amor carnal por encima de nuestra propia superviviencia.

Para las mujeres, el amor sexual puede suponer un lujo al volver a casa al final de la jornada. Para los hombres, sin embargo, es una necesidad en su senda picaresca. Henderson vuelve a casa por amor, Ulises y Tom Jones hacen lo mismo. Pero, para las mujeres, ese tipo de amor es el gran lago de alquitrán de La Brea: un estanque que puede deshacerlo todo excepto los huesos.

En este momento de la historia puede que no nos podamos permitir tal entrega al amor. Puede que nos arrebate demasiadas cosas. En cuanto mujeres de la generación flagelada, nuestro dilema siempre ha sido cómo amar y al tiempo amarnos a nosotras mismas.

Parte de nosotras quiere amar como las diosas, fría y caprichosamente. Parte de nosotras rinde tributo a Kali, comiendo a su amante y sujetándose su cráneo a la cintura. Parte de nosotras quiere amar como Juno, eligiendo a los hombres mortales, jugando con ellos, luego dejando que se vayan, convirtiéndolos, cuando se van, en cuevas contra las que rompa el mar, en grandes piedras fálicas, o incluso, si tenemos piedad, en cerdos.

Parte de nosotras quiere ser Atenea y Diana, que no necesitan amantes, que en lugar de eso tienen intelecto y una gran puntería.

La propia luna, con su gran cabeza hueca, aconseja frialdad. El final de la picaresca es la razón -dice-. Y la razón siempre excluye el amor.

Pero ¿es cierto? Al final, podemos llegar a otro tipo de amor. Preparadas para él por el amor sexual, el amor maternal, podemos llegar al amor que nos relaciona con la eternidad. Con objeto de llegar a ese amor, antes debemos creer en él. Esto al principio sucede a regañadientes, luego con decisión, finalmente con pasión. Tenemos que llegar a creer que el amor carnal no es suficiente. Y luego el océano del espíritu en que flotamos se volverá manifiesto.

Lleva cierta disciplina romper con nuestra ceguera habitual hacia algo que no sea material. Unas pueden necesitar abstenerse del alcohol y las drogas; otras pueden necesitar abstenerse de la comida y las cosas materiales. La renuncia nos ayuda a ver con más claridad el camino, pero lo fundamental no es el alcohol ni la comida. Abstenerse de esas cosas revela simplemente el sendero que siempre estuvo allí.

Una semana después, Gerri está completamente recuperada. Ella y yo bajamos andando por la carretera que termina en nuestra casa y tomamos la carretera del campo hacia (lo juro) el restaurante Dante. El camino es menos pedregoso y escarpado según pasan los días y la campiña toscana madura a medida que se acerca agosto. Hay tomateras, racimos de uvas, aislados rosales amarillos con fragantes flores.

Hablamos del amor, como de costumbre, y de la renuncia.

– No se trata de no beber -dice Gerri-, sino de renunciar a la lucha, de verse a una misma no como una piedra en el camino de la naturaleza, sino como la propia naturaleza.

Atraída por la belleza de su frase, recuerdo la claridad que tenía cuando estaba sobria: una claridad tranquila que inspiraba a todos los que me rodeaban, y a mi mejor amiga en especial.

. ¿Por qué había perdido la sobriedad? No era que yo bebiese mucho, o sin control. La bebida no es mi única sustancia aditiva. Puede que lo sea el trabajo. O la comida. O las preocupaciones. O los medicamentos. O gastar dinero. O no decir nunca que no. O los hombres. Mis adicciones cambian de forma para engañarme. Se burlan de mí, astutas, potentes, negándose a sí mismas.

Pero en cierta ocasión he tenido una serenidad de verdad y se la he pasado a mi mejor amiga cuando ella lamentaba la pérdida de su hermoso marido, muerto sin sentido durante una avalancha. Yo era la roca para que trepase ella cuando la nieve se arremolinaba a su alrededor con su terrible secreto. Ahora me estaba pasando esa firmeza. Si todas estamos hechas de Dios, son nuestras amigas quienes nos lo recuerdan. Les hemos pasado ese don de Dios a ellas. Nos lo devuelven cuando más lo necesitamos.

El camino de la picaresca probablemente también sea una metáfora del viaje de vuelta del alma a su creador. Los ladrones que acechan en el camino -ladrones de dinero, de amor, de magia, de tiempo- son meramente obstáculos humanos que impiden a la viajera percibir que el camino es ella misma.

El camino es muy empinado y escarpado cuando nosotras hacemos que sea así, muy liso y sin obstáculos cuando nosotras lo queremos, firme cuando somos firmes, transitable o intransitable como nuestro propio caminar.

En una verdadera obra picaresca, el héroe deja de esforzarse y se convierte en el camino.

A los cincuenta años es cuando más necesitamos saber esto.


En Toscana, Gerri y yo dormíamos hasta tarde y al despertar nos contábamos lo que habíamos soñado. Había sueños de vidas pasadas, de antiguos amores y de campos de nieve azulada. Cuerpos desmembrados y coches destrozados sembraban las laderas. A veces el sueño de una contagiaba al de la otra. Nos leíamos una a otra libros de poemas y de meditaciones. Analizábamos los problemas de cada una, como hacemos siempre. Nos reíamos de todo.

También discutíamos por todo, como hermanas de verdad. Discutíamos por el dinero, los dormitorios, qué coche usar. Todas esas discusiones eran en realidad sobre otra cosa, habitualmente el abandono. Yo quería ser la primera de su lista y ella quería ser la primera de la mía. Yo exigía toda su atención, todo su cariño, todos sus cuidados. Ella quería lo mismo de mí. Quería que le dieran de comer, que la cuidaran, que le prestaran una atención ilimitada. Quería masajes en la espalda, poemas, pasta, y que la dejasen sola cuando necesitaba estar sola. Quería estar antes que lo que yo escribía, que mi hija, que mi hombre. Y yo no quería menos de ella.

Al principio Gerri estaba enferma, así que la cuidé. Luego yo tuve envidia de todos aquellos cuidados y ella se ocupó de mí. Habíamos llegado al fondo primordial de nuestra amistad. Nos habíamos sentido lo suficientemente queridas para enfadarnos y discutir, para mostrar nuestros desnudos cuellos y nuestros colmillos al aire, y la amistad tomó otra dirección hacia la intimidad. Sin enfados no puede haber intimidad. Había aprendido esto en mi matrimonio -el cuarto, el que podría durar.


El alquiler de la casa vence hoy. Todos se han marchado al amanecer excepto yo y Ken. Molly tiene quince años y dos días. A primera hora de la mañana me ha dado las gracias por «¡el mejor verano de mi vida!». Luego volvió a casa en avión con Margaret y sus amigas. Gerri también ha vuelto a casa en avión. Estoy sola en una colina de Toscana a las siete de la mañana, contemplando cómo se desvanece el lucero del alba en el color rosa del sol que se alza.

El gallo cacarea. Las cigarras anuncian un día achicharrante.

Los cipreses todavía son oscuros, los olivos todavía de un plata mate, los castaños todavía verdes.

El gato negro al que hemos estado dando de comer todo el mes atraviesa la terraza de piedra, enseñándole los dientes al gato marrón y blanco que ha venido a compartir la comida. Viven en esta colina, les dan de comer el bombero y su mujer, nuestros caseros, y otra familia inglesa, pero no pertenecen a ninguno de ellos. Es su colína, no la nuestra. La territorialidad rige el reino animal al que tan a desgana pertenecemos.

Hemos hecho las maletas. Dejamos vino y aceite de oliva y pilas de libros para los siguientes inquilinos que ocupen esta puerta del cielo. La carretera sigue siendo intransitable, pero no para nosotros.

Nada de esto es nuestro. Lo alquilamos por un mes y nos marchamos. Los olivos, los cipreses, los nogales (con sus frutos todavía verdes), no son nuestros, ni estaremos aquí para la cosecha. Me llevo mis poemas y fotografías, los capítulos que escribí aquí, y sigo al siguiente destino.

Todas las cosas que me sacaban de quicio -la muchacha que no quería fregar los platos, sino sólo lavar las toallas para los nuevos inquilinos, el dueño que andaba por allí, haciendo como que estaba arreglando el filtro de la piscina, pero en realidad espiando a mis hijas y sus amigas que tomaban el sol, el horno que no funcionaba, las avispas que nos caían encima siempre que abríamos un melocotón o un melón, o una coca-cola, los gatos semisalvajes que se peleaban-, todo eso terminó por encantar a Molly y ha llenado su banco de memoria de brillantes monedas.

– Siempre pasamos los veranos en Italia -dice-, así mi madre puede escribir.

Y todo el tira y afloja de madre e hija se olvidará mientras los recuerdos se acumulan.

Por supuesto, nos hemos gritado una a la otra en coches mirando mapas de carretera, en la cocina delante de los platos sucios, en las tiendas al ver los precios de las cosas. Por supuesto, me ha llevado al límite con sus interminables necesidades, y yo la he sacado de quicio con las mías, en especial mi necesidad de silencio que las adolescentes encuentran tan incomprensible.

A veces me siento demasiado vieja para enfrentarme a una chica de quince años. A veces me siento tan joven que sólo su existencia me hace comprender que soy mayor.

¿Cómo me he hecho mayor? A veces, todavía me encuentro sentada en la ladera de la colina, tramando venganzas contra el mundo de los adultos. Todavía digo «Mamá» cuando estoy asustada, aunque nunca he llamado así a mi madre, y «Mamá» raramente me serviría de ayuda ahora. En realidad, ella siempre estaba como de paso, aunque me quería. Y en realidad Molly necesita saber cosas que he olvidado que sabía. Como cuándo es el momento adecuado para llamar a un chico o cómo aprender de memoria cosas estúpidas para un examen; como cuándo probar cosas nuevas y cuándo evitarlas por motivos de la propia preservación. Despierto y recuerdo que para ella soy una adulta. Ella me obliga a renunciar a mis costumbres infantiles.

Tengo planes y planes. Termino Miedo a los cincuenta y me dedico a mi novela sobre el futuro, me doy el gusto de volver a escribir poemas, escribir algunos relatos breves, terminar mi musical, completar mi libro de meditaciones, afirmar mi vida todas las mañanas y desearme un buen día, liberarme todas las noches para soñar los sueños necesarios, encontrar placer en el servir a los que quiero, renunciar a la culpabilidad al negarme a sentirla cuando piden mi aniquilación, encontrar disfrute en la enseñanza, disfrute en hablar con las lectoras que me quieren (que creen que tengo respuestas cuando lo único que tengo son unas cuantas preguntas acuciantes), darme tiempo todos los días para dar un paseo o ir a un museo, ser generosa porque eso me recuerda lo mucho que he recibido, ser cariñosa porque eso me recuerda que no me sienta celosa de los que sólo parecen tener más, no dejar que se me escape la vida, librarme del enfado, bendecir a los conocidos y los desconocidos, bendecir la colina de los olivos, bendecir la pinocha que cae de los pinos, bendecir los nogales todavía verdes, bendecir el rosado resplandor del sol que puede que no llegue a ver otro verano, o incluso otro día.

Si cada día me atrevo a recordar que estoy aquí de prestado, que esta casa, esta colina, estos minutos se me han concedido temporalmente, no se me han dado para siempre, nunca me desesperaré. Desesperarse es para los que esperan que van a vivir para siempre.

Yo ya no lo espero.

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