Cómo llegué a ser judía

Cuanto mayores nos hacemos, más judíos nos volvemos en mi familia. El padre de mi madre se declaraba ateo en su juventud de comunista, así que nunca pertenecimos a una sinagoga ni celebramos bat mitzvahs. Pero terminamos en hogares hebreos para ancianos y en cementerios con inscripciones en hebreo sobre las cancelas de entrada. Conque nuestra herencia nos reclama: incluso en Norteamérica, nuestra tierra prometida. En mi familia, si todavía protestas de que eres unitario, simplemente no eres lo bastante mayor. (Me refiero, claro está, a uno de mis ex maridos, el cual, habiéndose casado con una shiksa, participa en los cultos de la iglesia unitaria local. Algo que cambiará, lo predigo.)

Mi padre, por otra parte, manda dinero a Israel y lleva encima una tarjeta que supuestamente permitirá que le admitan en el hospital Mouut Sinai, y después en el Cielo, pues le identifica como un gran Donante. Es el tipo de cosas de las que se habría burlado en su época del teatro de variedades. Ahora Molly se burla de eso. Los jóvenes son crueles. Tienen que sustituir a los viejos. Los viejos son una carga, tienen inclinación a aferrarse a su dinero. Los jóvenes tienen que ser duros para hacerse mayores.

A fin de cuentas, ¿qué le dice a un hijo judío el rito de la circuncisión? Cuidado. La próxima vez te la cortaremos entera. De modo que los chicos judíos se excitan sexualmente, pero también están llenos de miedo sobre si sus pollas sobrevivirán a esa excitación sexual. Alexander Portnoy es el arquetípico buen chico judío. El chico judío bueno y el chico judío malo habitan la misma piel, si no el mismo prepucio. Las chicas judías tienen más suerte. Su sexualidad está menos dañada, impliquen lo que impliquen esos chistes sobre las limas de uñas. A las chicas se les permite tener sexualidad mientras se mantengan dentro de la familia. El matrimonio es sagrado mientras una se case con un sustituto edípico. Adulterio y judío son términos que se contradicen. Por eso leemos a Updike. Los hombres judíos que engañan a sus mujeres terminan como Sol Wachtler o Woody Allen. En graves aprietos. Incluso a las judías lesbianas se les exige que tengan cubertería de plata y porcelana de Tiffany's. A las judías lesbianas se les exige que se enamoren de mujeres que les recuerden a sus madres. Y, en los tiempos feministas actuales, son médicos o abogados.

¿Cómo llegué a ser judía, yo que no tengo formación religiosa? A los judíos los hizo la existencia del antisemitismo, o eso dijo Jean-Paul Sartre. ¿Quién sabe? Y a pesar de los mitos en contra, en Norteamérica hay mucho antisemitismo. Pero el antisemitismo norteamericano toma la forma más astuta del esnobismo de clase. Déjeseme que exponga lo que quiero decir.

Decimos que Norteamérica es una sociedad sin clases, pero de hecho no lo es. Lo que pasa es que nuestras diferencias de clase son mucho más sutiles que las de otros países, por lo que a veces ni siquiera las vemos como diferencias de clase. Sólo son las diferencias de clase norteamericanas y nos siguen durante toda nuestra vida. Ingresamos encantados en el Hogar Hebreo para Ancianos, una vez aprendido que, en lo que se refiere a la vejez y la muerte, sólo nos quieren los nuestros. Cuando somos jóvenes y guapos, salimos con goyim; pero cuando se pone el sol, volvemos a los knishes y knaydiado. Celebramos mitzvahs, del tipo de los que yo he tenido que hacer para que admitieran a mi tía en el Hogar Hebreo. De repente nos acordamos de que, lo mismo que pasa con «los servicios comunitarios» en el instituto, tenemos que pasar por 613 mitzvahs para ser buenos judíos. A los cincuenta años, nos tomamos en serio esos mitzvahs, a diferencia de los servicios comunitarios del instituto. ¿Cuánto tiempo nos queda, después de todo? No mucho. Es mejor estar ocupadas, especialmente las mujeres. No somos exactamente ganadoras. Los rabinos ortodoxos todavía no nos dejan rezar en el Muro de las Lamentaciones, conque ¿por qué suponemos que nos dejarán entrar en ese sombrío cielo de los judíos? Si los hombres necesitan 613 mitzvahs, imagino que las mujeres necesitan 1.839.

Cuando yo iba haciéndome mayor en un Nueva York que parecía dominado por judíos cuyos padres o abuelos habían llegado de Europa, nunca pensaba conscientemente en los judíos. O en la clase social. Y sin embargo, unas barreras invisibles rigieron mi vida, barreras que aún se mantienen.

Incluso en la infancia me daba cuenta de que mi mejor amiga, Glenda Glascock, que era episcopaliana e iba a un colegio privado, era considerada de una clase superior a la mía. Vivíamos en la misma siniestra casa gótica de apartamentos cerca de Central Park West. Las dos teníamos padres que eran artistas. Pero el apellido de Glenda terminaba en cock y el mío no. Yo sabía que los nombres que terminaban en cock tenían intrínsecamente más clase.

En cualquier caso, ¿cuál era mi apellido?

Mi padre nació Weisman y se convirtió en Mann. A mi madre sus padres ruso-judíos la llamaron Yehudit cuando nació en Inglaterra, pero los intransigentes ingleses del registro civil primero lo cambiaron por Judith y luego por Edith («buenos nombres ingleses»), lo que hizo que diera la impresión de que a los judíos ni siquiera se les permitía conservar sus propios nombres. La cultura dominante en nuestro gueto (mental) requería nombres que no sonaran a judíos o extranjeros. Eso también causaba una fuerte impresión.

Había dos categorías de norteamericanos en nuestro supuestamente igualitario país y yo no pertenecía a la categoría mejor (como en los «mejores vestidos»). Glenda sí. Su apellido lo atestiguaba. Incluso su apodo -las chicas judías entonces no tenían apodos como Glenni- atestiguaba esto. Y sin embargo éramos tan íntimas como gemelas, éramos las mejores camaradas, entrábamos y salíamos del apartamento de cada una…, hasta que un día nos bañamos juntas y ella me acusó de hacer pis en el agua del baño porque eso era «lo que hacían los judíos». Me sentí ultrajada, pues no había hecho semejante cosa. (A no ser que mi memoria lo censure.)

– ¿Quién dice que hacen eso?

– Mi madre -dijo Glenni, confiadamente.

De modo que informé de esta conversación a mis padres y abuelos y, misteriosamente, mi amistad con Glenni se enfrió.

Ella fue a un colegio privado. Yo no. Yo estaba en un «Programa para los intelectualmente dotados», en la esquina de la calle 77 con Amsterdam Avenue; una mole victoriana en aquellos días, con entradas para «chicas» y «chicos». Allí descubrí otros estratos de clase. Cuanto más cerca vivías de Central Park West y «mejor» era tu edificio, más clase tenías. Ahora yo tenía categoría. Debajo de mí estaban los chicos judíos más pobres cuyos padres habían huido del Holocausto y vivían en edificios peores más hacia el oeste, chicos irlandeses que vivían en casas alquiladas de las calles más estrechas y los primeros chicos portorriqueños que llegaron a Nueva York. Vivían en otras casas alquiladas de calles a lo West Side Story. En los años cuarenta, Nueva York estaba lejos de ser una ciudad integrada racialmente. No conocí a chicos negros de Harlem hasta que fui al instituto, donde el talento, y no el vivir cerca, era la calificación. Los únicos afronorteamericanos que conocíamos -entonces llamados negros- eran los criados. En la infancia, mi mundo era judío, irlandés, hispano; con los judíos dominando sobre todos los demás.

Los chicos blancos, anglosajones y protestantes, por esa época, iban a colegios privados, tratándose entre ellos para así poder ir a Yale, dirigir la CÍA y controlar el mundo (como George y Barbara Bush). Los chicos judíos no iban a los colegios privados en aquel Nueva York, a no ser que fueran super-ricos, tuvieran problemas de disciplina o fueran ortodoxos.

Comprendí bastante pronto que en mi colegio yo era de clase alta, pero que en el mundo no lo era. Los niños de los programas de televisión y de las cartillas de lectura no tenían apellidos como Wiesman, Rabinowitz, Plotkin, Ratner o Kisselgoff. Y sin duda ni González ni O'Shea. Allí, en el mundo de la tele, había otra Norteamérica, y nosotros no formábamos parte de ella. En esa otra Norteamérica, a las chicas se las llamaba cosas como Gidget y a los chicos, cosas como Beaver Cleaver. Nuestro mundo no estaba representado, a no ser cuando pasaban los títulos de crédito.

Apartados de esa Norteamérica de verdad, aprendimos a controlarla reinventándola (o representándola, como un agente). Algunos de nuestros padres ya hacían eso como actores, productores o escritores, de modo que sabíamos que ése era un camino posible para nosotros. Otros eran hombres de negocios, o artistas convertidos en hombres de negocios, como mi padre. La cuestión era que nosotros éramos unos marginales que queríamos formar parte del cogollo. En aquellos días sabíamos que Princeton y Yale no serían para nosotros, a no ser que fuéramos lo suficientemente ricos para comprar la universidad. Sabíamos que no habíamos nacido para formar parte de la clase dirigente, de modo que nos inventamos nuestra propia clase dirigente. Mike Ovitz, no George Bush. Swifty Lazar, no Bill Clinton. Mort Janklow, no Al Gore.

¡Cuánto ha cambiado el mundo desde los años cuarenta! ¡Y qué poco! Excepto en lo que se refiere a Henry Kissinger, ¿quién ha cambiado esas leyes de clase y de casta? Ni siquiera Mike Ovítz. Lo que uno ve que hacen sus padres es lo que cree que uno puede hacer. Conque estábamos definidos, confinados. Como mi padre era un músico-compositor convertido en importador, mi abuelo retratista, mi madre ama de casa y retratista, yo me limité a aceptar que haría algo creativo. También me limité a aceptar que me licenciaría en una facultad universitaria y viviría para siempre en un «buen edificio». También acepté que nunca me convertiría en nada que se pareciera a esas familias norteamericanas que veía en la tele.

Mi familia estaba tremendamente orgullosa de ser judía, pero no religiosa, a no ser que nuestra religión fuera comprar ropa inglesa en Saks y abrigos con el cuello de terciopelo en De Pinna. Nos vestíamos como princesitas inglesas, y comprendí que ésa era la clase a la que aspirábamos.

La ropa lo dice todo con respecto a las aspiraciones. Yo odiaba la maldita ropa que llevábamos, pero teníamos que llevarla porque era lo que hacían las princesas Isabel y Margarita de Inglaterra. ¿Cómo llegar a ser princesas de los judíos? Mejor no preguntarlo. Se entendía tácitamente, igual que entendíamos que Glascock era un apellido mejor que Weisman (o incluso Mann).

Sonrío al escribir esto. Estoy tratando (torpemente, me temo) de presentar aquel mundo del Nueva York de los años cuarenta con sus palacios del cine «con aire acondicionado» (llenos de matronas como castillos y secciones para niños sembradas de papel de envolver), sus toldos de rayas en los edificios de apartamentos durante el verano, sus tarifas en monedas del autobús, sus cambios para el teléfono, sus tiendas de caramelos y refrescos, su mármol de imitación en los mostradores (donde se vendían los más deliciosos sandwiches de beicon, lechuga y tomate; y los helados).

Desaparecido todo. Desaparecido para siempre. Pero lo mismo que una serie de adoquines a los que da el sol o el sabor de la magdalena mojada en el té devolvió a Proust a su juventud, a veces me detengo en una esquina de una calle de Nueva York y regreso a los años cuarenta. Y gracias al olor. Las bocas de las estaciones de metro todavía, ocasionalmente, emiten un olor a azúcar de algodón/chicle, mezclado con sudor y palomitas de maíz, con meados y (su predecesora) cerveza, y al respirar profundamente regreso a los seis años de edad, mientras espero el metro, contemplando un bosque de rodillas. En la infancia uno considera que nunca crecerá. Y que el mundo siempre será incomprensible. Primero una tiene boca, luego tiene nombre, luego es miembro de una familia, luego empieza a hacerse difíciles preguntas sobre lo mejor y lo peor, lo que supone el comienzo de la conciencia de clase. Los seres humanos son unos animales jerárquicos por naturaleza. La democracia no es su religión original.

Estaba en mis primeros años del instituto cuando mi mundo se amplió más allá de la calle 77 y el West Side. Como mis padres y yo estábamos aterrorizados por la violencia del instituto de la zona, fui a una institución privada, un sitio deliciosamente cómico donde los estudiantes de pago por lo general eran judíos de Park Avenue y los estudiantes becados por lo general blancos, anglosajones y protestantes de Washington Heights cuyos padres eran profesores, clérigos, misioneros.

Los profesores eran distinguidos, y blancos, anglosajones y protestantes, y tenían apellidos que sonaban adecuadamente norteamericanos como los de la tele. La institución había sido fundada por dos temibles damas de Nueva Inglaterra que se llamaban Miss Birch y Miss Wathen, que probablemente eran amantes, pero en aquellos días las llamábamos solteronas. Una de ellas se parecía a Gertrude Stein, la otra a Alice B. Toklas. Tenían una pronunciación que para mí estaba llena de clase. Sabía que era la de los blancos, anglosajones y protestantes.

En el instituto de Birch y Wathen la mayoría de los chicos judíos eran más ricos que yo. Vivían en apartamentos del East Side con valiosas obras de arte, y algunos de ellos tenían apellidos alemanes. Iban al Temple Emanuel y recibían clases de baile y de urbanidad (¡qué palabra tan antigua!) en el Viola Wolf. Mi sentido de la clase social volvía a estar desajustado. Con mis abuelos rusos y mi casa bohemia del West Side, tampoco encajaba con aquellos chicos. Y los chicos becados se mantenían aparte. Yo los creía presumidos, aunque ahora me doy cuenta de que debían de estar mortalmente asustados. Los alumnos de pago tenían más dinero para gastar, y algunos venían al instituto en Cadillac, Lincoln y Rolls con chófer. Debían de parecerles intimidantes a los chicos que acudían en metro. Aquello a mí me intimidaba.

Formábamos grupos aparte. Los chicos de Park Avenue se juntaban con sus iguales. Los becarios hacían lo mismo.

Yo flotaba entre los dos grupos, sin saber nunca a cuál pertenecía; unas veces robaba cosas en Saks con los niños ricos (cuanto más ricos eran los chicos, me enteré, más robaban en los grandes almacenes), otras subía hasta Columbia con los becarios (cuyos padres eran profesores).

Yo no era de ningún sitio. Avergonzada de que mi padre fuera un hombre de negocios, deseaba que fuese profesor. Si una no podía tener un apellido que terminara en cock, o un apartamento en la Quinta avenida o en Park, por lo menos debía tener un doctor en filosofía en casa.

Cuando empezó la preparación para ingresar en la universidad, me uní a otro nuevo mundo, un mundo que estaba racialmente mezclado y lleno de niños del gueto. (Entonces lo llamábamos Harlem.) Elegidos por su talento para dibujar o cantar o tocar un instrumento, estos chicos formaban el grupo más variado que me he encontrado nunca. Su clase era el talento. Y como todas las personas inseguras, te lo echaban en cara.

Fue entonces cuando empecé a encontrar a mi auténtica clase. Allí la competencia no era por el dinero o el color o el sitio donde se vivía, sino por lo bien que se dibujaba o tocaba. En el Instituto de Música y Arte al que iba se crearon nuevas jerarquías, jerarquías de virtuosismo. ¿Exponían tu cuadro en la muestra que se celebraba dos veces al año? ¿Te seleccionaban para tocar en la orquesta, o en la WQXR (la emisora de radio de The New York Times)? Por entonces todos nos dimos cuenta de que no pertenecíamos a la Norteamérica que aparecía en la tele, y estábamos orgullosos de ello. Ser independientes era una divisa de mérito. No teníamos equipos, ni animadoras, y el uniforme más adecuado para ir a clase era el beatnik: medias negras, sandalias hechas a mano y pintura de labios negra para las chicas; jerséis de cuello alto negros, vaqueros negros y cazadoras de cuero negro para los chicos. Un pelo despeinado era obligatorio para los dos sexos. Experimentábamos con marihuana. Andábamos por el Village esperando que nos confundieran con existencialistas. Llevábamos encima libros de Kafka, Genet, Sartre, Alien Ginsberg. Mirábamos con expresión de idos nuestro capuccino en Rienzi's o el Peacock. Queríamos seducir a los músicos de jazz negros, pero nos daba miedo. Por fin habíamos encontrado nuestra clase social.

Muchos de nosotros alcanzamos la cima. Entre mis compañeros de esa época hay cantantes de pop, productores de televisión, directores de cine, actores, pintores, novelistas. Muchos son nombres conocidos. Unos cuantos ganan decenas de millones de dólares al año. La mayoría fuimos a la universidad, pero en definitiva no fue una licenciatura o un doctorado lo que definió nuestra posición social. Era si estábamos de moda o no, si subíamos como balas en las listas de éxitos, en las de libros más vendidos, o si nos traducían a veinticinco idiomas. Hasta los profesores envidiaban esta posición: el dinero y el reconocimiento equilibran todas las clases sociales en Norteamérica. De ahí la obsesión por la fama. Incluso en Europa uno puede entrar en los «mejores» círculos, aunque las normas para las clases sociales sean completamente distintas.

Habiendo pasado parte de mi tiempo con europeos, siempre me asombró hasta qué punto en Europa un apellido aristocrático todavía disimula una multitud de pecados. En Inglaterra, en Alemania, un lord o una lady, un Grafo Grafin, un von o zu, todavía tienen peso. Los amigos con más clase que tengo en Italia pueden ser contesse, marchesi o principi, pero son demasiado modernos para proclamarlo. Prefieren ser famosos por un disco de éxito o un gran libro. Pero van a los sitios adecuados -St Moritz, por ejemplo-, y el ser socio de los clubs mejores se debe todavía al origen familiar, no a los logros individuales. Vete al Corviglia Club y di que eres Ice-T o Madonna. Cariño, no conseguirás entrar, mientras lo hace cualquier Niarchos o von Ribbentrop.

Muchos de mis amigos europeos todavía habitan un mundo donde el apellido y el dinero de toda la vida pueden resultar un buen impulso para lograr algo. Hay muchas cosas que hacer aparte de trabajar. Si tienes que estar en Florencia en junio, en París en julio, en la Toscana en agosto, en Venecia en septiembre, en Sologne en octubre, en Nueva York en noviembre, en St Bart en diciembre y enero, en St Moritz en febrero, en Nueva York en marzo, en Grecia en abril, en Praga en mayo, ¿cómo demonios puedes tener (por no hablar de conservar) un empleo? Y el ejercicio físico. Y los bailes. Y los balnearios. ¡Y la temporada sin beber! Como preguntó una vez un marido de Barbara Hutton: «¿De dónde saco tiempo para trabajar?»

La clase de verdad significa no tener que hablar nunca de eso. (Del trabajo, quiero decir.)

Los norteamericanos carecen intrínsecamente de clases sociales, de modo que los judíos casi se adaptan. De lo único de lo que hablamos es de nuestro trabajo. Lo único que queremos es hacer que sean tan conocidos nuestros nombres que ni siquiera necesitemos apellido. Creemos tan fervientemente en el cambio como los europeos creen en el statu quo. Creemos que con dinero nos compraremos el cielo (un cielo definido por músculos en forma, nada de flaccidez en la barbilla, interés en los intereses, y un nombre que intimide a los maitres en los restaurantes). Una vez conseguido eso, podemos ponernos a salvar el mundo: donar algo de dinero para la investigación del sida, la lluvia ácida, un candidato político. ¡A lo mejor hasta nosotros mismos nos presentamos para el cargo! (Lo atestigua Mr. Perot.) En una sociedad donde el reconocimiento de una figura del pop lo significa todo, los famosos son más iguales que todos los demás. Pero el estatuto de famoso es endiabladamente difícil de mantener (igual que un cuerpo que se hace viejo). Necesita gran cantidad de entrenadores, especialistas en relaciones públicas, editores, agentes de imagen. Además uno tiene que sacar un nuevo producto, y posiblemente hasta originar un nuevo escándalo. (Lo atestigua Woody Allen.) Puede que el motivo por el que los famosos se casan con tanta frecuencia sea para que sus nombres aparezcan en las noticias. Y puede -tanto si lo pretenden como si no- que provoquen los escándalos para promocionar sus películas. (Lo atestigua de nuevo Woody Allen, nacido Alien Konigsberg.)

Ah…, volvemos a la cuestión de los judíos y los nombres. ¿Podemos conservar nuestros nombres? Siempre y cuando consigamos que sean famosos. En caso contrario también nos los cambiamos. Puede que tengamos, como dice el teórico político Benjamín Barber, «una aristocracia de todos», pero no todos pueden ser famosos a la vez. Así el impulso a ascender de clase se hace tan inquietante y crónico en Norteamérica como los regímenes alimenticios. No importa lo famoso que sea uno, siempre está en peligro de dejar de serlo.

Se parece mucho a la mortalidad, ¿no? Que no se pregunte por qué carpe diem es nuestro lema. Es lo que hace a Norteamérica un país tan inquieto, y a sus famosos más famosos tan inseguros.

Ay amigos, no me importaría haber nacido siendo socia del Corviglia Club. Pero sospecho que nunca habría escrito ni un libro.

¿Nunca os habéis preguntado por qué los judíos son unos escribas tan implacables? A lo mejor habéis pensado que porque somos gente de libros. A lo mejor habéis pensado que era porque procedemos de familias donde se animaba a la lectura. A lo mejor habéis pensado que se trata de sexualidad reprimida. Todo eso es cierto. Pero yo propongo que la auténtica razón es nuestra necesidad constante de definir nuestra clase. Al escribir, nos volvemos a inventar. Al escribir, creamos árboles genealógicos. Algunas de mis heroínas de ficción son del West Side, chicas judías de Nueva York como yo. Pero las heroínas que más me gustan -Fanny en Fanny Hackabout-Jones, y Jessica en Serenissima- han nacido en mansiones, son unas buenas amazonas, y podéis apostar lo que sea a que tienen los pómulos altos.

Fanny se crió en Lymeworth, residencia campestre de lord Bellars. Jessica se crió en el Upper East Side de Manhattan, en el Rectángulo dorado. En su árbol genealógico hay mucha gimnasia y mucho club de campo. ¿Por qué inventa unas heroínas semejantes una chica del West Side como yo? ¿Estoy tratando de escapar de mi clase de schmearer-klezmer? Resulta bastante interesante, pero mis heroínas siempre escapan a ella. Fanny huye de su educación aristocrática, se convierte en una mujer de la carretera, una puta de un burdel, y una reina de los piratas. ¡Jessica deja el Upper East Side por Hollywood! Y las dos lo llegan a lamentar, y encuentran su felicidad final al volver a sus lugares de origen.

Las heroínas que aparentemente son más como yo -Isadora Wing y Leila Sand- cambian de posición social, o si no, la establecen por medio de su trabajo creativo. Supongo que lo que escribo dice algo que ni siquiera yo sé conscientemente de mí misma: escribo para proporcionarme una clase social, para inventar mi nombre, ¡y luego abandono una residencia campestre!

Sospecho que el proceso no es tan distinto con otros escritores, por mucho que parezca que sus libros no se ocupan de las clases sociales. Los héroes de Saul Bellow empiezan como vagabundos y terminan de profesores. Pero su héroe picaresco de verdad, Henderson el Rey de la lluvia, es blanco, anglosajón y protestante por nacimiento, y va a África y adopta su multiculturalismo, con lo que encuentra su auténtica identidad. A los héroes de Philip Roth les interesan las cuestiones relativas a la clase social y las relativas a su condición de judíos. Aunque casi siempre son judíos, aspiran a abrirse paso hacia el mundo de los blancos, anglosajones y protestantes; una táctica familiar para los creadores (machos) judíos norteamericanos. Podríamos llamarlo el síndrome de Annie Hall. Probablemente Woody Allen lo definió para siempre cuando a su héroe autobiográfico de Annie Hall, sentado a la mesa mientras cena en casa de unos blancos, anglosajones y protestantes, del Medio Oeste, de repente le crecen payes y lleva un sombrero negro.

¡El miedo arquetípico del judío norteamericano! ¡Si comemos trayfé de pronto nos pueden crecer payes!l Puede que el motivo por el que los judíos norteamericanos hayan adoptado el Día de Acción de Gracias como su fiesta especial sea que esperan, reclamando a los Peregrinos como nuestros padres, ¡que también engañaremos al resto de Norteamérica!

Mi antiguo suegro, Howard Fast, es un ejemplo perfecto de esto. Sus libros sobre la Revolución Americana -Mañana de abril, Ciudadano Tom Paine y El mercenario alemán- testifican su nostalgia por la Mayflower Society o las tropas auxiliares masculinas de las Colonial Dames of America. Ha escrito sobre la Roma antigua (Espartaco) y sobre la fiebre del oro en San Francisco (Los inmigrantes), pero la fundación de Norteamérica es lo que le reclama una y otra vez. En el fondo de su corazón, Howard Fast anhela el árbol genealógico de Gore Vidal.

Un judío puede trasladarse desde Egipto a Alemania, a Norteamérica o Israel, aprendiendo nuevos idiomas y cambiando de color de pelo y ojos, pero sin embargo sigue siendo judío. ¿Y qué es un judío? Un judío es una persona que no está a salvo en ninguna parte (esto es, ¡siempre está en peligro de que le crezcan payess en los momentos más inoportunos!). Un judío es una persona que se puede convertir al cristianismo y sin embargo ser asesinada por Hitler porque su madre era judía. Esto explica por qué a los judíos les obsesionan las cuestiones de la identidad. Nuestra supervivencia depende de eso.

También los norteamericanos están obsesionados con la definición de la identidad. En una cultura de amalgama de pueblos, donde los títulos aristocráticos provocan la risa (lo atestigua el conde Drácula, o el conde Chocula, como se les presenta a los niños, un cereal para el desayuno), ponemos a prueba constantemente los límites de nuestra identidad. La observación de Andy Warhol de que en el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos describe el dilema quintaesencial norteamericano. Nos podemos hacer famosos, pero a lo mejor no seguimos siendo famosos. Y una vez que se ha conocido la fama, ¿cómo se puede vivir el resto de nuestra vida? Más en concreto, ¿cómo vamos a ingresar en el Hogar Hebreo para Ancianos?

Muchas vidas de norteamericanos parecen condenadas a la definición de Warhol. ¿Os acordáis de George Bush luchando por seguir siendo presidente frente a la marea de la historia? ¿O de Stephen King aspirando a encabezar tres listas de libros más vendidos a la vez? ¿O de Bill Clinton acondicionando la Casa Blanca para convertirla en su propia red de comunicaciones? Los norteamericanos nunca pueden descansar. Nunca pueden hacerse miembros del Corviglia Club y divertirse esquiando en un pueblo de tarjeta postal. La gracia de su modo de esquiar nunca es suficiente. Siempre deben volver a subir en el telesilla y hacerlo una vez y otra y otra.

Veo que el Corviglia Club se ha convertido en mi símbolo de la aristocrática sprezzatura -una palabra italiana encantadora que significa el arte de hacer que lo difícil parezca fácil-. Puede que elija esa imagen porque evoca un mundo de personas afortunadas que no tienen que hacer nada, sino únicamente ser. Yo anhelo semejante posición social como sólo puede hacerlo un judío norteamericano. Qué agradable debe ser tener entrada a un mundo que nunca puede desaparecer. Qué agradable nacer con una identidad.

Mi anhelo es auténtico, aunque conozco a docenas de personas nacidas con semejante identidad que la usan para hacerse drogadictas o vagabundas. Sé que no es fácil ser noble y rico. Sin embargo, como los personajes de Scott Fitzgerald, algo dentro de mí insiste en que los muy ricos «son distintos a ti y a mí». Fitzgerald probó esa hipótesis en Gatsby, mostrando lo descuidados que son los muy ricos con la vida, el hacer daño a los demás, el amor. Y sin embargo el anhelo permanece en los escritores norteamericanos. Quizá por eso esa novela más bien ligera, hermosamente escrita, se ha convertido en un clásico. Encarna el sueño norteamericano de identidad y clase.

El contrabandista de licores ascendido, Jay Gatsby, sueña con un mundo donde no tenga que trabajar para ser Gatsby. Y ése sigue siendo el sueño primordial norteamericano. Incluso las rifas contribuyen a él, prometiendo casas y yates. Los desarraigados por definición, soñamos con raíces.

Los novelistas norteamericanos son habitualmente buenos ejemplos de esto. Lo primero que hacen después de tener un libro en la lista de los más vendidos es comprar una casa y terreno. Alex Haley compró una granja en el Sur. Gore Vidal se instaló en una villa de Ravello adecuada para un aristócrata italiano. Arthur Miller compró una granja en Connecticut propia de un yanqui de Connecticut. Lo mismo que hizo Philip Roth.

Yo no soy distinta. Después de Miedo a volar, compré una casa en Nueva Inglaterra. Creyendo que cuando los escritores mueren y van al cielo, el cielo era Connecticut, compré un trozo de esa herencia literaria. Para un escritor, acostumbrado a crear mundos con tinta y un trozo de papel en blanco, las raíces y la nobleza son lo mismo. Y uno consigue las dos cosas con palabras.

Las personas desarraigadas muchas veces gravitan en torno a esos terrenos donde reina el esfuerzo, en los que la clase tiene que crearse repetidamente. A lo mejor por eso es por lo que la creatividad florece durante los periodos de grandes agitaciones sociales y muchas veces entre los que anteriormente eran de las clases bajas. A lo mejor eso es lo que atrae a los judíos al mundo de la palabra y la imagen. Si se piensa en la vitalidad de la escritura de los judíos norteamericanos de los años cincuenta y sesenta, en la vitalidad de la escritura de las mujeres en los años setenta, ochenta y noventa, en la vitalidad de la escritura de las afronorteamericanas de los años setenta, ochenta y noventa, se ve que hay una clara relación entre el cambio de posición social y la productividad. Cuando un grupo se vuelve inquieto y se enfada, produce escritores.

Puedo soñar en lo que habría hecho con mi vida si hubiera nacido en una plantación con muchas acciones de las que cobrar intereses, pero probablemente mis ambiciones literarias nunca hubieran surgido. A lo mejor habría escrito unos poemas inescrutables, sólo legibles por los que preparan tesis doctorales. Pero es más probable que la ansiedad y la agresividad necesarias para terminar el libro me habrían sido negadas. Pues escribir no es sólo una cuestión de talento con las palabras, sino de impulso y ambición, de inquietud y rabia. Escribir es difícil. El aplauso nunca se produce al final del párrafo. Y dadas las horas empleadas, el dinero no es en absoluto suficiente. Teniendo en cuenta los esfuerzos y el tiempo empleados, la mayoría de los escritores ganan menos que los higienistas dentales.

Pero no lo hacemos por dinero. Lo hacemos para proporcionarnos una clase social.

Cuando terminé la carrera en la Universidad de Barnard, continué con el doctorado simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Sabía que quería ser escritora, pero todavía no estaba segura de que tuviera la sitzfleish para sentarme y ponerme a escribir un libro. Mientras esperaba a madurar un poco, estudiaba literatura inglesa. En cierto modo sabía que me sería útil.

Pero el periodo que estudié -el retozón siglo XVIII de los grabados de Hogarth- fue el que vio el nacimiento de Norteamérica, los derechos de la mujer, y la novela. La novela empezó como una forma de las clases más bajas, adecuada únicamente para que la leyeran las criadas, y es la única forma literaria en la que las mujeres destacaron por sí mismas tan pronto y con tal excelencia que ni siquiera la misoginia rampante de la historia de la literatura las puede eliminar. ¿Os preguntasteis alguna vez por las mujeres y la novela? Las mujeres, lo mismo que todos los de clase inferior, dependen para sobrevivir de la propia definición. La novela permite eso, y las páginas todavía se pueden esconder bajo el bastidor para bordar.

Desde la mente del escritor hasta el lector sólo existe la intervención de la imprenta. Una se puede quedar en casa y sin embargo mandar su libro a Londres, la situación perfecta para las mujeres.

En un mundo donde las mujeres son todavía el segundo sexo, muchas todavía sueñan con hacerse escritoras para así poder trabajar en casa, cumplir con sus obligaciones, cuidar a su niño recién nacido. La escritura todavía parece que se adapta a los intersticios de la vida de una mujer. Por medio de las palabras, tenemos esperanzas de cambiar nuestra clase. Puede que la pluma no siempre sea equiparable con el pene. En un mundo de ordenadores, nuestros hábiles dedos todavía nos pueden proporcionar un mundo. Uno de estos días tendremos clase. Y por eso escribimos tan febrilmente como sólo hacen los desposeídos. Escribimos para entrar en nosotras mismas, para construir nuestras casas y plantar nuestros jardines, para darnos nombres e historias, inventándonos según lo hacemos.

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